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Capítulo 4

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Cagarla de esa manera debería estar castigado con la pena de muerte. Hanne Wilhelmsen solo había dedicado un cuarto de hora al primero de los casos sin resolver que Henrik Holme le había llevado aquella mañana cuando un error cósmico se le apareció.

Era más de medianoche. Normalmente se habría acostado hacía rato. Había intentado irse a la cama a las diez y media. Resultó imposible dormirse. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de Billy T. Desde aquella tarde. La manera en que la miró cuando la llevó a casa. La había ayudado a trasladarse a la silla de ruedas, pero ella no dejó que la acompañara al interior.

Su mirada.

La misma que le había dedicado hacía media vida. Habían pasado la noche juntos, no deberían haberlo hecho. Se habían despertado el uno al lado del otro, nunca tendría que haber sucedido. Para ella se había tratado de buscar consuelo donde en realidad sabía que no lo hallaría. Cecilie había muerto, y Hanne estaba a punto de caer fulminada por el dolor. Para Billy T. se había tratado de reventar una presa en la que había albergado tantas esperanzas que casi le mató al pedirle ella que se marchara. Que lo olvidara. Que borrara las últimas horas de su vida y la dejara en paz.

Su relación nunca volvió a ser la misma. La confianza, el amor casi fraternal, se habían roto. El hermoso equilibrio entre ellos, la comprensión intuitiva, la comunicación casi telepática, ya no existían.

Billy T. había parecido un perro apaleado durante semanas.

Exactamente igual que cuando la había bajado del coche aquella tarde.

La alteraba más de lo que le gustaba reconocer.

Como le era imposible dormir se había levantado, se había servido una copa de vino y se había puesto a revisar los documentos que le había traído el extraño y joven agente. Cuando se dio cuenta del error cometido dieciocho años antes, supo que sería inútil intentar dormir.

Echó un vistazo al reloj.

Pasaban diez minutos de la medianoche.

Era un poco tarde para llamar, claro, pero le habían asignado al tipo como ayudante. Si estaba dormido, un hombre de su edad no tendría problemas para volver a conciliar el sueño. Por la mañana le había dicho que había echado un vistazo a los casos antes de traérselos. Y no parecía tonto. Raro, con la nuez más protuberante que hubiera visto nunca. La cabeza algo grande para su figura desgarbada. Era sorprendente que hubiera superado las pruebas físicas para acceder a la Academia Superior de Policía.

Dudó unos instantes. Bebió un sorbo de vino.

Decidió que merecía la pena intentarlo. Había anotado su número en la cubierta del caso. Cogió el móvil y marcó.

Al oír el tono de llamada le vino a la cabeza que Henrik Holme tal vez fuera la persona menos amenazadora que hubiera conocido en muchos años.

Pero puede que fuera listo a pesar de eso.

Era dudoso que fuera buena idea reunirse después de la medianoche cuando llevaban cuarenta horas sin apenas dormir. Pero la comisaria Sørensen opinaba que era necesario. Era un poco extraño invitar a los responsables del servicio de inteligencia y la Dirección General de la Policía para una reunión a tres bandas. Se saltaba el protocolo. El servicio de inteligencia, el PST, aún dependía directamente del Ministerio de Justicia, pero la policía noruega dependía de la Dirección General de la Policía, la POD, desde el año 2001. Silje Sørensen tenía una agobiante sensación de que los otros dos veían su falta de experiencia como un inconveniente cada vez mayor en la enorme labor de coordinación en la que estaban inmersos. Los otros dos habían estudiado juntos, eran viejos amigos que llevaban muchos años en sus respectivos trabajos. Silje no solo era nueva en el puesto, también era bastante más joven que ellos.

Se había escabullido a casa hacia las once para darse una ducha y ponerse ropa limpia. Había dejado el uniforme en casa. Estaba en su despacho vestida con un amplio jersey de lana virgen, vaqueros Levi’s y zapatillas de deporte. Afortunadamente, la directora de la policía, Caroline Bae, se había tomado aún más libertades y apareció con el pelo mojado y algo que parecía un chándal muy ceñido. El director del servicio de inteligencia Harald Jensen les dedicó una mirada de leve desaprobación y tomó asiento ante la amplia mesa de juntas mientras se aflojaba un poco el nudo de la corbata.

—Servíos, por favor —dijo Silje Sørensen señalando la comida antes de sentarse—. Espero que os guste el sushi.

—¿Dónde habéis conseguido sushi a estas horas de la noche? —preguntó Caroline Bae poniendo seis piezas en su plato.

—Tenemos nuestras fuentes. ¿Empiezo yo?

Los otros dos asintieron. El director del servicio de inteligencia cogió con cuidado una pieza de nigiri con los dedos y se la llevó a la boca con gesto titubeante.

—Bien —dijo Silje—. Empezaré por la bomba. La conclusión provisional es que se trata de un trabajo muy profesional. Han utilizado un explosivo plástico. Lo habían colocado en los elementos de carga del edificio, de ahí su poder destructor.

—¿Explosivo plástico? ¿C4? ¿De uso militar?

El jefe del PST dejó el nigiri intacto y cogió una manzana de un colorido frutero.

Silje asintió.

—Sí, los principales usuarios del C4 son los militares. Un explosivo plástico cuyo principal ingrediente es la ciclo​trimetilen​trinitra​mina. Por lo visto en Noruega antes se utilizaba también el NM91, basado en otra nitramina, el octógeno. Pero aquí estamos hablando de trinitramina, nuestros expertos llegaron a esa conclusión muy pronto. Así que lo más probable es que hayan empleado C4. El explosivo más utilizado por la OTAN hoy en día. Las nitraminas tienen la ventaja indiscutible de que proporcionan una gran capacidad explosiva por kilo. Dentro de unos días dispondremos de información más detallada.

