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Capítulo 5

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Sacó una carpeta de plástico con documentos. No era muy gruesa y Håkon puso los ojos en blanco cuando vio que la funda de plástico tenía colores de camuflaje.

—Aquí tienes —dijo el teniente coronel poniéndose de pie—.

Eso es todo lo que sabemos. Tratadlas como lo que son: informaciones que pueden perjudicar a Defensa. Y por tanto a Noruega y a la seguridad del reino.

Håkon miraba fijamente la carpeta sin tocarla.

—Gracias —murmuró—. Tenemos que quedar un día, tomarnos una cerveza. Cuando todo esto haya pasado. Hablar de los viejos tiempos.

El teniente coronel no contestó. Caminó hasta la puerta, la abrió y salió. Ni siquiera se dio la vuelta para decir adiós.

Era cuestión de poner un pie delante del otro y no mirar atrás.

Había tomado la decisión cuando Linus volvió a desaparecer, sin decir una palabra, unas pocas horas después de haber vuelto a casa a dormir.

Billy T. no podía aplazarlo más.

Llamar a Grete había ido mejor de lo que temía. De hecho, pareció aliviada, casi contenta, cuando le contó por qué llamaba. Le dijo que estaba un poco preocupado, nada más. Algo angustiado por la «evolución» de Linus, esas fueron las palabras que escogió. Y le gustaría hablar con ella. Si es que tenía tiempo.

Lo tenía. En ese momento.

Acordaron encontrarse en el centro comercial de Storo. En Jordbærpikene, la cafetería grande del tercer piso. No porque fuera especialmente tranquilo o discreto, más bien al contrario. La multitud podía ser el mejor camuflaje. Además, el resto de la gente podría protegerle de una potencial escenita. Grete ya había montado suficientes después del nacimiento de Linus.

Había dudado varias veces mientras iba camino de Storo.

Quedando con su madre rompía una promesa que le había hecho a Linus. Pero ahora su prioridad absoluta era tener a Linus controlado. Aunque si se enteraba de este encuentro era posible que saliera de su vida para siempre.

No. No, lo más importante era averiguar en qué andaba metido el chico. Caminar con determinación, pensó Billy T., y levantó la mirada al acercarse a Jordbærpikene y comprobar que Grete ya estaba allí.

Estaba sentada a una de las mesas del extremo y ya tenía una taza de café. Había tenido la esperanza de que hubiera mucha gente y mucho movimiento a su alrededor, pero estaba extrañamente tranquilo. Billy T. no iba casi nunca a centros comerciales como aquel, pero no podía dejar de pensar que aquello no era normal. Seguramente tendría que ver con la explosión de la noche anterior.

Si había algo de lo que Billy T. no quería acordarse era de la explosión en el restaurante La Hierba Más Verde la noche anterior.

Se acercó a la mesa, murmuró una especie de saludo y le dio un beso muy envarado antes de acercarse al mostrador. Le sirvieron un capuchino y regresó.

—Me alegro mucho de que hayas podido venir —dijo, y se sentó.

Había poco espacio para su corpachón. Se inclinó a un lado para apartar medio metro la mesa vecina que estaba vacía y poder estirar las piernas.

—¿Por qué no estás trabajando? —preguntó Grete sin interés.

—Estoy de baja —murmuró—. Algo de la rodilla.

—Así que se ha ido a vivir contigo. Nunca lo hubiera creído posible.

—¿De verdad llevas seis meses sin saber dónde vive Linus?

—Bueno, tú te has pasado veintidós años sin tener ni idea de lo que pasaba con su vida. No es que estés en condiciones de criticarme, Billy T.

Grete levantó las manos en un gesto apático de redención.

—Es un hombre adulto —prosiguió, desanimada—. Tengo mi propia vida de la que ocuparme. Nadie puede decir que no lo haya intentado. Si no quería vivir conmigo no podía retenerle. En términos estrictos no era asunto mío adónde fuera.

Disolvió una pastilla de sacarina en el café.

—Pero lo que no esperaba era que se fuera a vivir contigo, ya te lo he dicho. Tu hijo no tiene muy buena opinión de ti. Por otra parte no tiene buena opinión de casi nadie.

—¿Qué quieres decir?

—¿No hablas con él?

Billy T. intentó encontrar una postura algo más cómoda.

—Bueno, al menos lo intento.

Levantó la mirada. Grete había envejecido. Se había teñido el cabello con demasiada intensidad, el rojo parecía sacado de la caja de acuarelas de un niño. Siempre había sido delgada, pero ahora su cara tenía un aire casi de bruja. Una nariz ganchuda, cincelada, y una boca estrecha que intentaba agrandar con pintura de labios. Los pómulos tan marcados que parecía hambrienta.

—Ya lo ves —dijo ella—. No es fácil convivir con él. De alguna manera era más sencillo cuando no hacía nada más que el tonto. En bachillerato por lo menos era un tipo feliz. Jugaba al fútbol. Iba con amiguetes tan poco ambiciosos como él, pero no dejaban de ser majos. Entonces me molestaba que se escaqueara y que no tuviera hábitos de estudio. Era… Sí. Mucho más fácil.

—¿Qué ocurrió?

Le miró de frente. En los ojos de Grete había aparecido algo nuevo desde la última vez que la vio. Ya no parecía iracunda por su simple presencia. Más bien desanimada. Resignada, con los párpados entrecerrados, como si pesaran demasiado para mantenerlos abiertos.

