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Capítulo 4

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—Puede haber miles de razones por las que estuvieran junto a la presa. Y seguro que diez por las que a Gunnar le hubieran dado una paliza. Pero lo más extraño del caso es que no se menciona el nombre de Karina ni una vez. Tomaron declaración a varios de los amigos de Gunnar para intentar averiguar por qué estaba junto a la presa esa noche. Yo también lo hubiera hecho si el caso fuera mío. Pero ni la madre ni sus tres mejores amigos mencionan a Karina. Quiero decir que en el caso de Karina hay quien afirma que eran novios.

—¿A qué conclusión te lleva eso?

—Que Gunnar no se la mencionó a nadie, por alguna razón desconocida.

Antes. Quiero decir antes de que le atacaran. Puede que después sencillamente no la recordara.

Tomó un sorbo de café y dejó la taza sobre la mesa sujetándola con las dos manos.

—Supongo que esa es la explicación más probable —dijo dudoso mirando a Hanne—. Parece que las lesiones de la cabeza eran bastante severas. Puede que la hubiera olvidado. Sobre la razón por la que no habló de ella entonces…

Pensó un par de segundos.

—A esa edad no es infrecuente ocultarles las novias a los padres. ¿O sí lo es?

—A mí no me preguntes. No sé mucho de padres. Y tampoco sé mucho de chicos, pero tengo la impresión de que a los diecisiete os gusta mucho contaros historias de chicas. Historias de verdad e inventadas.

—¡A mí no me preguntes! —se le escapó—. Nunca he tenido novia. Y tampoco me he inventado ninguna.

Hanne sonrió. No era una sonrisa despectiva, ni siquiera bromista. A él le pareció una sonrisa cálida y confiada. Se metió las manos debajo de los muslos e intentó corresponder a su sonrisa.

—¿Sabes una cosa? —dijo ella inclinándose un poco sobre la mesa—. Pronto cumpliré cincuenta y cuatro años y solo he tenido dos. Pero han sido estupendas. La primera murió. La segunda lleva conmigo casi quince años. Tu momento llegará, Henrik.

—No estoy tan seguro —murmuró, pese a todo complacido.

—Pero hay otra cosa que me ha llamado la atención —dijo tan bruscamente que él dio un bote.

Su sonrisa había desaparecido. Se inclinó y sacó una carpeta que Henrik identificó como la de Karina. Debía de tener algún compartimento debajo de la silla. Había intentado comprobarlo al llegar, pero le daba vergüenza quedarse mirando.

—Mira —dijo ella.

Se inclinó y ladeó la cabeza.

—En la declaración de la amiga de Karina, Elisabeth Thorsen, se menciona otro amigo. Abid Kahn.

—Sí. Se había marchado a Pakistán una temporada larga. Una coartada muy firme.

—Exacto. Supongamos que fue así. Que estaba en Asia cuando todo ocurrió. Por muy mala que haya sido la investigación de este caso supongo que lo comprobarían.

Henrik se dio cuenta de que se estaba mordiendo las uñas y puso las dos manos debajo de la mesa.

—Pero mira esto…

Llevaba las uñas pintadas, en efecto, lo vio cuando señaló algo que había destacado en el texto en amarillo. De un largo muy adecuado, pensó, y muy bien pintadas.

—Se referían a Karina como una «fag hag, pero con negratas en lugar de maricones» —dijo con tranquilidad—. Es decir, alguien que frecuenta a mucha gente de color. Supongo que la tal Elisabeth quiere decir que… Sí. ¿Qué quiere decir en realidad?

—Paquistaníes, tal vez gente de Oriente Próximo.

—La gente es…

Movió la cabeza desanimada.

—… rara —concluyó Henrik con una sonrisa.

—Iba a decir idiota. Bien. En este caso no tomaron declaración a nadie que no fuera muy noruego. No me extraña, puesto que ya habían decidido que Frode Knoph era un mal tipo y además no habían visto las conexiones con el caso de Gunnar. Pero para nosotros dos, que tenemos ambos casos, sería muy interesante saber con qué otros… —dudó y luego sonrió con ironía y concluyó— negratas trataba Karina.

—¿Y si estaba allí?

—¿Qué?

Hanne enderezó la espalda y le miró escéptica.

—¿Y si Karina fue al lago Maridal —dijo despacio— junto con un par de… sus amigos?

Su expresión le hizo sentirse ansioso.

—Solo ha sido una idea al azar —dijo deprisa.

—Yo lo llamaría una especulación loca.

—Perdón.

—No hace falta que te disculpes.

Seguía teniendo una arruga en el entrecejo, pero al menos no había dejado de mirarle. Como si le animara a seguir, quiso creer.

—Pero escúchame, Hanne. Ay, perdón. ¿Puedo llamarte Hanne?

—¿Y cómo me ibas a llamar si no?

—Perdón.

Respiró profundamente y se metió las manos debajo de los muslos.

—Creo… —dijo sosteniendo su mirada— que es buena idea ver qué es lo que tienen en común los dos casos. Porque no es mucho. Para empezar la fecha. Uno desaparece, el otro recibe una paliza, a la vez. Luego, eran amigos. Puede que novios. Después está su actitud hacia los… —Dudó.

—Negratas —dijo Hanne tajante.

—Sí. Mientras que Gunnar decía que no le gustaban… «esos», creo que eso fue lo que dijo, Elisabeth Thorsen afirma que a Karina le gustaban mucho. Los ne… negratas.

Hanne se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa con cuidado.

—Esos son los tres puntos en común que tenemos —dijo Henrik.

