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CAPÍTULO TERCERO

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—¿Y bien? —dijo Jack con la voz entrecortada—. ¿Ha descubierto algo nuevo?

El teniente Devison echó una mirada inquisitiva a Jack. Era parte de su profesión desconfiar de todo el mundo. Después reparó en Sam, que se había unido a la fiesta después de que él entrara en el despacho, y también le analizó.

—Agente Curtis —respondió—, quiero que tome declaración a estas tres personas. No tengo el gusto de conocerle, señor —le dijo Devison directamente a Sam—, pero puede contarle todo cuanto sepa al agente que me acompaña.

—Pero no me puedo quedar… —respondió Sam. Había vuelto un poco en sí, aunque seguía muy alterado—. Yo venía... Iba a hablar… —Gesticulaba frenéticamente con la manos—. Es muy importante que bajemos ahora mismo. Ha venido el FBI y nos están esperando a todos abajo. ¡No sabe lo que está en juego!

—Tranquilícese, señor —respondió el agente Curtis intentando separar a Sam de los demás. Había vuelto a enloquecer a consecuencia de la presión a la que estaba sometido.

—¡Quiero ver a Bradley! ¡El FBI ha pedido que todo el mundo se presente abajo!

Sam finalmente perdió los pocos nervios que le quedaban. Intentó zafarse de Curtis empujándole a un lado a lo que el agente reaccionó tirándole al suelo mediante una llave y colocándole las esposas a la espalda. Jack y Julia no daban crédito. La situación se estaba complicando cada vez más.

—¡Sam! ¡Tranquilízate, por favor! —respondió Jack, intentando apaciguar a su amigo—. Por favor, teniente. Esto no es necesario —añadió, volviéndose hacia Devison.

Sam no ofreció más resistencia. El frío metal de los grilletes y el aliento del agente sobre su nuca le devolvieron otra vez a la realidad.

Debía tranquilizarse o se metería en un problema realmente serio.

—Relajémonos todos —intervino Devison con un tono sosegado y neutro—. Agente Curtis, siente a ese caballero en el sofá. Sam se llama, ¿verdad? Relájese de una vez y el agente le quitara las esposas. Sepa que, de momento, lo que quiera que pase ahí abajo no nos importa. Estamos aquí para esclarecer un crimen.

Nada más escuchar la palabra crimen Jack se giró. Había estado mirando cómo el agente Curtis ponía al dócil de Sam en el sofá, todavía con las esposas a la espalda, pero la palabra crimen captó toda su atención.

—¿Cómo dice? —preguntó—. Querrá decir suicidio, ¿no?

—No, ¿señor…?

—Cooper.

—No, señor Cooper. Un suicida, cuando se pega un tiro, tiene por costumbre dejar el arma justo en la escena del crimen. A poca distancia de su cuerpo para ser más exactos. En el despacho del señor Thompson no hay arma, por tanto, lo que ustedes han presenciado es la consecuencia lógica de un asesinato.

***

Deshacerse de un hombre no era tarea fácil. Y menos de dos. Además, si se trataba de eliminar agentes experimentados de la CIA haciendo que pareciera un accidente, la cosa se antojaba casi imposible. Sólo de pensarlo, a Diego le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Lo tendría que planear con cuidado. Con mucho cuidado. Por lo menos, podría contar con el factor tiempo. El capitán le acababa de decir en el puente de mando que poco más se podía hacer con el tema de los motores. Por lo visto, no tenían ni la menor idea de qué era lo que estaba pasando. Lo más seguro es que tuvieran que esperar al rescate como única solución posible.

La situación estaba en un statu quo de causa indeterminada. Nada funcionaba, ni nada se podía hacer. Excepto esperar. Y pensar.

Diego meditaba en su camarote. Estaba sentado en el escritorio, jugando con un papel al que le había hecho cuatro trazos sin sentido con un bolígrafo negro. Se preguntaba qué podía haber ocasionado un fallo eléctrico de tales proporciones. Pero, en paralelo, también pensaba en cómo quitarse de en medio a los dos agentes.

Le dolía la cabeza. Los garabatos del papel eran fiel reflejo del estado de su mente. Negros y confusos.

