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Capítulo 11

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Lo primero que oyó Hanne Wilhelmsen el Diecisiete de Mayo de 2014 fue una versión tristona y arrítmica de la antigua Marcha de cazadores. La banda escolar no podía estar muy lejos. La habían despertado. Se empujó hasta quedar sentada y alcanzó como pudo la ventana para cerrarla.

Nefis farfulló algo. Se dio la vuelta y siguió durmiendo. Hanne se pasó a la silla de ruedas, se echó una manta sobre las piernas desnudas y rodó hacia la cocina en silencio.

Nefis había acabado por ceder la tarde anterior. Este año celebrarían la fiesta nacional de puertas adentro. Después de media hora de discusión en la que Ida había aparecido y, para su desesperación, había tomado partido por Nefis, Hanne se había enfadado.

Se enfadaba muy rara vez.

Podía ser decidida, a veces tajante. Pero casi nunca se enfadaba.

Las dos habían cedido. Ida parecía casi angustiada cuando Hanne perdió los papeles. Les llevó una media hora jugando a las cartas conseguir que Ida se tranquilizara, además de prometerle que podrían hacer carreras de sacos dentro de casa e invitar a quien quisiera.

Henrik iba a venir.

Había sido tan feliz el día anterior. Después de convocar a los expertos en escenas de crímenes y asegurar el sótano con el cadáver de cabello azul, se había presentado en la calle Kruse. Hanne lo envió de vuelta a la comisaría casi nada más llegar. Había informes que escribir y jefes a los que informar. Estaba claro que había hecho un buen trabajo en ambos casos. En el telediario, Håkon Sand apareció tan enterado del caso que casi parecía que lo había resuelto el subdirector de la policía.

Seguía estando molesta porque hubieran ignorado a Henrik.

Con movimientos bruscos echó granos de café en el molinillo. En realidad habían acordado no hacer ruido mientras en la casa hubiera alguien dormido. Pero ese día le dio igual, puesto que se acercaba otra banda escolar. Cuando el café estuvo molido, oyó el himno nacional, «Ja vi elsker», tocado a un ritmo más adecuado para un funeral que para la fiesta nacional de un país que cumplía doscientos años justos.

Hanne no soportaba las bandas.

Sus padres la habían obligado a tocar la corneta durante todos los años de primaria. Todavía podía sentir el metal helado contra sus labios ateridos y sus dedos congelados en las frías mañanas de mayo, con lluvia y aguanieve. Los guantes de nailon blanco solo empeoraban las cosas en su recuerdo.

Tuvo escalofríos cuando la banda sufrió la competencia de otra que llegaba de la calle Frogner.

Un pensamiento inesperado se abrió paso con tanta fuerza que se quedó paralizada. La música seguía sonando en su cabeza. Cerró los ojos.

Las fotos de Billy T.

Se las había enseñado varias semanas antes, cuando tuvo el ataque de pánico, justo aquí, delante del frigorífico. Una serie de fotos tomadas en el sótano de Kirsten Ranvik y el apartamento de Arfan Olsen en Årvoll. Su relato era un caos, una mezcla incoherente y difícil de seguir, y no dejaba de ser un enigma la razón por la que había entrado. Puede que no lo recordara bien, pero si era así, había algo que no cuadraba en absoluto.

Comprendió que Billy T. no le había contado toda la verdad.

Había mentido porque le daba vergüenza.

Tenía que volver a esas fotos. Era urgente. Agarró el teléfono y notó que respiraba con dificultad, con la boca abierta.

Eran las siete de la mañana cuando por fin se oyeron ruidos en la puerta. Billy T. se levantó y fue hacia el descansillo.

—¿Dónde has estado? —preguntó pasando junto a su hijo.

Cerró la puerta y echó la cadena de seguridad antes de girarse. Linus le miró malhumorado y murmuró algo incomprensible.

—¿Dónde has estado? —repitió Billy T.

—Voy a volver a salir. Es el Diecisiete de Mayo, por si lo has olvidado.

Atacó al joven por sorpresa, tal y como Billy T. había planeado durante una larga tarde y una noche que nunca parecía llegar a su fin.

Había dedicado el tiempo a recuperar fuerzas.

A intentar ser el que había sido.

Todavía le quedaba energía para hacer un último esfuerzo, y metió a Linus en el cuarto de baño con una fuerza que había olvidado que tenía. Ya dentro de la pequeña habitación sin ventanas situada en el centro de la vivienda, obligó a Linus a arrodillarse dándole patadas en las corvas, luego le retorció los brazos en la espalda y consiguió cerrar las esposas antes de que el chico comprendiera qué le estaba pasando.

Con fuerza.

Linus gritó. Billy T. le agarró del pelo y le metió la cabeza en la taza del váter.

—¡Papá, estás loco! ¡Joder, papá! ¡Suéltame!

Sus gritos pasaron a ser gemidos cuando intentó oponer resistencia. Billy T. puso todas sus fuerzas y todo su peso sobre la nuca de Linus. Su cara se aproximaba al agua, en la que Billy T. había orinado dos veces a lo largo de la noche sin tirar de la cadena.

—La mochila —siseó Billy T. sacando de un tirón la cabeza de su hijo de la taza y haciendo girar su cara hacia la ducha.

Allí estaba la mochila roja, desmadejada y vacía.

—La policía la busca, Linus. Tu mochila. ¿Para qué la has usado? ¿Para trasladar pedazos de un cadáver a la sierra? ¿No?

Puso la rodilla sobre la nuca de Linus antes de volver a meterle la cabeza en el retrete.