—A mí me parece mucho.

—Sí, claro. Pero pueden dar pie a un montón de distintas hipótesis. Y no podemos…

No pudo resistirse más y sacó la mano izquierda para tocarse tres veces la aleta de la nariz y luego empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

—¿Te importaría dejar de hacer eso? —dijo ella—. Salvo que no tengas más remedio.

—Tengo que hacerlo —dijo con voz implorante—. Un ratito.

—Vale.

—¿Podemos especular con una hipótesis de proximidad entre ambos? —dijo deprisa—. Gunnar y Karina estaban juntos cerca del río Aker.

—¿Por qué?

—Ni idea. Para dar un paseo. ¿Tal vez… sexo?

—¿Al aire libre en septiembre?

Se puso colorado tan rápido y con tanta intensidad que no hizo ningún intento de disimularlo.

—Sí. Tenía diecisiete años.

Hanne esbozó una sonrisa. Henrik lo interpretó como una señal de que podía continuar.

—Si partimos de que Gunnar decía la verdad cuando afirmaba haber sido golpeado por paquistaníes, pueden haber estado con ellos porque fueran amigos de Karina, o podrían haber aparecido por allí por alguna razón.

—Dos chicos noruegos de origen paquistaní. Dando un paseo una tarde de otoño junto al lago Maridal. Vale. Hace mucho que no puedo salir a pasear pero creo recordar que la costumbre de dar paseos porque sí es una de las últimas que nuestros nuevos compatriotas suelen asumir.

—Sí, pero… Pudo haber ocurrido algo. ¿Celos, tal vez? Elisabeth Thorsen menciona tanto a un noruego paquistaní como a Gunnar como posibles novios de Karina.

—El noruego-paquistaní tiene coartada. Estaba en Asia.

—Sí, pero… A ella le gustaban los negratas, tal vez tuvieran…

—Henrik —le interrumpió Hanne levantando la mano.

Él dejó la frase por la mitad.

—¿Tienes hambre? —le preguntó.

La miró desconcertado y volvió a aprisionarse las manos bajo los muslos.

—Falta mucho para la hora de comer —respondió él.

—Sí, cierto. Pero ¿tienes hambre?

—Sí.

Empezó a deslizarse hacia la cocina. La siguió titubeando.

—¡Vaya! —exclamó él al pasar por la amplia puerta—. Qué bonito. Y qué… práctico.

Miró cómo Hanne abría un cajón de la parte adaptada de la cocina.

—Pizza —dijo ella sin que Henrik entendiera muy bien si se trataba de una afirmación o si le estaba preguntando si quería—. Es de anoche, pero la he preparado yo y está muy rica.

Henrik miró disimuladamente la hora. Nunca había comido pizza tan temprano.

—¡Estupendo! —dijo.

—Puedes sentarte.

Se subió vacilante a uno de los taburetes de la isla central.

—¿Sabes en qué consiste el método de investigación naturalista, Henrik?

—Eh… Sí.

Hanne hizo ruido con una bandeja y abrió un horno.

—Explícame —ordenó.

—Se empieza por una observación. O una idea. Luego se elabora una hipótesis de por qué son así las cosas. Por ejemplo, por qué una llama se apaga cuando se la cubre con un vaso. Después hay que hacer una serie de comprobaciones para asegurarse de que la teoría es correcta. Si los experimentos refrendan la hipótesis, en este caso que el fuego consume oxígeno y que por eso se apaga cuando no hay, tenemos una teoría válida. En caso contrario, la hipótesis es falsa. Y se empieza a buscar una nueva teoría.

Hanne metió media pizza en el horno y cerró la puerta.

—¿Ensalada?

—No hace falta.

—Eso no es lo que te he preguntado. ¿Te apetece ensalada de guarnición?

—Sí, gracias.

—¿Por qué te hiciste policía, Henrik?

Giró la silla hacia él unos instantes.

—Porque de niño me acosaban.

Ella se echó a reír. Nunca la había oído reírse. Su risa era baja y a la vez muy clara, como cubitos de hielo moviéndose en un vaso en un día de verano.

—Buena razón —dijo—. Yo escogí la policía porque quería molestar a mis padres. No es una razón muy inteligente.

Sin decir nada más, abrió el frigorífico y sacó el cajón de las verduras. Dejó lechuga y aguacate sobre la encimera baja y cogió dos tomates grandes y un pepino de un cesto del alféizar de la ventana. Henrik la seguía con la mirada sin decir palabra.

—Esa ha sido una explicación bastante buena —dijo ella por fin.

La ensalada estaba lista.

Se deslizó hacia él. Se detuvo a un metro de su silla y descansó las manos en el regazo.

—Creo que eres hábil. Tienes formación y eres listo. Pero ¿sabrías decirme por qué la labor policial debe ser todo lo contrario del método naturalista?

Se quedó pensando. Por alguna extraña razón no estaba nervioso. Estaba tan tranquilo que pudo dejar las manos quietas. Una sobre la rodilla derecha, la otra en la encimera. Sin tener que obligarlas.

—No. Creo que no, no así de pronto. Supongo que en muchos sentidos es ese el método que utilizamos.

—El que muchos emplean —le corrigió ella—. Pero nosotros no. Ni tú ni yo. Los buenos investigadores, no. Primero observamos algo. Luego hacemos todo lo posible por no elaborar una teoría de por qué es así. Qué ocurrió. Al contrario, nos concentramos en observar más. Buscamos más hechos. Construimos un caso, capa a capa. Al final, cuando hemos terminado, podemos llegar a conclusiones. La conclusión puede ser completamente distinta a la que imaginamos al empezar. Por eso no debemos imaginarnos nada. Elaborar una teoría con una base endeble, como hiciste ahí dentro… —indicó el salón con un movimiento de cabeza— no es un buen trabajo policial.