Había sido una mañana de intensas emociones. Por lo menos, no había ni rastro de Richard ni de Steven. Le habían dejado en paz por un momento. Cuando había vuelto al puente, después de su visita cultural a la cubierta de carga, no les había visto. Seguramente seguirían tratando de restablecer la marcha en el cuarto de máquinas. Seguro que ni habían reparado en la bomba todavía. Pobres infelices.

Entre sus pensamientos se coló el capitán. Diego recordó las palabras de Richard: <<debe convencer al capitán de que continúe el rumbo establecido>> había dicho, o por lo menos, algo parecido. Tenía que pensar una excusa plausible. Algo que sonara convincente para que éste no aprobara el remolque a Hawaii. De momento, quería mantener contento a Richard. En la medida que se podía mantener contento a un ser tan despreciable como aquel. No podía precipitarse con el plan que empezaba a fraguar en su mente. Su experiencia en el mundo de los negocios le pedía calma. Reflexión. Análisis de la situación.

<<Toc, toc, toc>>. De nuevo unos golpes sonaron en la puerta de su camarote. La primera vez no habían traído buenas noticias.

—¿Diego? Boludo, ¿tas ahí camarada?

Era Guillermo. La voz grave y con personalidad, con ese marcado acento argentino, no dejaban lugar a dudas. Quizá el contramaestre sí que viniera con buenas noticias.

—Ahora voy, Guillermo. Espera que te abra.

Dejó el bolígrafo en la mesa y fue a abrir al que, probablemente, fuera su único amigo en el barco.

—No sabés la que se está armando ahí abajo —empezó diciendo el contramaestre. No parecían buenas noticias después de todo—. Casi salta un motín a bordo. Los nervios están a flor de piel. Por mi se pueden ir a tomar por el orto todos esos pelotudos.

—¿Es que ha pasado algo más? —preguntó extrañado Diego.

—Nooo, nadaaa nuevo. Todo sigue con la misma calma chicha de antes. Simplemente me he escapado del cuarto de máquinas a respirar un poco de aire porque no aguantaba más boludeces. Por cierto, che. ¿No te quedará alguna botella más de ese Luigi Bosca tan rico?

Diego sonrió. El barco parecía estar en estado moribundo, había saltado un conato de motín en el cuarto de máquinas y Guillermo sólo pensaba en tomar un poco de <<aire>>. La verdad es que tenía una manera muy peculiar de ver la vida.

—Claro, todavía me quedan unas cuantas —respondió Diego. Abrió la pequeña neverita que tenía debajo del escritorio y extrajo una botella. Se la pasó a Guillermo para que la apreciara.

—Ah, flaco. ¡Qué bueno! ¡Qué bueno! Finca Los Nobles. Éste es. Vamos a brindar.

Guillermo le devolvió la botella de vino a Diego, que la abrió con un sacacorchos. No había tiempo para que se aireara, así que sacó, sin más, dos copas y las llenó razonablemente.

—¿Por qué brindamos? —preguntó Diego.

—¡Porque se vaya todo el mundo al carajo!

La risa sincera de Diego traspasó la puerta. Lástima que no hubiera nadie fuera para escucharla. Brindaron y bebieron. El fino caldo empapó sus papilas gustativas, activando todos sus sentidos.

—Umm, ¡qué bueno! ¡Qué bueno! —repitió Guillermo.

La primera copa llevó a la segunda y la segunda a la tercera. Por un tiempo se permitieron disfrutar de un momento de paz. El camarote de Diego se había transformado en un santuario. En un lugar donde los problemas no existían y se podía degustar tranquilamente un buen vino, fruto de la madre tierra.

—Ay, si no fuera por estos momentos viejo, no sé qué haría —dijo Guillermo apurando su cuarta copa de vino.

Diego asentía. También se había dejado embriagar por el momento presente, poniendo todo su cuerpo en total estado de relajación. Parecía increíble, dadas las circunstancias que les rodeaban.

—Te juro Dieguito que no soporto a esos pelotudos —soltó de repente Guillermo, azuzado por el vino que se empezaba a acumular en su sangre.

Diego asintió de nuevo, casi de forma automática, a la afirmación de Guillermo. Ni siquiera había procesado la frase. Levantó la cabeza y vio la expresión tensa de Guillermo.

—¿De qué pelotudos hablas che? —respondió al fin. Le empezaba a aflorar el acento patrio.