Pasó las páginas que tenía delante.

—Eran en total cinco cargas, conectadas entre sí y colocadas con gran precisión. Esta vez no estamos hablando de una furgoneta con una bomba casera fabricada con abono artificial.

—¿Se sabe algo de cuándo la colocaron? —preguntó Caroline Bae con la boca llena de vieira cruda.

Silje negó con la cabeza.

—No. El ISAN tenía instaladas cámaras de vigilancia bastante modernas y discretas. Solo en el exterior, nada dentro.

Abrió una carpeta colocada junto a su plato y sacó una hoja, que desplegó y situó encima de la mesa frente a los otros dos.

—Estos son los planos de las oficinas del ISAN tal y como eran antes de la explosión. Las cámaras estaban situadas aquí, aquí y aquí.

Utilizó un palillo chino para señalar, y a continuación sacó tres fotos de la carpeta y las puso delante de los otros dos.

—Como podéis ver está todo destrozado. Estamos intentando obtener información de los ordenadores pulverizados, pero tenemos muy pocas esperanzas de éxito. Es decir que ahí tampoco tenemos nada en lo que apoyarnos. Nuestros técnicos están trabajando a tope desde unos pocos minutos después de las explosiones. Pero, a pesar de eso, nos vemos obligados a utilizar los métodos de la vieja escuela para aclarar cuándo fueron colocadas las cargas. Y también quién lo hizo, por supuesto, pero de momento esa es una pregunta más difícil de contestar.

Un ángel pasó por la sala.

Harald Jensen observó su manzana antes de pegarle un gran mordisco.

Las dos mujeres comían. Silje masticaba despacio mientras paseaba la vista por los planos de las oficinas del ISAN tal y como habían sido. Caroline Bae pasó otras cuatro piezas de maki a su plato y rompió el incómodo silencio con una pregunta.

—¿Teníais siquiera noticia de la Verdadera Umma del Profeta, Harald?

El jefe del PST tragó, dejó la manzana a medio comer sobre el plato y se secó la boca apretando tres veces la servilleta contra los labios.

—No, no habíamos oído hablar de ellos. Eso ya es lamentable. Peor aún es que todavía sepamos muy poco de ellos.

—¿Qué quieres decir?

Silje ya no tenía más apetito y dejó la última pieza sin tocar.

—Para ser sincero debo reconocer —dijo Harald Jensen apoyando un codo sobre la mesa— que en un primer momento creí que se trataba de una parodia. Una farsa.

—¿La grabación? ¿La cinta que llegó ayer en la que la Verdadera Umma del Profeta asume la autoría del ataque terrorista?

—Sí. Claro que llevamos tiempo pendientes de la Umma del Profeta. Les hemos seguido muy de cerca. Pero hasta ahora no habíamos tenido noticia de la Verdadera Umma del Profeta. No hace muchas semanas que hicimos público el Análisis Anual del Nivel de Alerta.

Se inclinó y dos suaves chasquidos revelaron que había abierto el maletín que tenía junto a la silla.

—Aquí está —dijo poniendo un documento sobre la mesa—. Ya lo conocéis, por supuesto. Está basado tanto en el análisis de potenciales riesgos de este año como en la comunicación permanente que mantenemos entre instituciones, y sabéis que prestamos especial atención al extremismo islamista. Dábamos nuestro nivel de alerta por incrementado desde mucho antes de la explosión de ayer, y nuestro recién emitido informe demuestra…

Puso una mano gruesa y chata sobre los papeles que acababa de dejar sobre la mesa

—… de forma trágica que teníamos razón. En un periodo de tiempo muy breve el número de islamistas noruegos que salen del país para recibir adiestramiento con grupos extremistas en Oriente Medio ha aumentado de manera significativa. Algunos de estos hombres han participado en batallas. No hace falta decir que los que regresan a Noruega representan una potencial amenaza para nuestros intereses.

Miró el frutero y cogió un plátano.

—He observado que la prensa ha empezado a emplear un término nuevo: guerreros extranjeros. Es una manera bastante acertada de llamarlos. No son mercenarios, porque ni cobran y ni están dispuestos a pelear para cualquiera. Actúan en base a sus convicciones. Pero tampoco son soldados convencionales, puesto que no luchan por su país y su gente. Al menos no de la misma manera que utilizamos nosotros para definir esos conceptos.

—Y esos grupos se concentran en la zona este del país —añadió Silje empujando su plato hacia el centro de la mesa—. Son en su mayoría hombres jóvenes nacidos aquí, casi todos de origen musulmán.

Harald Jensen asintió.

—Algunos, muy pocos, son noruegos conversos. Por ejemplo, seguimos de cerca a un noruego de origen chileno, converso. Bastian Vasquex. Además tiene una serie de relaciones más… —por fin empezó a pelar el plátano— islamistas. Todo apunta a que fue reclutado hace varios años por el círculo de Mohyeldín Mohamed, de la zona de Larvik. Ahora unos cuantos de esos hombres se encuentran en Oriente Medio, se han unido al ISIS y participan en…

—Todo esto es bien sabido —interrumpió Caroline Bae—. Cualquiera que lea la prensa está informado. Y hace años que conocemos la Umma del Profeta. Lo que queremos es información sobre la Verdadera Umma del Profeta. ¿Tenéis algo, lo que sea, sobre ellos?

Harald le dio un mordisco al plátano. Masticó. Mucho. Por fin tragó y carraspeó tapándose la boca con el puño.