—Vas a contármelo todo. Absolutamente todo lo que has hecho, lo que vas a hacer y con quién.

—Gilipollas de mierda —gimió Linus—. Me vas a matar, joder.

Billy T. volvió a introducir la cara del chico en el agua con orina.

—Uno —siseó—. Dos, tres, cuatro, cinco.

Y sacó la cabeza de un tirón. Linus ya no gritaba. Intentaba respirar, escupía y tosía. Billy T. cogió el enorme cuchillo que había dejado en el lavabo, escondido debajo de una toalla. Con un solo movimiento sujetó el torso de Linus entre sus rodillas y acercó el cuchillo a su garganta.

Y apretó. Un delgado hilo de sangre empezó a brotar bajo la nuez, manando en diagonal.

Linus estaba callado. Tenía la cabeza echada hacia atrás y hacia arriba, y estaba atrapado entre la pared, las piernas de su padre y la taza del váter.

Billy T. tomó aire. Por primera vez Linus le miró de frente. El terror que había en su mirada llevó a Billy T. a apretar el cuchillo con más fuerza contra su garganta.

—Me vas a matar —consiguió decir Linus.

—Sí. Si no me dices en este instante en qué estás metido, te mataré. Créeme.

Linus lloraba. Cuando le devolvió otra vez la mirada a su padre, Billy T. comprendió dos cosas.

La primera era que su plan para obligar a su hijo a hablar había tenido éxito.

La segunda, que su propia vida pronto habría terminado.

El hombre conocido como Zapatones pensó que el Diecisiete de Mayo la vida no estaba tan mal. Al menos era más fácil conseguir comida. Resultaba increíble lo que la gente era capaz de tirar. Y los niños de hoy en día estaban increíblemente consentidos. Les daban casi todo lo que pedían, por lo menos en días como aquel. Estaban saciados antes de las diez de la mañana, pero seguían dándoles cosas todo el día. Y, además, con tanta gente en el centro era más fácil pillar algo, tanto de los puestos provisionales como de los quioscos de siempre que estaban abiertos. A Zapatones no le gustaba robar y no solía hacerlo, pero a veces la tentación resultaba demasiado fuerte.

El ambiente no era el de siempre.

La gente parecía estar alerta. Por alguna razón, había menos niños de lo habitual y, ahora que lo pensaba, no había visto ni un carrito de bebé.

Parecía que el centro estaba lleno de musulmanes. No le gustaban especialmente, pero es que no le gustaba mucho la gente en general. No se gustaba ni él mismo, y los musulmanes no eran ni mejores ni peores que los demás.

Salvo porque nunca daban limosna.

Pero, en todo caso, cada vez lo hacía menos gente. Los malditos gitanos, que ahora de pronto se llamaban romaníes después de haber sido gitanos durante cientos de años, habían estropeado el mercado de la limosna por completo.

No sentía mucho aprecio por los gitanos.

Los musulmanes, por el contrario, no daban problemas, y había que ver cómo se habían arreglado para la ocasión.

Las mujeres llevaban la ropa más colorida, los hombres los trajes más oscuros. Llevaban las tradicionales cintas con los colores de la bandera más largas, las banderas más grandes, y las agitaban con más entusiasmo que nadie.

Pero este año era como si nadie respondiera a su esfuerzo. Zapatones se había fijado en que era frecuente que el Diecisiete de Mayo la gente hiciera fotos de los niños de origen paquistaní vestidos con el traje tradicional de alguna región de Noruega. Señoras mayores que sonreían y tomaban fotos, y gente llegada de todas partes a la que le parecía encantador ver a los niños de pelo oscuro vestidos con el traje típico.

Pero hoy no había visto nada así. Al contrario. En la plaza de Stortorget, donde había encontrado una botella de Coca-Cola sin abrir en una papelera, oyó cómo dos mujeres hablaban despectivamente de un crío de flequillo moreno con el traje de fiesta azul marino y calcetines rojos hasta la rodilla.

—Estropean la tradición del traje —le había dicho una de ellas, indignada, a la otra.

Ni siquiera llevaban los trajes auténticos, en eso estaban muy de acuerdo las dos señoras. El traje del barrio de Grorud. Una copia barata de los almacenes Bogerud, no debería estar permitido.

Zapatones pensó que era evidente que algo había cambiado, y no era solo la excepcional presencia policial. Estaban por todas partes. A pesar de que por lo demás no parecía haber tráfico en el centro, por doquier se oía el ladrido breve y penetrante de las sirenas cada vez que un coche de la policía tenía problemas para abrirse camino entre la gente.

Había llegado al cruce de la calle Karl Johan con la calle Kongen. Tenía miedo de que le pisaran los pies doloridos. Ya había pasado dos veces e intentaba mantenerse pegado a las paredes de las casas tanto como era posible. A lo largo de las aceras la gente se peleaba por ocupar los puestos delanteros para cuando se acercara el desfile.

Estuvo a punto de chocar con un vendedor de globos. El hombre llevaba una nariz de payaso y agarraba con fuerza un gran ramillete de globos de aluminio mientras intentaba ocupar un lugar en la explanada frente a los almacenes Cubus. Zapatones perdió el equilibrio cuando una niña de unos diez a doce años intentó tirar de su padre hacia el vendedor de los llamativos globos.

Zapatones consiguió a duras penas sostenerse de pie. Encontró un punto de apoyo inesperado en unos instrumentos que una banda debía de haber dejado olvidados. Había un tipo vestido con el uniforme de la banda intentando vigilarlos, pero en medio de aquel caos sería fácil hacerse con uno. Zapatones acababa de empezar a preguntarse cuánto le darían en una tienda de segunda mano por un tambor de los grandes cuando sintió que una mano se posaba con fuerza sobre su hombro.