Henrik no se puso colorado. Su mano izquierda quería golpear un poco la encimera, pero logró impedírselo.

—Pero en un caso tan antiguo… —objetó él— casi no hay nuevas observaciones que podamos hacer. Casi estamos obligados a emplear lo que tenemos, y entonces debemos…

—Vas a ir de excursión —le interrumpió ella—. En cuanto terminemos de comer, vas a tomar una declaración que debería haberse producido hace dieciocho años.

Se oyó la campanilla del horno.

—Gunnar Ranvik vive —prosiguió sin hacer ademán de sacar la pizza del horno—. Anoche di con su dirección.

—Pero ¿puedo…? Quiero decir, ¿puedo ir a hablar con él? ¿Así sin más?

—¿No eres policía?

—Sí.

—¿No ibas a ayudarme a resolver el caso de la desaparición de Karina Knoph? ¿Por orden de la comisaria de la policía de Oslo?

—Sí.

—En ese caso solo hay un sitio por el que puedas empezar. Ahora vamos a comer y, cuando acabemos, tendrás un trabajo que hacer. Para mí.

Las manos de Henrik Holme perdieron el control. Hizo intensos movimientos propios de un batería, pero estaba tan feliz que no le preocupó lo más mínimo.

La principal preocupación de Khalil Alwasir no era que estuviera en riesgo de perder un ordenador bastante nuevo lleno de información relevante, un par de buenos zapatos y una camisa nueva.

Estaba en el extremo de un grupo de personas a quien la policía intentaba dispersar. Reaccionaban de maneras muy diversas. La mayoría empujaba para poder salir del enorme corro de gente que se había formado en torno a una mochila en medio del gran vestíbulo de la Estación Central de Oslo, otros sentían curiosidad y querían ir hacia el interior. El resultado era que el corro no paraba de crecer y el agujero central no aumentaba gran cosa.

Ya debía de haber una decena de policías. Habían llegado muy deprisa.

Khalil Alwasir por fin había conseguido alcanzar el centro del corro, y todas sus sospechas se vieron confirmadas. Era su mochila la que estaba en el centro de todo aquel follón.

El problema era poder transmitírselo a la policía de manera que despertara confianza.

Khalil era de origen tunecino. A los quince años su familia le había enviado a Francia a estudiar. Su padre era un próspero comerciante y su madre abogada. Khalil era el orgullo de la familia. Hijo único. Apuesto. Muy buen estudiante, respetuoso con todo el mundo y con un tirón con las chicas que a su madre le producía una gran preocupación y un enorme orgullo. A Khalil no.

Al contrario, todas esas chicas que confundían su buena educación y encanto personal con un supuesto interés por ellas eran una molestia. Le gustaban los chicos, y al matricularse en la Sorbona a los dieciocho años floreció como solo puede hacerlo en París un joven gay con ojos de terciopelo y trasero respingón.

A los veinticinco se dejó atrapar en serio. Había acabado el máster en economía en el Pantheon-Sorbonne y llevaba el doctorado bien encaminado cuando conoció a un mochilero noruego que había salido a conocer mundo. El viaje del joven noruego tuvo un final abrupto cuando conoció a Khalil en un bar de ambiente en Le Marais. A la espera de que Khalil terminara su doctorado, Mats Knudsen encontró un trabajo de camarero y se mudó al cómodo apartamento de su novio tunecino en el cuarto arrondissement.

Tres años más tarde se mudaron a Noruega.

Desde entonces habían pasado cinco años, se habían casado y tenían una hija de dos años. Khalil Alwasir tenía un puesto en Aker Solutions que le gustaba. Ese día iba camino del tren del aeropuerto. Iba a hacer un viaje de ida y vuelta a Copenhague, una reunión a la que podía asistir sin tener que pasar la noche.

Venía andando desde el metro y, al pasar bajo la gran pantalla que anunciaba las llegadas y salidas en medio del enorme hall de la Estación Central de Oslo, le habían llamado por teléfono. Para no quedarse parado en medio de una corriente de gente apresurada y malhumorada a aquella hora de la mañana, se había acercado a un banco y se había sentado.

Le llamaban de la guardería.

Elise, de dos años, había empezado la jornada cayéndose de la mesa del desayuno, adonde se había subido sin permiso. Tenía un corte bastante feo en la frente, debía ir al médico y no localizaban a Mats.

Como cualquier padre Khalil se sintió algo alterado al saber que su hija estaba herida. Prometió que iría inmediatamente. Desconcertado por el suceso, y con prisa por llamar y cancelar la reunión de Copenhague, se había olvidado de la mochila. La había metido bajo el banco para evitar a los ladronzuelos, como tenía aprendido desde su estancia en París.

No fue hasta llegar al metro cuando se dio cuenta de que no llevaba nada. Durante unos segundos dudó sobre lo que debía hacer. Lo que más le apetecía era ir a toda prisa a la guardería y estar junto a Elise cuanto antes. Por otra parte, sería un gran inconveniente perder el ordenador. Por no hablar del tiempo que le llevaría rehacer todo su contenido. Se decidió de repente, tranquilizándose con la idea de que, al fin y al cabo, Elise se encontraba al cuidado de adultos.

Cuando volvió a la estación entendió de inmediato lo que había ocurrido.

