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Capítulo 10

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La comisaria jefe de la policía de Oslo no recordaba haber estado tan preocupada ante la llegada de un fin de semana en toda su vida.

Eran las nueve y media de la mañana del viernes 16 de mayo y llevaba trabajando desde las cuatro de la mañana. Håkon acababa de regresar, después de haberse ido a casa a dormir pasada la medianoche.

No avanzaban.

La policía no estaba más cerca de resolver quién había matado a veintitrés personas en Gimle Terrasse el 8 de abril volando literalmente por los aires una fundación moderada y prodemocrática, destinada a los musulmanes noruegos. Aunque todo parecía indicar que eran los mismos que habían colocado una maleta llena de explosivos C4 en un restaurante atestado de gente en Grünnerløkka dos días más tarde, ni siquiera podían afirmarlo con seguridad.

Varios cientos de policías habían trabajado día y noche durante más de cinco semanas sin llegar a ninguna parte.

Era como si estuvieran persiguiendo un fantasma.

Los técnicos habían conseguido aislar dos elementos externos en el cuerpo de Jørgen Fjellstad. Por desgracia, el aceite de la cadena de la motosierra resultó ser el más vendido en Noruega. Y puesto que casi el 40 por ciento del reino estaba cubierto de bosques y las motosierras no exigían ningún tipo de licencia, todos los intentos de dar con la herramienta habían resultado infructuosos de momento.

Además, habían aparecido dos fragmentos minúsculos de plástico negro en el cadáver. Enseguida se vio que eran de unas bolsas de basura corrientes. Tan corrientes que se vendían en la cadena de supermercados Rema 1000, y era imposible localizar al comprador o al propietario.

En el cuerpo no se encontró ni siquiera un cabello ajeno, ni una partícula de piel ni una gota de saliva.

Nada.

Una de las muy pocas preguntas para las que sí habían encontrado respuesta fue cuándo habían colocado la bomba en Gimle Terrasse. En la tarde del lunes 7 de abril un técnico había estado en las oficinas para reparar una fotocopiadora. En su declaración insistió en que había tenido que apartarla de la pared. Como los terroristas habían montado una de las cargas justo detrás de la Rank Xerox, si hubiera estado allí la habría visto. El último empleado del ISAN había echado la llave de las oficinas a las siete y veinte de la tarde. El primero llegó a las ocho menos veinte a la mañana siguiente.

Los terroristas habían dispuesto de algo más de doce horas.

En cuanto a la explosión en La Hierba Más Verde, se había descubierto que la maleta era del tipo que estaba a la venta en COOP entre 2001 y 2004, un total de mil seiscientas setenta unidades.

En otras palabras: imposible de localizar, aunque un par de agentes seguían trabajando en ello.

El número de datos disponibles estaba adquiriendo dimensiones cósmicas. Cientos de policías del distrito policial de Oslo, la policía judicial y el PST habían trabajado día y noche recopilando información, procesándola y analizándola. Hasta la fecha habían tomado declaración a más de seiscientas personas. Defensa había participado en la investigación sin que ello hubiera supuesto cambio alguno. El PST seguía buscando a ciegas. La vigilancia de Andreas Kielland Olsen se había dado por terminada. No había nada que decir de él, salvo que era un joven excepcionalmente aburrido y cumplidor con una sorprendente falta de aficiones.

Cinco días antes Silje había considerado muy en serio la posibilidad de que la ministra de Justicia aceptara la ayuda que les había ofrecido el FBI.

Pero Harald Jensen lo impidió.

En una de las muchas reuniones que celebraron, el director del PST le advirtió en voz queda de que, si los norteamericanos llegaban a saber lo poco que sabían en realidad, se preocuparían muchísimo. Eso podría tener consecuencias negativas sobre su colaboración mutua durante años.

El mundo exterior debía creer que estaban sobre la pista.

Sobre la pista de algo.

A pesar de la insistencia interminable de los medios de comunicación y de las permanentes acusaciones de incompetencia dirigidas a todo el aparato de justicia, habían conseguido dar la impresión de que estaban avanzando. No parecía que se lo creyeran, pero Silje sabía por experiencia que mientras pudieran recurrir a la frase «por respeto a la investigación» seguiría siendo posible dar la impresión de que se estaban acercando.

Al menos de momento.

Cuando faltaban veinticuatro horas para la gran celebración del día nacional de Noruega, el único elemento positivo era que no se había producido ningún ataque desde el 10 de abril. La bomba falsa de Sandefjord resultó estar compuesta por una caja metálica de la época de la Segunda Guerra Mundial llena de baterías de coche descargadas de los años sesenta. La policía judicial trabajó a fondo para analizarlo todo, pero a los dos días del incidente de la plaza de Hval ya habían concluido que no había ni una huella biológica en el pesadísimo artefacto. Ni en la carta, cuyo contenido era mucho más preocupante que el del inocuo paquete del que formaba parte.

El texto estaba escrito con un bolígrafo Bic de los baratos, que se había vendido en todas partes durante años. El autor había sido lo bastante listo como para utilizar una regla con letras, una de esas con las que suelen entretenerse los niños. Por ello resultaba imposible analizar la letra, pero algunos indicios parecían apoyar la tesis de que quien la había escrito era diestro. No había ningún error ortográfico, lo que podría indicar que la había escrito un noruego, pero no era seguro. La tinta era azul, el papel había sido bañado en lejía y secado antes de usarlo. Los técnicos no sabían muy bien por qué.