—Bueno. No mucho.

Volvieron a quedarse en silencio.

—Pues suelta lo que tengas, vamos.

Harald se tomó su tiempo para comerse otro trozo, el resto del plátano, y, por fin, dejar la cáscara.

—Puede que los nombres que tenemos anotados hasta el momento nos digan algo. Para empezar está Abdalá Hasán. Antes Jørgen Fjellstad. Es él quien habla en los dos vídeos y el que ha aparecido muerto y… descuartizado esta mañana. Él es la única base que tenemos para pensar que un grupo llamado la Verdadera Umma del Profeta exista siquiera.

Fue contando con los dedos.

—Mohamed Awad, un chico joven de origen sudanés, ciudadano noruego, apareció en el lugar de la explosión. Muerto. Se había mezclado con los extremistas una temporada, pero estaba en la periferia del ambiente. No había manifestado tendencias violentas con anterioridad. Sin antecedentes. Amigo de…

Se sujetó un dedo más.

—… Shazad Behesdi, que murió tras ser atropellado por la policía en el bulevar Bygdøy. Son de la misma edad y pasaron su infancia en el mismo barrio. Nos fijamos por primera vez en Behesdi hace más o menos medio año, en un grupo cerrado de Facebook. Después participó en una reunión en Skien en la que estuvieron presentes varios de los más conocidos yihadistas noruegos, pero se volvió a Oslo a las pocas horas. No sabemos si fue por su propia voluntad, si se vio obligado o si los otros le echaron. ¿Sería posible tomar un poco de café?

—Por supuesto. Perdona.

Silje Sørensen se levantó y fue hacia una impresionante máquina de café colocada junto a la puerta.

¿Espresso? ¿Latte? ¿Qué prefieres?

—Solo y noruego, gracias.

—¿Caroline?

—Me encantaría un espresso. Triple, si es posible.

Silje apretó un par de botones y la máquina emitió un profundo rugido.

—Estos son los tres hombres que podemos afirmar que han tenido algo que ver con la explosión —prosiguió Harald Jensen—. Uno por sus propias declaraciones en los vídeos, los otros dos porque estaban cerca o en el mismo lugar de la explosión cuando se produjo la detonación. Y lo que sabemos con seguridad es que los tres se conocían. Por descontado que en las últimas horas hemos puesto todos los recursos disponibles a trabajar para detectar mejor su círculo de amigos y conocidos. No hemos encontrado gran cosa. Hasta hace pocos años los tres pertenecían a entornos corrientes. Cuando Mohamed y Shazad empezaron a coquetear con las ideas extremistas, entraron en contacto con Abdalá, o Jørgen Fjellstad. Hace seis meses apareció otro elemento, con lo que el trébol pasó a tener cuatro hojas.

Silje puso una taza frente a él y volvió para coger el espresso de Caroline Bae.

—Gracias —murmuró Jensen.

—¿Quién es esa cuarta persona? —preguntó Silje de espaldas.

—Su nombre es tan original como Arfan Olsen.

—¿Y?

La directora de la policía dio un sorbito al café ardiendo y le miró por encima de las gafas.

—Hace muy poco que tenemos noticia de él. Ha sido muy prudente. Poco activo en todos esos foros de la red que vigilamos y siempre con seudónimo. Además hace medio año de eso. Ahora hemos revisado sus movimientos y parece que dejó la red en cuanto hubo establecido contacto con los otros tres. El hombre tiene veintitrés años y él también se convirtió hace poco, más o menos cuando se dio a conocer en la red. Por alguna razón conservó uno de sus apellidos. Su nombre era Andreas Kielland Olsen.

—Yo habría preferido quedarme con Kielland antes que con Olsen —dijo Silje secamente y dejó caer dos sacarinas en su café antes de volver a tomar asiento—. Así que en este… trébol de cuatro hojas, como tú lo has llamado, ¿hay dos de origen extranjero que nacieron musulmanes y dos conversos?

Harald asintió.

—Arfan Olsen tiene un perfil más de líder que los otros dos. De hecho, Mohamed Awad era un buen estudiante y procedía de una familia a la que le ha ido excepcionalmente bien en Noruega, para ser de origen sudanés. Un chico listo, pero en los últimos años solo perdió el tiempo. Tuvo trabajos eventuales y cobró del INE. Tampoco era muy activo en la red. Sin antecedentes, salvo que consideres un crimen malgastar tu talento y optar por vivir de los servicios sociales.

Sonrió con tristeza y levantó la mano sin energía para quitarle importancia a su pequeño exabrupto.

—En cuanto a Shazad Behesdi, puede decirse que era un poco… simplote. Fracaso escolar. Fue dando tumbos de aquí para allá. En la adolescencia pasó por un par de hogares de acogida, pero es probable que la protección de menores llegara tarde. Tenía antecedentes por algunos delitos menores, pero nada en los últimos dos años. Tampoco trabajaba. Y eso nos lleva de vuelta a Arfan Olsen.

Tamborileó con suavidad sobre la mesa con los índices.

—Estudiante de derecho —dijo Harald—. Como seguramente ya sepáis.

Silje asintió y lo confirmó.

—Se ha abierto una investigación independiente por homicidio, por supuesto.

—Fue al Colegio de la Catedral de Oslo —continuó la directora de la Dirección General de la Policía—. Acabó sus estudios con notas excelentes. Hemos empezado a investigarle con más detalle esta tarde. Su padre es abogado, su madre ingeniera. Tres hermanos. Sus padres se divorciaron cuando tenía diecisiete años. El chico tuvo una reacción poco habitual. Se marchó de casa a modo de protesta. Así, sin más. Ni siquiera había terminado el bachillerato.