—… un musulmán —oyó que decía un muchacho rubio con sobrepeso a un policía que intentaba hacer retroceder a la muchedumbre—. Un árabe o algo así. Dejó la mochila y salió escopeteado, ¿no? Empujó la mochila debajo del banco, para que nadie…

El policía berreó que se echaran hacia atrás.

—Tenías que haber visto cómo corría, tío. ¡Esa mochila puede estallar en cualquier momento!

—¡Pues en ese caso apártate de una vez!

—Perdón —dijo Khalil—. Discúlpeme, esa mochila…

Por fin habían llegado cinco hombres de las fuerzas especiales. Llevaban escudo y casco e iban armados. Su sola aparición tuvo un efecto notable sobre el caos reinante. El corro se deshizo en cuanto los cinco se abrieron camino y Khalil Alwasir notó que era más fácil respirar.

—Disculpen —repitió acercándose.

Por fin había conseguido llamar la atención del policía.

—Esa mochila —dijo sonriendo con aire algo contrito—. Es mía. Yo la dejé ahí. Mejor dicho, se me olvidó. Yo…

No tuvo tiempo de informarles de nada más. Cinco segundos después estaba tumbado en el suelo, con las manos a la espalda y dos policías encima. El dolor era intenso, pero fue puro pánico lo que le hizo desmayarse.

Su último pensamiento fue que en la guardería iban a creer que le había fallado por completo a su hija.

Henrik Holme tenía una misión, y no pensaba fallar.

Había tomado un taxi. Hanne le había dicho que guardara los recibos y le reembolsarían todos los gastos. Cuando se metió en el coche frente al edificio de ladrillo rojo de la calle Kruse, se había sentido emocionado y en tensión. Su valor había decaído bastante cuando el taxi se detuvo ante una verja de madera roja.

Miraba inseguro hacia la casa de la calle Skjold desde detrás de la cancela de hierro. Volvía a llover, una llovizna ligera. Henrik se arrepintió de no haber cogido un chubasquero por la mañana; la cazadora nueva de aviador era de piel y no resistía bien la humedad.

La casa estaba bien situada, pero parecía bastante vieja. La puerta de la entrada era nueva, pero el resto del edificio hubiera necesitado que lo rasparan y le dieran dos manos de pintura. El invierno en el este de Noruega había sido el más húmedo desde que se tenían registros. La casa de la linde del bosque estaba mal equipada para afrontar los cambios climáticos. En algunos lugares la madera estaba completamente desnuda y mojada. Henrik Holme estaba junto a la cancela mirando hacia la entrada y la puerta de un rojo intenso, recién instalada. Le daban ganas de agarrar algunos de los materiales que había bajo una funda de plástico, junto a la valla, y acabar de poner el aislante. No era bueno que las cosas estuvieran a medio acabar con aquel tiempo asqueroso.

De la valla colgaba un buzón verde. En la parte superior de una placa grisácea ponía con letras negras «Kirsten y Trond Ranvik». Debajo habían pegado una tira adhesiva con unas letras casi borradas. Acercándose aún más y entornando los ojos creyó ver que ponía «Gunnar Ranvik».

No debía de recibir mucho correo.

La gente con lesiones cerebrales tan graves solía tener un tutor legal. Seguramente estaba bajo la tutela de su madre. Se ocuparía de las facturas y la pensión y esas cosas.

Hanne había averiguado que el padre de Gunnar había muerto muchos años antes. Pero seguía teniendo su nombre en una placa en el buzón. El de Gunnar casi había desaparecido, y eso que solo tenía treinta y cinco años. Por los papeles del caso sabía que su cumpleaños había sido el martes anterior. Tal vez pudiera empezar a hablar con él de ese tema.

Su madre seguramente no estaría en casa. Todavía no se había jubilado, según averiguaron Hanne y él en la red antes de que se marchara.

La pizza estaba buenísima. Mucho más rica que la del supermercado.

La madre de Henrik nunca preparaba pizza, y él comía casi exclusivamente comida precocinada. Era muy cómodo, y estaba rica, pero no como la pizza de Hanne. Y eso que la había recalentado y se había quemado un poco.

Hanne era en cierto modo su amiga. O tal vez no del todo. Pero esperaba algo de él, así que levantó con decisión el travesaño de la cancela y recorrió el sendero de gravilla que conducía a la casa.

—¡Hola! —probó a decir según se acercaba a la puerta.

No hubo respuesta.

Del sur llegaba el zumbido interminable de la ciudad. El tráfico de la circunvalación 3 sonaba extrañamente cercano, tendría que ver con la dirección del viento. Aunque no hacía aire, pensó mientras agarraba el timbre que colgaba del cable en la puerta a medio montar. Al apretar el botón oyó un grave ding dong en las profundidades de la casa.

No hubo respuesta.

Tal vez Gunnar pasara el día en algún centro. Tal vez no pudiera quedarse solo, ni siquiera las horas que su madre pasara en el trabajo.

O podía haber salido a hacer un recado. Al supermercado. Tal vez estuviera dando un paseo bajo la lluvia. Tal vez tuviera perro, qué sabía Henrik Holme, y tuviera que sacarlo hiciera el tiempo que hiciera.

Miró a su alrededor atemorizado esperando oír los ladridos de un perro.

Solo oyó tráfico pesado y el zumbido incansable de la ciudad. Además del jaleo que montaba una bandada de urracas en el gran árbol que estaba tan pegado a la casa que sería un peligro si impactaba en él un rayo.

Esto ya no resultaba emocionante.

Estaba a punto de quedar como un idiota.