La nota llevaba la firma de la Verdadera Umma del Profeta.

Su contenido era una arenga medio religiosa sobre lo fácilmente que Noruega se dejaba humillar. Y que aún no habían terminado.

Y que Alá era grande.

Eso era todo.

Por fortuna su contenido no se había filtrado, a pesar de que todos los medios de comunicación conocieron su existencia nada más producirse el suceso. La causa no había sido una filtración de la policía, menos mal, sino que las barreras policiales no habían podido impedir el paso a un adolescente curioso. Había conseguido llegar hasta un coche que estaba aparcado a tan solo diez metros del lugar en el que los expertos en explosivos habían entregado la bomba y la carta al responsable de la operación. Dos horas más tarde había ganado veinte mil coronas con la venta de una foto clara y bien enfocada a las redacciones de cuatro medios distintos.

Por suerte la foto no permitía leer la carta.

No habían tenido la misma suerte con la historia del robo del C4 en el campo de maniobras de Defensa en Åmot. Cuatro días antes el diario VG le había dedicado cuatro páginas interiores y una portada tan llamativa que parecía que hubieran dado la exclusiva de la década.

Y casi era así.

A pesar de que Silje Sørensen, en solo dos meses en el puesto, se había empezado a dar cuenta de que las filtraciones eran una de las mayores pesadillas de la dirección de la policía, aquella resultó ser bastante oportuna. Tenía que reconocerlo, aunque solo en su fuero interno. Por un tiempo los tiburones se dedicaron a perseguir a Defensa. De hecho, no había vuelto a leer ni una petición para que dimitiera desde que el VG publicara la historia del escándalo de Åmot.

Llamaron a la puerta y Håkon entró sin esperar respuesta, como era su costumbre.

—Por favor te lo pido —dijo Silje—. Tráeme una buena noticia. Una buena noticia, aunque sea pequeñita, es lo que necesito.

Sorry —dijo sentándose—. No tengo nada que contarte. Todo el mundo trabaja en lo suyo pero, de momento, nadie ha conseguido nada. Salvo esto, claro.

Dejó un dossier sobre la mesa.

—Las instrucciones para mañana. Las provisionales ya se difundieron la semana pasada, como sabes. Estas, que son las definitivas, se están difundiendo en este momento.

Silje se quedó mirando fijamente los documentos.

—Dime los puntos principales, por favor.

—No se podrá aparcar en el interior de…

Silje se inclinó y pasó las hojas hasta llegar a la última. Un mapa con una línea roja que recorría calles y carreteras.

—Pero eso es… —cogió la hoja— todo Oslo.

—Bueno. Todo el centro, al menos. Una ciudad sin coches, algo con lo que mucha gente ha soñado. La gente tendrá que utilizar el transporte público. O caminar. Habrá autobuses que partían de varios de los grandes aparcamientos que rodean la ciudad, como en el lago Songsvann y en el valle de Maridalen.

—Y nada de bolsas.

—No está permitido llevar nada que exceda del tamaño de un bolso de señora corriente. Ni carritos de bebé, mochilas ni portabebés. He leído que el Aftenposten ha calculado, después de hacer una encuesta, que unas diez mil personas evitarán bajar al centro por ese motivo.

—No es de mucha ayuda.

—Además, los colegios han informado de que la participación en el desfile infantil será menor de lo habitual. Está claro que la gente está preocupada por sus hijos. Las últimas estimaciones indican que participarán unos treinta mil niños. Parece que sobre todo los musulmanes están muy motivados. Este año habrá bastantes pequeñajos de cabello moreno y ojos castaños vestidos con el traje regional.

—Madre mía —murmuró Silje—. Yo no dejaría que mis hijos participaran en ese desfile.

—Menos mal que no te ha oído nadie —dijo Håkon—. Mejor que no digas eso en público.

No contestó. Volvió a concentrarse en el mapa.

—La mochila de la foto del satélite —dijo Håkon.

—¿Qué pasa con ella? —preguntó Silje sin levantar la vista.

—Abajo, en nuestra sección, consideramos que ahora mismo esa mochila es nuestra mayor esperanza de conseguir una respuesta entre la población. Debemos hacer un llamamiento público. De verdad, Silje, hace varias semanas que tenemos esa posibilidad. Deberíamos utilizarla cuanto antes. Cada día está más claro que…

—Hazlo.

—¿Qué?

—Haz un llamamiento público. Pero no hará falta que te explique que el texto debe redactarse con mucha prudencia. Quiero verlo antes de que hagáis nada con él.

Håkon se puso de pie con una amplia sonrisa.

—Está preparado. Mis mejores agentes llevan una semana trabajando en él. Voy a buscarlo ahora mismo.

Apoyó las palmas de las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella.

—Puede que por fin ocurra algo. Por fin.

—Esperemos que tengas razón —dijo ella, desanimada, y le echó de la oficina con un movimiento de la mano mientras añadía—: Roguemos a los dioses que por fin ocurra algo.

El cristalero por fin había ido a la calle Kruse para reponer la ventana rota. El apartamento de Hanne y Nefis no era el único que necesitaba cristales nuevos tras el atentado del 8 de abril, así que la comunidad había pedido a la aseguradora que los arreglaran todos a la vez.