—¿A los diecisiete?

Harald asintió y siguió hablando:

—Sus padres no solo le dejaron, sino que le dieron ayuda económica. Supongo que con la ley en la mano era su obligación hasta que cumpliera la mayoría de edad. En todo caso…

Levantó la taza de café.

—Buen café —murmuró, y bebió un poco más—. El caso es que todo este tiempo ha seguido a los partidos más conservadores de Noruega. Sin ser extremista. Fue miembro de las Juventudes del Partido del Progreso en secundaria, algo poco frecuente entre los alumnos del colegio catedralicio, supongo.

Esbozó una sonrisa.

—A pesar de todo, en tercero le eligieron para dirigir el comité de las celebraciones de la graduación y se pasó a las Juventudes Conservadoras. Una evolución hacia la moderación, como puede verse, y todo este tiempo le ha ido muy bien, desde el punto de vista académico.

—Pero ¿qué pasó? Por cierto, ¿queréis algo más?

Los otros dos indicaron que no y Silje empezó a recoger los platos y la fuente antes de acercarse a la puerta y abrirla.

—Bertil, ¿podrías hacernos el favor de llevarte la comida?

El secretario se había cambiado de ropa en algún momento de la noche. Ahora llevaba un traje de color más claro, un poco más informal, pero el nudo de la corbata seguía siendo perfecto y la camisa de un blanco inmaculado. Silje notó un suave aroma a loción para después del afeitado cuando despejó la mesa con toda naturalidad sin que ninguno de los presentes dijera una palabra.

Cerró la puerta sin hacer ruido.

—Continúa —le animó la directora de la policía—. ¿Qué pasó?

—No lo sabemos —dijo él tajante—. Pero estamos sobre el caso. Arfan Olsen está vivo, a diferencia de sus colegas. Ya es algo.

—Pero ¿por qué iba un joven como él a convertirse al islam? ¿Y además al islam más extremo? ¿Lo sabéis con seguridad o se trata de una teoría?

Caroline miraba con escepticismo creciente a su antiguo compañero de estudios.

—Ahora mismo no me atrevería a afirmar que sepamos nada de nada —dijo abriendo los brazos—. Pero tenemos indicios y trabajamos con ellos día y noche.

—No es que quiera meterme en modo alguno en lo que hace o deja de hacer el servicio de inteligencia —dijo Caroline Bae—. Solo faltaría. Pero… ¿os habéis planteado en algún momento la posibilidad de detenerle?

Silje se inclinó bruscamente sobre la mesa y tomó la delantera a Harald Jensen.

—Sería una tontería —dijo—. Por muchas razones. Si Arfan Olsen no sabe que el servicio de inteligencia está sobre su pista, supongo que puede resultar mucho más útil vigilarle.

Su voz subió de tono hacia el final de la frase, como si estuviera formulando una pregunta. Jensen asintió.

—Además está la prensa —dijo, y suspiró con desesperación—. Zumban como abejas alrededor de la miel. Una detención pondría el cielo y la tierra en movimiento. Fijaos si no en la que se ha montado cuando habéis traído a un antiguo policía hoy mismo, y que yo sepa solo ha sido para charlar con él.

—Algo más que eso —dijo Silje, y se apresuró a añadir—: Pero por lo que me estás contando, Harald, solo hay una base para afirmar que exista siquiera una organización llamada la Verdadera Umma del Profeta, y son los vídeos. No tenéis informes, ni documentos, ni rastros en la red…

Tomó aire y titubeó unos instantes.

—¡No tenéis nada de nada! Nada que pueda confirmar que de verdad se trate de un nuevo grupo.

Harald Jensen negó con la cabeza y se terminó el resto del café de un trago.

—Es una observación correcta. Y para ser sincero no puedo comprender cómo una panda como esa ha sido capaz de volar por los aires media manzana. Vale, uno de ellos…

Cogió el maletín, lo puso sobre la mesa y sacó otro archivador antes de dejarlo en el suelo. De la funda roja sacó cuatro fotos de los cuatro jóvenes y las puso en fila.

—Arfan Olsen es un joven con talento. ¿El resto?

Harold negó con la cabeza y cambió las fotos de sitio con aire pensativo.

—¿Has dicho C4?

—Muy probable —asintió Silje Sørensen.

—¿De dónde demonios iba a sacar esta gente algo así? Vale que es una sustancia muy explosiva, pero aun así les haría falta una cantidad considerable. Y detonadores. Y conocimientos. Muchos conocimientos. Durante mucho tiempo hemos temido que estos…

Se llevó la mano al pecho y reprimió un eructo.

—Perdón —murmuró—. Que estos guerreros extranjeros… Les seguimos de cerca por muchas razones. Por supuesto que una de ellas es que tememos que importen armas y explosivos. Traer algo como esto… —echó una mirada de soslayo a los planos— por toda Europa hasta Noruega, hubiera sido una misión complicadísima. No descartamos que la gente del entorno de Arfan Bhatti, Mohyeldín Mohamed o, incluso, el mulá Krekar pudieran lograrlo si se dieran las circunstancias adecuadas, por supuesto. Al contrario, supongo que lo que tememos es precisamente algo así. Pero ¿esta panda?

Volvieron a quedarse en silencio en torno a la mesa.

—¿Adónde quieres llegar? —preguntó por fin Silje con prudencia.

Harald Jensen se puso de pie. Se quitó la chaqueta del traje, la colgó del respaldo de la silla. Se aflojó la corbata y se la quitó. Volvió a sentarse y se remangó la camisa.