—No… ¿Qué pasó? A posteriori he pensado que el cambio se produjo cuando decidió volver a examinarse de bachillerato. Yo estaba encantada de la vida. Por fin iba a esforzarse, ser alguien.

Volvió a bajar la vista y siguió removiendo el café sin motivo.

—Se apuntó a un club de lectura en la biblioteca. Hacía mucho que conocía a Andreas y fue…

—¿Andreas?

Billy T. se obligó a mantener un tono de voz tranquilo.

—¿Andreas Kielland Olsen?

—Sí. ¿Le conoces? Un chico muy majo. Me gustaba que Linus pasara cada vez más tiempo con él. Estudia derecho y todo. Andreas se había ido de casa muy joven, al parecer se había enfadado con sus padres. Se divorciaron.

Dejó que su mirada se cruzara con la suya unos instantes. Ninguno dijo nada.

—Le ayudaban económicamente —dijo ella por fin—. Pero para ganar algo más de dinero se había involucrado en un proyecto en Nordtvet, en la sucursal de la biblioteca Deichmann. No sé exactamente qué era, una iniciativa pública de esas. Para que los jóvenes lean más. Vayan a clase. Algo así. No sé.

Levantó la taza.

—Y yo seguía feliz. Hasta hace unos siete u ocho meses.

Billy T. tenía mucho calor.

—Quítate la chaqueta —le dijo ella en voz baja—. Estás sudando.

Se la quitó a tirones y le costó colgarla del respaldo de la silla.

—De repente empezó a tener un montón de opiniones —dijo Grete—. La verdad es que mejoró muchísimo en varios aspectos. Se tomaba los estudios tan en serio que me costaba creer lo que estaba viendo. Empezó a estudiar por su cuenta, pero este curso le he pagado una plaza en Bjørknes, ya sabes, ese centro privado…

—Lo sé —asintió Billy T.—. Y hasta ahora todo suena muy bien.

—Sí. Dejó de desperdiciar las noches jugando en el ordenador. Tenía la habitación ordenada. Se portaba mucho mejor con sus hermanastros. Pero entonces…

Sus ojos se humedecieron.

—Empezó a tener unas opiniones espantosas.

—¿Espantosas?

—Sí.

—¿Qué quieres decir?

—Cosas de esas que dice el Partido del Progreso.

—Sigo sin entenderte.

—Como ese… ¿Cómo se llama ese loco? Ese que salió en la tele anoche. Fredrik…

—Grønning-Hansen.

—Sí. Ese. Al principio sonaba exactamente igual que él. Todo lo que tuviera que ver con musulmanes cabreaba a Linus. Siempre insistía mucho en que sabía perfectamente de lo que hablaba porque había crecido en el… gueto. Así lo llamaba él.

Billy T. seguía estando acalorado, y se sentía tan mal que todavía no había probado el café.

—Pero entonces… —dijo Grete con gesto sorprendido—. Entonces Andreas va y se hace musulmán, ¿no? Así, de repente. Entonces sí que no entendí nada de nada. Creí que dejarían de ser amigos, ¿no? Y en lugar de eso…

Seguía habiendo asombro en sus ojos. Pensativa, como si estuviera intentando aclarar algo que llevara preguntándose una eternidad. Y así sería, pensó Billy T.

—… se tranquilizó. Se volvió más reservado. Casi no hablaba. Intenté estar pendiente de lo que leía. Una vez me colé en su cuarto para ver su ordenador cuando no estaba en casa. Le había oído contarle a Linnea que utilizaba su nombre como contraseña.

Le miró un instante por encima de la taza mientras añadía:

—Su hermana, mi hija menor. Tiene siete años, supongo que pensaría que no pasaba nada porque lo supiera.

—¿Qué encontraste?

—Mucha mierda. Muchísima mierda, Billy T. Cosas racistas horribles. Quiero decir que… —Apoyó el codo en la mesa y se tapó la cara a medias con la mano. Bajó la voz—. No es que a mí me gusten mucho los inmigrantes esos. O, por lo menos, no todos. Una cosa son los que se portan decentemente y controlan a sus hijos y esas cosas, pero esos otros, los de Somalia y por ahí abajo, esos…

—¿Qué pasó después? —la interrumpió Billy T.

Le miró unos segundos. Su boca se estrechó tanto que no se veía ni la pintura de labios.

—No podía hablarle a Linus de lo que había encontrado. —Pasaron unos segundos durante los que Billy T. temió que se levantara y se marchara—. Para eso habría tenido que admitir que había cotilleado en su ordenador. Lo que hice fue intentarlo otra vez pasadas unas semanas. Entonces me sentí todavía más desconcertada, por decirlo suave.

—El ordenador estaba vacío —dijo Billy T.

—Casi. Solo había deberes y cosas así.

—Y sin contraseña.

—Correcto. ¿Cómo lo has sabido?

No respondió. Las náuseas eran tan intensas que fue a buscar un vaso de agua. Se lo bebió camino de la mesa, se dio la vuelta y lo rellenó con la jarra que había sobre una mesita auxiliar junto a la caja.

—¿Por qué se mudó? —fue capaz de preguntar cuando volvió—. ¿Ocurrió algo en especial?

