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Capítulo 3

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Por primera vez Linus pareció sentirse inseguro. Tragó saliva y se mordió la uña del pulgar, que ya estaba bastante machacada de antes. Hizo un esfuerzo por mantener la mirada de Billy T., pero era evidente que quería apartar la vista.

—¿Dónde está tu reloj? —preguntó Billy T.

Aprovechó la oportunidad en el instante en que intuyó que su hijo había bajado la guardia.

—¿Qué reloj?

—Déjate de chorradas. El reloj que te regalé. El de oro que había sido de mi viejo. ¿Dónde está?

Linus volvió a encogerse de hombros, ladeó la cabeza y murmuró algo inaudible.

—¿Qué has dicho? —dijo Billy T. con aspereza.

—No estoy seguro. A lo mejor está en mi cuarto.

—En ese caso, ¿podrías ir a buscarlo? Quisiera hacer que graben tu nombre, como acordamos.

—¿Por qué coño te da por hablar de ese maldito reloj ahora? —dijo Linus sin hacer ademán de levantarse.

—Porque no está en tu habitación.

Linus empezó a rascarse el dorso de la mano izquierda.

—Lo tiene la policía —dijo Billy T.

Linus se quedó paralizado. Literalmente. Se le agarrotaron los dedos y pareció que contenía la respiración.

—Y eso me tiene desconcertado, joder. —Billy T. siguió hablando en voz baja, como si tuviera miedo de que alguien les estuviera escuchando—. ¿Cómo pudo mi reloj, el que heredé de mi padre y que yo a su vez te regalé a ti, acabar en las oficinas del ISAN y volar por los aires?

Linus empalideció. Las manchas rojas de sus mejillas desaparecieron como por ensalmo. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Tragó saliva y se inclinó sobre la mesa. Apoyó la frente sobre la superficie unos instantes, se incorporó de golpe y corrió hacia la puerta. Se detuvo y dio un par de pasos hacia su padre.

Su rostro estaba blanco como la muerte.

Billy T. se puso de pie y se mostró en toda su estatura.

El chico no retrocedió ni un milímetro.

—Me importa una mierda lo que pienses, papá. No te debo nada, nada de nada. Nunca me has dado nada. Si crees que ese asqueroso reloj va a poder compensar todos los partidos de fútbol a los que no viniste, todas las funciones de fin de curso en las que no apareciste, todos…

Billy T. le sacaba media cabeza. Intentó ponerle la mano en el hombro, pero se la quitó de un golpe.

—Te equivocas —dijo Linus—. Te equivocas de la hostia. Si te va bien que me quede, lo haré. Si no, ya se me ocurrirá algo. Pero no creas que…

Dio medio paso hacia su padre. Estaban tan cerca el uno del otro que Billy T. percibió el olor a café cuando el chico prosiguió:

—… tengo intención de contarte una mierda. Pero hay una cosa que te puedo asegurar, papá. Una cosa de la que puedes estar seguro. Algo que puedo afirmar con rotundidad.

Cerró los ojos un par de segundos. Cuando volvió a abrirlos estaba cambiado. En realidad, los ojos de Linus eran tan azules como el ojo azul de Billy T. Ahora parecían grises. Billy T. sintió la necesidad de retroceder, pero se obligó a no moverse del sitio.

—No me he convertido, nunca me convertiré. No creo en ningún dios. Y si se me ocurriera hacerme religioso lo que no haría sería…

Billy T. sintió que se quedaba petrificado. La adrenalina recorrió su cuerpo y tenía la piel de gallina en los brazos. Había hablado con mucha gente a lo largo de su vida. Víctimas de violencia, gente que había perdido a los suyos en un acto criminal. Asesinos, ladrones y psicópatas. Era difícil encontrar algún tipo de persona con el que Billy T. no se hubiera relacionado, unos marcados por la pena y el miedo, otros invadidos por la indiferencia, la estupidez y, en algunas ocasiones, la maldad.

Linus apretó los labios y respiró profundamente.

—En ningún caso me uniría a esa panda de monos —siseó—. De eso puedes estar seguro.

Se dio la vuelta de golpe y salió al pasillo. Unos segundos después se encerraba en su habitación dando un portazo.