—Un principio bastante elemental en la investigación es no creer en lo evidente. Uno de mis colegas británicos se describió a sí mismo en una ocasión como un… —sonrió y tomó aire— arqueólogo de la verdad en el terreno sedimentario de la mentira.

Por ejemplo, cuando alguien se atribuye la responsabilidad de un atentado terrorista, no podemos creerle sin más. Debe haber otros indicios muy claros que sustenten esa afirmación. Los hemos buscado.

—Y si te estoy entendiendo bien, no los habéis encontrado —dijo Silje.

—La situación es peor que eso. Empezamos a creer que alguien ha utilizado a esos chicos. Que hay fuerzas bastante más sofisticadas detrás. Verdaderos yihadistas, no unos chavales. Va a ser otra noche muy larga, señoras. Pero ya puedo adelantarles lo siguiente: empezamos a dudar de que existan.

—¿Los jóvenes? —dejó escapar Caroline Bae sorprendida.

—No. La Verdadera Umma del Profeta. Después de coordinar intensamente todos nuestros servicios de inteligencia durante día y medio cada vez parece más claro que sencillamente… no existen.

El problema residía, precisamente, en lo que no habían encontrado.

Henrik Holme estaba muy alterado, sentado junto a la pequeña mesa de cocina leyendo los documentos del caso Karina Knoph por cuarta vez. Había organizado los papeles meticulosamente, según un nuevo criterio. Había subrayado frases en amarillo, trazado líneas con una regla. Utilizó clips rojos para las tomas de declaración, amarillos para los informes de los agentes. Todos los documentos estaban perfectamente alineados. La foto de Karina estaba sujeta a la ventana, con mucho cuidado para no romper el papel cuando tuviera que quitarla.

Ya eran las tres de la mañana, pero estaba completamente despierto.

Cuando Hanne Wilhelmsen le llamó iba por la mitad de una generosa copa de whisky. Cuando su conversación terminó tiró lo que quedaba por el fregadero y puso en marcha la tetera.

Era increíble que le hubiera llamado.

Henrik Holme no estaba acostumbrado a que le tomaran tan en serio. Cuando resolvió el caso del niño muerto en Grefsen la gente le había mirado con cierta curiosidad por un tiempo, no con respeto. Y se les pasó enseguida. Le consideraban raro.

Era raro.

Siempre lo fue.

De vez en cuando, alguna rara vez, se encontraba con gente que veía más allá de su maldita nuez y todos los tics que se esforzaba por controlar. Solía tratarse de gente que reconocía los síntomas y estaba acostumbrada a ellos por alguien cercano. Solían ser muy amables. Buenos, en realidad, como si fuera un niño.

Hanne Wilhelmsen había actuado de manera completamente diferente. Cuando fue a verla por la mañana había sido bastante directa y, de hecho, un poco difícil. Daba la sensación de que su presencia le molestaba, pero no porque él fuera peculiar. Lo pensó cuando por fin le abrió la puerta y lo primero que hizo fue regañarle por los galones de los hombros: seguramente era así con todo el mundo.

Cuando llamó ni siquiera se disculpó porque fuera más de medianoche. A Henrik le gustó. Fue directa al grano, como si fueran viejos colegas. En cierta manera, iguales.

La comisaria de la policía le había advertido de que era un poco especial.

A Henrik le parecía perfecta.

Por lo menos después de hablar con ella por teléfono.

Habían visto exactamente lo mismo. Dijo que le había llevado menos de un cuarto de hora ver el error que habían cometido desde el primer momento. A él le había llevado más, pero no se lo contó. De hecho, la interrumpió. Cuando tras un minuto de conversación comprendió que ella había visto lo que faltaba en el caso, había apartado el vaso de whisky y levantado la voz. Su presentación fue tan precisa y llegó al meollo de la cuestión tan deprisa que ella había exclamado «¡Bravo!».

—Bravo —susurró él, y sonrió entusiasmado mientras se tocaba la aleta de la nariz tres veces con el dedo índice—. Me ha dicho bravo, a mí.

A Hanne también le había llamado la atención el trato que la policía había dispensado al padre de Karina Knoph. Cuando por fin pusieron en marcha una investigación de verdad, fue a él a quien dedicaron sus esfuerzos. Había pasado veinticuatro horas en la comisaría y los papeles dejaban muy claro que el responsable de la investigación quiso retenerlo en prisión preventiva. El abogado de guardia se había negado, pero eso no había impedido que los agentes siguieran convencidos de que el padre estaba relacionado con la desaparición de su hija.

El padre de Karina había cometido el error más antiguo del mundo.

Había mentido en los primeros interrogatorios.

Henrik Holme volvió a leerlos una vez más y meneó la cabeza al ver su contenido.

Frode Knoph, en aquel momento segundo entrenador del equipo de fútbol de Vålerenga, afirmaba haber cogido un merecido día de descanso en el trabajo. Había ido a pescar. No había pescado nada, pero había sido un buen día hasta que llegó a casa por la tarde y se encontró a su mujer histérica porque Karina no había aparecido a la hora de cenar, como le había dicho a su madre que haría.

Ya resultaba llamativo que utilizara la palabra «histérica» al referirse a su mujer en una circunstancia como aquella, pensó Henrik mientras echaba una generosa dosis de miel en la taza de té.

Frode Knoph mantuvo su versión durante tres semanas y dos días. Entonces le hicieron saber que la policía había investigado en el puerto donde tenía anclado su Windy Sport de unos siete metros de eslora. Había sido muy sencillo constatar que el barco no había salido a navegar el día de los hechos. El puerto estaba a la venta y un fotógrafo había pasado tres horas haciendo fotos para el folleto. El amarre del entrenador de fútbol en la marina no estaba vacío ni a las once ni a las dos.