—No, en realidad no. Creo que se cansó de que le diera la lata. Tal vez le hice demasiadas preguntas. Todo eso del racismo me tenía preocupada de verdad. Pero tal vez habría que dejar en paz a los chicos de esa edad. Al menos sus madres.

—¿La biblioteca? —preguntó Billy T.

—¿Qué? ¿No podrías volver a sentarte?

—Todo esto empezó cuando Andreas lo llevó a Deichmann, eso has dicho. ¿Verdad?

—Bueno, empezar… —dijo desconcertada—. ¿Ya te vas?

—¿Sucursal de Nordtvet?

—Sí. Pero quisiera saber cómo le va a Linus en general. No puedes llamarme y preocuparme más todavía…

—Te llamaré si descubro algo más —dijo agarrando la chaqueta del respaldo de la silla.

Echó a correr por el centro comercial.

Tenía que salir. Tenía la boca llena de vómito amargo.

—Me encuentro fatal, de verdad —dijo Silje Sørensen al meterse en el coche—. Te lo agradezco mucho.

—Yo también necesito tomar un poco el aire —dijo Håkon sonriendo al girar la llave—. Aunque solo sea desde el coche. Tienes un aspecto horrible.

—Gracias.

—No lo decía con esa intención.

—Tienes razón. Supongo que mi aspecto es tan malo como la sensación que tengo. He de meterme en la cama, sin más. Unas horas, esta noche habré vuelto.

—No hace ninguna falta —dijo saliendo de Grønlandsleiret y girando a la derecha—. Puedo hacerme cargo del fuerte hasta mañana. No somos tan imprescindibles, Silje. Ninguno de nosotros lo es. Hay otros haciendo el trabajo.

—Pero soy yo quien debe tomar las decisiones.

—Para nada. Puedo hacerlo yo.

Ella se inclinó y apagó la radio.

—Kiss FM —murmuró—. ¿Escuchas ese tipo de música?

Él no respondió. Ella se reclinó en su asiento y cerró los ojos. Se detuvieron de golpe y volvió a abrirlos.

—Disculpa —dijo él—. Se ha puesto en rojo. Creí que me daría tiempo.

—Menuda semana —dijo ella mirando por la ventanilla—. Menuda jodida y horrible semana. ¿Es verdad que conocías al teniente coronel que trajo los papeles del ejército?

—Sí. Fuimos juntos al colegio, y al mismo grupo de scouts durante varios años. En realidad es un tipo excelente, pero llevábamos muchos años sin vernos. Ahora es muy… militar.

—Nadie te acusará a ti de eso —dijo ella, irónica.

—Menudos idiotas —murmuró él, cabreado, y Silje intentó ver si alguien incumplía alguna norma de tráfico.

—¿Qué? —preguntó ella.

—El ejército. Perder un montón de C4 para luego enterrar toda la historia.

Ella suspiró profundamente y volvió a apoyar la cabeza en el asiento.

—Hasta cierto punto es comprensible. Teniendo en cuenta el momento en el que ocurrió. Yo estaba al otro lado del charco cuando ocurrió, pero puedo muy bien imaginar cómo fue. Después de que Anders Behring Breivik hiciera tanto daño con una bomba casera fabricada a base de abono, el tal Gustav Gulliksen tiene un argumento de bastante peso. Hubiera sido un impacto enorme para la población saber que se habían extraviado setenta kilos de un potente explosivo cuatro días después. Dios sabe lo que podría haber pasado.

—Para ser sincero sigo pensando que solo nos están contando la mitad de la historia.

—¿Qué quieres decir?

—Seguro que es cierto que el 22 de julio influyó en la decisión. Pero para Defensa era peor que hubiera tantos sospechosos. Era una maniobra de mucha envergadura y muchos de sus expertos más destacados estaban en Åmot.

—¿Sí? ¿Y?

—Necesitamos a esos expertos, Silje. Noruega los necesita. Con frecuencia forman parte de grupos casi tan secretos como los de las fuerzas especiales. Una investigación en toda regla dejaría a muchos de ellos al descubierto y supongo que supondría un importante menoscabo de nuestra capacidad defensiva.

—No quisieron sacrificarlos por setenta kilos de C4.

—No, creo que no.

Silje rebuscó en el salpicadero y cogió una caja de caramelos para la garganta.

—A mí, en realidad, setenta kilos no me dicen nada —prosiguió metiéndose dos en la boca—. ¿Es mucho?

—Más que suficiente —dijo él, tajante—. Nuestros chicos calculan que no utilizarían más de treinta kilos en Gimle Terrasse. Pero fueron treinta kilos muy bien colocados. Puede que no hubiera más de cuatro o cinco en la maleta de ayer. Junto con pedazos de metralla suelta.

—¿Igual que en Boston?

—No. Los de la bomba de Boston utilizaron una olla a presión. Por lo que tengo entendido, eso no hace falta con sustancias muy explosivas, como el C4.

—Han hecho explotar entre treinta y cuarenta kilos. En otras palabras, les queda una buena cantidad.

Él no respondió. Un coche patrulla con las luces azules se acercaba por detrás y Håkon se hizo a un lado.

—¿Los del PST siguen descartando que pueda tratarse de fuerzas de la derecha? —preguntó mientras seguía el movimiento de los coches de la policía por los retrovisores.