Billy T. se quedó parado. Todavía tenía frío. Había visto muchas cosas en su vida, y había conocido a mucha gente. Hubo un tiempo en el que fue un buen policía. Uno de los mejores, en su opinión y en la de otros. Había basado su carrera en su conocimiento de la gente y fue un maestro en distinguir la verdad de la mentira. Ahora sabía dos cosas sobre su chico.

Linus decía la verdad.

Debería haberse quitado un peso de encima, sentir un enorme alivio si no fuera por lo que también había visto en los ojos de su hijo. En sus gestos y sus labios apretados, en su lenguaje corporal y su voz, pero sobre todo en el fondo de sus ojos grises que habían dejado de ser azules.

Linus estaba lleno de odio.

—No soporto la Coca-Cola —murmuró Lars Johan Austad empujando la botella—. ¿No tienes una naranjada? Me apetece una naranjada.

El detective sonrió, a pesar de que llevaban encerrados más de una hora en la estrecha sala de interrogatorios sin haberse acercado ni un milímetro a una historia que pudiera resultar de utilidad a la policía.

—Claro que sí —le dijo—, en cuanto me des algo que me sirva.

—Pero si ya te he dicho todo lo que sabía —se quejó Zapatones—. Iba a entrar en el Burger King a intentar llevarme algo de la basura. Estaba en la puerta del café ese del otro lado de la calle, y noté que alguien se me acercaba por detrás, y…

Cogió la botella de cola y la abrió.

—Joder —murmuró—. Tengo una sed… —La botella se quedó por la mitad—. ¿Cómo supisteis que era yo? —dijo secándose la boca con una manga sucia.

—Venga, Zapatones. En cuanto alguien nos remitió tu descripción a los de Delitos contra la Salud Pública, supimos que eras tú. La mayoría de vosotros arrastráis los pies, tú más que los otros. Mucho más, una herida de guerra, ¿no?

—Hum…

Zapatones asintió.

—Naranjada —repitió mientras le enseñaba la botella mediada de cola al investigador.

El policía no contestó. Se reclinó en su silla, tiró un bolígrafo encima de la mesa y se cruzó de brazos.

—Mil coronas —resumió—, de un perfecto desconocido a quien no viste porque te cogió por detrás.

—¡No me dio por detrás! —Zapatones le miró asqueado—. Solo se me acercó por la espalda y metió los brazos por aquí…

Se señaló los riñones.

—Llevaba guantes y no tengo ni idea de si era negro, blanco o amarillo. Pero hablaba noruego. Un noruego estupendo. Así que me arrastré hasta TV2. Entregué el paquete y me largué. That’s it.

El detective sacó un cigarrillo. Lo manoseó unos segundos, se lo puso detrás de la oreja y se quedó mirando la figura maloliente del otro lado de la mesa.

—¿Te apetece darte una ducha, Zapatones?

—Sí, gracias.

—Tengo una muda limpia guardada. Te la doy. La ropa te estará grande, pero es mejor que lo que llevas puesto.

—Eres bueno —dijo Lars Johan Austad—. Lo he dicho muchas veces: si no fuera por vosotros, los polis, hace mucho que habría palmado.

El investigador sonrió sin ganas y escribió un mensaje en el iPhone. «No hay nada que sacarle a Zapatones. Dice la verdad, como siempre. Pasa el mensaje: pista ciega».

Lo mandó y se guardó el teléfono en el bolsillo trasero.

Zapatones bien valía una ducha y un poco de ropa vieja. En el ejército había sido un experto en explosivos, según le habían dicho, y parece que vivió un episodio infernal en Kosovo.

Mientras le seguía por el pasillo pensó que en realidad Zapatones era un héroe. El pobre miserable sabía muy bien dónde estaban las duchas de la comisaría. En realidad, Grønlandsleiret 44 era el único sitio donde el antiguo soldado se lavaba alguna vez.

La vida era injusta, de verdad.

Seguía teniendo la sensación de que estaban cometiendo una injusticia con él. Mientras la gente de la comisaría trabajaba día y noche en el atentado terrorista de Frogner, él estaba relegado a lo que parecía ser un mero servicio de mensajería.

No parecía que fuera a resultar un trabajo muy exigente.