Hanne se fijó en que el operario era como la mayoría. A pesar de que por escrito se aseguraba que la retirada de materiales y cristales estaba incluida en el trabajo, Hanne acababa de encontrar cuatro esquirlas de cristal bastante grandes en la alfombra.

Se deslizó hasta la chimenea.

En una caja de aluminio había periódicos viejos. Demasiados. Era responsabilidad de Ida vaciarla un par de veces a la semana. Solo debían quedar dos o tres en la caja para encender la chimenea. Hanne agarró un montón, cada vez más enfadada. Los puso en su regazo, fue hasta el recibidor y los dejó delante de la puerta. Esperaba que fuera recordatorio suficiente cuando la niña volviera del colegio.

Se dirigió con los dos últimos periódicos del montón hacia la ventana nueva, debajo de la cual, en el suelo, había una peligrosa cantidad de cristales rotos.

Uno de los periódicos estaba abierto por las esquelas.

Un nombre le resultó conocido y comprobó las fechas.

Lunes 14 de abril.

Una semana escasa después del primer atentado con bomba. La esquela correspondía a una de sus víctimas.

Nuestra querida madre, abuela y bisabuela, hermana, cuñada y tía

Ranveig Ranvik

Nacida el 2 de enero de 1934

Nos fue arrebatada el 8 de abril de 2014.

A continuación había una serie de nombres. Los tres últimos, antes de los inevitables «amigos y demás familia», los conocía Hanne.

«Kirsten, Peder y Gunnar».

Hanne se quedó mirando la esquela.

Mucho rato.

Arrancó la página de golpe, la dobló y la metió en la cesta bajo el asiento. Se agachó, recogió los cristales y los envolvió en el resto del papel de periódico. Cuando se hubo deshecho de todo en el cubo de basura de la cocina, fue hacia el despacho.

Por una vez cerró la puerta.

Buscó el juego de copias del caso de Gunnar Ranvik, además de una carpeta roja con los informes que había elaborado Henrik Holme. Puso los dos sobre el escritorio, sin abrirlos.

«¿Y si…?».

No debía pensar así.

Había que basar las teorías en hechos. No elaborar una teoría y luego hacer que los hechos encajaran.

«¿Y si…?».

—Hechos —se dijo en voz baja, buscó papel y un bolígrafo y empezó a escribir.

Kirsten Ranvik.

Militó en el Partido del Progreso.

En pasado, ahora no.

Hanne sintió un leve escalofrío y siguió anotando:

Quiebra del negocio familiar.

Muerte de su marido. (¿Suicidio? ¿Consecuencia de la quiebra?).

Arruinado por la competencia de los turcos.

Su hijo apaleado (casi muerto) por noruegos de origen paquistaní, según sus propias palabras.

Su hijo ya adulto (edad mental en estadio infantil) manifiesta un fuerte rechazo a los paquistaníes/inmigrantes. Utiliza calificativos denigrantes.

Hanne mordisqueó el bolígrafo. Leyó lo escrito dos veces. Y otra más, en busca de las conclusiones lógicas que se pudieran obtener de los datos con los que contaba.

Cogió otra hoja y la colocó junto a la primera.

De orientación política derechista.

Las palabras negativas de Gunnar pueden ser resultado de la influencia de su madre.

Y eso era todo.

—Mierda —dijo en voz baja.

Vació la carpeta roja. Tardó muy poco en dar con el informe de Henrik sobre las circunstancias familiares de la calle Skjold. En la parte de atrás estaba la foto borrosa de Peder Ranvik que Henrik había sacado de Facebook.

Boina morada.

Comando especial de Defensa.

Acercó el ordenador portátil y entró en nrk.no. La noche anterior el robo del C4 del campo de maniobras de Åmot había vuelto a ser la noticia de portada. Hanne buscó el informativo en el que habían utilizado fotos de archivo. De otro ejercicio, en otro lugar.

Muchos hombres de uniforme con boina morada.

Siguió moviéndose por la red. Leyó:

El comando especial de Defensa es una fuerza operativa flexible con gran capacidad de reacción. Apoyan a la policía en la lucha antiterrorista, por ejemplo en plataformas petrolíferas y de gas en alta mar, buques fondeados en puertos noruegos e instalaciones en tierra.

Peder Ranvik combatía el terrorismo.

Sabía de terrorismo.

—Henrik —se dijo Hanne en voz baja—. ¿Qué pensaría Henrik?

«¿Y si…?».

Henrik habría pensado «¿Y si…?».

Echó una mirada rápida al móvil antes de desechar la idea de llamarle. Prefirió volver a leer el folio con los detalles de la vida de Kirsten Ranvik.

Los pocos que tenía.

De pronto se vio asaltada por la idea de que Billy T. podía tener razón.

¿Y si su preocupación por Linus estaba justificada?

El bolígrafo volaba sobre el papel.

¿Y si Linus ha sido reclutado por una organización de ultra-derecha que está detrás de los atentados? ¿Y si el reloj de Linus estaba en las oficinas del ISAN porque él lo perdió allí? ¿Y si Kirsten Ranvik ha aprovechado su puesto para reclutar a jóvenes noruegos en situación de desarraigo con alguna experiencia negativa con inmigrantes (barrio de Groruddalen)? ¿Y si Kirsten en principio era una escéptica ante la inmigración que ha pasado a convertirse en una extremista por las trágicas circunstancias acontecidas en su familia? ¿Y si Peder Ranvik comparte su punto de vista? ¿Y si ha tenido acceso a…?