—Sí. De manera casi categórica.

—¿Incluso ahora cuando se sabe que los explosivos pueden ser de origen noruego?

—Cuando hablé con Harald Jensen en Nydalen esta mañana, ninguno de nosotros disponía de esa información. Pero creo que eso no cambia el caso. No tienen ningún grupo de esas características bajo el radar.

—Como la última vez —dijo Håkon saliendo de nuevo a la carretera.

—La última vez no se trataba de un grupo. Fue obra de un solo hombre.

—Exacto.

—Esta vez tiene que haber intervenido más gente.

—En realidad, ¿cómo sabemos eso?

Silje cogió otro caramelo y se arrebujó en el abrigo. Era difícil con el cinturón de seguridad y maldijo por lo bajo.

—Es casi impensable que el asesinato, descuartizamiento y ocultamiento del cuerpo de Jørgen Fjellstad no tenga nada que ver con los ataques terroristas —dijo, desanimada—. No puede ser casualidad que primero intervenga en dos vídeos y luego aparezca asesinado en la sierra de Nordmarka. Solo para llevar al tipo hasta esa cantera harían falta varios hombres.

Continuaron su camino en silencio. Resultaba sorprendente que hubiera tan poco tráfico. Los viernes la hora punta solía adelantarse, muchos se escapaban temprano del trabajo para librarse de los atascos de la salida del fin de semana. No solo había menos coches de lo habitual, las aceras de las calles de la ciudad estaban mucho menos concurridas de lo que era habitual a aquella hora.

La gente tiene miedo, pensó Håkon, pero no dijo nada.

—¿Vas por aquí? —murmuró ella cuando pasaron junto al jardín botánico de Tøyen.

—Nos da lo mismo coger la circunvalación 3. Por cierto, aunque todavía no sepamos quién puso las bombas en las oficinas del ISAN y cuándo lo hicieron, por lo menos sabemos cómo.

—¿Ah, sí?

—Un fallo de seguridad garrafal. Como sabes, las oficinas eran en origen dos pisos unidos. Cuando los reformaron, tomaron bastantes medidas de seguridad. Buenas puertas y cerraduras. Cámaras de vigilancia en la entrada, severo control de las llaves. Para rematar, las ventanas que daban a la calle tenían cristales reforzados. No eran antibalas pero sí difíciles de romper. Todo muy moderno. Pero también les correspondían cuatro trasteros en el sótano.

Giró hacia la calle Finnmark desde la calle Sar.

—Para facilitar el acceso a los trasteros construyeron una escalera desde una de las oficinas de la planta baja. Así de sencillo, porque los trasteros servían tanto para almacenar material de oficina como otras cosas que hacían falta a diario.

—¿Y qué medidas de seguridad había en el sótano?

—Esa es la cuestión. Para entrar en el sótano hacen falta dos llaves. Está cerrado con una sólida puerta antiincendios. Todos los vecinos de la finca tienen esas llaves.

—Vaya por Dios —dijo Silje, desesperada—. Esas llaves se perderían todo el rato.

—Bueno. Tenían un sistema bastante estricto. Hemos destinado un equipo a investigar a todos los que tenían acceso al sótano, claro. Porque, si entras allí, para acceder a las oficinas del ISAN ya solo hace falta una tenaza que cuesta sesenta coronas en los almacenes Clas Ohlson.

—¿Qué? ¿Allí abajo solo tenían una pared alambrada?

—Eso es. Está cortada, así que lo más probable es que los terroristas entraran por allí.

Golpeó el volante.

—No entiendo por qué llaman a esto una rotonda. Pero si es completamente cuadrada, ¡joder! Y está completamente vacía. ¿Dónde se mete la gente? Aquí suele haber un atasco de mil demonios.

Puso el intermitente para salir de la rotonda.

—¿Qué pasó en realidad durante esas maniobras militares? —preguntó Silje.

—Nada. Esa es la cuestión.

—Sí, pero ¿qué pasó?

—Llevaban tiempo planificando unas maniobras militares de bastante envergadura en uno de los campos de entrenamiento del ejército en Åmot. Con fuego de tanques y detonación de explosivos. Como sabrás, esos campos de prácticas suelen estar rodeados de una cierta… —volvió a frenar de golpe ante un semáforo en rojo, y Silje apoyó la mano en el salpicadero— oposición vecinal. Un campo de tiro no tiene por qué ser un buen vecino. Pero los militares tienen que practicar, claro. Aun así, el jefe de Defensa concluyó que Noruega… —se le caló el motor, maldijo y consiguió volver a arrancar el coche y pasar el semáforo en verde— había tenido suficientes explosiones por una temporada. Así que cancelaron toda la movida solo unas pocas horas antes de que tuvieran previsto empezar la fiesta.

—¿Y entonces?

—Defensa tiene normas muy estrictas sobre el almacenaje, transporte y uso de explosivos, por supuesto. Como también sobre todos aquellos que tienen acceso legal a los explosivos. Las cajas de C4 ya se habían transportado al terreno, a tres puntos distintos donde iban a emplearse. Cuando llegó la orden de cancelación las cajas se llevaron de manera casi inmediata a construcciones vecinas. Hay una cantidad significativa de edificaciones repartidas por el campo. Lo lamentable es que permanecieron allí varios días sin vigilancia.

—¿Sin… vigilancia?