Henrik Holme había dejado a Hanne Wilhelmsen cuando se lo ordenó aquella mañana. Sin darle ninguna indicación de cuándo debería volver. Cuando había aceptado sin protestar hacer de enlace entre la comisaría y la extraña señora de la silla de ruedas, había tenido la impresión de que iban a colaborar de alguna manera. Que ayudaría a la antigua agente a algo más que llevar maletines para arriba y para abajo entre Grønland y Frogner.

O eso había esperado.

Cuando volvió a la comisaría no eran más de las nueve. Había pasado el resto del día vagando por los pasillos sin nada que hacer hasta que recordó que había hecho un juego de copias de todos los documentos que le había entregado a Hanne. Dada la hora que era, ya podía irse perfectamente a casa. Como movido por un impulso repentino, se llevó uno de los dossieres, el de la chica de diecisiete años desaparecida en 1996.

Había ido caminando con la carpeta metida dentro de la cazadora de aviador que acababa de comprar por internet.

Camino de Grünnerløkka, pensó que era como si Oslo no hubiera cambiado. Se acababa de comprar un piso minúsculo, de un dormitorio, que no se hubiera podido permitir de ninguna manera sin la herencia de su abuela. Había muerto el año anterior, y en su tristeza no se le había pasado por la cabeza que pudiera heredar algo hasta que recibió la llamada de un abogado que le informó de que tenía derecho a ochocientas cincuenta mil coronas y un viejo televisor. El resto se lo habían prestado de milagro en la caja de ahorros del pueblecito en el que había pasado su infancia y en el que seguían viviendo sus padres.

Henrik Holmes estaba a gusto en Løkka.

No conocía a nadie. Intercambiaba saludos con un tendero de la calle Nordre y con una anciana que vivía en el piso de abajo. Una futbolista famosa de la casa de enfrente, que era comentarista en la televisión después de jugar muchos años en la selección nacional, también le saludaba siempre que se cruzaban. Era de Bergen, o de esa zona, y muy simpática. Henrik Holme había comprobado que la gente de Bergen solía ser amable. Decían lo que pensaban. Con ella ya eran tres las personas que solían saludarle. No había muchas más. En realidad, Henrik tenía pocos amigos, aunque sus colegas de la sección a veces le invitaban a tomar una cerveza los viernes. No les entendía muy bien. Era como si hablaran en clave y en su tiempo libre se reían mucho de cosas a las que él no les veía la gracia. Estaba bastante seguro de que le invitaban a unirse a ellos por pena, y casi siempre eran las agentes las que se asomaban a su despacho y le preguntaban si quería ir. Sería porque eran más consideradas que los hombres. Ellos solían beber demasiado. Después de una hora o dos se sentía tan fuera de lugar que prefería irse a casa.

Estaba sentado frente a una mesa blanca para dos, incrustada en la pequeña cocina. Tenía delante la carpeta del caso sin resolver de la desaparición de Karina Knoph. Había pasado las páginas sin profundizar mucho en nada en concreto.

Era sorprendente lo poco que había cambiado Oslo.

Después del atentado del 22 de julio Henrik había estado ocupado a tiempo completo con el caso del niño de ocho años maltratado en Grefsen. Pero no había dejado de percibir el estado de ánimo, la atmósfera apesadumbrada, queda, alterada, que impregnaba la ciudad. Había sorprendido a su madre contándoselo por teléfono. Paradójicamente ella pareció alegrarse, como si fuera extraño que él percibiera algo tan intangible como un estado de ánimo.

En esta ocasión, si es que había algún cambio, tal vez fuera que la gente parecía estar más irascible. Esa misma tarde, al llegar a casa, había leído una crónica en la edición digital del diario sensacionalista VG sobre dos chicos de unos quince años que habían recibido una paliza la noche anterior. Los chicos eran de Irán. Los agresores, o, mejor dicho, los gamberros, eran de origen noruego. La autora de la crónica era una refugiada iraquí y advertía con fuerza de lo que estaba pasando: un cambio a peor en la actitud hacia los musulmanes en Noruega. Y eso en menos de veinticuatro horas.

VG había tenido que bloquear los comentarios.

Henrik Holme sabía por experiencia que hacían falta muchos comentarios racistas para que VG dejara fuera a la escoria.

Mientras bebía un sorbo de té ardiendo pensó que era extraño. Los musulmanes habían sido el objetivo del terror y por si fuera poco eran más criticados que antes.

