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Capítulo 6

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Primera hora de la mañana del lunes 14 de abril. Oslo seguía recuperándose del fin de semana. Henrik Holme se había despertado a las tres, sin saber por qué. Creía haber soñado algo. Completamente despierto, había pasado un rato intentando recordar qué era. No fue capaz y, al cabo de media hora, decidió levantarse. Era un consejo que su madre le había dado: nunca te quedes insomne en la cama. Aprovecha las horas que estés despierto. Todas y cada una de ellas son un regalo. Todas y cada una.

Su madre tenía un sinfín de consejos en la recámara.

Ahora mismo estaba incumpliendo uno de ellos.

El tiempo primaveral que habían anunciado los meteorólogos nunca llegó. A las cuatro de la mañana había comprobado la temperatura en el termómetro digital de la ventana de la cocina. Cero grados. Pero a pesar de eso se había echado a la calle sin guantes ni gorro, y ahora que iba bordeando el río Aker se arrepentía con las manos metidas hasta el fondo en los bolsillos.

Hanne no había dado señales de vida desde que salió de su casa el jueves por la tarde. Le había mandado un correo electrónico sobre su encuentro con Abid Khan y comprobado la bandeja de entrada un montón de veces durante el fin de semana sin encontrar nada más que cartas de estafa nigerianas, montones de publicidad y un recordatorio de que debía mandar la lectura del contador de la luz a Hafslund.

No quería darle la lata a Hanne.

Sentía que, de algún modo, se habían hecho amigos y no quería irritarla. Ida le había contado que su mamá volvía el viernes por la noche, y estarían ocupadas con sus vidas, como todas las familias. Como su madre y él solían pasar un rato especial cuando estaban juntos el fin de semana y su padre se iba de caza, como solía hacer todo el año. Salvo que estuviera arreglando algo del coche.

Henrik no había hablado con nadie en todo el fin de semana.

Se había sentido intranquilo, inseguro, molesto.

La desaparición de Karina Knoph le tenía desconcertado. De momento no entraba en sus planes volver a ver a Gunnar Ranvik. Por un lado, era evidente que el hombre no quería tener nada más que ver con Henrik. Por otro, tampoco sabía qué le podría preguntar.

Al menos Abid Khan le había proporcionado dos informaciones que eran nuevas, a pesar de que no le habían llevado muy lejos: que Karina probablemente tonteaba con las drogas, y que uno de los dos paquistaníes desconocidos con los que pasó tiempo aquel verano se llamaba algo así como Mohamed. O Muhamad. Henrik no tenía ni idea de cuántas maneras había de escribirlo. Buscar a alguien llamado Mohamed en Oslo era como buscar a una mujer de cincuenta y tantos años llamada Anne.

Pero el domingo por la noche le asaltó un pensamiento.

En 1996 no había Instagram. Ni Snapchat. Los móviles eran caros y estaban reservados para los adultos y Henrik creía que ni siquiera tenían cámara. 1996 eran los tiempos en los que los jóvenes todavía tenían álbumes fotográficos, con fotos pegadas en ángulo y comentarios escritos a rotulador en las páginas. Lo sabía porque él entonces tenía once años y su abuela le había regalado un bonito álbum por Navidad. Recordaba haberse puesto contento. El problema se manifestó en enero, cuando terminaron las reuniones familiares y la fiesta navideña de la empresa de su padre: Henrik no tenía ningún amigo con el que fotografiarse.

Karina Knoph sí tenía amigos.

Carecía de raíces y cambiaba con frecuencia de colegio, pero tenía amigos.

Los datos completos de la madre estaban en el informe policial y había resultado fácil averiguar dónde vivía. Temió que ya no estuviera en Oslo, con todo lo que cambiaba su marido de destino. Pero, por suerte, parecía que se habían divorciado. El caso es que ella vivía en la zona residencial de Ullevål Hageby, mientras que el entrenador de fútbol residía en Alta.

Las madres eran las que conservaban las posesiones de sus hijos muertos. Al menos eso sería lo que haría su madre si a él le diera por morirse.

En un primer momento pensó llamar por teléfono.

Concertar una cita, lo normal cuando uno quería quedar con un extraño. El problema era que, en ese caso, tendría que explicarle lo que estaba buscando. Pero llamar un domingo por la noche y hurgar en la desaparición, sin dejar rastro, de la hija de Ingrid Knoph un día de otoño dieciocho años atrás parecía demasiado brutal.

Sería mejor presentarse sin más.

El extraño aspecto físico de Henrik Holme le había provocado mucho dolor a lo largo de su vida. Pero en los últimos años había descubierto su gran fuerza: no asustaba a nadie. Donde fuera que se presentara, y a la hora que fuera, todo el mundo le recibía sin temor alguno. Mucha gente sentía curiosidad, algunos rechazo. Había quien no quería hablar con él cuando intentaba ponerse en contacto con ellos, pero absolutamente nadie se asustaba.

En resumidas cuentas, Henrik era una persona que daba muy poco miedo.

Llevaba dos horas y media caminando.

Estaba tranquilo, paradójicamente descansado. Eran casi las seis y media cuando cruzó el puentecillo que atravesaba el río un poco más allá de Solligrenda, y calculó en un momento que le llevaría veinte minutos escasos cruzar Tåsen y llegar hasta Ullevål.

Redujo la velocidad intentando pensar en la primera frase que diría. Las iba murmurando a media voz para desecharlas antes de acabarlas. Empezaba de nuevo, volvía a pensar y se desesperaba consigo mismo.