—Sí, y en principio no debería haber pasado nada. Todo estaba bien cerrado y asegurado. Unos días después, cuando quedó claro que pasarían varias semanas antes de que las maniobras pudieran llevarse a cabo, se ordenó que trasladaran las cajas de C4 al almacén permanente.

—Y entonces habían desaparecido.

—No, no todo. Solo dos cajas de treinta y cinco kilos cada una. Ya es bastante, madre mía. Por lo visto, se organizó un follón de narices.

—Pero un follón que fueron capaces de tapar, por lo que se ve.

—Sí. La documentación del caso es todo lo lacónica que cabe esperar de los militares cuando tienen que reconocer que ellos mismos la han cagado. Pero entre líneas se intuye auténtico terror. Tardaron muy poco en decidir que había que ser… discretos.

El coche se acercaba al cruce de Sinsen. Aquí también el tráfico fluía como si fuera por la noche.

—¿Dónde está todo el mundo? —dijo Håkon en voz baja—. Esto resulta fantasmal, Silje.

—Es raro que lo consiguieran —dijo ella.

—¿El qué?

—Mantenerlo oculto a la luz pública. Ha tenido que saberlo un número considerable de personas.

—No tantas. Pero tuvieron problemas con un tipo, un oficial que debía responsabilizarse de las detonaciones durante las maniobras. Un capitán, creo recordar. Presentó varios escritos de protesta, por lo que pude ver en la carpeta que me entregó Gustav Gulliksen. Quería dar la voz de alarma a toda costa.

—Pero ¿al final desistió?

—Evidentemente. Y ahora se justifican hablando del bien de los ciudadanos. Que aquello podía haber provocado el pánico. Que no se ganaba nada incrementando el nivel de estrés de la nación.

—Menos mal que han avisado ahora —dijo Silje echando una mirada al velocímetro mientras pasaban por debajo del cruce de Storo—. Eres subdirector de la policía, Håkon. Reduce la velocidad.

La redujo de manera casi imperceptible.

Ella volvió a cerrar los ojos. Se mantuvieron en silencio un buen rato. Cuando notó que se desviaba de la autopista susurró:

—¿Sabes en qué estoy pensando?

—No.

—En que no falta mucho para la fiesta nacional del Diecisiete de Mayo. Para el doscientos aniversario de la Constitución. Para el día más noruego de todos. Con cientos de miles de personas reunidas en el centro de Oslo.

—No eres la única —respondió lúgubre—. No eres para nada la única que ha pensado en eso, Silje. Con el C4 perdido y gente dispuesta a usarlo, podría ser una auténtica pesadilla.

Billy T. se volvió a ver encerrado en los laberintos que habían poblado sus pesadillas de las últimas semanas. Había estado corriendo de un lugar a otro sin llegar a ninguna parte, eso le parecía, salvo a la certeza cada vez mayor de algo que no podía ser verdad. No podía ser cierto. No dejaría que lo fuera.

El coche se resistía, avanzando casi traqueteante. No era raro, el Opel tenía nueve años y hacía dos que no lo llevaba a hacerle una revisión a fondo. En la ITV, un par de meses antes, le habían obligado a cambiar los discos de los frenos, pero todo lo demás que un bienintencionado mecánico le había propuesto tendría que esperar.

—Joder —dijo golpeando el volante mientras el coche se arrastraba por la cuesta junto al antiguo hospital de Aker.

Por lo menos el coche no murió del todo. Doce minutos más tarde giró hacia el aparcamiento que estaba frente a la biblioteca.

Había unos diez coches repartidos por la explanada de asfalto. Había sitios libres de sobra. Aun así, decidió ignorar el pictograma de una silla de ruedas junto a la rampa de acceso a la sucursal de la biblioteca Popular de Oslo. Hacia el este vio dos caballos pastando en un cercado de césped escaso y primaveral, entre bloques de pisos de escasa altura y casas bajas. Billy T. creyó recordar que había una escuela de equitación por la zona.

La modesta entrada daba a un pasillo. La pared de la derecha estaba cubierta de tablones de anuncios. Un surtido variado de información sujeta por coloridas chinchetas. Recortes de prensa sobre la batalla por la supervivencia de la biblioteca y peticiones para que la Deichmann Nordtvet no quedara relegada. Una serie de avisos del Círculo de Amigos de la Biblioteca de Nordtvet. Un poeta local anunciaba que iba a leer poesías a la hora del almuerzo dentro de un par de días, bajo el título «Poesía en tiempos de terror».

La foto del cartel mostraba a un tipo de más de sesenta años, con el pelo largo descuidado y una mirada arrogante. Billy T. pensó que no sería un éxito de público, y paseó la mirada por el resto del tablón.

Un grupo de madres recientes anunciaba el comienzo de algo que llamaban Babylibro, todos los martes a las doce. Los viernes por la tarde había clases particulares para los estudiantes de primero a tercero de primaria. En la calle Gangstuveien 4 se había perdido un gato, era negro, se llamaba Alfons y le echaban mucho de menos.

—¿Puedo ayudarte con algo? —preguntó una voz.

Billy T. se giró y bajó la mirada hacia una mujer menuda de sesenta y tantos años de edad. Su cabello era del gris que solían adquirir las mujeres rubias, un color pajizo y sin brillo. Le miraba con una sonrisa interrogante, las manos cruzadas sobre el pecho.