Despacio, retrocedió dos pasos.

La puerta se abrió.

—Hola —dijo Henrik intentando sonreír.

—Hola —respondió el hombre muy serio—. ¿Quién eres tú?

—Me llamo Henrik.

—Hola, Henrik. Yo me llamo Gunnar.

—Lo sé.

El hombre de la puerta tenía un ligero sobrepeso y no era muy alto. Puede que midiera metro setenta y cinco más o menos. Tenía el cabello oscuro y unas entradas tan profundas que, combinadas con una calva creciente, le dejaban una graciosa isleta de pelo rebelde sobre la frente.

—¿Qué quieres? —preguntó Gunnar Ranvik.

No parecía sentir curiosidad ni tampoco resultaba antipático. Hablaba sin entonación, como si repitiera una frase aprendida.

—Quiero hablar contigo —dijo Henrik—. El otro día fue tu cumpleaños, ¿verdad?

—Sí. Comí tarta. Pero no fue un día agradable porque el Coronel ha desaparecido.

—Claro.

—El Coronel era mi mejor pájaro.

—¡Anda! ¿Tienes palomas?

Gunnar sonrió entusiasmado. Su mirada se desvió hacia la izquierda y emitió unos extraños graznidos a modo de risa.

—Sí. Compito. Pero ¿qué quieres?

Sus ojos volvieron a su sitio cuando dejó de sonreír.

—¿Podría entrar un ratito, Gunnar?

—No.

—Es que me gustaría mucho hablar contigo.

—¿Sobre qué? No tengo permiso para dejar entrar a nadie. En realidad tampoco tengo permiso para abrir la puerta si llaman. Cuando mamá está en el trabajo no.

—Me alegro de que lo hicieras de todas formas. Pero entiendo que no debas dejar pasar a nadie. Parece sensato.

Los ojos de Gunnar volvieron a desviarse hacia la izquierda y le enseñó los dientes en una amplia sonrisa.

—Sentí curiosidad —admitió—. Nunca llaman a la puerta cuando mamá no está en casa.

El cerebro de Henrik funcionaba a tope. Se tocó las aletas de la nariz tres veces a cada lado.

—¿Tienes permiso para enseñar tus palomas, Gunnar?

—A cualquiera no, pero eso ha sido decisión mía. Las palomas necesitan paz y tranquilidad y muchas de ellas están empollando.

—Pero yo no soy cualquiera, ¿sabes? —dijo Henrik, y decidió en un instante que se lo jugaría todo a una carta—. Soy policía.

—La policía —repitió Gunnar escéptico—. Mi tía ha muerto. La policía no hace su trabajo.

—Lo hago lo mejor que puedo, Gunnar. Lo mejor que puedo.

Se bajó la cremallera y metió la mano en el bolsillo interior.

—Mira —dijo entregándole a Gunnar su placa policial.

—Es bonita —dijo Gunnar cogiéndola.

Se la acercó mucho a los ojos, como si casi estuviera ciego.

—La policía no descubrió quién me dio la paliza —dijo sin dejar de mirar la placa—. Y eso que yo les dije que fueron dos paquistaníes.

—Eso no es mucho para investigar, ya lo sabes, que fueran dos paquistaníes. En Noruega hay muchos.

—Demasiados. Demasiados. ¿Quieres ver mis palomas?

—Sí, me encantaría.

—No soy como los demás —dijo sin hacer ademán de salir al jardín, donde seguramente estaría el palomar—. Es porque me dieron una paliza. Me estropearon el cerebro.

—Lo sé. He leído el informe policial de tu caso. Pero ¿sabes una cosa?

Henrik se inclinó un poco hacia él.

—Yo tampoco soy como todo el mundo —susurró.

—Lo sé. Tu cabeza es demasiado grande.

Henrik sonrió.

Tenía las manos en los bolsillos. Empezaba a hacer frío. Era extraño, pero se sentía más tranquilo, como si el caso mucho más evidente de Gunnar le confiriera a él una normalidad que hiciera los tics innecesarios.

—Eso es porque soy muy, muy listo —dijo.

—Yo no. Ya no. Mamá dice que yo era listo en el cole. Antes. Antes de que me dieran una paliza. Sacaba muchos sobresalientes. ¿Cómo de listo eres tú?

—¿Has oído hablar de Mensa?

—No.

—¿Has oído hablar del coeficiente intelectual?

—Sí, es un programa de la tele. Con ese maricón horrible.

Henrik se echó a reír. Una tranquilidad desconocida se estaba expandiendo por su cuerpo. Era como después de medicarse, hace ya bastante tiempo, un breve periodo en que había insistido en que le dieran pastillas aunque su madre se negara.

—Ese programa se llama IC. El título es un juego de palabras, podría decirse. Un juego de letras.

En un instante supo que había acertado al dejarle saber que era policía. De forma brusca, sin siquiera pensarlo, jugó otra carta.

—Stephen Fry, así se llama el presentador. Es cierto que es gay. Y actor. Y judío. Y muchas, muchas cosas más.

Volvió a inclinarse hacia Gunnar en confianza.

—Tiene un novio muy joven —susurró—. Bastante guapo. Eso me da envidia. Yo nunca he tenido novia, ¿sabes?

Se acercó un poco más.

—¿Tú tienes novia, Gunnar?

El hombre algo corpulento movió la cabeza con fuerza.

—No. Nononono.

—Entonces estamos igual.

Gunnar se apartó de forma casi imperceptible.

—No.

—¿No?

—Yo tuve novia una vez —susurró Gunnar, y sus ojos volvieron a desviarse hacia la izquierda—. Vamos a ver las palomas.