Solo cuando ya estaba cerca de la casa en la que según las páginas amarillas residía Ingrid Knoph, creyó haber dado con unas palabras iniciales que podrían funcionar.

La casa estaba en un extremo de la gran urbanización. Vio que se trataba de un adosado, no de un chalet individual como por alguna razón había imaginado. La puerta más cercana era de un rojo intenso y pertenecía a una casa típica de la zona, de cemento, techo puntiagudo y contraventanas blancas. En el timbre solo había un nombre. Su suposición de que se habían divorciado parecía correcta.

Murmuró dos veces el saludo inicial antes de poner el dedo sobre el timbre.

Solo pasaron unos segundos antes de que una mujer le abriera. Tenía un cepillo de dientes en la mano.

—Hola. Me llamo Henrik Holme. ¿Eres Ingrid Knoph?

Parecía muy sorprendida, pero asintió. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía la boca llena de pasta de dientes y saliva. Puede que las siete de la mañana fuera un poco temprano para visitar a la gente.

—Soy un policía que no ha desistido de la idea de averiguar qué le pasó a Karina hace dieciocho años —dijo deprisa, con tono ensayado—. Me gustaría hablar contigo.

Su sorpresa se convirtió en algo que interpretó como un profundo escepticismo. Se llevó la mano a la boca. Henrik se apresuró a sacar su placa y se la mostró.

—Un momento —creyó entender que decía antes de perderse por un estrecho pasillo.

Al menos no le había cerrado la puerta y, pasados unos segundos, regresó sin el cepillo de dientes y con la boca vacía.

—Hola —repitió Henrik tendiéndole la mano—. Henrik Holme, como puedes ver en esta identificación.

Esta vez sí la cogió. La observó mucho rato, como si sospechara que se trataba de una broma macabra.

—Karina —dijo en voz baja—. No entiendo nada.

—¿Podría pasar?

Levantó la mirada con su placa en la mano.

—Pero ¿de qué se trata? Tengo que ir a trabajar y…

—Debería haber llamado, por supuesto —dijo Henrik escondiendo la nuez bajo la bufanda—. Pero pensé que sería mejor saludarte en persona. Si tienes mucha prisa puedo volver en otra ocasión. ¿Esta tarde, tal vez?

—Tienes frío —dijo ella.

—Sí, un poco. He caminado bastante.

—¿No has venido en…? —Se inclinó y miró hacia la calle.

—Me gusta andar —dijo Henrik sonriendo.

—Pasa —dijo ella dando tres pasos prudentes hacia atrás.

—Gracias.

El recibidor era estrecho y oscuro, pero olía bien. Acogedor, como cuando su madre hacía bollos caseros. No era probable que Ingrid Knoph hubiera horneado bollos a primerísima hora de un lunes, pensó. Tal vez era un buen perfume, algo maternal. Tenía aspecto de mamá. Se descalzó.

Le precedió hasta un salón mucho más pequeño de lo que había imaginado. Había leído que los chalets y adosados de allí eran de los más caros de Noruega y había esperado algo más señorial, como del barrio de Frogner. Techos altos. Puertas dobles y una araña de cristal, tal vez. Esto no era mucho más grande que su piso. En cierta manera hacía juego con su dueña, los dos eran pequeños y coloridos.

La mujer menuda de abundante cabello gris acero le señaló un pequeño sofá junto a la ventana y le pidió que se sentara.

—Me queda café —le dijo—. ¿Quieres?

—Sí, gracias.

—Disculpa, no te he cogido la ropa.

Alargó el brazo, y él se quitó el abrigo y se lo dio.

—¿La bufanda? —le pidió.

—Me la dejaré puesta —dijo Henrik subiéndosela.

Miró a su alrededor mientras ella estaba en la cocina. Se sentía a gusto. Así era como decoraría su propia casa, pero nunca le había pillado el truco a la decoración. Tal vez hubiera demasiadas cosas, libros, cedés y hasta una gran estantería con antiguos discos de vinilo, pero daba la sensación de que todos se avenían. El sofá en el que se había sentado era de un rojo oscuro, con cojines morados, azules y naranjas. Casi era como estar en un arcoíris. Se fijó en que la mesa del salón era como la de su abuela, con un estante debajo para poner periódicos y revistas. Sabía que esas mesas eran de los años sesenta, pero mientras que la de su abuela estaba gastada y llena de grietas, esta estaba increíblemente bien restaurada. La madera era lisa y brillante, y en medio había un pequeño centro de flores.

Fue entonces cuando vio la foto de Karina. No era muy grande, más o menos como un DIN-A4. El marco era blanco y estaba junto a una vela en una mesita al lado de la puerta. En la foto Karina no llevaba el pelo azul. Era de un rubio rojizo, como había adivinado al fijarse en sus ojos claros. Era más joven en aquella foto que en las que había en el archivo policial. Tal vez quince, adivinó. Era una foto privada ampliada, no la había hecho un fotógrafo. No se imaginaba a Karina como una chica a la que le gustara ir al fotógrafo, como le ordenaban a él una vez cada dos años desde que era un bebé.

Sonreía y miraba de frente al autor de la foto. Las pestañas eran casi blancas y una ancha franja de pecas cruzaba su nariz. Esta era una Karina completamente distinta, la chica de la foto parecía feliz, confiada y natural.

—La hicimos el día anterior a su confirmación —dijo Ingrid Knoph con una taza en cada mano al ver lo que estaba observando—. He mandado un mensaje al trabajo avisando de que me retrasaré.

Dejó una de las tazas frente a él.

—Gracias —dijo Henrik rodeándola con las manos heladas.