—Bueno… —dudó—. En realidad, solo estoy echando un vistazo.

—Vale. Si tienes alguna duda, acércate a preguntar. Estamos aquí para ayudarte, ya lo sabes.

Intentó corresponder a su sonrisa. Ella se volvió hacia el mostrador, que en realidad no era tal sino dos escritorios, ni siquiera de la misma altura, colocados uno junto al otro sobre un caos de cables.

—Bueno… —dijo él.

Ella se dio la vuelta.

—Me preguntaba… He oído que tenéis grupos de lectura para adolescentes y jóvenes. O para… Bueno, no sé muy bien, pero es que me han comentado que…

—¡Ah! —dijo ella con una sonrisa—. ¡Lee y Corre! Primero se lee y luego sale uno corriendo a vivir la vida. Me temo que eres demasiado mayor. Es un grupo para edades comprendidas entre los dieciocho y los veinticinco.

—¡No, no! No pregunto por mí. Solo quería saber en qué consiste.

Ella se acercó. Los zapatos, muy prácticos, producían un suave clic en contacto con el linóleo, y llevaba una falda de cuadros que le llegaba por las rodillas.

—¡Lee y Corre es un invento nuestro! —dijo entusiasmada colocándose el pelo de paja detrás de la oreja con la mano izquierda—. Como sabrá, en esta zona de la ciudad tenemos unos cuantos jóvenes que no… no son del todo conscientes de los placeres de la lectura, por así decirlo. Suelen abandonar los estudios muy pronto, y todos sabemos lo que eso puede significar.

Le dirigió una mirada elocuente.

—Lee y Corre, o LYC, como nos gusta llamarlo, es una medida para reactivar a esos jóvenes. Para que vuelvan a la vida, como muchas veces pueden hacer si alguien les empuja un poco. Debo reconocer que estoy bastante orgullosa, nuestros resultados son buenos, y cuesta muy poco. Casi nada, de hecho. Mi sueldo ya está pagado y los libros ya los tenemos.

Abrió los brazos.

Billy T. siguió la indicación de su gesto y miró a su alrededor para constatar que no había tantos libros. Era la biblioteca más pequeña que hubiera visto nunca. Por otra parte tenía que reconocer que no las frecuentaba mucho.

Los ojos de la bibliotecaria eran azules, rodeados de amistosas patas de gallo. Pero era como si su lenguaje corporal no se correspondiera con la impresión de buena voluntad y entusiasmo que evidentemente intentaba transmitir. Había algo reservado y alerta en su manera de comportarse. Además, unas arrugas muy marcadas imprimían a su boca un gesto escéptico, casi displicente, que no cuadraba con la alegría de su voz aguda.

—Qué bien —dijo él—. Suena muy bien.

—Tal vez tengas un hijo que… Sí, bueno, las chicas también son bienvenidas, claro, solo faltaría. Pero los que vienen son casi todos chicos. Resulta extraño, ¿verdad? Puesto que las chicas y las mujeres son quienes más libros leen.

—Sí —dijo Billy T.—. Tengo un hijo.

—Si me acompañas, podemos ver cuándo quedará una plaza libre. ¿Cuántos años tiene?

—Veintidós —dijo Billy T. siguiéndola—. Pero no me estás entendiendo, yo…

—No es para nada inusual que sean los padres quienes tomen la iniciativa —dijo en tono confidencial mientras daba la vuelta a aquel mostrador de aspecto provisional y cogía un archivador de anillas.

—Aunque tengan más de dieciocho años, seguimos sintiéndonos responsables de ellos. Créeme. Tengo dos hijos adultos y sé de lo que hablo. La responsabilidad no termina nunca.

—La cuestión es que mi hijo…

—¡Aquí tenemos una vacante! En realidad ya estamos con el semestre empezado, pero voy a abrir un pequeño grupo extra dentro de tres semanas. Hay que esperar un poco, pero ¿puede servir?

Su figura menuda parecía todavía más pequeña detrás del bajo mostrador. Billy T. tenía la sensación de moverse tres metros por encima de ella. Sus manos eran rápidas y nerviosas, y las juntaba constantemente sobre el pecho en un gesto desvalido.

—¿Cómo se llama? —dijo sin darle tiempo a contestar a su anterior pregunta.

—Knut —dijo Billy T. sorprendiéndose a sí mismo—. Y conoce a alguien que ha venido antes.

—Knut… ¿qué más?

—Knut Pettersen.

—Knut Pettersen —dijo animosa, y le apuntó en una lista a mano—. ¿Fecha de nacimiento?

—¿Para qué te hace falta la fecha de nacimiento?

Le miró unos instantes, con el bolígrafo apoyado en la hoja. Luego esbozó una sonrisa, dejó el bolígrafo y cerró el archivador.

—Ya lo hablaré con él cuando venga —dijo entregándole un folleto—. Aquí encontrará su hijo todo lo que necesita saber.

—¿Qué hacéis en esas reuniones?

—Hablamos de libros. De conocimiento. Del valor de la lectura. Les damos listas de libros para leer a lo largo del semestre. Tanto ensayo como ficción, aunque son sobre todo novelas. También les ayudamos a escribir su currículum y a solicitar plazas en distintos ciclos formativos. En definitiva —empujó el folleto hacia él—, lo pasamos muy bien.