—Oye, tú —dijo una voz grave, y Zapatones se dio la vuelta resignado.

—Hoy no —pidió con un hilo de voz—. ¡Es fiesta, joder! ¡Hoy no!

—Saca todo lo que tengas en los bolsillos —ordenó el policía mientras le empujaba contra la pared más cercana—. Ahora.

—Por favor. Digo yo que tendréis otras cosas que hacer hoy mejor que meteros conmigo.

—Saca todo lo que tengas en los bolsillos. Ya.

Zapatones nunca le había visto antes, pero la policía de Oslo había empezado a poner en la calle a tipos muy extraños desde que explotaron las malditas bombas. Podían pasar varios días sin que viera una cara conocida. Por sus galones vio que era un alumno de la academia de policía en prácticas. Probablemente nunca había patrullado las calles. Iba a hacerse el gallito, ¿no?, y solo se atrevía a meterse con un pobre yonqui de pies doloridos.

A pesar de que el uniforme era un tipo bien grandote.

—Vale, vale. No me atosigues.

Zapatones intentó esconder entre el índice y el anular un paquetito envuelto en papel de aluminio con la dosis que tenía. Pero al sacar la mano del bolsillo cayó al suelo.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo el aspirante a policía con tono brusco, y recogió el insignificante paquetito—. Y el otro bolsillo.

Zapatones sacó una navaja suiza. Era de las más gruesas, con un montón de herramientas que rara vez le hacían falta.

—¿Llevas un cuchillo en un lugar público?

El gigante uniformado alargó la mano con gesto imperativo.

—Siempre me dejan quedármelo —dijo Zapatones desconsolado—. Es casi lo único que tengo, de verdad.

—Trae aquí. Ahora.

—¿Qué está pasando aquí? —dijo en ese momento una voz cargada de autoridad.

—Menos mal. Gracias a Dios —dijo Zapatones.

—Lo que parece una dosis de heroína y un cuchillo —soltó el estudiante de policía—. ¿Le detengo o solo me incauto de lo que lleva?

—¿Detener a Zapatones? ¿Nada menos que el Diecisiete de Mayo? Tenemos cosas mejores que hacer. Déjame ver el cuchillo, Zapatones.

Lars Johan Austad depositó la pesada navaja en la mano del agente recién llegado.

—Nunca te he visto de uniforme —murmuró.

—Sí, sí que me has visto. En el juzgado siempre lo llevo. Bonita navaja.

Pasó el pulgar sobre la superficie lisa y roja con la cruz suiza. Luego le dio la vuelta. En la parte de atrás llevaba grabado el logo de los veteranos de Naciones Unidas en oro y azul claro sobre el metal rojo.

—Creo que Zapatones debería quedarse con ella —dijo devolviéndosela—. Pero guárdatela en el fondo del bolsillo, ¿vale?

—Claro.

Zapatones se la metió a la velocidad del rayo en el bolsillo del pantalón.

—Yo, eh… No tengo dinero para más que esa única dosis.

Miró implorante al agente. Este lo pensó unos instantes y alargó la mano hacia el estudiante en prácticas.

—Sal del centro —le dijo metiéndole el paquetito en el bolsillo de la camisa—. No es seguro que el siguiente vaya a ser tan amable como yo. Como has visto, somos muchísimos hoy.

—Muchas gracias —dijo Zapatones con una gran sonrisa—. Nunca lo olvidaré. Me dirigiré a la estación y desapareceré todo lo deprisa que pueda.

No era su intención para nada, pero por si acaso añadió un par de juramentos fantasiosos, se abrió camino entre la multitud y desapareció.

A Billy T. se lo había tragado la tierra.

Hanne había intentado llamarle por lo menos veinte veces. Media hora antes había intentado desesperadamente recordar el nombre completo de Grete. Al principio no hubo manera, hasta que recordó que Linus se apellidaba Bakken. Ese no era el apellido de su padre, y después de preguntar al servicio de información telefónica 1881, encontró tres Grete Bakken en Oslo. Cruzó los dedos para que la madre de Linus siguiera viviendo en la capital, y empezó a llamar.

La primera persona con la que dio era, por su voz y su manera de hablar, una persona de mucha edad. Hanne colgó deprisa después de disculparse por haber marcado el número equivocado. La segunda pareció totalmente desconcertada cuando Hanne mencionó el nombre de Linus. Esta conversación también fue breve.

La tercera mujer residente en Oslo de nombre Grete Bakken no contestó al teléfono. Después de cinco tonos de llamada saltó el contestador. No reconoció la voz. Por otra parte, había hablado con Grete cinco o seis veces en su vida, y debía de hacer por lo menos doce años de la última vez.

Dejó una petición muy insistente de que devolviera la llamada.

Habían pasado veinte minutos y ya eran las nueve y cuarto.

Faltaban cuarenta y cinco minutos para que empezara el desfile infantil.

Del salón llegaban risas y música a mucho volumen. Otros cinco padres de la clase de Ida habían considerado que era una idea excelente mantener la celebración de ese año alejada de las calles de Oslo. Henrik había llegado diez minutos antes de la hora, con traje azul y corbata roja. Debía de ser el único policía de Oslo que se había librado de patrullar las calles ese día.

Daba la impresión de que la dirección de Delitos Violentos no tenía ni idea de lo valioso que era aquel hombre. Eso pensó Hanne mientras se escabullía otra vez más para echar un vistazo a la red. La ciudad estaba tomada por la policía.