Se detuvo de pronto y volvió sobre la lista de hechos probados sobre la mujer de Korsvoll. En el periódico se dijo que los terroristas habían accedido a las oficinas por el sótano, un fallo de seguridad muy grave del que el actual director del ISAN había asumido la responsabilidad y la crítica. Hanne añadió otro dato.

Pueden haber tenido acceso a las oficinas del ISAN a través de su cuñada Ranveig Ranvik. ¿Engañaron a la anciana?

No, esto era un error.

Hanne Wilhelmsen no era una persona inclinada a especular. No era su método de trabajo. No era así como debía conducirse una investigación. Además no estaba trabajando con los atentados. Y, ahora que lo pensaba, tampoco en el caso de Gunnar Ranvik. Estaba contratada temporalmente por la comisaria de la policía de Oslo para averiguar qué le había pasado a Karina Knoph cuando desapareció sin dejar rastro en 1996. Un misterio que Henrik Holme iba a resolver ese mismo día, si los astros se alineaban con ellos.

Kirsten Ranvik no era asunto suyo.

Billy T. no había vuelto a la calle Kruse después de su tremendo ataque de pánico. Y ya habían pasado unos cuantos días. Con un poco de suerte, ya no volvería por allí.

Ni Linus, ni Billy T., ni los ataques terroristas ni Kirsten Ranvik le atañían. Cerró el ordenador y recogió las hojas en las que había estado tomando notas. Las arrugó y las tiró a la papelera.

Se detuvo a mitad de camino. Sacó el móvil del bolsillo lateral de la silla con aire dubitativo. Lo observó unos instantes antes de empezar a escribir.

Silje. En cuanto a los atentados terroristas hay algo que me gustaría comentarte. Puede que no sea nada, pero llámame cuando puedas. Hanne W.

No haría ningún daño informando, pensó empujándose hacia la cocina para buscar algo de comer.

Llevaba un día entero sin comer. En realidad, llevaba casi dos meses comiendo muy poco. Notaba que su peso disminuía deprisa, al igual que sus fuerzas.

Billy T. se había rendido.

Ya no era posible seguir echándole la culpa a una rodilla dolorida. Había vuelto al trabajo y hacía el mínimo imprescindible antes de volver a casa, al piso casi siempre vacío. Linus apenas pasaba por allí de vez en cuando, sobre todo para dormir. Billy T. mataba las noches ante el televisor y había desechado por completo la idea de ponerse en forma.

El ataque de pánico en casa de Hanne supuso un punto de inflexión. La sensación desconocida de perder el control por completo le seguía aterrando. Pasaba los días con miedo constante a que se repitiera el ataque, como si las pocas fuerzas que aún le quedaban se destinaran a mantener la angustia a raya.

No era el miedo a morir lo que le había descolocado tanto.

Lo horrible había sido morir.

Lo supo en ese momento, ante el frigorífico en casa de Hanne y Nefis, su corazón se estaba parando. La muerte se había presentado como un hecho concreto, cercano, no como una potencial amenaza. Había notado cómo le fallaba el corazón. Sintió que su cerebro se vaciaba por completo. Que sus pulmones no podían más. Supo que solo le quedaban segundos de vida.

Ataque de pánico. Así lo había llamado Hanne.

Ansiedad y pánico. Eso había descubierto que era. Por internet. No se atrevió a decirle nada a la doctora cuando intentó que le prolongaran la baja por sus supuestos problemas de rodilla. Al contrario, cuando esta, algo preocupada, le preguntó si todo lo demás iba bien, se había obligado a sonreír con optimismo y le había asegurado que tenía muchas ganas de volver al trabajo.

La angustia que le producía el miedo a un nuevo ataque le dejaba sin iniciativa, pasivo. Unas cervezas viendo un par de capítulos de alguna serie televisiva por la noche y a la cama. Luego pasaba horas dando vueltas hasta que el sueño le vencía de madrugada y le ayudaba a pasar con vida, a duras penas, el amanecer.

Así transcurrían los días, y Linus no decía nada.

Eran las once y media y, en circunstancias normales, tendría un hambre canina. En lugar de ir a la pequeña cafetería para almorzar algo, abrió la tercera botella de Cola-Cola Zero de la mañana y navegó apático por las noticias.

El diario Dagbladet encabezaba su página con la foto de una mochila roja.

Decía que la policía buscaba una mochila como aquella.

En relación con la investigación de los atentados. Eso decía. Así, en general, y sin dar más datos.

Billy T. sintió que la sangre se le iba de la cabeza. Por unos instantes creyó haberse desmayado. Seguía sentado en la silla. La imagen de la pantalla seguía mostrando una mochila roja y seguía denominándola como el modelo Gaupekollen de Bergan.

Era como la que Billy T. le había comprado a Linus como regalo de confirmación. Y que ahora estaba en el trastero del sótano de Billy T. Tuvo que cambiarla de sitio cuando machacó la figura de Darth Vader para deshacerse de ella para siempre.

La policía buscaba una mochila como esa.