De la cocina llegaba el sonido de una radio. Reconoció la sintonía de las noticias de la P2. Esta mujer parecía una oyente de la P2. Él era más de la P4, con listas de música pop y presentadores alegres, pero la semana anterior había intentado escuchar el canal cultural porque se dio cuenta de que era el que sintonizaba Hanne Wilhelmsen.

—¿Qué quieres de mí? —dijo Ingrid Knoph con voz queda y mirándole de frente.

—Quiero preguntarte si sigues teniendo alguno de los álbumes de fotos de Karina.

Parecía todavía más desconcertada que cuando le abrió la puerta y le vio.

—¿Álbum de fotos?

Algo brilló en su mirada, pero él no fue capaz de interpretar qué era.

—Álbum de fotos —repitió ella cogiendo aire—. Durante tres meses pisoteasteis nuestras vidas sin aproximaros siquiera a lo que le había pasado a Karina. Los tres años siguientes los dediqué a quejarme, recurrir, quejarme y llorar para obligaros a hacer algo más con el caso. En los quince años que han pasado he intentado crearme una especie de vida en la que mi hija ya no existe. Y entonces apareces tú. Un policía. Y me preguntas si Karina tenía un álbum de fotos.

Miraba su taza de café con furia, como si estuviera considerando muy en serio la posibilidad de darle un golpe. De pronto se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.

Henrik intentaba desesperadamente controlar los movimientos de sus manos.

Debería haber hablado con Hanne antes. Nunca debería haberse puesto en contacto con esta pobre mujer.

—Perdón —dejó escapar, y se levantó del sofá de un salto.

Era imposible no hacerlo: se tocó las aletas de la nariz tres veces. Y lo repitió dos veces más. Por suerte, ella no lo vio.

Ingrid Knoph lloraba con tanta desesperación que a Henrik se le llenaron los ojos de lágrimas. Quería marcharse. Quería lanzarse hacia la puerta y sería la última vez que hacía algo sin consultárselo antes a Hanne.

—Álbum de fotos —gimió la madre de Karina con la voz ahogada entre las manos—. Te presentas aquí y me preguntas por un jodido álbum de fotos.

—Me marcho —dijo Henrik en voz alta—. Lo lamento muchísimo.

—¿Irte?

Ingrid Knoph apartó las manos de la cara de golpe y le lanzó una mirada de reproche. Casi de odio, sintió él, y se golpeó las sienes con fuerza.

—Si por un momento crees —siseó ella— que puedes presentarte de esta manera y luego marcharte sin más, ya puedes ir cambiando de idea. ¡Siéntate!

Henrik se dejó caer en el sofá.

Las manos bajo los muslos.

Ingrid Knoph respiró profundamente. Muchas veces. Henrik no dijo nada. Fijó la mirada en un cuadro abstracto colgado junto a la puerta de la cocina y decidió dejarla allí.

—Te voy a contar algo —dijo ella.

Las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas, pero al menos ya no gritaba.

Henrik no se atrevió ni a mover la cabeza para asentir.

—Cuando uno lee sobre desapariciones —siguió Ingrid Knoph— suele decirse que lo peor es la incertidumbre. Que es mejor saber. Yo también lo sentí así, durante mucho tiempo. Prefería saber que Karina estaba muerta antes que vivir yo como una muerta en vida. Una zombi. Es en eso en lo que te conviertes. Eso es lo que se siente, ¿entiendes? Oh, no lo entiendes, claro que no.

Hizo una pausa.

—No —pio Henrik. Carraspeó y repitió con voz más grave—: No.

—Pero con el paso de los años, eso cambió. Tenía que creer que estaba viva. En lo más profundo de mí lo he sabido siempre, desde la primera noche que no estuvo aquí: ha muerto. Pero no he sido capaz de vivir con eso. Después de unos años y de un divorcio llegué a la conclusión de que lo único que podía hacer que mereciera la pena vivir otra vez era la esperanza de que ella tan solo…

La figura menuda se desmoronó.

Fue como si se desinflara. Su espalda se arqueó como la de una anciana, y las manos descansaron sin fuerza en su regazo.

—Mi esperanza ha sido que un día volvería a casa. Que un día cualquiera llamarían a la puerta. Y allí estaría ella.

Henrik empezó a comprender por qué le había abierto la puerta al cabo de unos pocos segundos, con la boca llena de babas blancas y un cepillo de dientes en la mano. El rubor había empezado su ascenso desde el pecho hacía mucho y se arrancó la bufanda para poder respirar.

Desde la cocina llegó un nuevo sondeo. Más del 60 por ciento de la población opinaba que no debería seguir concediéndose la reunificación familiar a los refugiados por razones humanitarias. Además, habían intentado prender fuego a una mezquita durante la noche. En la sección de debate «El cuarto de hora político», la primera ministra iba a responder acerca de las medidas extraordinarias de seguridad que se habían tomado.

—No puedo perder la esperanza, eso no me lo puedo permitir —dijo Ingrid Knoph secándose las lágrimas—. La idea de que Karina, una mujer adulta, puede aparecer tal vez con una familia y una explicación razonable de lo que pasó es lo que me permite conciliar el sueño. Con lo que me despierto. Es la idea de que está viva la que me permite, a duras penas, seguir viviendo.

—En ese caso no te molestaré.

—Ya me has molestado. Más de lo que debería estar permitido molestar a nadie.

Henrik intentó pensar en la Nochebuena.

Era el mejor día del año. Familia, regalos y buena comida. Paz y seguridad y solo personas muy allegadas.

Tragó, carraspeó e intentó controlar el pulso.