Solo entonces la verdad salió a la luz.

Frode Knoph había estado con una amante.

—¡Dios mío! —murmuró Henrik—. ¿Cómo se puede ser tan tonto?

Pensaba tanto en la amante como en que la gente nunca aprendía lo que él había intuido ya a los diez años: si sospechan que has hecho algo malo que no has hecho, no intentes mentir sobre otra cosa mala que sí que has hecho.

Al fin y al cabo, tener amantes no era un delito penado por ley.

Y el mal ya estaba hecho.

No para Frode Knoph: la nueva historia sobre la visita a su amante se pudo verificar. Su coartada se consolidó. Pero el caso de Karina se había enfriado, al igual que el interés de los investigadores por él. Después de que tres semanas de insistente persecución al entrenador no dieran resultado, no se hicieron muchos más esfuerzos para descubrir la verdad de la desaparición de Karina Knoph. El interés de la prensa por el caso también se había apagado, no había amigos que pudieran dar un lloroso testimonio de que se trataba de una joven alegre y fantástica. Karina se había mudado demasiadas veces como para tener ese tipo de aliados.

Además llevaba el pelo azul y tocaba en un grupo en el que dos de sus miembros tenían antecedentes.

Henrik se sirvió más té. Luego cogió el montón de las declaraciones de los testigos y sacó el resumen de la conversación con Elisabeth Thorsen. Eran tres páginas y se concentró en la última.

La testigo declara haber oído rumores de que Karina era novia de Gunnar Ranvik de segundo A. La declarante nunca preguntó directamente a Karina por esto. La testigo cree que puede haber algo de cierto en los rumores, puesto que era frecuente verles juntos. Karina también pasaba tiempo con Abid Kahn de tercero B, y hay quien dice que tal vez fueran más que amigos. Karina tiene fama de «fag hag, pero con negratas en lugar de maricones» (cita textual, según especifica el autor del informe).

Henrik seguía las líneas con su delgado dedo índice mientras leía. Luego dejó los papeles otra vez sobre la mesa, perfectamente alineados con los otros documentos, y volvió a abrir los informes. El que buscaba era el más breve.

El abajo firmante ha intentado establecer contacto con Gunnar Ranvik, mencionado en el documento 2-6, un supuesto amigo, tal vez novio de la desaparecida. Pero está hospitalizado por un episodio violento, véase copia de la portada del caso. Según la doctora Augusta Aronsen del hospital de Ullevål pasará mucho tiempo antes de que se le pueda interrogar, puede que nunca. Le daré seguimiento dentro de un tiempo. En cuanto a Abid Kahn, el colegio confirma que se marchó a Rawalpindi con su familia a principios de agosto y que no le esperan en el colegio hasta finales de septiembre.

Eso era todo lo que el agente había hecho al respecto. Al menos había hecho eso. Pero no había ningún indicio de que hubiera intentado tomar declaración a Gunnar más tarde.

Henrik observó la copia de la cubierta del otro caso. El que se refería a Gunnar Ranvik, nacido en 1979, encontrado entre la maleza en la parte alta del río Aker, justo pasada la presa del lago Maridal. A finales de verano, golpeado con saña.

Buscaría el informe completo en el archivo en cuanto se hiciera de día. Eso le había pedido Hanne Wilhelmsen. En realidad, se lo había ordenado. Encuentra ese caso ya, le había dicho.

A Henrik le gustaba Hanne. Dejaría de pensar en ella con apellido. Ahora eran colegas y le había dicho bravo por lo que había hecho y además le había dado una nueva orden.

Aunque todavía no tuvieran el caso completo, la portada era suficiente para que Hanne y él lo vieran claro: habían pegado una paliza de muerte a Gunnar Ranvik el 3 de septiembre de 1996.

Ese era el mismo día en que Karina Knoph desapareció.

Una posible pareja de novios es víctima de un suceso extraordinario el mismo día. Uno de ellos desaparece. El otro recibe una paliza que casi lo mata. Pero una posible conexión entre los dos casos se había ignorado por un informe escrito por un policía que había decidido que el padre de la chica era un canalla, y no se había molestado en seguir una pista tan evidente.

Era un escándalo, y Henrik estiró los brazos por encima de la cabeza y sonrió de oreja a oreja.

Frikk Borg Sand tenía dieciséis años y se echó a reír cuando vio la portada del diario Aftenposten. Era el único de los hijos de Håkon Sand que todavía vivía en casa, y el único de ellos que desde hacía años manifestaba interés por la prensa escrita en papel. Se había afiliado a las Juventudes Socialistas tres días después del atentado de Utøya, era bastante activo en la sección local y estaba mejor informado que sus padres.

—No tiene gracia —le regañó Karen Borg—. A mí me dan ganas de llorar. ¿Me pasas la leche?

—No me río de las encuestas en sí. Me río de que la gente pueda ser tan increíblemente corta de luces. ¡Pero si los musulmanes fueron las víctimas!

—Eso es cierto —murmuró Håkon, y le cogió el cartón de leche a su mujer—. Pero si los musulmanes no hubieran estado allí no habría estallado ninguna bomba.

—¡Papá!

El chico se llevó las manos a la cabeza.

—De verdad —dijo Karen, recuperó el cartón y echó más leche sobre las gachas de avena—. Déjalo ya. Esa encuesta es muy preocupante. Espabila.

Håkon levantó las manos por encima de la cabeza.