Billy T. se dio cuenta de que buscaban la mochila de Linus. Salió lanzado por la puerta.

Henrik Holme estaba en la puerta, tapándose los oídos.

Tendría que haber aceptado los cascos insonorizados que le habían ofrecido. El martillo hidráulico ya hacía bastante ruido por sí solo, y en un sótano con paredes de cemento el estruendo era casi insoportable.

—Toma —le gritó un operario vestido con un mono, poniéndole un par de cascos rojos sobre las orejas.

Eran eficaces, del mismo modo que lo había sido Henrik.

Le había llevado exactamente catorce días conseguir algo que, en circunstancias normales, podría haber tardado meses. Hacía dos semanas justas del momento en que se dio cuenta de que Imran Sharif tenía algo que ocultar.

Y ya estaba en pleno proceso de taladrar un suelo de cemento para ver si era allí donde había gato encerrado. O Karina enterrada.

No debería pensar en ella como un gato, y se tocó las dos aletas nasales tres veces. Rapidísimo.

Henrik tenía que reconocer que la suerte había estado de su parte. No les habrían dado un permiso judicial para levantar el suelo. En eso estaban de acuerdo Hanne y Henrik. Los indicios eran demasiado vagos. Cuando, a pesar de todo, Henrik se atrevió a preguntarle al dueño de la casa si daría su consentimiento para que la policía destrozara su casa, el hombre se puso contento, con gran asombro por su parte.

Hacía poco que había adquirido la vivienda, explicó, y quería acondicionar un apartamento en el sótano para alquilarlo. Le faltaban cuatro centímetros de altura para que le dieran la cédula de habitabilidad, y tenía que levantar el suelo antes de ponerse manos a la obra. Que la policía lo quisiera hacer por él, y encima a costa del erario público, era un auténtico regalo de Navidad entregado con retraso. Su alegría se moderó bastante cuando supo que Henrik buscaba un cadáver. Por otra parte, si era así, sería bueno que se lo llevaran.

Hanne se había ocupado de la parte económica.

O tenía muy buena relación con la comisaria, o Silje Sørensen estaba tan agobiada que dijo que sí para que la dejaran en paz con un caso que no tenía nada que ver con los atentados terroristas. Puede que se dieran las dos circunstancias, el caso es que Hanne había recibido la aprobación del gasto de cincuenta mil coronas tan solo un cuarto de hora después de mandar el correo con la solicitud.

Henrik había estado presente durante los preparativos de la mañana. Les había dado instrucciones sobre lo que estaban buscando y lo que debían hacer si encontraban algo, y luego se marchó al dentista para una cita concertada tiempo atrás. Ya estaba de vuelta.

No pintaba bien.

Habían taladrado más de la mitad de la habitación más grande del sótano. El mayor de los dos empleados se ocupaba del martillo hidráulico, mientras que el más joven revisaba con cuidado los pedazos grandes y pequeños desprendidos del suelo antes de llevarlos al contenedor en dos cubos.

El tipo informó a Henrik de que el contenedor, de momento, solo contenía escombros reglamentarios.

Cemento fragmentado.

Hasta ese momento Henrik había estado lleno de expectativas, casi emocionado. La noche anterior apenas había conciliado el sueño.

Era peligroso estar tan seguro.

A Henrik le había resultado fácil constatar que Imran era empleado de Herederos de Eilif Andersen desde sus tiempos de aprendiz. Por desgracia, los registros de pedidos y la contabilidad se destruían al cabo de diez años. Por eso, la amable secretaria de la mediana empresa de albañilería lamentó no poder darle más información sobre qué operarios habían realizado trabajos en la calle Mittoddveien 34 C en septiembre de 1996. Por lo que ella sabía, podría tratarse de alguien que hubiera dejado de trabajar en la empresa años antes. Le susurró, en confianza y con gesto contrariado, que había mucho cambio de personal, sobre todo entre los más jóvenes. No todo el mundo tenía el mismo sentido de la fidelidad de los más veteranos.

—Imran es un tipo de una pieza —aseguró a Henrik—. ¿No se habrá metido en líos?

Él le había devuelto la sonrisa asegurándole que para nada. Instantes después iba camino de casa de Hanne Wilhelmsen con el objeto de pedir permiso para levantar el suelo de un sótano.

Hanne lo había entendido muy bien. Dijo que en sus tiempos había tomado decisiones basadas en indicios bastante más dudosos que aquellos.

Pero ahora a Henrik su fundamento le parecía cada vez más endeble. Miraba entristecido cómo iban despejando hasta tres cuartas partes del suelo. El operario joven iba sacando cubo tras cubo de cemento machacado.

El martillo hidráulico se detuvo.

El silencio subsiguiente fue atronador, total, los oídos de Henrik seguían aullando cuando se arrancó los cascos.

—Aquí hay algo —dijo el operario de más edad inclinándose hacia el suelo.

—No lo toques —dijo Henrik en voz alta—. Apártate, por favor.

Se acercó despacio. Sacó una pequeña cámara que se había llevado del trabajo. Se puso en cuclillas en el límite entre los tres cuartos del suelo levantado y el que seguía estando liso.

Cabellos. Eso le pareció. Prendidos de un cráneo que seguía estando en parte cubierto de cemento. Hizo cuatro fotos desde ángulos diferentes y luego se puso un par de guantes de vinilo y arrancó un poco de cabello con un dedo.