—Como ya he dicho, conozco a un chico que solía venir por aquí. Un amigo de Knut. Linus, ese es su nombre. Linus Bakken.

Puede que fueran imaginaciones suyas. Tal vez estaba demasiado cansado, agotado e incapacitado para interpretar a la gente con la precisión y agudeza de la que se sabía capaz. Podía ser lo que deseaba ver, que aquella mujercita fuera lo único que tenía para aproximarse a la verdad de qué le había sucedido a Linus.

Tal vez no fuera nada, pero le pareció ver una reacción cuando mencionó su nombre. Sus ojos amigables se pusieron alerta, se estrecharon un poco. Su boca malhumorada se elevó en una sonrisa que parecía fingida. Las manos volvieron a cruzarse sobre su pecho.

—Linus —dijo tosiendo un poco.

Sacó un pañuelo de la manga de la chaqueta y se secó la nariz.

Está ganando tiempo, pensó Billy T. Son solo unos segundos, pero eso es lo que está haciendo. Necesita pensar. Casi no se atrevió a parpadear por miedo a pasar algo por alto.

—Buen chico —dijo la mujer con una sonrisa todavía más amplia—. La verdad es que se ha esforzado mucho desde que empezó aquí. ¿Le conoces bien?

Billy T. asintió.

—Por lo que sé, va a volver a presentarse a varias asignaturas de bachillerato en un par de meses —prosiguió—. Eso es exactamente lo que pretendemos. Si le ves, dale recuerdos, lleva un tiempo sin venir. Y ahora debo…

Miró a su alrededor. La biblioteca estaba vacía y había una colega suya cerca. Era una mujer joven con zapatillas de deporte que estaba ordenando un rincón con muchas sillas de colores para niños.

—¿Cómo me has dicho que te llamabas? —preguntó Billy T. doblando el folleto.

—¿Mi nombre?

—Sí, yo soy Arne Pettersen.

Le tendió su enorme mano por encima del mostrador.

—Kirsten Ranvik —murmuró ella—. Encantada.

Su mano estaba fría y un poco húmeda. Billy T. la soltó, esbozó una sonrisa y se marchó. Se detuvo un momento frente al tablón de anuncios. Un cartel que no había visto al entrar llamó su atención.

¡Encuentro LYC!

LYC se reúne en el Ceylon, en la calle Kalbakken, los viernes de abril a las 19.00. Límite de edad 18 años. La comida es gratis, cada uno paga su bebida. Apúntate aquí.

Siete personas habían escrito su nombre en la lista.

Siete nombres noruegos. En un barrio de la ciudad como este, donde había más población inmigrante que en casi ningún otro lugar de Noruega, y donde era seguro que conformaban un porcentaje muy alto de los chicos que podrían necesitar un empujón para volver al sistema educativo. Billy T. lanzó una mirada hacia el mostrador. La mujer ya no estaba. Con gesto rápido, arrancó el cartel de la pared y se lo metió en el bolsillo.

Kirsten Ranvik, pensó al salir y ver que su coche era el único que quedaba en el aparcamiento.

El nombre no le decía nada.

En momentos como aquel no había nada que echara de menos.

Ni siquiera volver a caminar.

Era casi medianoche. Hanne Wilhelmsen estaba metida en la cama de sábanas recién lavadas con una copa de vino apoyada en su tripa desnuda y un dedo sobre la base. Nefis estaba tumbada a su lado. En la pantalla plana pasaban una vieja película de Bruce Willis con el sonido muy bajo. Ida llevaba un rato dormida, aunque había tenido su dosis de emociones con su madre cuando Nefis por fin llegó a casa sobre las ocho. Habían comido chili con carne que había preparado la niña. Y helado.

—Me viene bien echarte de menos —dijo Hanne, somnolienta.

—Yo creo que no —sonrió Nefis besándole el hombro—. Cuando no estoy no me dedicas ni un pensamiento, pero cuando me ves te alegras tanto que crees que me has echado de menos.

—Lo que tú digas.

—¿Quieres saber cómo lo he pasado?

—No, salvo que te hayas enamorado de otra. Quiero ver a Bruce.

Nefis se tumbó de lado y apoyó la cabeza en la mano.

—¿Te asustaste mucho? —preguntó en voz baja.

—Sí. No por mí, porque entendí que era a cierta distancia. Pero fue horrible, claro. Es horrible. Que ocurran cosas como esa. Ida estuvo bastante alterada esa noche. Casi no durmió, a pesar de que la dejé acostarse aquí. Creo que fue una mezcla del atentado terrorista y que se enteró de lo de mi trabajo.

—¿Por qué no has cambiado el cristal roto?

—Pensé que tú podrías hacerlo. A mí me parece que en realidad esa raja queda bastante decorativa.

—Tonta.

Nefis se pegó todavía más a ella y le robó un sorbo de la copa de vino tinto.

—¿Qué ves en mí? —preguntó Hanne con la mirada fija en Bruce Willis, que bajaba por el hueco de un ascensor mientras a su alrededor todo estaba en llamas.

—¿Cuántas veces me has hecho esa pregunta? —sonrió Nefis.

—Un trillón.

—Veo amor. Sobre todo veo un gran amor.

Hanne sonrió. Seguía sin mirarla.