—Pero el daño ya está hecho —dijo Ingrid Knoph—. Y la respuesta a tu pregunta es, como ya he dicho, sí. Karina tenía un álbum de fotos. Varios, pero solo uno de los dos años anteriores a su… antes de desaparecer.

Se levantó de golpe.

Salió del salón.

Henrik intentó mirar la foto de Karina que estaba sobre la mesita, pero no tuvo fuerzas. Aprovechó la ocasión para desplegar rápidamente todo un muestrario de tics.

—Aquí —dijo Ingrid Knoph, había vuelto sorprendentemente deprisa—. Puedes llevártelo. Me gustaría que me lo devolvieras, pero ahora mismo, si te digo la verdad, no quiero verte más.

Un álbum rosa cayó en su regazo.

Le pareció que pesaba como si fuera de plomo.

—Gracias —dijo.

—Tienes que irte —respondió ella dándole el abrigo—. Ahora, inmediatamente.

—¿Ahora? ¿Ahora mismo, dices?

El joven miró sorprendido a Billy T. y retrocedió medio paso. Midió a aquel tipo enorme con la mirada.

—Sí —dijo Billy T.—. No tardaremos mucho. Solo tengo unas pocas preguntas.

No había resultado muy complicado dar con Bernhard Zachariassen. De todos los nombres de la lista de participantes en la reunión del viernes en Nordtvet, el suyo era el menos corriente. Gracias a una búsqueda en redes sociales combinada con una web de información telefónica, había descubierto en menos de cinco minutos que Bernhard Zachariassen trabajaba en el supermercado ICA del centro comercial Sandakersenteret. Cuando Billy T. entró, el joven estaba colocando paquetes de tomates cherry del reparto de los lunes de fruta y verduras frescas.

—Estoy trabajando —dijo de manera bastante superflua.

—Tómate un descanso. Una taza de café en la pastelería Samson.

Billy T. agarró la mano del chico y le puso un billete de quinientas coronas en la palma. Bernhard le echó una mirada y se lo metió en el bolsillo a la velocidad del rayo.

—Vale —dijo encogiéndose de hombros—. Tengo que avisar antes de salir.

Fueron juntos hacia las cajas.

—Me tomo cinco minutos —murmuró Bernhard al pasar por delante de una mujer de generoso pecho con hiyab.

—Tómate diez —dijo ella sonriendo.

—¿Qué quieres? —dijo Bernhard camino de la pastelería en el extremo opuesto del pequeño centro comercial.

—Perteneces al grupo Lee y Corre, ¿verdad?

—Nadie es miembro, no. No es como si fuera un club.

—Vale. Pero participas en sus actividades.

—Sí. De vez en cuando. Es gratis. Y te prestan DVD y eso. No solo libros. Kirsten me ayudó a conseguir este trabajo.

Señaló con el pulgar por encima del hombro.

—Qué bien.

Billy T. se obligó a sonreír y puso una mano con aire de colega sobre el hombro de Bernhard. Luego señaló una mesa colocada junto al cajero.

—¿Qué tomas?

—Un café solo. Y un sándwich, si pagas tú. De huevo y tomate.

El chico se sentó. Billy T. se acercó al mostrador. La pastelería estaba casi vacía. Un hombre mayor en una silla de ruedas eléctrica estaba al fondo del local y echaba el contenido de una petaca en el café. Dos madres jóvenes tenían un niño en el regazo cada una, los carritos le estorbaron cuando hizo equilibrios con dos cafés y un sándwich en dirección a Bernhard.

—¿Cómo se te ocurrió la idea de apuntarte a LYC? —preguntó dejándolo todo sobre la mesa—. No pareces el típico que vaya mucho por la biblioteca.

Bernhard se encogió de hombros y mordió un gran pedazo del sándwich.

—Un tipo que conozco tiene una especie de trabajo a tiempo parcial allí —dijo con la boca llena.

—¿Andreas Kielland Olsen?

El chico dejó de masticar unos instantes.

—Eh… sí. ¿Le conoces?

—Arfan —dijo Billy T. con una gran sonrisa.

Bernhard le devolvió la sonrisa. Un trozo de huevo se cayó de su boca al suelo sin que se diera cuenta.

—Creo que eso solo fue una idea que le dio. No entendí nada cuando se suponía que iba a hacerse musulmán. Y tampoco le duró mucho, creo, he oído decir que vuelve a llamarse Andreas.

—¿Cuándo has oído eso?

—El fin de semana. Sí. El sábado. En una fiesta.

—¿Andreas estaba allí?

Bernhard tragó y sonrió entre dientes.

—No, eso hubiera sido el colmo.

—¿Qué quieres decir?

—Andreas se ha vuelto tan formal que cuesta creerlo. Viene a las reuniones como la que vamos a tener el viernes, pero ya casi no bebe. Se toma una cerveza y luego bebe agua el resto de la noche. Agua. Ni siquiera Coca-Cola. Al verlo ponerse tan serio casi me creí su conversionismo.

—Conversión.

—Conversión. Pero no del todo. Antes, ni siquiera le gustaban.

—¿Quiénes no le gustaban?

—Los musulmanes.

Dio otro bocado al sándwich. Esta vez fue un trozo de tomate el que fue a parar al suelo.

—¿Y qué opinas al respecto? —preguntó Billy T. mirando el reloj con disimulo.

Los diez minutos se estaban agotando.

—¿Te apetece algo más?

—Un batido, si pagas tú.

Billy T. volvió al mostrador. Tenía el cuerpo tan cargado de adrenalina que al marcar el pin de la tarjeta notó que le temblaban las manos. Los carritos de bebé seguían estorbando y esta vez volvió por otro camino.