Sopló. Bajo el polvo gris asomó el color: el pelo era opaco y levemente azulado.

—Joder —soltó el mayor de los hombres—. Tenías razón, tío. Hay un cadáver.

—Sí —dijo Henrik Holme muy serio.

En su vida se había sentido tan importante.

—Lo más importante es que podrás comer tarta y helado, Gunnar. He comprado un montón. Sería muy complicado ir al centro con todas las restricciones que ha decretado la policía.

Kirsten Ranvik acarició la mejilla de su hijo.

—Pero siempre hemos ido al centro —protestó él con tristeza—. Siempre vemos pasar el desfile infantil. Y a la Guardia Real. Me gusta mucho ver desfilar a la Guardia Real, mamá.

—Lo pasaremos muy bien viéndolo en la televisión. Nunca lo hemos hecho y seguro que será muy bonito. Lo veremos mejor, ¿sabes? En nuestro propio y acogedor cuarto de estar. ¿Hay que darles nueces a todas?

—Son para todas —dijo Gunnar descontento, y atendió a Ingelill.

Sus crías habían crecido. Una había heredado la bonita estrella del pecho de su padre. Se llamaba Coronel-Lille y no lo venderían. Los otros dos ya estaban reservados. Dentro de poco más de una semana podrían volar y los entregarían.

—Son bonitas, estas palomas tuyas.

Kirsten se había colocado una cría de color gris claro en la mano.

—¿Cómo se llama este?

—Cher Ami. Le he puesto el nombre de una paloma heroica de la Primera Guerra Mundial. Cher Ami salvó a casi doscientos soldados y recibió una medalla.

—Preciosa.

Le acarició la espalda con dos dedos.

—Quiero ir al centro mañana, mamá. Por favor.

—No vamos a discutir eso más.

Su voz había adquirido el tono afilado y agudo que tanto miedo le daba. Callado e irascible, siguió con la tarea de limpiar el palomar.

—¿Para qué has usado mis palomas? —preguntó él al rato.

—Para practicar.

—¿Practicar qué?

Ella sonrió y volvió a dejar a Cher Ami sobre una percha cercana al techo.

—Vuelo, claro. Necesitan entrenarse.

—Pero ¿quién las ha soltado? Han vuelto a casa mucho después que Peder y tú, así que tiene que haberlas soltado otra persona. ¿Quién?

Se había colocado en el centro del suelo recién barrido y empezó a moverse despacio de un lado a otro mientras miraba de reojo al techo.

—Tranquilo —le dijo su madre con firmeza—. Unos jóvenes. Hombres muy educados y decentes que se han portado bien con tus palomas.

—¿Por qué se las has prestado?

Se dio cuenta de que lloriqueaba. A su madre no le gustaba la voz que ponía cuando estaba triste, pero él no comprendía por qué tenía que dejarles sus palomas a extraños.

—Pues porque las palomas mensajeras son eso, mensajeras. Y déjalo ya, Gunnar. Me han traído mensajes, han nacido para eso. Lo sabes bien. Eres tú quien me ha entregado los mensajes que traían a su regreso.

—Pero entonces, ¿Peder y tú las habéis dejado por ahí? ¿Las habéis escondido en algún sitio para que esos hombres las encontraran? ¿Han estado solas en sus jaulas esperando? Tardan mucho en volver a casa, mamá. Tardan mucho en volver a casa.

—Es hora de cenar —dijo su madre con voz aguda.

—¿Las palomas tienen que ver con tu trabajo, mamá?

Kirsten Ranvik agarró la escoba y la colocó cerca de la puerta. Cerró una ventana y se alisó la falda con las manos.

—Sí. Tienen que ver con mi trabajo. El trabajo de cuidar de nuestro país. El trabajo de preocuparme por que podamos celebrar el Diecisiete de Mayo en años venideros. Debes sentirte orgulloso de que tus palomas sirvan para proteger a tu país.

—No nos gustan los paquistaníes, mamá.

—No decimos esas cosas, Gunnar. Solo los tontos hablan así. Ven. Es hora de cenar.

Su voz tenía un eco que no había oído antes. No era aguda y severa, como cuando estaba enfadada, pero tampoco insistente, como a diario. Era como si fuera otra persona quien hablaba, como si hubiera una señora desconocida dentro de mamá. Alguien a quien él no le acababa de gustar.

Eso le daba miedo, y decidió dejar de dar la lata para ir al desfile del Diecisiete de Mayo por el momento.

A lo mejor podría volver a preguntar por la mañana.

Tenía que estar de vuelta en la comisaría de Oslo tan temprano que casi resultaba absurdo pasar por casa. Por unos instantes sopesó la posibilidad de dormir en el sofá del despacho, pero enseguida desechó la idea. Quería meterse en su propia cama, aunque solo fuera un par de horas. Usar su propio cuarto de baño. Volver a casa.

Silje Sørensen estaba clasificando el montón de papeles que habían acabado sobre su mesa a lo largo del día. Por desgracia muy pocos de ellos irían a parar a la bandeja de los asuntos resueltos, apenas había hecho lo más imprescindible.

Tampoco ese día.

Pero, al menos, la tarde había tenido su pequeña alegría.