Sonó su teléfono.

Hanne dio un respingo y estuvo a punto de dejarlo caer.

—¿Diga?

—Hola. Mi nombre es Grete Bakken, y me han llamado de este número hace…

—Hola, Grete. Muchas gracias por llamar. Como sabrás por mi mensaje, soy Hanne Wilhelmsen. No sé si me recuerdas, pero…

—Claro que me acuerdo de ti, Hanne. De hecho, viniste a recoger a Linus a casa varias veces cuando era pequeño. También le trajiste un par de veces, si no me equivoco.

—Exacto.

Hanne contuvo la respiración unos instantes.

—Voy a hacerte una pregunta muy extraña. Es de extrema importancia que contestes con toda la precisión y con toda la sinceridad de la que seas capaz. Ahora mismo no puedo explicarte por qué te lo pregunto, pero…

—Pregunta. No voy muy bien de tiempo, he quedado para comer en casa de unos amigos.

—Se trata de Linus.

—¿Sí?

—¿Toca en una banda?

—¿Qué?

Grete dejó escapar una risa tensa, como si no acabara de comprender del todo la pregunta y fuera ella la que tenía algún tipo de problema.

—¿Toca Linus en una banda? —repitió Hanne—. ¿O lo ha hecho alguna vez?

—¿Linus?

Esta vez su risa fue algo más alegre.

—No, para nada. Es la persona menos musical del mundo. No, él siempre ha jugado al fútbol, hasta que cumplió dieciséis o diecisiete años y ya no era lo bastante bueno para jugar con los mejores. ¿Una banda?

Ahora reía con ganas.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Como te he dicho —respondió Hanne sintiendo que le ardían las mejillas—, no puedo decirte nada al respecto. De momento. Muchas gracias, y que pases un buen día.

—¿Era solo eso? ¿No querías preguntarme más que eso?

—Sí. Muchísimas gracias por llamar.

Hanne colgó.

Su corazón latía como mínimo a ciento veinte pulsaciones por minuto y se llevó la mano al pecho.

En el armario de Linus estaba colgado el uniforme de una banda. A Hanne no le cuadró con el Linus que había conocido de niño y le había preguntado a Billy T. qué instrumento tocaba su hijo. Billy T. había respondido que el trombón, y lo confirmó una segunda vez después de pensarlo un poco.

Trombón.

Había mentido por vergüenza.

Billy T. sabía tan poco de sus hijos que no tenía ni idea de cuáles eran sus aficiones. No quería admitirlo, y recurrió a algo que creyó que era una mentira pequeña, insignificante.

El problema era que había un uniforme igual en el piso de Andreas Kielland Olsen. Hanne lo había visto en un armario, fotografiado con el móvil de Billy T. entre, por lo menos, otras quince fotos.

Y en el sótano de Kirsten Ranvik había un bombo.

Hanne lo recordaba con total seguridad. Estaba en una estantería, encima de una tabla de surf verde azulada en el sótano más ordenado que había visto en su vida.

El centro de Oslo estaba completamente limpio de coches, salvo por los vehículos policiales. No había carritos de bebé, mochilas, bolsos voluminosos ni carritos. Ni siquiera habían autorizado sillas de ruedas eléctricas.

Pero no sería el Diecisiete de Mayo sin instrumentos, y Oslo estaba lleno de ellos en aquel mismo instante.

Bombos. Tubas.

Material para guardar explosivos.

Grandes instrumentos que a nadie le llamaban la atención. Eran lo más natural del mundo en un día como hoy.

—Dios mío —susurró Hanne intentando controlar sus pulsaciones.

No sabía qué hacer y todavía no había tenido noticia alguna de Billy T.

Billy T. iba camino de la muerte.

No había tomado ninguna decisión al respecto. No había ningún proceso detallado y bien planificado detrás. La decisión había llegado por sí sola, en el baño, cuando obligó a su hijo a decir la verdad y Billy T. tuvo que admitir, sin ambages, lo que era capaz de hacerle a una persona a la que amaba tanto.

Una persona que, a la vez, no sabía quién era.

Llevaba las manos metidas en los bolsillos.

La cazadora vaquera ya le quedaba bien de talla, pero había empezado a oler mal.

No le importaba, porque ya nada tenía importancia alguna.

Sus sospechas habían sido fundamentadas. Hasta el último minuto, hasta que tuvo a Linus de rodillas con el cuchillo contra su garganta, había tenido la esperanza de que finalmente se produjera un milagro. De que todo tuviera una explicación distinta, de que su hijo no hubiera sido corresponsable de la pérdida de tantas vidas humanas.

Pero no fue así.

Linus había colaborado en el transporte del cadáver de Jørgen Fjellstad al bosque. El chico de Lørenskog tuvo que morir. Cuando empezó a tener dudas después de haber grabado los vídeos, Peder quiso asegurarse.

Peder, así le había llamado Linus, pero no conocía su apellido.

Linus había estado en el ISAN cuando colocaron las bombas. Y sabía que iban a poner una bomba en La Hierba Más Verde.

Billy T. había estado a punto de matarle.

Había clavado la puerta del baño para retener a su hijo. La puerta se cerraba desde fuera con una llave muy sencilla. Para estar seguro de que Linus no podría escapar, Billy T. había clavado tres gruesas tablas de madera sobre la puerta, después de arrancar las jambas para dejarla enrasada con la pared. Había clavado cuarenta clavos grandes, probablemente asomaban como la cama de un faquir al otro lado. Además, había quitado las esposas de una de las muñecas de Linus y la había sujetado a la llave de paso del agua.