Se mantuvo completamente quieto.

—Qué suerte tienes —dijo Henrik—. Yo quiero una novia más que nada en el mundo. Tiene que ser buena. No hace falta que sea muy guapa. Personalmente opino que casi todas las chicas son guapas. Me importa una mierda si…

Henrik rio por lo bajo, se sentó en el pasamanos de la entrada y se pasó las dos manos por el cabello.

—… si es pelirroja o morena. Por mí, como si tiene el pelo verde.

—O azul —dijo Gunnar.

—O azul —repitió Henrik encogiéndose de hombros—. Como Cyan.

—¿Quién?

—Una chica majísima de un cómic.

—No se llama Cyan. Se llama Karina. Mi novia.

—Bonito nombre.

—No se lo digas a nadie.

—Claro que no.

—Es que su padre es muy estricto, ¿sabes? ¿Vamos a ver las palomas?

—Sí —respondió Henrik sin bajarse de la estrecha barandilla.

Gunnar tampoco hizo ademán de querer marcharse todavía.

—¿Dónde estaba el día que te dieron la paliza? —preguntó Henrik.

—Las palomas tienen que comer.

—Claro. ¿El palomar está aquí en el jardín?

Golpeó con los pies despacio y rítmicamente sobre la madera.

—La empujaron —dijo Gunnar.

—¿Empujaron a Karina?

—Sí. La empujó uno de los paquistaníes.

—Vale. Eso estuvo mal.

—Él era malo. Quería…

Gunnar se interrumpió.

—No me acuerdo —murmuró—. No me acuerdo.

—¿Se cayó?

—Las palomas tienen que comer, no digas nada.

Desvió la mirada hacia la izquierda, pero esta vez mirando hacia abajo, e hizo una mueca asustada y ansiosa.

—Es un secreto —dijo lamentándose y empezó a balancearse de un lado a otro—. No recuerdo nada. No recuerdo nada. No digo nada.

—Está bien —dijo Henrik sereno—. Solo me preguntaba…

Se dejó caer del pasamanos delante de la puerta.

—¿Qué le pasó a Karina?

—Las palomas. Tienen que comer. Debes irte.

—Dijiste que podría acompañarte al palomar.

—Vete. Vete ya.

Gunnar movió los brazos como la parodia de un guardia de tráfico.

—Me voy —le tranquilizó Henrik—. Me marcho, Gunnar.

Bajó de espaldas por la corta escalera de cemento. La gravilla crujió bajo sus pies cuando empezó a caminar con calma hacia la cancela. Al cabo de cinco o seis metros se dio la vuelta. Gunnar seguía en la puerta. Parecía un poco menos alterado. Los brazos colgaban inertes a lo largo del cuerpo. Sus ojos bizqueaban un poco.

—¿Puedo volver? —preguntó Henrik.

—No.

—Vale. Pero me habría gustado ver tus palomas.

Henrik levantó la mano a modo de despedida y volvió a darse la vuelta.

—¿Qué has dicho? —gritó al creer oír algo a su espalda.

—Se cayó al agua —dijo Gunnar tan bajito que Henrik no estuvo seguro de haberle oído bien.

Antes de que pudiera repetir la pregunta, Gunnar desapareció en el interior del minúsculo chalet. La puerta se cerró tras él y Henrik oyó que echaba el cerrojo.

Billy T. había caminado unos cien metros después de desviarse de la calle Årvoll cuando oyó un sonido que le hizo detenerse de golpe. Apenas había rozado su oído durante menos de un segundo, pero no dejaba lugar a dudas.

Billy T. reconocía el sonido de una radio policial cuando la oía, y se había interrumpido cuando alguien cerró una puerta con suavidad.

Se agachó despacio, con cuidado, y apoyó una rodilla en el asfalto mojado. Se soltó los cordones de la zapatilla derecha y se los volvió a atar mientras echaba una mirada experimentada alrededor sin mover más que los ojos.

Por supuesto que Arfan Olsen estaba bajo vigilancia.

Si su uso de las redes sociales era similar al de Linus no le extrañaba que los servicios de inteligencia hubieran tenido que recurrir a los viejos y consolidados métodos de investigación.

Usar gente, sin más.

Gente a pie y, probablemente, equipos de escucha en su apartamento.

Ese mínimo rumor de la radio policial era un error, claro. Una metedura de pata que muy pocos aparte de Billy T. habrían captado. El sonido debía de proceder de una furgoneta blanca aparcada al otro lado de la calle, junto al contenedor de basura detrás del que él mismo se había escondido día y medio antes. Era un vehículo de lo más corriente, tan sucio como cabía esperar. Billy T. cambió de rodilla y repitió la misma cuidadosa maniobra con la zapatilla izquierda.

La zona estaba en silencio.

No había empleados de empresas de telefonía en los postes, ni operarios cavadores de zanjas que descansaran tomándose un refresco de cola. No había más equipos del servicio de inteligencia, el PST. Un gato cruzó la calle con calma. En el aparcamiento paralelo al bloque en el que residía Arfan Olsen había algún que otro coche abandonado.