—Yo solo digo lo que la gente piensa. Y lo mires como lo mires, tiene cierta lógica, ¿no? Si no dejamos que la gente entre en la fiesta, no podrán cargársela. Si no hubiera musulmanes en el país, no se atacarían. Al menos aquí no. Es normal que la gente se preocupe.

—Chungo —dijo Frikk—. Muy chungo. Es que el 76 por ciento de la población respalda la afirmación de que…

Levantó el periódico y leyó:

—«No debemos dejar entrar más inmigrantes en Noruega». ¡El 76 por ciento! En el año 2010 eran el 53 por ciento, papá, y un año después del 22 de julio habían bajado al 45. Estábamos en una senda positiva. Pero ahora resulta que el 76 por ciento de la población opina que…

El chico no terminó la frase. Se metió una cucharada de gachas en la boca antes de seguir hablando con la boca llena:

—Además, ¡más de un 30 por ciento opina que deberíamos retirar la nacionalidad a los criminales! Pero no a los criminales noruegos, no. ¡Mira, papá!

Se inclinó sobre la mesa de la cocina y le dio la vuelta al periódico para que su padre lo pudiera leer. Golpeaba rítmicamente el texto con el dedo índice.

—O sea que no eres de origen noruego y te han dado la nacionalidad, pero ¿no se van a respetar tus derechos si cometes un delito? ¿De verdad, papá? ¿No te das cuenta de lo horrible que es?

—Sí, es horrible. Pero para empezar… —Håkon agarró el periódico— es una encuesta bastante limitada. Hecha en unas horas ayer por la tarde. En otras palabras, han preguntado a un número determinado de personas. Mira. Lo dice en la información técnica. En este caso el resultado no es muy preciso. Y además no es extraño que la gente reaccione si unos yihadistas pirados vuelan la mitad de Frogner.

—Lo natural sería pensar que la gente sintiera compasión por las víctimas —objetó Karen—. Que en este caso son ciudadanos normales y corrientes. Gente bien integrada y cumplidora de la ley cuyos familiares y amigos merecen sin duda algo mucho mejor que esta… mierda.

Cogió un bote de semillas de calabaza y las echó sobre las gachas a medio comer.

—Silencio —dijo Håkon Sand cogiendo el mando a distancia que estaba en el centro de la mesa.

—No estamos diciendo nada —murmuró Frikk.

«… que en el fondo es una nueva batalla por nuestro país», dijo una mujer en el televisor, junto al frigorífico.

—Acabo de bajar el sonido precisamente por ella —dijo Karen molesta—. Si hay algo que no soporto ahora mismo son los racistas que se disfrazan de humanistas y pescan en aguas revueltas.

—Silencio —repitió Håkon en voz más alta esta vez.

«Así como nuestros padres y nuestras madres combatieron la ocupación alemana durante cinco agotadores años, nosotros también debemos resistir. Ya no estamos hablando de que enriquezcan nuestra sociedad. Si es que alguna vez lo hicieron. Si miramos hacia el futuro, los musulmanes serán la mitad de la población de Oslo y…».

La voz se interrumpió bruscamente cuando Karen agarró el mando y apagó el televisor.

—No lo soporto —dijo con decisión—. Precisamente hoy no soy capaz de escuchar a la incansable Kari Thue. Ni a ella ni a los pirados de la dudosa ala derecha del Partido del Progreso. Ni siquiera… —Apartó el cuenco de gachas y tiró la cuchara dentro—. Es que no puedo —concluyó—. ¿Vale?

—Por supuesto —murmuró Håkon—. A mí tampoco me gusta esa mujer. Pero el caso es que cada vez tiene más…

—No puedo —repitió Karen algo más alterada.

Sonó el teléfono de Håkon.

Se llenó la boca de gachas y se acercó el móvil a la oreja.

—Diga —dijo con voz pastosa.

Y ya no dijo casi nada más. Después de un par de minutos se metió el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.

—Tengo que irme corriendo —dijo—. Ha aparecido otra bomba.

Juró con saña mientras se precipitaba hacia la puerta.

Henrik Holme tuvo que abrirse paso hasta la puerta entre un grupo creciente de periodistas cada vez más impacientes. Solo eran las seis de la mañana. Le parecía haber oído ruso y japonés en aquella Torre de Babel desconcertada. Cuando consiguió pasar de la puerta fue derecho al archivo y dio con la carpeta de la agresión a Gunnar Ranvik. Hizo dos juegos de copias, devolvió el original a su lugar y metió las dos carpetas en una mochila antes de volver a abrirse camino en sentido contrario para salir de la comisaría.

Llevaban más de una hora revisando la documentación.

De vez en cuando Henrik levantaba la vista de los papeles. Hanne no. Parecía estar dentro de una campana de cristal, concentrada, y se dio cuenta de lo guapa que era. Mucho más guapa que la primera vez que la vio. Su madre a veces utilizaba la palabra «exquisita» para describir a otra mujer. Nunca había entendido lo que quería decir. No hasta que se encontró sentado a la gran mesa del comedor de Hanne Wilhelmsen mirando de reojo a la mujer que era mucho mayor que él. Llevaba un jersey azul claro con cuello en V. Sus dedos eran largos y delgados, y creía que llevaba las uñas pintadas. Por lo menos brillaban mucho, pero en un color natural. Parecía que se acababa de duchar. Cuando él llegó tenía el pelo húmedo.

Henrik se preguntó cómo haría para ducharse.

Su hija, que se iba al colegio cuando él llegó, parecía demasiado pequeña para ayudarle. Además, a una niña de diez o doce años le daría algo de vergüenza ayudar a su madre a lavarse. Tal vez Hanne tuviera una silla especial en la ducha y se apañara sola.