—¿Qué quieres decir con que no le gustaban los musulmanes? —preguntó en un tono tan casual como pudo.

—No… bueno, lo normal.

—¿Qué es normal?

Bernhard le miró molesto, agarró el vaso de plástico y sorbió un tercio de su contenido.

—Pues no sé. Lo normal. Leímos Los versos satánicos en LYC, ese de Salman Rushdie, y entonces…

—¿Qué has dicho? —le interrumpió Billy T.—. ¿Leísteis Los versos satánicos? ¿Ese libro no es un poco… complicado?

—Es aburrido de cojones. Pero a Andreas le gustaba y había escogido citas que lanzaba a todas horas. Pero luego lo dejó, hace ya tiempo.

A Billy T. no le parecía normal que unos chicos jóvenes citaran a Salman Rushdie, pero lo dejó estar.

—Tengo que irme —dijo Bernhard—. Si alargo demasiado los descansos tendré problemas.

—Dos segundos —dijo Billy T.—. ¿Alguno más del grupo se ha vuelto tan serio y formal como Andreas?

Bernhard se levantó con el batido mediado en la mano.

—Linus —dijo tajante—. Linus Bakken.

—Vale.

—Andreas y él se han hecho superamigos.

Bernhard echó a andar.

Billy T. puso una mano sobre su pecho, con suavidad.

—Una pregunta más —dijo—. ¿Por qué razón estáis en ese grupo? ¿Por qué os molestáis en leer Los versos satánicos y reuniros en una biblioteca?

Bernhard hizo una mueca de indiferencia.

—Kirsten es muy maja. Muchas veces nos invita a comer. Como el viernes que viene, que nos invita a cenar a todos. Y nos ayuda de verdad, como ya te dije. Yo había estado parado más de un año hasta que por fin conseguí este curro. Y si no quiero perderlo, tengo que irme ya.

Se deslizó junto a Billy T. Dio unos pasos y se giró.

—¿Y quién se supone que eres tú?

Billy T. no respondió. Se limitó a darse la vuelta y acercarse al parking rezando por lo bajo para que el Opel arrancara una vez más.

La sala de plenos R4 se había vuelto a utilizar apenas un año después del ataque terrorista del verano de 2011. Daba a la calle Møllergata, de espaldas a la explosión. Utilizando una antigua salida de emergencia como acceso, el gobierno recuperó enseguida el lugar habitual para las conferencias de prensa más concurridas.

La sala estaba hasta los topes.

Más de la mitad de los presentes no eran periodistas noruegos. Había por lo menos dieciséis cámaras de distintas cadenas colocadas en la sala. Un ejército de fotógrafos se peleaba por los mejores sitios cerca de la tarima en la que había nueve sillas tras una fila de mesas cubiertas por un elegante paño gris antracita.

El estruendo era casi insoportable.

Solo hacía una hora que el Ministerio de Justicia había convocado una rueda de prensa. La hora, el lugar y la presencia del ministro: esa era toda la información que contenía el mensaje distribuido por la agencia de noticias NTB. No hacía falta pertenecer al grupo de los perros viejos de la prensa, los comentaristas de los medios de la capital, para saber que ese tipo de convocatorias repentinas y poco concretas solían implicar que iba a ocurrir algo dramático. O que ya había sucedido.

Las especulaciones se sucedían en Twitter, y los periodistas presentes aportaban su granito de arena con sus portátiles y sus smartphones. La mayoría estaban de acuerdo en que se iba a aportar alguna novedad sobre quién había sido responsable de los dos atentados de la semana anterior. Otros apostaban a que Harald Jensen iba a presentar su dimisión. Desde que se produjera el atentado contra el restaurante La Hierba Más Verde el jueves anterior, el viento había soplado con fuerza desde todas partes hacia el máximo responsable de los servicios de inteligencia. El PST no había tenido a los extremistas bajo control antes de la explosión. Y peor todavía era que ni Jensen ni su gente parecieran estar ni de lejos sobre la pista de los culpables.

Hacía diez minutos que la rueda de prensa tendría que haber comenzado.

El ministro no había hecho acto de presencia.

El reportero de la CNN transmitía en directo desde un rincón, mientras que la televisión pública NRK intentaba encontrar sitio para una segunda cámara cuando el ministro de Justicia Roger Michaelsen apareció de pronto con gesto serio y se abrió paso hasta la tarima con la ayuda de cuatro guardaespaldas.

No llevaba a nadie. Sin portavoz. Sin el apoyo de un secretario de Estado o funcionarios que le asistieran. En lugar de sentarse en el estrado se acercó a un micrófono de pie en el que muy pocos se habían fijado. Los guardaespaldas se ocuparon de que la distancia que le separaba de los periodistas más cercanos fuera aceptable mientras él regulaba la altura del micrófono.

—Buenos días —dijo probando, con la boca a milímetros del micrófono—. ¿Me oís todos?

Un murmullo de asentimiento fue seguido por un silencio absoluto.

Roger Michaelsen medía casi dos metros y, antes de lanzarse a la política, había sido saltador de altura a un nivel que, entre otras cosas, le había llevado a participar dos temporadas en la Golden League a finales de los ochenta. Se había clasificado para las Olimpiadas de Seúl en 1988, pero una grave lesión en el abductor solo quince días antes de partir le había impedido participar. Se tragó la derrota, dejó atrás su carrera deportiva y se licenció en derecho en cuatro años.

Ahora estaba completamente solo.

Ni siquiera tenía un atril delante.

Ningún guion.

