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Capítulo 11

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No existían musulmanes moderados. Los noruegos no comprendían que la taqiyya era el arma estratégica más importante de que disponía el islam, su caballo de Troya invisible. El islam era una fuerza de guerra organizada.

La taqiyya debía ser desenmascarada. Era Linus quien había escogido a los musulmanes, un pequeño grupo de perdedores que había sido fácil utilizar y aún más fácil deshacerse de ellos.

La gente por fin iba a despertar.

Notaba que estaban despertando ya.

Peder solía decir que no bastaba decidir que ya no contarían con los números impares. Si uno los eliminaba de las matemáticas porque no le gustaba que no fueran divisibles por dos, la economía en su totalidad se hundiría. De la misma manera no podían cerrarse los ojos ante las diferencias entre las etnias y creer que todo saldría bien. Diferencias culturales. Diferentes valores fundamentales, honestidad y raciocinio. Diferencias raciales.

Eso era lo que estaban haciendo los políticos. Cerrar los ojos. Con su ingenuo abrazo a la multiculturalidad querían hacer creer a la gente que esas diferencias no existían.

Habían decidido que un número impar podía dividirse por dos.

Pero los números impares existían, eso lo sabía Kirsten Ranvik, y si uno no lo asumía el mundo se hundiría.

La gente había empezado a comprender.

Peder solo tenía nueve años cuando Trond se quitó la vida. Había intentado ocultar la verdad a los niños, pero había rumores, y Peder era un chico espabilado. Era culpa de los turcos, claro. No llevaban sus negocios en las mismas condiciones que los esforzados noruegos que cumplían con la ley. Infringían todas las normas y leyes, y así llevaron a Trond a la ruina, haciendo trampas y vendiendo mierda barata.

Trond lo comentaba a menudo. Que hacían trampas con la caja registradora. No daban entrada a todas las ventas, él mismo les había visto meter dinero en una caja de zapatos que tenían debajo del mostrador. Su hijo de trece años trabajaba cinco horas diarias en la tienda, al volver del colegio. No era legal.

Trond quebró y eso le costó la vida.

El día que Gunnar despertó del coma y les contó que le habían atacado dos chicos de origen paquistaní, su hermano mayor se echó a la calle al llegar la noche. Volvió de madrugada, con la ropa ensangrentada y un ojo hinchado. Explicó sin más que había dado una paliza a un paquistaní y se fue a la cama.

Desde aquel momento Peder nunca había hablado de política con nadie. Entró en la academia militar, llegó a ser un soldado de élite y nunca se casó. Solo hablaba abiertamente de sus opiniones con su madre y sus tres tíos. Cuando Kirsten se dejó engatusar y fue de relleno en las listas del Partido del Progreso en las elecciones locales, se había cabreado. Ella se dio de baja del partido a toda prisa y desde entonces había permanecido callada, como él.

El coche patrulla se acercaba a la plaza de Carl Berner.

Había mucha gente en la calle, incluso allí arriba, muy lejos de la ruta del desfile infantil. Se veía que hacía mucho viento. Las banderas ondeaban con fuerza.

La bandera noruega era hermosa.

Esperaba llegar a casa para arriarla antes de las nueve, tal y como exigían las normas.

Las reglas mantenían a la sociedad en funcionamiento. Normas comunes. Orden, sistema y unanimidad sobre cómo debía comportarse la gente. Los que no estuvieran de acuerdo podían quedarse allí donde la gente pensara como ellos.

Miró la hora y sonrió.

El coche patrulla seguía un recorrido extraño. Sería por toda la gente y los cortes de tráfico en el centro. Al menos iban en la dirección correcta.

Este no era el final.

Sus hermanos habían participado desde el principio. Ellos también tenían contactos. Un grupo de gente sin nombre, cada vez mayor, con muy poco contacto entre ellos.

Solo se comunicaban lo imprescindible, y nunca a través de medios modernos. Todos los hermanos sabían morse y, en caso de necesidad, podían recurrir al correo. Las palomas mensajeras de Gunnar eran útiles, aunque no imprescindibles.

Pero era una idea hermosa. Combatir con palomas mensajeras.

El ave de la paz.

La gente estaba cambiando.

Lo había notado desde que se produjo la primera explosión, tanto en la televisión como en la prensa, pero también en el trabajo. La gente había empezado a murmurar que ya estaba bien.

Que ya habían tenido bastante.

El coche había llegado a la calle Åkeberg.

Parecía que iban a entrar por la parte de atrás. Solo había estado en la comisaría para renovar el pasaporte. Y para eso se accedía por el otro lado.

Habían llegado, y pronto la llevarían de vuelta a casa. No tenían pruebas porque no había pruebas. Sería amable con la policía, puesto que las fuerzas del orden debían ser tratadas con respeto, pero no diría gran cosa.

Aceptó la mano del policía joven para bajarse del asiento trasero. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa algo desconcertado.

Cuando apoyó un pie en el suelo se oyó una explosión.

No muy violenta, el suelo no tembló, pero un estallido intenso, agudo, en algún lugar del centro.

La radio del coche patrulla se quedó repentinamente en silencio. Kirsten Ranvik se alisó la falda con las manos y se enderezó el abrigo.

Esto solo era el principio.

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