El chico estaba tan asustado, magullado y agotado que apenas había ofrecido resistencia.

En el baño había agua. El joven no moriría de sed.

Billy T. había mandado un SMS a Grete pidiéndole que se pasara a recoger un álbum de fotos por el que había preguntado muchas veces. A la mañana siguiente. Sin falta. Billy T. se iba de viaje por un tiempo indeterminado y quería dejar zanjado el tema del álbum.

No echó la llave de la puerta de la entrada. Si Linus no tenía fuerzas para gritar cuando oyera que alguien venía, el estado de la puerta del cuarto de baño resultaría lo bastante llamativo como para que Grete reaccionara. Por si acaso, había dejado una palanqueta en el suelo.

No tenía ni idea de lo que le pasaría a Linus.

Ahora había comprendido que no sabía nada de Linus y empezó a llorar al pensar en la historia que había obligado a su hijo a contarle. Resultaba insoportable. Billy T. no sabía qué era peor. Que su hijo hubiera participado en las explosiones que mataron a veintinueve personas y a otra con cianuro, o que hubiera engañado a un viejo amigo causando su muerte.

Le había prometido a Shazad cinco mil coronas por devolver la figura de Darth Vader a su dueño. Puesto que se la había comprado a Linus un año antes por quinientas, era una oferta que Shazad no podía rechazar. Se encontrarían en Gimle Terrasse, Linus le dijo que allí vivía una tía suya que era rica. También iría Mohamed Awad y luego los tres acudirían a una reunión de la Red del Islam.

Mientras la sangre y los mocos corrían por su cara, Linus había contado cómo los dos jóvenes, vestidos con vestimenta tradicional musulmana, debían ser vistos por la zona y reforzar el mensaje que más tarde difundirían sobre la Verdadera Umma del Profeta. Que Mohamed llegara en el mismo momento en que explotó la bomba fue una suerte. Murió, al igual que Shazad lo haría un cuarto de hora más tarde, en el bulevar Bygdøy.

Así habían matado dos pájaros de un tiro, farfulló Linus, y Billy T. sollozó. El filo del cuchillo penetró un milímetro más en la piel del cuello.

«Son idiotas», había gritado Linus. Habían creído ciegamente en Andreas y en él. Se habían creído que simpatizaban con ellos, que Andreas se había convertido. Se habían entusiasmado con la idea de la Verdadera Umma del Profeta. Ni siquiera comprendieron que estaban siendo utilizados. Mohamed, Shazad y Jørgen eran unos perfectos ignorantes que ni siquiera tenían permiso para relacionarse con los yihadistas de verdad. Eran así de ignorantes e incapaces de pensar por sí mismos.

Se lo merecían.

No tenían derecho a estar aquí.

Billy T. se iba cruzando con grupos de gente vestida de fiesta. Habían empezado a evitarle. Los padres tomaban a sus hijos de la mano y los cogían en brazos al verle tambaleándose camino de la calle Trondheim. Las madres llamaban a los pequeños y parecían asustadas.

Aceleró.

Había una cosa que debía hacer antes de morir. Cuando se acercaba al cruce de las residencias de estudiantes y el hipódromo de Bjerke, sacó el móvil. Aminoró el paso un par de veces mientras presionaba las teclas, mareado, con la mente vacía.

Se sentía más tranquilo.

Decidido, en cierta manera.

El mensaje era largo. Cuando casi había terminado, ya había llegado al paso elevado que cruzaba la autopista 4, unos diez metros al sur del gran puente para los coches. Se detuvo del todo y terminó el mensaje.

Si pudieras mantener a Linus fuera del caso me harías feliz. Supongo que será imposible. Pero al menos le he impedido participar en lo que ocurra hoy.

Nunca he sido lo bastante bueno para nadie que no fuera yo mismo.

A ti te he amado desde que tenía veintidós años.

Those were the days, Hanne.

Te deseo lo mejor. Billy T.

Se subió y se situó en la parte exterior de la barandilla. Seguía teniendo el teléfono en la mano cuando recuperó el equilibrio, con los brazos abiertos en cruz agarrados a la barandilla.

Se acercaba un autobús interurbano desde el sur. Estaba adornado con banderas noruegas y ramas de abedul prendidas de los retrovisores. Billy T. pasó el pulgar por el mensaje, y echó una última mirada a la pantalla para asegurarse de que se había enviado.

Debería pensar en el conductor del autobús. En las personas que iban a bordo de humor festivo, pero no tenía fuerzas. Solo veía los ojos de su propio hijo, la mirada que Linus le dedicó cuando de verdad creyó que su padre sería capaz de matarle.

Cuando el autobús estuvo a unos cinco metros del puente, Billy T. se soltó y cayó.

Un caballo de la policía tropezó y estuvo a punto de caerse.

La gente gritó. La comisaria de la policía, Silje Sørensen, intentó sonreír con tranquilidad a los espectadores que se agolpaban a ambos lados de la calle cuando el jinete consiguió de manera experta que el animal recuperara el equilibrio.

Daba la sensación de que los caballos se habían contagiado del tenso ambiente reinante.

Incluso las banderas restallaban en el aire con más fuerza de la habitual. Durante la noche se había levantado un fuerte viento.

Silje iba a ir al frente de la comitiva por primera vez, junto con el alcalde y el comité del Diecisiete de Mayo. Iba de uniforme, al contrario que los agentes de paisano que se mezclaban con los miles de niños que iban tras ella.

Pero ellos sí iban armados.