Sobre las cinco le habían informado de que Hanne Wilhelmsen había encontrado el cadáver de la que con casi toda seguridad era una joven desaparecida sin dejar rastro en algún momento de los años noventa. Impresionante. Y una alegría que aquella tarde había conseguido apartar todo lo demás y ser portada en la mayor parte de los medios de comunicación.

Al menos durante media hora o así.

Hanne se negaba a tratar con la prensa. El agente rarito que Silje le había encasquetado quedaría fatal en televisión. Por eso le había pasado la pelota a Håkon Sand, que había hecho un trabajo excelente. Era fácil cuando se tenía una buena noticia que ofrecer, y además podía rechazar la mayoría de las preguntas diciendo que todavía quedaba mucho por investigar.

Silje dejó caer el teléfono del trabajo en el bolso y sacó el particular. Casi no lo había mirado desde la mañana.

Once llamadas perdidas.

Tres mensajes de texto.

Vio que uno era, precisamente, de Hanne Wilhelmsen, y lo abrió. Lo había mandado a las 10.49, y era breve.

Lo leyó dos veces. No le cuadraba nada. Al ver el nombre de Hanne estuvo convencida de que se trataría del hallazgo del cadáver. Sintió como si su cerebro no fuera capaz de cambiar de registro.

Hanne quería hablar con ella de los atentados terroristas.

Costaba imaginar qué podría saber una mujer confinada en una silla de ruedas, que apenas salía de su apartamento, que quisiera compartir con la comisaria de la policía. Por otra parte, Hanne, en cinco semanas, había resuelto un caso de asesinato que nadie había conseguido aclarar en dieciocho años.

Eran las doce menos veinte.

Demasiado tarde para llamar.

Iba a dejar el teléfono en el bolso otra vez, podía revisar el resto de los mensajes camino de casa.

Se quedó con el móvil en la mano.

Hanne Wilhelmsen era una leyenda. Merecía la pena dedicar dos minutos a saber qué tenía que contar.

Silje puso el pulgar sobre el icono de llamada.

—Hola —dijeron al segundo tono.

—Hola, Hanne. Soy Silje Sørensen. Lamento que…

—No hay problema. Gracias por llamar.

—¡Enhorabuena!

—Gracias.

—¡Y tú sola! No he tenido tiempo de leer…

—No he sido yo.

—¿Qué? Quiero decir que, bueno, alguien tuvo que taladrar ese suelo, pero…

—El agente Henrik Holme ha hecho un trabajo brillante. El honor es suyo. No entiendo por qué encargaste a Håkon que saliera a presumir de esto. Henrik merecía haber aparecido en la televisión.

Silje se sentó.

—Es que parecía un poco…

—¿Raro? Sí, es raro. Pero es el mejor investigador que he conocido en mi vida. Es casi tan bueno como lo fui yo. Puede llegar a ser mejor que yo. Me lo quedo. Y puede dar entrevistas sin ningún problema. No lo olvides la próxima vez.

—Vale. OK. Bien.

Silje se sintió sedienta de pronto y miró a su alrededor buscando algo para beber.

—Pero no era por eso por lo que quería hablar contigo —dijo Hanne.

—No…

Silje solo encontró té a temperatura ambiente en una taza mediada.

—No sé muy bien cómo decir esto —oyó que explicaba Hanne—. Y sé que puedes contarme muy poco de los atentados terroristas. O tal vez debería llamarlo entramado terrorista. Menudo caso para que te caiga nada más asumir el cargo.

—Sí.

Se hizo un silencio.

—¿Hola? —dijo Silje.

—Estoy aquí. Escúchame…

Un crujido. Silje creyó oír el sonido de agua corriendo, y sintió aún más sed.

—Supongo que os habéis centrado en los yihadistas —dijo Hanne—. A causa de todas esas tonterías sobre la Verdadera Umma del Profeta. Es evidente que ese grupo no existe. Esos chicos han sido manipulados por alguien. Con mucha habilidad y, por lo que puedo ver, no tenéis ni idea de quiénes son esos manipuladores.

—No puedo comentar eso.

—Por supuesto que no puedes. No te pido que lo comentes. Te pido que escuches. ¿Y si no se trata de yihadistas, sino de la extrema derecha? ¿Nacionalistas? ¿Racistas?

Se quedaron en silencio, como si Hanne esperara una respuesta.

Antes de que la pausa se hiciera demasiado incómoda, Hanne prosiguió:

—Esto no es ninguna novedad para vosotros, claro, aunque no la hayáis hecho pública. Apuesto a que Harald Jensen se tira de los pelos cuando ve todos los trolls y caballeros del teclado que hay. Y que tenéis que descartar del caso.

—De verdad que no puedo…

—Pues no me contestes. Pero estoy muy pendiente, Silje. Quiero decir que estoy muy bien informada de todo lo que pasa.

Su tono no dejaba lugar a dudas, y Silje se dio cuenta de que estaba asintiendo con la cabeza.

—Y lo que veo es que vais de farol. No tenéis una mierda, Silje. Nada sobre el asesinato de ese converso. Nada sobre quién puso las dos bombas de los atentados terroristas. Vais a ciegas, Silje. Pasadas cinco semanas resulta más que evidente.

—Te pido que por el bien de la investigación respetes…

Hanne se echó a reír.