Billy T. concluyó que había un solo puesto de observación. La furgoneta blanca. Eso debía significar que sabían que Arfan no estaba en casa. Si hubiera estado habrían tenido controles rodeando el edificio. Esa gente estaba allí por si acaso, para informar de posibles visitas. Irregularidades, cualquier cosa. Billy T. rio por lo bajo al ponerse de pie y sacudirse el polvo de las rodillas de los pantalones. Hoy en día los servicios de inteligencia consistían sobre todo en saber manejar un ordenador. Ordenadores inconcebiblemente grandes con algoritmos y alarmas encriptadas y un montón de mierda de la que Billy T. no tenía ni idea. Internet era el gran campo de acción de la inteligencia moderna y muchos de los delincuentes no tenían la cabeza suficiente para evitar publicar sus malvados planes en webs que debían de saber que estaban bajo permanente vigilancia. Sobre todo los malditos yihadistas, que, amparados en la libertad de expresión, llenos de prepotencia, tenían páginas dedicadas a manifestar su odio por la sociedad que les cobijaba.

A tomar por culo internet.

Esto de ahora sí que era el terreno de Billy T.

Giró a la derecha en lugar de a la izquierda. Se alejó de la furgoneta y del bloque en el que vivía Arfan Olsen. Luego dio la vuelta a un edificio de menor altura que estaba al sur de la carretera y giró de nuevo hacia el norte al resguardo de él. Cruzó el césped de la calle Årvoll, lo siguió unos metros y tomó a la derecha por la calle Kildeveien. Cruzó otra explanada de césped y por fin se encontró en la trasera del edificio de Arfan, en la fachada oeste, donde estaban los balcones.

Algunos estaban acristalados. En un primer momento pensó que era un problema imprevisto. El primero desde abajo en el lado izquierdo, lo sabía por el timbre al que había llamado Linus. Visto desde este lado del edificio era su derecha. El primero a la derecha del primer par de balcones. Como si quisiera apuntar con un arma dirigió su dedo índice derecho al que pensaba que debía de ser el balcón correcto. Una bendita niebla había llegado desde Årvoll cuando dejó de llover y la visibilidad no alcanzaba los cien metros.

Para él era más que suficiente.

Todo seguía en silencio.

Se acercó al balcón del bajo. Por suerte no estaba acristalado y era tan bajo que un hombre alto podía mirar por encima de la barandilla sin dificultad.

En un rincón se amontonaban unas sillas de exterior. Bajo un plástico se intuía una barbacoa de gas y tres jardineras vacías. No salía luz del interior. Se arriesgó y se subió a la barandilla.

Fue más fácil de lo que había pensado. No sabía cuánto pesaba. Demasiado, eso era evidente, y la duda le asaltó cuando vio la maniobra que tendría que hacer para alcanzar el balcón superior.

Acercó la cara al cristal, se protegió de la luz con la mano y miró hacia el interior. No había nadie en casa. Al menos nadie en el salón. Abrió las contraventanas que protegían los cristales de los lados, los sacó de las ranuras en las que estaban insertadas, y las depositó contra la pared con mucho cuidado. A toda velocidad y con una agilidad de la que no se había creído capaz, subió al borde, se apoyó en el canalón que bordeaba los tres balcones en vertical y con ayuda de un respiradero de la pared puso un pie y se elevó hasta el piso siguiente.

Lo había conseguido, joder.

Se mantuvo pegado a la pared en el lado derecho del balcón para recuperar el resuello. Era el único medio metro cuadrado que no era visible desde el interior si no te acercabas a los cristales.

Le quemaban los muslos. Podía oír su propio pulso y estaba acelerado. Respiraba con la boca abierta y se obligó a tranquilizarse.

Por fin se atrevió a inclinarse a la derecha. Deprisa, solo para echar un vistazo al interior.

Estaba oscuro, aparentemente no había nadie.

Volvió a inclinarse para mirar hacia el interior otra vez. Necesitó unos diez segundos para concluir que el servicio de inteligencia no se equivocaba y Arfan Olsen no estaba en casa.

Billy T. se puso en cuclillas delante de la puerta del balcón y sacó la ganzúa del bolsillo. Era demasiado sencillo. La gente se gastaba miles de coronas en asegurar la puerta sin pensar en que era mucho más fácil entrar por la terraza.

Tardó once segundos, según sus cálculos, y se puso un par de guantes desechables de la marca Jordan.

Abrió la puerta tan silenciosamente como pudo y se deslizó al interior. Como era muy probable que el piso tuviera instalados micrófonos, se descalzó y miró a su alrededor.

No olía a nada.

El salón estaba amueblado de forma espartana. Un sofá de IKEA, el mismo que tenía él. Una butaca y una mesa vieja con marcas de humedad y cercos de vasos en la madera. Contra una de las paredes se apoyaba una estantería y la parte baja era un armario con puertas. Se aproximó y echó un vistazo rápido a los libros, que solo ocupaban tres de los nueve metros de estantería disponibles. Eran en su mayoría libros de derecho, por lo que pudo ver. Un par de novelas de Jo Nesbø y un atlas universal. Tres guías de viaje de Berlín, Praga y Roma. Las paredes estaban desnudas.

Todo estaba tan ordenado como en la habitación de Linus.

Era la habitación de Linus en formato de salón.

Billy T. notó que volvía a acelerársele el pulso, no supo por qué. Todo seguía estando en silencio, pero a pesar de eso sintió una necesidad perentoria de salir de la vivienda. Ya no sabía qué le había llevado a entrar allí.

Intentó respirar con tranquilidad, pero sentía pinchazos en las manos y en los pies. Se dio cuenta de que estaba hiperventilando y buscó con ansiedad algo en sus bolsillos que pudiera servirle de bolsa. Solo encontró las llaves, monedas y el móvil y optó por formar un cuenco con las manos. Respiró despacio y profundamente por la abertura que dejó con el pulgar izquierdo.

Linus decía la verdad. No se había convertido.