—Bienvenidos —dijo cruzando las manos a su espalda—. Debo empezar por pedir que no se hagan más fotos a partir de este momento. Se puede filmar, por supuesto, y si tenéis cámaras completamente silenciosas, adelante. Os ruego que los flashes y los ruidos que nos puedan distraer se terminen ahora.

El silencio en la gran sala era absoluto. Prosiguió:

—Voy a informaros de dos asuntos que están relacionados con la muy trágica situación en la que nos encontramos después de los dos ataques brutales y absurdos a civiles, inocentes ciudadanos noruegos. Para empezar… —sujetó el micrófono y lo bajó un par de centímetros— la policía ha recibido otro vídeo del grupo que se hace llamar la Verdadera Umma del Profeta.

Un susurro recorrió la sala antes de que volviera a quedar en silencio.

—Se responsabilizan también de la segunda bomba. Afirman estar detrás del atentado contra el restaurante La Hierba Más Verde. La razón por la que esto no se ha sabido hasta ahora es que el vídeo fue enviado por correo.

Una nueva oleada de comentarios. El ministro Michaelsen se mantuvo serio y muy firme hasta que amainó.

—Nos enviaron un pendrive por carta. El matasellos es del viernes, pero ha llegado al ministerio hoy. De momento no vamos a hacer público su contenido. Lo que sí podemos adelantarles es que el mensaje es transmitido por la misma persona que en los vídeos anteriores. Salvo el que nos llegó de la Umma del Profeta, claro.

La inquietud de la sala era difícil de contener.

—Esto quiere decir que estamos frente a dos grupos que reclaman la autoría del atentado de Grünnerløkka —prosiguió elevando un poco la voz—. Y, por supuesto, estamos tratando esto con la mayor seriedad. Que una persona que sabemos que ha muerto, y que según todos los indicios ha sido asesinada, siga apareciendo en esos vídeos, abre la puerta a muchas especulaciones. No quiero contribuir a ellas. Al contrario.

Carraspeó ligeramente. Tragó saliva. Volvió a ponerse las manos a la espalda y adelantó el pecho.

—Somos una nación en crisis —dijo—. Nos atacan fuerzas que no acabamos de conocer bien. A pesar de nuestra terrible experiencia reciente, no hemos sido capaces de evitar que volviera a ocurrir lo mismo.

Se puso de puntillas unos instantes y luego se volvió a dejar caer sobre los talones.

—Hay diferencia entre culpa y responsabilidad —prosiguió—. Y la culpa del terror es siempre del terrorista. La responsabilidad, por el contrario, es finalmente mía. Yo soy responsable político de nuestro grado de alerta. De nuestras fuerzas policiales y de nuestros servicios de inteligencia. No lo hemos hecho lo bastante bien. Yo no he sido suficientemente eficaz. Demasiadas familias están pagando un doloroso precio por ello hoy. Esto debe tener consecuencias para mí, y las tendrá.

En la sala empezaron a comprender adónde iría a parar aquello. Un creciente murmullo y el sonido frenético de los teclados no se detuvieron a pesar del gesto cada vez más tenso de Roger Michaelsen.

—Por ello he informado a la primera ministra de mi deseo de dejar el cargo. Ella lo ha aceptado. Un nuevo ministro de Justicia será designado a lo largo de la tarde.

Su voz parecía a punto de romperse.

—Lo último que quiero decir es…

Se pasó una mano por el cabello. Su gesto tenía algo de indefenso, un movimiento que los humoristas habían utilizado desde que accedió al cargo para caricaturizar un supuesto aire de estar encantado de haberse conocido.

—… que lo lamento. Siento un gran dolor por las vidas perdidas. Por la pena que sufren demasiadas personas después de dos ataques cobardes, antidemocráticos e inhumanos a nuestra nación. Lamento la inseguridad y la angustia que todos nosotros, como nación y como individuos, hemos sufrido. Y doy las gracias por el tiempo que he permanecido en el cargo, con toda humildad.

Los cuatro guardaespaldas le rodearon al instante.

Le condujeron a través de la sala hacia un coche del gobierno que le esperaba entre una cacofonía de preguntas.

Según muchos de los presentes iba llorando, a pesar de que no fueron capaces de capturar ni una sola lágrima en ninguna de las fotos.

La foto estaba granulada y borrosa. Pero podía distinguirse un paisaje típicamente noruego en torno a tres figuras con mochila, vistas desde el aire. Bosque, tocones, un río crecido de primavera y alguna que otra mancha de nieve sobre el terreno. Los excursionistas acababan de desviarse de una pista forestal. Iban en fila por un sendero, el primero unos treinta metros por delante de los otros dos, que caminaban juntos.

—¿De verdad que los norteamericanos nos han dado una imagen de satélite como esta? —dijo Silje sin apartar la mirada de la foto.

Håkon Sand se encogió de hombros.

—La verdad es que no lo sabemos. Puede que las imágenes sean nuestras. No teníamos grandes esperanzas cuando pedimos al Ministerio de Asuntos Exteriores y al Ministerio de Defensa que investigaran si había algo. Todo bajo cuerda y con mucha discreción. Esta mañana nos enviaron esto del gabinete de la primera ministra, con infinidad de limitaciones a su uso. Por ejemplo, nunca se podrá hacer pública. Ni copiarse, solo existe esta. Y quieren que se la devolvamos. Ni tú ni yo sabremos nunca quién la ha hecho desde el espacio.

—Es bastante impactante —dijo Silje acercándose la foto a los ojos—, si es que son ellos. Pero no hay manera de estar seguros.

—No. Está tomada el viernes 4 de abril por la tarde, poco antes de que anocheciera. Se ve con claridad que la luz del día está disminuyendo.