—De ese marrajo de Richard y del culorroto de su compañero. Steven. Que no paran de romper las bolas. Para mí que no han estado en un buque de carga en su vida. Andá y que se vayan al carajo.

—Ah, flaco, qué razón tenés. Y no sabes lo mejor. —Diego se cayó de repente. A punto estuvo de meter la pata. Otra vez. Como cuando casi le había dicho al capitán lo de la bomba. Tenía que andarse con cuidado. No podía comentarle a Guillermo nada importante o pondría en peligro ambas vidas. No sabía hasta qué punto Richard era capaz de llevar a cabo sus amenazas. Aunque lo podía suponer.

—¿El qué?¿Dices que vos sabés algo mejor? —preguntó intrigado Guillermo.

Diego tuvo que improvisar una respuesta rápida.

—Sííí —respondió—. ¡Que los dos se van a garchar, cuando nadie les ve, al pañol de proa!

El contramaestre rompió en una risa monumental. Estuvo a punto de tirarse la copa de vino encima. Imaginarse a los dos oficiales, en posición  indecorosa y dentro de uno de los almacenes del buque, quebró sus esquemas. Diego acompañó a Guillermo con otra risa. Aunque la suya fue un poco más forzada.

La jugada le había salido bien después de todo. Había conseguido desviar la atención de Guillermo. Y estaba sacando una conclusión muy interesante de la conversación: a Guillermo no le gustaban los dos agentes. Compartía su misma animadversión. Ese dato le resultó muy útil. Lo guardó a buen recaudo en su memoria por si, en un futuro no muy lejano, pudiera utilizarlo. El contramaestre podría ser un magnífico aliado para sus planes. Tenía que manejarlo bien. Siempre lo había hecho. Guillermo le idolatraba por lo que no le resultaría difícil llevárselo a su terreno.

Otro tipo de sonrisa, esta vez maliciosa, afloró en el rostro de Diego. Su mente trabajaba en paralelo, trazando planes. Guillermo ni se inmutó. Seguía a lo suyo. Riendo sinceramente. Imaginándose la escena picante de los dos oficiales. Diego le observó bien y paró de reír. Miró la copa vacía de su amigo y le sirvió el resto de la botella que quedaba.

—Toma flaquito. Apúrate el vino y brindemos por vos y por mí. Por la amistad que nos une.

***

Las velas continuaban siendo el centro de atención de la escuela primaria de Qingkou. Había pasado todo un día y no había vuelto la luz. Xiao tampoco estaba muy extrañada. El hecho de no tener luz era relativamente normal. Además, disfrutaba mucho del baile anárquico que el viento producía en las pequeñas llamas de las velas.

Tal y como había dicho que iba a hacer, Xin empezó la clase preguntando por los deberes que había mandado. Las respuestas se fueron sucediendo. Unas más elaboradas que otras. Se notaba que muchos de los niños habían pedido consejo a sus mayores. Otros en cambio, no habían pedido consejo a nadie, ni siquiera a ellos mismos, a juzgar por las rocambolescas opiniones que salían de sus labios. Poco a poco Xiao fue viendo cómo sus amigos iban respondiendo y cómo ella continuaba en el silencio. Xin la estaba reservando. Le gustaba la manera de pensar de la niña y quería guardar la guinda para el final. Al cabo de diez minutos no quedaba nadie más que ella por contestar.

—Y bien, Xiao. Te toca. Que nos tienes que decir sobre esto. ¿Para qué, crees tú, que sirve la electricidad? —repitió Xin mirándola con ternura a los ojos.

Xiao se levantó tal y como habían hecho los demás niños con anterioridad. Hizo un gesto ceremonial y enseguida respondió.

—La electricidad no sirve para nada.

Las risas se propagaron por toda la clase. Xin se quedó mirando a Xiao muy pensativo. Estuvo a punto de soltar también una carcajada, contagiado del entusiasmo general, pero ante la mirada seria de la niña descartó la idea. Lo estaba diciendo en serio.

—Niños, ¡ya! Dejad a vuestra compañera que se explique. Silencio por favor.

Xiao no esperaba esa reacción de sus compañeros. Se le subieron los colores a la cara al ver cómo reían. Por lo menos Xin se mantenía serio. Lo que había dicho lo había dicho completamente en serio, segura de sus palabras. Pero por un momento dudó. Era evidente que su respuesta no coincidía con ninguna de las que habían dado hasta ahora. Todos habían hablado más o menos sobre los mismos conceptos. Que si la electricidad servía para encender la luz, para ver los dibujos de la tele, para trabajar, para calentar la comida y así sucesivamente.