—Te he echado de menos, de verdad —susurró—. Mucho. Es totalmente cierto. Y he conocido a un tipo muy raro.

—¿Tú? ¿Has conocido a alguien?

Nefis se sentó, se enrolló en el edredón con las piernas en posición de flor de loto.

—¿Quién?

—Un policía. Se llama Henrik. Un chico listo. Rarísimo.

—¡Mira quién habla!

—Silje me lo ha mandado por aquello de los casos antiguos que quiere que revise. Primero me puse de muy mala leche, no necesito ningún segundo de a bordo, pero ha resultado ser bastante interesante hablar con él.

—Tenemos que invitarle a cenar —exclamó Nefis—. ¿De verdad que has conocido a alguien que te gusta? ¿A alguien con quien hablas? ¿Qué te parece mañana?

—Calma, no te lances —dijo Hanne dejando el vaso sobre la mesilla. Se sentó empujándose con los brazos—. No he dicho que seamos amigos. Pero oye…

—¿Sí?

—Los últimos días las cosas han ido a peor, mucho peor.

—¿El qué?

—Ya lo sabes. La actitud hacia los… musulmanes. Después de los atentados. Menos mal que a Ida no le interesan mucho las noticias todavía y no ve los comentarios. O eso espero.

Nefis suspiró y retiró el edredón para levantarse.

—¿Adónde vas? —preguntó Hanne.

—A buscar el iPad.

—No, vuelve a acostarte.

Nefis dudó unos instantes antes de obedecer sus órdenes. Hanne apagó el televisor, se bebió el resto de la copa de vino tinto y bajó la intensidad de la luz.

—Ven aquí —dijo levantando un brazo.

La piel de Nefis estaba fría cuando se pegó a ella.

—¿Mucho peor?

Hanne asintió y la sujetó con más fuerza.

Así se quedaron. Mucho rato. El peso de Nefis se hizo más suave, su respiración más regular.

—Oye —susurró Hanne.

—Hum…

—¿Por qué es tan difícil?

—¿Qué?

—¿Por qué no podéis los musulmanes noruegos, la gente como tú y seguro que muchos de los miembros del ISAN, decir las cosas como son?

—¿Decir qué?

—Que no sois musulmanes en el sentido religioso del término. Que no sois creyentes. Que en el fondo sois exactamente iguales a nosotros, solo que con nombres un poco más raros y colores más bonitos.

—Yo lo digo —sonrió Nefis.

—Pero solo a mí, y a Ida y a algunos amigos.

—A nadie más le importa.

—No, pero…

Nefis se ayudó de los brazos para volver a sentarse.

—Para nosotros es diferente —dijo apartándole a Hanne el pelo de la frente.

—¿Qué es lo que es distinto? ¿Por qué no puedes decírselo a tus padres, por ejemplo? ¿Que de alguna manera has… abandonado sus filas?

—Porque les haría un daño terrible.

—¿Más que… yo, por ejemplo?

—Sí, más que ser lesbiana. Mi madre y mi padre son personas formadas. Modernas, en muchos sentidos. Pero el islam es… —Bostezó—. ¿Tenemos que hablar de esto ahora, Hanna?

Después de tantos años Nefis hablaba un noruego casi perfecto, pero nunca había aprendido a decir Hanne.

—No, no tenemos que hacerlo ahora.

—Para mucha gente se trata de preservar su fe, en su interior. Supongo que para la mayoría. No en el día a día, no para todos, pero cuando las cosas se ponen difíciles, no es cualquier cosa renunciar del todo a un dios con el que has crecido, que ha sido omnipresente.

—Supongo que también será así para los cristianos.

—Seguro.

—A mí me resulta un poco…

La lámpara de la mesilla de noche hacía brillar el cabello de Nefis. Siempre lo llevaba recogido y Hanne adoraba el momento de la noche en el que se lo soltaba con movimientos suaves y expertos y dejaba que cayera en cascada por su espalda. Agarró uno de sus gruesos mechones y lo enrolló entre sus dedos.

—¿Cobarde? —propuso Nefis.

—Sí.

—Te equivocas. Se trata de tener consideración. Se trata de preocuparte de los tuyos. No todo el mundo puede ser como tú, Hanna. Afortunadamente no todo el mundo carece de infancia. No está tan desconectado de su propia historia. La mayoría de nosotros formamos parte de un tejido mayor. No queremos que se rompa. Miramos hacia delante y hacia atrás en nuestras vidas. Amamos a personas, a muchas, no solo a dos, como tú.

Touché —susurró Hanne, y le soltó el pelo.

—Danos una generación o dos.

Hanne no respondió. Se esforzó para ponerse de lado, y tuvo que agarrarse al sólido pasamanos que habían montado sobre la cama.

—Claro —murmuró—. Y, además, en el fondo me da igual, siempre que tú estés aquí. E Ida. Y mejor que no haya nadie más.

A su espalda oyó la risa grave y oscura de Nefis.

—Billy T. ha estado aquí —susurró Hanne.

Nefis dejó de respirar.

—Qué bien —dijo por fin con voz casi inaudible.

—La cosa fue bien —dijo Hanne. Puso algo más de energía en la voz—. Solo le voy a ayudar un poco. Nada más. No podemos volver a ser amigos.

Agarró la mano de Nefis y la puso sobre su vientre. Entrelazó sus dedos. Y se durmió.

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