El teléfono que llevaba en el bolsillo izquierdo del uniforme, el particular, había sonado varias veces. Comprobó la pantalla con todo el disimulo del que fue capaz.

Era Hanne Wilhelmsen, por cuarta vez.

El desfile estaba empezando.

Silje tecleó a gran velocidad.

Desfile. No puedo hablar. Llama a Håkon. Cero resultados Ranvik.

Luego dejó caer el teléfono otra vez dentro del bolso, puso su mejor sonrisa y rezó una plegaria en su interior para que aquel día acabara pronto.

A pesar de que solo eran las diez de la mañana.

Lars Johan Austad estaba frente al número 10 de la calle Storting rascándose la cabeza. Todo era bastante extraño.

Hacía tiempo que había acabado en la calle.

Solo era la sombra del soldado de élite que fuera antaño, pero en realidad nunca había dejado de estar alerta. Y eso le venía bien. Nunca le habían robado y era un experto en encontrar buenos lugares en los que pasar la noche. En los meses de verano a veces se iba a la sierra y se quedaba allí durante días. Tenía tres pequeños refugios con una tienda de campaña, saco de dormir y unas latas de conserva. Era la mejor época del año. Si no fuera porque no solía conseguir droga para más de dos o tres días pasaría todo el verano dando vueltas por allí. No se desplazaba mucho cada día, sus piernas respondían peor en terreno irregular, pero conocía buenos lugares para acampar por todas partes.

Era raro.

Los instrumentos debían llevarlos consigo los músicos.

Ya había visto tres bombos solos, abandonados sobre la acera. El primero, delante de los almacenes Cubus, donde el entusiasta aspirante a policía casi había conseguido arruinarle el día, parecía estar más o menos a cargo de un tipo uniformado. ¿O no?

Zapatones se rascó la cabeza con las dos manos.

Creía que eran piojos, tendría que ir a la calle Urtegata a que le atendieran los voluntarios sanitarios. También necesitaba cremas para las heridas de las piernas.

El tambor que estaba detrás del quiosco de Narvesen, en Spikersuppa, estaba abandonado a su suerte. Parecía olvidado, sin que Zapatones pudiera comprender cómo alguien podía dejarse olvidado un bombo. Y dos minutos antes, cuando por fin había conseguido cruzar la calle Karl Johan hasta la de Storting, llegó un solitario músico de la banda juvenil de Sinsen y dejó su instrumento frente a la relojería Christensen.

Y se marchó, sin más.

Zapatones observó el tambor con más detalle.

No era nuevo. El logo del fabricante estaba impreso en la piel y en parte desgastado. Pero seguro que podría ganarse unas coronas con él. La cuestión era si colaría que recorriera Oslo con un bombo a cuestas. Lo que era seguro es que nadie le iba a confundir con un músico. Tampoco tenía muy claro dónde esconder algo tan grande mientras encontraba a alguien que se lo quisiera comprar.

Había algo raro en ese tambor.

Intentó levantarlo.

Pudo hacerlo sin problemas, pero no envidiaba a quien tuviera que cargar con algo así todo el Diecisiete de Mayo. Estaba claro que debería tener la espalda en mejores condiciones que la suya.

No cuadraba que pesara tanto.

Hacía años que Zapatones no era capaz de acuclillarse. Los daños causados a los nervios de sus pantorrillas se lo impedían, así que optó por ponerse de rodillas con gran esfuerzo.

Vio que habían reparado la piel. Un parche de unos diez por diez centímetros presentaba un color mucho más claro que el resto. Tal y como estaba colocado el tambor, el parche estaba cerca del suelo. Zapatones acercó un dedo con cuidado.

El parche se soltó un poco.

Pensó que tal vez el bombo estuviera estropeado. Inservible. Que quizá por eso lo habían abandonado allí y el dueño iría a buscar el instrumento carente de valor en coche a la mañana siguiente.

En realidad, pesaba mucho.

Sin pensarlo más, arrancó el parche.

Vio que el tambor no solo estaba estropeado.

El tambor era una bomba.

—Por lo menos no ha habido bombas hasta ahora —le dijo Håkon Sand a una agente que pasó por su despacho con un pedazo de pastel y una taza de café—. ¡Y el desfile ya está en marcha!

Ella no respondió. La sonrisa que le dedicó camino de la puerta le hizo devolvérsela con la boca llena de nata y bizcocho.

Había desperdiciado la mayor parte de la noche siguiendo una pista que le había llegado a Silje de una fuente que se negaba a desvelar. No les había llevado a ninguna parte. Una mujer de nombre Kirsten Ranvik estaba relacionada de algún modo con la red terrorista, según se empeñó en afirmar Silje.

Håkon tenía que reconocer que no se había dejado la piel en el asunto. Delegó la tarea en un joven investigador que en los últimos meses había demostrado ser más entusiasta que eficaz. El tipo volvió pasada hora y media y le informó de que Kirsten Ranvik era bibliotecaria, se ocupaba de un hijo discapacitado y no tenía antecedentes. La única vinculación política que habían podido atribuirle era una antigua militancia en el Partido del Progreso.

Nada por lo que detener a la mujer, en otras palabras.

Además, era la madre de un capitán de las fuerzas especiales de Defensa.

Según había podido comprobar Håkon en persona, Peder Ranvik era un gilipollas. Después del fracaso de la primera toma de declaración, Håkon había intentado organizar otra. Había sido como intentar atrapar un arenque a mano.