Xiao se intentó volver a armar de valor y mantenerse en sus trece. No podía cambiar de opinión. Por lo menos no ante Xin.

—Es verdad que la electricidad no sirve para nada —comenzó diciendo para argumentar su afirmación—. Ayer me di cuenta de eso. Llegamos a casa y no había electricidad, pero eso no importó. Es verdad que no pudimos encender la luz ni ver la tele, pero tampoco pasó nada. Mi mamá puso velas para que viéramos. Hizo la cena en la cocina de leña. Mi papá se sentó a descansar en el sofá junto a ella y tomó un poco de té con galletas mientras miraba la chimenea. Habían venido de trabajar en los arrozales. Allí no necesitan la electricidad para trabajar con el arroz. Las otras veces que se ha ido la electricidad en casa hemos leído y jugado. Yo me lo paso muy bien cuando se va la electricidad. Por eso creo que no sirve realmente para nada.

***

—¡Esto es una mierda! ¿Y qué narices hago yo ahora? —dijo Luz sensiblemente contrariada al contemplar su casa y las de su alrededor completamente a oscuras.

Empezaba a ponerse nerviosa. Montar en bicicleta de noche, sin una luz alumbrando el camino, y con una bolsa colgando del manillar, era una experiencia poco gratificante, peligrosa y que le había puesto en tensión.

Dejó la bicicleta de mala manera en el jardín, tirándola sin más al suelo, y entró por la puerta. Aunque llevaba casi un año en aquella casa y la conocía a la perfección, caminó con cuidado. Tanteándolo todo con la única mano que le quedaba libre. Era evidente que el sentido de la vista jugaba un papel importante en la vida. A punto estuvo de darse en la rodilla con una silla. Llegó al comedor y dejó la bolsa en la encimera que lo separaba de la cocina. Abrió uno de sus cajones y cogió una vela y unas cerillas. Por fin pudo ver algo. Se dirigió al cuadro eléctrico, aunque no tenía ninguna esperanza de poder arreglar nada.

—¡Mierda! —confirmó al comprobar que los plomos no funcionaban.

Miró con desazón la bolsa que había traído de la tienda. Sacó el yogurt fresco, un par de quesos, un pack de cuajadas y medio kilo de carne. Los metió en la nevera aunque sabía que no iba a enfriar. Tenía la esperanza de que la luz volviera pronto. Además, así se conservarían mejor.

—¿Y ahora qué? —se preguntó en voz alta.

Hacía frío. La caldera había dejado de funcionar y la casa empezaba a perder rápidamente el calor almacenado a lo largo del día. Luz tuvo un escalofrío. Decidió que lo mejor que podía hacer era encender la chimenea. Era el único <<aparato>> de la casa que se podía encender. Además el beneficio sería doble. Le proporcionaría calor y luz ambiente medianamente constante.

Tardó poco en tener el fuego ardiendo en el hogar. Siempre tenía a mano un buen puñado de pinocha, piñas y palitos pequeños para hacer más fácil la tarea.

Poco a poco el calor de la chimenea fue inundando de nuevo la casa. Un poco más reconfortada con la agradable calidez, e hipnotizada con el crepitar de las llamas, se abandonó a la lectura de uno de los muchos libros que había comenzado.

Coleccionaba primeros capítulos. Le encantaba la primera frase que plasmaban los autores en sus obras. Había memorizado muchas de aquellas frases. Algunas eran anodinas y superfluas. Otras brillantes y conmovedoras. Pero todas, en definitiva, estaban cargadas de intención.

El primer encuentro con los personajes principales, el desarrollo de la acción futura o el comienzo de un romance por venir, la atraían inexorablemente. Pero, a medida que pasaba de las primeras páginas, iba perdiendo el interés. La tentación de empezar una nueva historia siempre terminaba venciendo a la obligación de acabar la actual. Pocos eran los libros que escapaban a esa regla. Pocos se mantenían a la altura conservando y acrecentando su curiosidad. Siempre se preguntaba cómo hacía tal o cual autor para mantener el pulso de la intriga. No lo sabía. Simplemente ahí estaba. Luz utilizaba un método infalible para catalogar los libros que pasaban por sus manos. Si acababa uno, significaba que era bueno. Si no, es que no lo era. Fácil, sencillo y sin complicaciones.