—Estás hablando conmigo —dijo—. Ahorra saliva. Estoy de tu lado, Silje, no lo olvides.

Silje se acercó a la cafetera e intentó sacar el depósito del agua con una mano.

—Mientras Henrik y yo investigábamos el caso de la desaparición de Karina Knoph han…

Ahora era Hanne quien tenía dificultades para dar con las palabras adecuadas. El depósito de agua por fin cedió y Silje bebió con ansia el agua templada.

—… surgido varias cosas —dijo Hanne—. Es una larga historia. Pero como es tarde y mañana te espera un día muy duro voy a ir directa al grano.

Silje se llevó el contenedor de plástico al escritorio y volvió a sentarse.

—Deberías poner a tu gente a revisar un nombre —dijo Hanne—. O, mejor dicho, una familia.

Silje sintió que la oreja que tenía pegada al teléfono ardía.

—Tres cosas —dijo Hanne tajante—. ¿Tomas nota?

—Eh… Espera un momento.

Silje dejó el teléfono, se colocó los auriculares y sacó papel y bolígrafo.

—Estoy lista —dijo con voz débil.

Y sintió que estaba molesta. Era la comisaria jefe de la policía de Oslo. Hanne Wilhelmsen era una detective jubilada, desechada. Y era casi medianoche.

—Hay una mujer —dijo Hanne concisa.

Silje tragó saliva y escribió «mujer» en la parte alta de la hoja.

—Es bibliotecaria.

Silje escribió «bibliotecaria».

—Tengo razones para sospechar que sus simpatías políticas están con la extrema derecha.

—Como las de tantos otros —objetó Silje por fin.

—Sí, pero hay más. Tiene una cuñada…

Sonó como si Hanne estornudara.

—… o, mejor dicho, tenía una cuñada. Vivía en uno de los pisos situados encima de las oficinas del ISAN. Murió.

Silje soltó el bolígrafo.

—Vale —dijo bebiendo otro trago del depósito de agua.

—Eso le daba la posibilidad de acceder al sótano del ISAN.

—Me temo que por desgracia es mucha la gente que ha tenido acceso a ese sótano —dijo Silje apartando la hoja—. Estamos en un proceso de trabajo muy detallado para poder determinar los movimientos…

—¡Silje! Que estás hablando conmigo. No tenéis nada. Escúchame, ¿vale?

Silje volvió a asentir.

Fue como si Hanne pudiera oírlo.

—Esta bibliotecaria ha tenido una especie de red de contactos con chicos —prosiguió Hanne—. Hombres jóvenes. En apariencia era una iniciativa bienintencionada para reconducir a los que andaban perdidos. Formación. Lectura. Búsqueda de empleo y esas cosas. Pero algunos de esos chicos…

Una pausa prolongada. Silje dejó que durara.

Al menos ya no se sentía cansada.

—Digámoslo de esta manera —empezó Hanne otra vez—. Algunos padres están muy preocupados por la evolución de estos muchachos. Me refiero al periodo en que han estado expuestos a la influencia de esta bibliotecaria. Se han escorado hacia la derecha. Han ido mucho más lejos que el Partido del Progreso, por así decirlo.

—Ese tipo de elementos están bajo la estricta observación del PST.

—¿El PST?

Volvió a reírse en voz baja, con ironía.

—Esa gente está sentada ante la pantalla de un ordenador y creen que todo el mundo se encuentra en su interior. La verdad es que buena parte sí que está, pero no todo. Y lo más llamativo de este… grupo de chicos de la señora bibliotecaria es que huyen de la red. Parece como si se hubieran desconectado, como si estuvieran offline. Muy inteligente en esta época. Si no quieres llamar la atención del PST, quiero decir.

Ya no era que a Silje le ardieran las orejas, sino que le parecía estar oyéndose a sí misma unos días antes, en la reunión en el despacho del jefe del PST. Recuperó la hoja y volvió a coger el bolígrafo. Notó que le temblaba la mano.

—Exacto —dijo con voz inexpresiva.

—Y luego hay otro elemento —dijo Hanne. Su voz sonaba lejana—. La bibliotecaria tiene un hijo. Es oficial del ejército. Está en el comando especial de Defensa, que en realidad es una manera de llamar a los soldados más peligrosos que tenemos. Los mejores. Y ese comando es, por lo que sé, la parte de nuestra Defensa que está más rodeada de secretismo. Ni siquiera se hace público el número de efectivos con los que cuenta. Y como parece que ha quedado claro que los explosivos de los terroristas proceden de unas maniobras de Defensa, pensé que…

—¿Cómo se llama esa familia?

—Si tuviera que hacer una estimación, diría que hasta ahora habréis tomado declaración a casi un millar de personas. Tenéis tanta información que espero de verdad que la policía haya mejorado en el tratamiento y criba de datos desde mi época.

—¿Cómo se llama esa familia? —repitió Silje con insistencia.

—Haced una búsqueda en todo lo que habéis recogido —dijo Hanne—. Por Ranvik. R-A-N-V-I-K. La madre se llama Kirsten, el oficial Peder. Si tengo razón, será demasiado bonito para ser verdad, pero creí que merecía la pena comentarlo.

—Ranvik —repitió Silje.

El bolígrafo cayó al suelo.

—Sí. Peder y Kirsten. Como te decía…

Dijo algo más, pero Silje había dejado de escuchar.

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