Desesperado, intentó recordar qué le había inducido a pensar que eso era una buena idea. Qué le había llevado a creer que era necesario invadir un apartamento de Årvoll para descubrir en qué se había enredado su hijo. Su cerebro no respondía, como si todos sus pensamientos se esfumaran antes de materializarse. Todo era caótico y de golpe se quitó las manos de la boca y agarró el móvil. Sus dedos temblaron cuando buscó la cámara. Se quitó el guante de la mano derecha, se puso el teléfono a la altura de la cara y empezó a tomar fotos. Hacia el balcón, hacia el salón. Se dio la vuelta, retrocedió dos pasos y fotografió la librería en dos clics, la parte derecha y la izquierda.

Le ayudó hacer algo que no requiriera más que apretar un botón. No pensaba en nada más que en fotografiar todo el piso. Fue de habitación en habitación en silencio, abrió armarios y cajones con la mano izquierda, que seguía enguantada, haciendo fotos sin parar. Pasados unos minutos prácticamente no quedaba nada en el pequeño apartamento que no estuviera almacenado en el nuevo Samsung Galaxy de Billy T.

Seguía teniendo el pulso acelerado, pero ya no estaba atenazado por la angustia. Se puso los zapatos, metió el móvil en el bolsillo interior y se deslizó de vuelta al balcón.

Dos minutos más tarde estaba en el césped. Sentía una necesidad imperiosa de escapar corriendo todo lo deprisa que pudiera. Pero se obligó a cruzar el césped con tranquilidad, por el mismo camino por el que había llegado y no miró hacia atrás hasta que alcanzó el bosquecillo de la calle Kildeveien.

Todo estaba en calma. Nadie le había visto. El aire frío y húmedo era una liberación y respiró con más facilidad. Apenas podía distinguir los balcones entre la niebla. El lunes, cuando decidió llegar hasta el fondo en sus averiguaciones sobre qué estaba haciendo Linus, había ido a su médico de cabecera y le habían dado la baja por el estado de su rodilla. No le pasaba nada a ninguna de sus rodillas y, desde ese punto de vista, podía añadir el fraude a la lista de delitos que había cometido los últimos días. Ya eran unos cuantos.

Se encogió de hombros para protegerse del frío y siguió su camino. Por lo menos había recordado cuál era el objetivo de su incursión ilegal en casa de Arfan Olsen y el ataque de ansiedad se le iba pasando.

Silje Sørensen temía estar enfermando. Tenía una incómoda sensación de calor, le picaba la garganta, y el dolor de cabeza, que ya duraba más de un día, la estaba volviendo loca.

—Por fin llegas —suspiró cuando Håkon Sand hizo acto de presencia tras golpear con los nudillos en la puerta unos segundos antes de entrar—. Tengo que ir a casa y dormir un poco.

Eran las seis y media de la tarde del jueves 10 de abril. Después del vergonzoso incidente de la brutal detención de Khalil Alwasir y del intento de pública disculpa, las cosas se habían puesto muy feas.

Habían pasado más de dos días desde la explosión en Gimle Terrasse. Hasta ese momento la opinión pública parecía condicionada por un cierto respeto por los muchos fallecidos y sus deudos, al menos en los medios tradicionales. Pero también estos habían ido dando paso a lo que Silje llamaba en su fuero interno fuerzas de extrema derecha, aunque sabía que no merecían tal nombre. Había gente todavía peor. Si no tenían acceso a la prensa y las emisoras de televisión, lo compensaban desbarrando sin cortapisas en las redes sociales.

Como si el PST no tuviera ya bastante que hacer, pensó en las pocas ocasiones en las que había dedicado un par de minutos a echar una mirada a Facebook o Twitter.

Las voces musulmanas con presencia en la opinión pública noruega se habían mantenido en silencio con muy pocas excepciones.

Estaban de duelo.

Los entierros ya habían empezado, para las familias que tenían a alguien a quien enterrar. No eran todas. Había dado órdenes para que la policía y Medicina Legal entregaran los cuerpos cuanto antes. Los familiares no sufrirían innecesariamente al no poder enterrar a sus seres queridos enseguida.

Pero tras el incidente de la Estación Central de Oslo a muchos se les había agotado la paciencia.

Dos diputados, una mujer del Partido Conservador y un hombre del partido Izquierda Socialista, se mostraron tan iracundos durante una entrevista concedida a la televisión pública NRK que Silje creyó ver la saliva atravesando la pantalla del televisor. Repetían, una y otra vez, que no había razón alguna para creer que Khalil Alwasir fuera un terrorista, salvo que la policía se hubiera basado exclusivamente en el color de su piel y de su cabello. Alwasir llevaba el pelo corto y no tenía barba, iba vestido con una chaqueta de Armani y pantalones vaqueros de marca. Podría haberse identificado como jefe de una división de la multinacional Aker Solutions si la policía hubiera dedicado treinta segundos a escucharle en lugar de tirarle al suelo tan brutalmente que perdió el conocimiento.

Racismo. Musulmanes influyentes en todo el país se rasgaban las vestiduras, y Silje tenía que darles en parte la razón. En público no, claro. Aseguró a la opinión pública que eran tiempos difíciles y que Alwasir había abandonado una mochila sin dueño a pesar de las reiteradas advertencias de las autoridades al respecto. Pero con Håkon pilló un cabreo monumental antes de que se encogiera de hombros hacia las diez de la noche y se fuera a casa a dormir.

Claro que era racismo.

El racismo de todos los días combinado con un estado de histeria generalizado, pensó. Una combinación letal.

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