El ataque terrorista no era cosa suya, por desgracia.

La suya la tenía delante.

Era difícil entusiasmarse con un posible delito cometido cuando él era un niño. Por lo menos aquel juego de páginas no olía a viejo, como tampoco olía el que le había dado a Hanne Wilhelmsen. Pasó las páginas hacia atrás hasta dar con la foto de la chica desaparecida.

Le pareció guapa.

En general, las chicas le parecían guapas.

Dentro de poco cumpliría treinta años. Todavía no había tenido novia. Pensó que se conformaría con cualquiera o, al menos, con ella si le hubiera querido.

El pelo azul resultaba un poco raro, claro, pero tenía una nariz muy mona, con la punta un poco levantada. Le pareció ver unas pecas en la nariz, y los ojos eran muy claros. Tal vez fuera pelirroja.

Henrik no tenía nada en contra de las pelirrojas.

Seguramente estuviera muerta.

Era casi seguro que había muerto, puesto que nadie la había visto ni había sabido nada de ella en dieciocho años. Cierto que había gente que conseguía desaparecer del todo para construirse una vida nueva en otro lugar. Pero era cada vez más difícil en un mundo que era cada vez más pequeño e internet más grande. Además estaba seguro de que una maniobra de ese calibre requería muchos más recursos que los que podía tener a su alcance una estudiante de bachillerato de diecisiete años.

No, estaba muerta.

Podía haberse caído al mar.

Estar enterrada en el bosque.

Sus restos podían estar en cualquier parte.

Pero, entre las cosas que cada vez se hacían más difíciles en el mundo actual, estaba el ocultar un cadáver. Era sorprendente lo que abultaba una persona muerta. Con el tiempo llegaba el problema del olor, claro, pero tampoco era fácil deshacerse sin más de entre sesenta y noventa kilos de carne. Había leído sobre un antiguo caso británico en el que el asesino había disuelto a su víctima en lejía. ¿O era ácido tánico? El caso era que un par de piedras del riñón habían sido imposibles de disolver y el tipo había sido condenado en Old Bailey basándose en un afortunado descubrimiento médico que contrastaba con la desgracia de la víctima. Con una densidad de población cada vez mayor y un cuerpo policial cuya formación, equipamiento y métodos mejoraban de manera exponencial, era fácil entender que alguien hubiera intentado esconder ese cadáver en un pedregal de la sierra de Nordmarka.

El hallazgo del cadáver del converso noruego estaba por todas partes. Henrik había estado navegando por internet un rato al llegar a casa. Mientras comía con buen apetito albóndigas de lata de la marca Fjordland con patatas y col, pensó que desde luego no habían dejado ningún detalle al azar.

Pensó que tal vez no fuera extraño que hubieran despiezado el cadáver. Resultaba casi imposible trasladar un cuerpo humano entero hasta el norte de Øyungen sin descuartizarlo. Estaba prohibido ir en coche salvo para aquellos que tuvieran autorización y la llave de todas las barreras. Además había visto en el mapa que uno de los periódicos online había publicado que había que recorrer un trecho bastante largo por un sendero muy estrecho.

Si no hubiera sido por el perro puede que nunca hubieran encontrado al tipo.

A Henrik Holme no le gustaban los perros. Debía admitir que le daban terror. En los dos últimos años había empezado a caminar y montar en bicicleta por la sierra de Nordmarka. Habría sido perfecto si no fuera por todos los perros que iban sueltos. Incluso cuando era obligatorio llevarlos sujetos iban por ahí dando vueltas y sus dueños se reían asegurando que no hacían nada.

La verdad es que los perros no le gustaban en absoluto.

Y había tantos en la sierra como pocos inmigrantes, pensó mientras su vista se posaba sobre la foto de Karina Knoph. Era como si no le vieran sentido a dar vueltas por el bosque sin más finalidad que disfrutar de la naturaleza. Había un tipo del trabajo, de su misma edad y nacido en Noruega, que se ponía a hablar con acento y a burlarse del resto si proponían ir de acampada.

Pensándolo bien, Henrik no recordaba haberse encontrado nunca a una persona de piel oscura por la sierra, tan solo en las zonas más cercanas a la ciudad.