—¿Viernes? Se estableció que la muerte de Jørgen Fjellstad se había producido en algún momento entre el sábado y el domingo, ¿no fue así?

—Sí. Pero hacía frío. Allí más. A ratos incluso grados bajo cero. Eso dificulta la labor de fijar la hora. La foto está tomada a solo dos kilómetros del lugar donde le encontraron. Definitivamente, podrían ser ellos.

—No se ven las caras.

—No. Lo único que nuestra gente puede decirnos después de haberla estudiado durante unas horas es lo siguiente…

Se acercó a la cafetera sin esperar a que se lo ofrecieran. Apretó tres botones y solo obtuvo un gruñido.

—Para empezar, es bastante seguro que se trata de tres hombres, no mujeres. Tienen un peso normal. Es difícil pronunciarse sobre la altura, hay tan poca luz que casi no proyectan sombras. El primero de ellos parece estar en mejor forma que el último. Por lo visto tiene algo que ver con la longitud de los pasos, pero a mí me suena a que están especulando.

Apretó otro botón.

—Lo segundo es que van cargados con bastante peso. Eso se ve en la postura. Lo tercero es que todos llevan la cabeza tapada, lo que puede deberse a que hacía mucho frío aquella tarde. Ninguna de las gorras se puede identificar, salvo una de ellas.

Cogió la taza y se acercó a Silje.

—Esa —apuntó—. Es una Carhartt, azul o negra.

—¿Carhartt?

—Una marca de gorras que adorna una de cada dos cabezas de entre diez y veinticinco años en este país. Así que no nos será de mucha ayuda, la verdad. Salvo que puede darnos a entender que el tipo es joven.

—Bueno. Yo he cogido prestada la gorra de los niños más de una vez.

—Sí.

—¿Y eso es todo?

Por fin Silje levantó los ojos.

—No —dijo él volviendo a señalar la foto una vez más—. ¿Ves su mochila?

—Sí.

—Es una mochila de ochenta litros de capacidad, el modelo Gaupekollen de la marca Bergans.

—Vale.

—Empezaron a fabricarla en el año 2007, pero la retiraron del mercado poco después de que se pusiera a la venta en las tiendas. Tenía un fallo en el armazón. Una parte de la plancha de la espalda se soltaba con facilidad y la gente se había encontrado en medio de la montaña con una mochila que era imposible seguir llevando a la espalda. Todos los que la compraron recibieron la oferta de recuperar su dinero si devolvían la mochila.

—¿De cuántas estamos hablando?

—Cuando las retiraron del mercado se habían vendido doscientas cuatro mochilas. Devolvieron su dinero a ciento ochenta y seis personas.

—¿Así que hay… dieciocho mochilas ahí fuera? ¿Solo existen dieciocho mochilas de este tipo?

—A no ser que alguna se haya despistado, supongo.

Silje observó su taza de café.

—Pues al menos tenemos por dónde empezar. ¿Me preparas uno a mí también?

Håkon puso la máquina a trabajar una vez más.

—Seguimos investigando lo que tenemos. Y lo que no tenemos también, por así decirlo. Pero se monta tal follón cada vez que lanzamos una alerta como esa que esperaremos. Hasta que no tengamos elección.

Se acercó a ella y depositó un café sobre la mesa.

—Pobre Roger Michaelsen —dijo ella dando un sorbo al líquido ardiente.

—A mí no me da ninguna lástima. Tuvo pelotas. Es bastante poco noruego asumir la culpa de esa manera.

—No asumió la culpa, sino la responsabilidad.

—Lo mismo da. ¿Te acuerdas de ese coronel? ¿Prag? ¿Pral? El de Vassdalen.

—El coronel Pran. Creo que se llamaba Arne Pran. Dio la orden de que se hicieran maniobras en una zona con peligro de aludes. Murieron dieciséis soldados. Sí, lo recuerdo bien. Debió de ser a finales de los años ochenta, creo.

—¡Asumió la responsabilidad y la culpa, ambas cosas! Nuestro amigo del Partido del Progreso, Roger, puede salir de esta con la cabeza alta. Forma parte de un grupo escaso pero exclusivo. El de gente que de verdad asume las consecuencias de no haber hecho su trabajo. Además, su marcha servirá de carroña para los lobos. La presión a la que os someten a ti y a Harald Jensen se reducirá. Al menos durante un día o dos.

Llamaron discretamente a la puerta.

—Adelante —dijo Silje en voz alta.

Bertil Orre se había cortado el pelo, y el traje parecía nuevo. Silje no entendía cómo podía tener un vestuario tan variado con un sueldo de secretario, hasta que se enteró de que todavía vivía en casa de su madre.

—¿Sí? —dijo obligándose a sonreír para disimular su impaciencia.

Era la cuarta vez que llamaba en menos de una hora.

—El diario VG ha vuelto a llamar. A mi móvil particular, increíble. Aseguran que Miriam, de la sección de prensa, les ha prometido una entrevista contigo. Además…

Su teléfono sonó. Silje creyó reconocer una versión electrónica de «Let it swing». Bertil echó un vistazo al móvil, lo silenció y se lo metió en el bolsillo.

—Harald Jensen quiere hablar contigo. Me temo que en su despacho de Nydalen. Insistió mucho. Cuanto antes.

Silje se levantó y se acabó el café de un trago.

—Los del diario VG ya pueden esperar sentados a que les conceda una entrevista esta semana —dijo alisándose un momento la falda del uniforme—. Por favor, habla con Miriam y acláralo. En cuanto a Harald… —cogió la chaqueta de una percha colgada de la pared y se la puso—, llama al servicio de conductores, por favor. Cuando se trata de Harald Jensen mi actitud es mucho más benevolente.