Era imposible contactar con el capitán Ranvik. Tenía un número de móvil, pero una metálica voz femenina respondía que el número no estaba activo. Después de que varios investigadores y finalmente Håkon mismo se pusieran en contacto con el comando especial de Defensa en Rena, la única información que obtuvieron fue que no era posible localizar a Peder Ranvik de momento.

Håkon nunca se había relacionado con una institución tan opaca. Tampoco podían decirle dónde se encontraba. Ni cuándo estaría de vuelta. Ni siquiera le podían decir si se encontraba en Noruega. Håkon estaba tan molesto que incluso pidió una confirmación de que Peder Ranvik existía, pero tampoco se la proporcionaron.

Al final amenazó con mandar una patrulla a Rena para buscarle, pero entonces colgaron.

De momento daba por cerrado el asunto Peder Ranvik, y no había perdido el tiempo con él durante la noche. Su madre sería una señora reaccionaria de Korsvoll, pero no una terrorista.

Le gustaría saber quién le había dado ese soplo a Silje.

La tarta no estaba muy buena. El bizcocho y la nata estaban resecos, y las fresas importadas solo sabían a agua.

Sonó el teléfono.

No reconoció el número, pero contestó.

—Sand —dijo con la boca llena de tarta.

—Hola, Håkon. Soy Hanne. Hanne Wilhelmsen.

Masticó. Intentó tragar.

—Hola —logró farfullar.

—He intentado contactar con Silje. Está en el desfile y no puede hablar. Por eso te llamo a ti.

La nata creció en su boca hasta parecer mantequilla azucarada. Cogió una carta de la bandeja de correo, le echó una mirada y escupió una masa pringosa y rosada que luego dejó caer en la papelera.

—Sí —dijo cogiendo una lata de tabaco de mascar de un cajón.

—Hay bombas colocadas en diversos lugares de la ciudad, Håkon.

Se metió una dosis de tabaco debajo del labio superior.

—¿Qué?

—Están escondidas en instrumentos musicales. Cuatro bombos y una tuba, por lo que sé. Concentraos en localizar los instrumentos que estén abandonados.

—¿Cómo…? ¿Qué coño…?

—Escúchame, Håkon. Por favor.

Su voz sonaba extraña. Parecía tensa, casi a punto de echarse a llorar, y se preguntó si de verdad se trataba de Hanne Wilhelmsen.

—Comprenderás que no puedo actuar por una llamada de alguien que dice ser…

—¡Håkon! ¡Escúchame! Comimos arroz con leche de postre en la cena de Nochebuena en mi casa en 2002, unos días antes de que me dispararan. Harrymarry os había invitado sin avisarme. ¿Vale? ¿Me vas a escuchar ahora?

—Vale —murmuró desabrochándose un botón de la camisa.

—Vamos muy, muy mal de tiempo. Lo primero que debes hacer es dar a todos los efectivos orden de buscar tambores. Y una tuba. Luego debes enviar patrullas a la calle Skjold en Korsvoll para detener a una mujer que se llama Kirsten Ranvik.

Håkon se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró de golpe.

—¿Con qué motivo?

—Invéntate algo. Te lo juro, Håkon, te daré todos los detalles a lo largo de hoy. Tengo… Billy T…

Increíble, pero parecía que estaba llorando.

Håkon nunca había oído llorar a Hanne Wilhelmsen.

Creía que era incapaz de llorar.

—Sinceramente, no entiendo nada de nada.

—Lo entenderás. Kirsten Ranvik está al frente de un grupo que es responsable de los dos atentados con bomba. Billy T. me ha mandado…

De nuevo parecía que tenía dificultades para seguir hablando.

—¿Oye? —dijo Håkon.

—¡Hazlo! —gritó ella—. Por el amor de Dios. Tambores y una tuba, Håkon. Y detén a Kirsten Ranvik. Tiene un hijo que también está implicado. Peder. Peder Ranvik. Estas personas son activistas de extrema derecha, son muy peligrosos, Håkon, tienes que hacerme caso, por favor…

—¿Has dicho Peder Ranvik, capitán de Defensa?

—Sí, está en una fuerza especial, por lo que sé. Y hasta es posible que él robara los explosivos, no tengo ni idea, pero tienes que…

Peder Ranvik, pensó Håkon dejando caer los brazos.

—¿Oye?

Le pareció que Hanne gritaba, el auricular estaba ahora sobre la mesa.

Si alguna vez volviera a surgir la cuestión del robo del C4, después de que la propia Defensa tapara el asunto, Peder Ranvik sería el único que quedaría totalmente libre de sospecha. Era el que más ruido había hecho. Era Peder Ranvik quien había exigido una denuncia policial. Era él quien había echado a los perros de Defensa sobre dos sospechosos.

A la vez, Peder Ranvik sabía que Defensa nunca se arriesgaría a desvelar uno de sus secretos mejor guardados y más valiosos. Se había sentido seguro todo el tiempo. Y se había buscado una sólida tapadera por si más adelante volvía a hablarse del asunto.

Por ejemplo, en caso de que los explosivos fueran empleados para cometer un atentado terrorista.

—¡Hola! —oyó otra vez—. ¿Estás ahí?

Volvió a agarrar el teléfono.

—Sí. ¿Puedes venir?

—Si me prometes hacer lo que te he pedido, iré. Manda un coche patrulla a recogerme. Te lo explicaré todo. Pero tienes que confiar en mí, Håkon. Esta vez tienes que confiar en mí.

Hanne va a volver a la comisaría, pensó él.

Por primera vez en once años.

Estaba claro que aquello iba muy en serio, y Håkon se dio cuenta de que las piezas estaban encajando.