El caso era que olía de maravilla.

Podría haberse quedado allí para siempre. Se respiraba una paz maravillosa en la gran habitación, y había muchas cosas bonitas. A Henrik le gustaban las cosas hermosas, y la calma aún más. Nada de música. El televisor estaba apagado. Hanne había apartado el teléfono y el ordenador, a pesar de que en su anterior visita le había parecido que dependía del todo de ambas cosas. De otra habitación salía un sonido débil y rítmico, como un gran reloj.

Henrik no había dormido nada, pero hacía mucho que no se sentía tan a gusto.

Ya había leído la documentación del caso dos veces. Deprisa. Leía tan rápido que cada nuevo profesor que había tenido en el colegio sospechaba que hacía trampas. Pero no dijo nada. Se limitó a quedarse sentado disfrutando de la oportunidad de mirar de soslayo a Hanne de vez en cuando.

El atentado con bomba le había empezado a dar igual.

Esto era mucho mejor. Empezó a leer los documentos desde el principio por tercera vez.

Gunnar Ranvik nunca había vuelto a ser el mismo después de que una corredora mañanera le encontrara entre la maleza cerca de la presa del lago Maridal. Era miércoles 4 de septiembre de 1996 pero la policía había concluido enseguida que debían de haberle golpeado la noche anterior. Con hipotermia, fractura de cadera y graves lesiones en la cabeza, su vida estaba en peligro.

En el lugar de los hechos no había huellas de nadie más que de la víctima.

Al menos este caso no fue un trabajo negligente por parte de la policía, como era evidente que lo había sido la desaparición de Karina Knoph. Habían registrado a fondo el lugar en el que apareció, en la parte alta del río Aker. La patrulla canina había podido dejar claro que Gunnar Ranvik se había desplazado después de ser agredido. Y parecía que por su propio pie. Habían encontrado huellas de pasos tambaleantes en un recorrido de unos cien metros.

El problema era que al final de las huellas, o mejor dicho, en su punto de partida, todo estaba quemado. En un círculo de un diámetro de diez o doce metros alguien había derramado un líquido inflamable y le había prendido fuego. El círculo estaba en campo abierto y limitaba con un camino de carros que recorría el sur del lago Maridal. Del círculo quemado salían tantos rastros que los perros estaban totalmente desconcertados. Era una pista forestal bastante transitada y la policía no había llegado más lejos en la búsqueda de huellas ni en el lugar de los hechos ni en los alrededores.

La corredora que encontró a Gunnar había oído unos débiles gemidos y se apartó del sendero para ver de qué se trataba, según explicó a la policía cuando le tomaron declaración. Luego había gritado pidiendo ayuda y un anciano que daba su paseo matinal la había oído. Vivía muy cerca, en Kjelsås, y había ido a casa para llamar a la policía todo lo deprisa que sus piernas reumáticas se lo permitieron. Los dos no pudieron contribuir con nada más.

También habían tomado declaración a la madre de Gunnar Ranvik, Kirsten. Estaba muy alterada, según se deducía de los testimonios, tanto en el momento en que ocurrió como cuando tres meses más tarde reprochó a la policía no haber llegado más lejos en su búsqueda de los autores de los hechos. Para entonces había quedado bastante claro que la vida de Gunnar Ranvik iba a ser muy distinta a lo que él y su madre habían previsto.

Por fin habían tomado declaración a Gunnar, cinco meses después del suceso. Había recuperado el habla, más o menos, pero eso era todo. Los daños cerebrales que el chico de diecisiete años había sufrido eran tan graves que había vuelto a la infancia. Le habían tomado declaración en Sunnås, donde estaba ingresado para hacer rehabilitación durante seis meses.

Recordaba bien poco.

Eran dos chicos. Al menos eso afirmaba. Dos paquistaníes, dijo con firmeza, lo mismo que había intentado decir nada más despertar del coma.

No recordaba por qué le habían pegado.

No tenía ni idea de por qué los tres se encontraban junto al lago Maridal.

Y no, no sabía cómo se llamaban los chicos.

Puede que los conociera de antes, pero lo dudaba. No recordaba conocer a ningún paquistaní. No le gustaban «esos»: así le citaban en la toma de declaración, con comillas y todo.

A la pregunta de cómo sabía que los chicos eran de Pakistán, y no de la India o de Afganistán, por ejemplo, Gunnar había mirado al investigador con ojos inexpresivos y había pedido que le dejaran dormir.

Habían investigado varios aspectos más, como comprobar las cámaras de vigilancia del supermercado Coop, en el cruce del tranvía y del 7-Eleven de la calle Grefsen.

Nada de lo que hizo la policía dieciocho años atrás había llevado ni siquiera un paso más cerca de saber quién había malherido salvajemente a Gunnar Ranvik.

El lejano reloj de pared dio nueve campanadas.

Hanne Wilhelmsen levantó la vista.

—¿Qué opinas? —preguntó cerrando la carpeta.

—Pues…

Henrik tardaba en contestar y ocultó la cara tras la taza de café tibio.

—Tanto como opinar… —murmuró—. No veo que este caso nos diga mucho de la desaparición de Karina Knoph. Salvo eso. Que Gunnar fue atacado el día que ella desapareció para siempre.

Hanne no dijo nada. Pero seguía mirándole fijamente. Sus ojos glaciares le hicieron sudar y siguió hablando para controlar el maldito sonrojo.

—Sigue siendo increíble que los casos no se hayan relacionado. Fuera lo que fuese este ataque.

Puso la mano sobre la carpeta del caso, más que nada para evitar el impulso de tocarse la aleta de la nariz.

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