Los cálidos sentimientos de Henrik Holme por su nueva colega Hanne Wilhelmsen se estaban enfriando.

Podía aceptar que no le llamara durante el fin de semana, claro está. Pero ya eran más de las tres de la tarde del lunes y seguía sin dar señales de vida. Después de su horrible encuentro con Ingrid Knoph aquella mañana se había ido a casa para darse una ducha caliente y ponerse ropa limpia.

Luego se había sentido desconcertado.

¿Debía ir a trabajar?

Allí tenía la sensación de ser un estorbo. Aislado, como siempre, pero peor que antes. Mientras todo el mundo trabajaba a tope en el mismo caso él parecía ir al ralentí, sentado en su despacho, haciendo alguna que otra búsqueda en el ordenador y, en realidad, solo a la espera de que Hanne se pusiera en contacto con él.

Tampoco parecía correcto quedarse en casa. No le habían dado vacaciones. Algo tenía que hacer. Al menos debía dar esa impresión. Concluyó optando por una solución intermedia. Dejó el álbum de fotos de Karina en casa y luego tomó un taxi rumbo a la comisaría para demostrar que no era un vago.

Se lo podría haber ahorrado.

Nadie se fijó en él. El ambiente de la comisaría era tenso. Casi intenso. La gente corría por los pasillos y muchos mostraban las huellas de no haber dormido bien en una semana. Ni siquiera se reían de él cuando creían que no les veía. Nadie llamó a su puerta y, a las dos, se puso la cazadora de piel y se fue a casa. Nadie intentó detenerle.

Se había preparado una buena dosis de té verde, y su humor había mejorado al pensar en cuál podría ser el contenido del álbum de fotos de Karina. Buscó una vela en el gran armario de la esquina y la colocó en un candelabro en la ventana de la cocina. Limpió la mesa a fondo con un trapo antes de depositar el álbum rosa sobre ella. De un armario sacó un par de galletas y las puso en un platito. Sin pepitas de chocolate para estar seguro de no manchar.

Colocó el móvil en un preciso ángulo recto, junto al codo, con la pantalla hacia arriba, después de comprobar dos veces el nivel de la batería y que no estuviera silenciado.

La primera foto de todas era un gran retrato de un bebé. Henrik se sintió desconcertado unos instantes. Ingrid Knoph le había dicho que había varios álbumes, y que este era de los dos últimos años anteriores a la desaparición de Karina. Pasó las páginas deprisa. El resto de las fotos eran mucho más recientes. La foto de bebé sería un guiño, una especie de exlibris para indicar sobre quién trataba el álbum.

A Henrik le daba la sensación de que todos los bebés se parecían. Regordetes y babosos. Al volver a la primera página pensó que aquel era muy mono.

De bebé Karina tenía rizos, y en la foto ya tenía dos dientes. Miraba de frente al fotógrafo y parecía estar a punto de morirse de risa. Los ojos eran dos rayitas en una cara redonda con una gran papada. Sostenía un sonajero.

Un catedrático de la Academia Superior de Policía había dicho en una ocasión que siempre deberían intentar conseguir una foto de bebé de todas las víctimas y de los asesinos. Opinaba que, al menos en los casos de violencia grave y asesinatos, les ayudaría a recordar su humanidad, vulnerabilidad e inocencia primigenia.

Puede que tuviera algo de razón. Este bebé estaba muy lejos de una jovencita de diecisiete años de actitud descarada y pelo azul.

Karina no era solo eso. Tampoco cuando desapareció.

Para su madre era lo más importante del mundo. La madre había visto tantas cosas en su hija que no era capaz de vivir con la certeza de que había muerto. Seguro que el padre también había amado a Karina. Era posible amar mucho a un hijo aunque no te llevaras muy bien con él. Henrik y su padre eran muy distintos, y nunca se habían entendido del todo. Sin embargo, no dudaba del amor de su padre, nunca lo había hecho. Aunque casi no habían tenido una conversación de verdad desde que Henrik era un niño.

Para Frode e Ingrid Knoph esta niña pequeña, hija única y seguro que muy deseada, había sido lo más importante del mundo. También cuando tenía diecisiete años y desapareció.

Henrik siguió pasando las páginas.

Había muy pocas fotos nítidas. En general eran instantáneas en las que alguien se movía y desenfocaba parte de la imagen. Se veía a Karina de excursión en una cabaña, en una fiesta, Karina en lo que debieron de ser unas vacaciones en Grecia con sus padres. Frode Knoph aparecía con semblante serio en todas las fotos. Ingrid y Karina sonreían. Una serie de fotos de la parte central del álbum parecían de una excursión a la alta montaña. Por las mochilas se diría que caminaban de cabaña en cabaña, puede que toda la familia junta. Frode no salía en ninguna de las fotos, pero seguramente era él quien las hacía.

Dos fotos de su confirmación estaban hechas en un estudio fotográfico, era evidente. Una era de cuerpo entero y ocupaba toda la página. Karina llevaba un traje regional. Henrik no estaba seguro de cuál, pero su madre le había explicado que los que llevaban perlas en el pecho siempre eran de las regiones del oeste. No era de Hardanger, ese lo conocía. Tal vez fuera de Voss.

Se preguntó qué conexión tendría la familia Knoph con Voss. Y siguió pasando páginas.

En la antepenúltima encontró lo que había estado esperando.

Fue tan sorprendente que casi derramó el té por encima del álbum, pues acababa de levantar la taza para beber un trago.

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