—En serio —le dijo un policía muy nervioso a otro frente al número 10 de la calle Storting—. ¡Deja que lo haga! Ha sido soldado de las fuerzas especiales. Concéntrate en alejar a la gente. ¡Haz lo que te digo! ¡Aparta a la gente!

Se llevó la mano al hombro y ladró otra orden.

Las radios policiales echaban chispas y crepitaban por toda la ciudad. Algunos civiles habían empezado a darse cuenta de que la policía estaba muy activa. La intranquilidad se iba extendiendo.

Zapatones permanecía ajeno a toda aquella tensión.

Volvía a ser soldado.

Como si los últimos catorce años se hubieran borrado. Había vuelto a ser el que había sido y tal vez nunca hubiera dejado de ser. Sentía las manos firmes, la mirada clara. Su corazón latía tranquilo y rítmico. Hizo exactamente lo que tenía que hacer con su navaja de veterano, en el momento y en el orden que sabía que eran los correctos. Ya no le dolían las piernas. No las sentía, llevaba tanto tiempo arrodillado que se le habían dormido por completo.

No importaba nada.

Ya nada tenía importancia, salvo la misión que había asumido sin que nadie se lo pidiera.

Cada vez había menos gente a su alrededor. El único que seguía sobre la acera, además de Zapatones, entre las calles Rosenkrantz y Universitet, era el policía que le había reconocido. Desde la calle Karl Johan seguían llegando notas musicales y gritos de «Viva», pero cada vez se mezclaban más sirenas.

No le molestaban.

Nada le molestaba, y los dolores de las piernas habían desaparecido. Una alegría que creía perdida invadió su cuerpo como una droga cuando, sin titubear, cortó el último cable e intentó enderezar la espalda.

No pudo. Se quedó a cuatro patas, como un perro.

—Hecho —dijo sereno—. Está desactivada. Hay otra detrás del quiosco de Narvesen, en aquel cruce. ¿Puedes…? ¿Podrías llevarme hasta allí?

Levantó un brazo y señaló.

El policía le ayudó a ponerse de pie sin decir palabra.

—Tendrás que montarte sobre mi espalda —se limitó a decir, y se cargó a Zapatones a hombros.

Cuando la extraña montura empezó a moverse, todavía no había explotado ninguna bomba.

Kirsten Ranvik estaba sentada en un coche patrulla de la policía camino de Grønlandsleiret 44. Sabía que solo faltaban unos minutos para el estallido.

Los cuatro hombres que habían ido a buscarla habían sido muy educados. Les había recibido como debía ser, con dignidad. Le habían mostrado un papel que decía que estaba acusada de delito fiscal según los artículos 5-2 y 12-1.

Fraude fiscal.

La ocurrencia la había hecho sonreír. Estaba claro que andaban mal de tiempo, porque acusar de aquello a una empleada de una biblioteca pública, sin más fuentes de ingreso que su sueldo, era síntoma de falta de imaginación. Sobre todo un Diecisiete de Mayo.

Pero también era cierto que tenían mucha prisa, eso lo sabía con seguridad.

Por segunda vez las cosas no habían ido del todo como estaba previsto. Linus no se había presentado. Le preocupaba, pero no había ninguna manera de ponerse en contacto con él. Al menos, la ausencia de Linus no había estropeado sus planes. Era un borrón, solo un bache en el camino, igual que tampoco había previsto que hallaran al musulmán en medio de la sierra. Peder le había asegurado que no había nada que pudiera relacionar el cadáver con él, Andreas o Linus. Podía estar tranquila.

Las cinco semanas que habían pasado sin novedades parecían indicar que tenía razón, como siempre.

Peder era un soldado de élite y sabía lo que hacía.

La policía no la había esposado.

Al contrario, el agente más joven la había ayudado a bajar por el sendero de gravilla hasta el coche patrulla. Llevaba zapatos de fiesta y era difícil caminar con esos tacones.

La idea de dejar a Gunnar le preocupaba un poco, pero se consoló pensando que no le pasaría nada por estar ocho o diez horas solo. Ella estaría de vuelta en casa mucho antes.

No tenían nada contra ella.

Ni un documento. Ni una huella dactilar o rastro electrónico. Ninguna compra de ingredientes para fabricar una bomba, ningún manifiesto idiota remitido a cientos de personas.

La policía no tenía nada de eso porque nada de eso existía.

Era una bibliotecaria de Korsvoll con un palomar en el jardín y rosales premiados. No era ni terrorista ni evasora de impuestos. Al pensarlo, sonrió.

Una noche que ella y Peder se quedaron conversando a solas, después de que Gunnar se hubiera dormido, le explicó que lo único que podría perjudicarles era que uno de los chicos hablara.

No lo harían.

Estaban tan convencidos como ella.

Linus y Andreas, Marius y Theo eran chicos en los que se podía confiar plenamente. Lo supo en cuanto les conoció, primero a Marius y luego a Theo, el primer año de Lee y Corre. A los otros dos, hacía algo más de un año. Kirsten sabía ver quién se dejaba influir por el sentido del orden. Por la limpieza y las antiguas virtudes. La disciplina. La mayor parte de los chicos que participaban en el proyecto se iban quedando por el camino, algunos conseguían un trabajo que les duraba un mes o dos, otros adquirían un cierto interés por la literatura. Pero no era a esos a quienes ella estaba buscando.

Y no era con esos con los que se había quedado.

Peder estaba más entusiasmado con Andreas. Era muy inteligente, según Peder, y Andreas fue quien tuvo la idea de la Verdadera Umma del Profeta. Enfrentar a los yihadistas extremistas con los llamados moderados.

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