Los que trasladaron el cadáver hasta el lugar en que fue hallado tenían que ser noruegos. Debía de tratarse de, al menos, dos adultos, preferentemente hombres, porque el fallecido tenía veintidós años. Si pesaba ochenta kilos, era un trabajo realmente fatigoso para dos personas.

No, si Henrik Holme tuviera que investigar la búsqueda de quienes habían dejado los restos descuartizados del converso noruego en Lørenskog, en las profundidades de la sierra de Nordmarka, buscaría tres noruegos habituados a salir de excursión, o al menos en forma.

Se echó a reír.

Al menos a él, le habría extrañado mucho la idea de tres extranjeros de piel oscura cargando con mochilas pesadísimas en las profundidades del bosque.

Pero ni el caso del muerto en el pedregal ni el del ataque terrorista en Frogner eran cosa suya.

El té ya estaba templado. Era té Kusmi, preparado en una tetera que le habían regalado sus padres por Navidad. El aroma era tan intenso y tan rico que se acercó la taza a la cara mientras buscaba la lista de testigos del caso de Karina Knoph. Allí había algo, algo que había descubierto un par de días antes cuando recibió la orden de ir a Frogner con cuatro casos viejos el miércoles por la mañana.

La lista no era muy larga.

Habían tomado declaración al padre seis veces.

A la madre dos. Una vez a la hermana, y también habían llamado a dos profesores.

Y a seis amigos.

Ya eran más de los que tenía él.

Pero había algo extraño. Comparó la lista con cada una de las declaraciones. Pasó las páginas hacia delante y hacia detrás. Cogió un marcador amarillo y subrayó una frase de las respuestas de una chica llamada Elisabeth Thorsen, una compañera de clase de Karina. Leyó la frase otra vez, cerró la carpeta de las declaraciones de los testigos y sacó el montón de informes de los investigadores que habían participado.

Enseguida encontró el que buscaba y leyó.

Era evidente.

No lo que ponía, sino lo que no aparecía.

Si Henrik tenía razón habían cometido un error garrafal. Un error tremendo y enorme. Sintió calor y se quitó el jersey de un tirón. Se sentía más despierto que en las últimas horas.

No podía ser. Henrik volvió a leer el informe y después la declaración de Elisabeth Thorsen.

Tenía que faltar algo.

Empezó a comparar el índice del contenido de la portada con cada uno de los documentos del grueso montón de papeles. Primero una vez, luego otra más.

Todo estaba bien, no faltaba nada.

Podía significar dos cosas. O bien nunca habían seguido la pista más evidente, o alguien había cometido un error incomprensible al archivar. A veces podían desaparecer partes de una carpeta. Sobre todo en casos antiguos, de antes de que los archivos estuvieran informatizados. Pero en esos casos no dejaba de ser fácil constatar que faltaba algo, puesto que el índice no cuadraba con el contenido.

En este caso coincidía todo.

Se levantó despacio y estiró la espalda con las manos en las caderas. No podía ser, era imposible. No podían haber cometido un error de tal calibre. No cuando había tantos agentes involucrados. Alguien tendría que haberlo visto. Tenían que haberse dado cuenta y haber hecho algo al respecto.

Se preguntó si debería permitirse tomar un vaso del whisky de marca que había comprado en el ferry al volver de Dinamarca de un seminario interno de la sección de Delitos Violentos. En realidad no le gustaba el alcohol, pero el resto de los agentes habían puesto tanto interés en gastarse el dinero en las dietas que se sintió tonto si no compraba.

La botella llevaba intacta más de medio año.

Se acercó a la antigua rinconera que en realidad era demasiado grande para las modestas dimensiones del apartamento, pero su madre había insistido en que debía llevársela a su primera vivienda en propiedad. En la parte de arriba, decorada con la tradicional pintura de rosas, había tres vasos de los buenos y una botella. Desenroscó el tapón, echó un dedo en el vaso y volvió a la mesa de la cocina.

La policía se había empecinado en que el padre era un chorizo, pensó mientras metía la lengua en el líquido dorado.

Se sorprendió al notar que estaba bueno. Bebió un traguito y sintió que el calor se expandía por su tráquea. Dejó el vaso y cogió las hojas de los interrogatorios al padre de Karina Knoph.

—Han cometido un error garrafal —dijo en voz baja, y bebió de nuevo.

Esta vez un trago mayor.

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