Luz pasó otra página del libro que estaba leyendo. La nueva página trajo consigo el anuncio del segundo capítulo. Cerró el libro manteniendo el dedo índice dentro, a modo de marca páginas, y levantó la vista. Como tantas otras veces se preguntó si debía seguir leyendo o no. Ese era su punto de inflexión. Al final se había puesto tan cómoda que se había olvidado por completo del apagón. El especiado aroma de la leña quemándose, unido al reconfortante calor de las nuevas brasas, producían una atmósfera especial. Conseguían reducir el mundo al momento y al lugar presentes haciendo que todo lo demás se olvidara y dejara de tener sentido.

Después de disfrutar del efímero momento de paz y de meditar brevemente su decisión, volvió a centrar la vista en el lomo del libro. Leyó su título. Una sonrisa vino a confirmar que le seguía gustando.

—Veamos qué más sorpresas me tienes preparadas, Jack —comentó, antes de abrirlo de nuevo por la marca de su dedo y continuar leyendo.

***

Jack Cooper empezaba a desesperarse. El teniente llevaba un buen rato repitiendo una y otra vez las mismas preguntas. Había llenado la libreta de anotaciones hasta el punto de no caberle ya ni una maldita letra más en ninguna de las pequeñas hojas. Bryan Devison estaba buscando distintos tipos de respuesta, de enfoques, alguna pista nueva, aunque la estrategia no parecía que le estuviera dando buen resultado. Lo cierto era que ninguno de los tres sabía gran cosa, aunque Devison no acababa de convencerse.

—Una vez más, señor Cooper. Por favor. ¿Qué es lo que hizo al ver el cuerpo del señor Thompson en el suelo?

Jack no se podía creer la pregunta. Otra vez. Había visto suficientes películas policiacas para saber que era uno de los métodos que utilizaban los agentes para sonsacar la información que anhelaban. Gota a gota. Siempre en el mismo sitio. Constante. Hasta que el sospechoso se derrumbaba y confesaba el crimen. Jack sabía que no era el caso. Él era inocente y no comprendía cómo Devison no se daba cuenta de ello. Estaba teniendo una mañana horrible y lo que menos necesitaba era un agente inepto que no sabía distinguir entre un inocente y un culpable.

—Teniente, por favor. Se lo acabo...

De repente algo llamó su atención. Un par de hombres entraron en la sala. Por la pinta que tenían, Jack supo enseguida que se trataba de agentes del FBI. Sam estaba en lo cierto. El FBI había llegado al NYSE, lo que significaba que el problema era realmente grave. De pronto Bradley dejó de ser el protagonista de sus pensamientos. Había vuelto a centrar su atención en la escena de caos de la primera planta. Era la primera vez que ocurría algo aparentemente tan serio. Por lo menos que Jack supiera.

—Buenos días, ¿les importaría decirnos qué hacen ustedes aquí? —dijo uno de los hombres recién llegados. No tenía pinta de que se fuera a andar con rodeos.

—Buenos días, caballeros —contestó Devison con su paciencia infinita—. Soy el teniente Bryan Devison. Éste de aquí es el agente Curtis. Mi compañero. Ambos pertenecemos al departamento de policía de Nueva York. —El teniente sacó su placa. Curtis, al verlo, imitó su gesto—. Disculpen, pero no he oído sus nombres.

Devison hizo un ademán con la mano, invitando a los dos nuevos hombres a que hicieran sus presentaciones. Estaba claro que debía tener algún tipo de afrenta personal contra el FBI, por el tono de voz que había puesto y la postura condescendiente que había adoptado.

—No los ha oído ni falta que hace. —El hombre parecía molesto. Imitando a Devison sacó igualmente su placa—. Me llamo F-B-I. Ve, lo pone aquí, bien clarito. Y aquí mi compañero da la casualidad de que se llama igual que yo. Eso les debería bastar.  No sé qué hacen aquí, pero debería estar todo el mundo abajo. ¡Tú! —continuó el agente del FBI señalando a Sam—. ¿Qué haces ahí esposado? ¿No te había dicho que me trajeras a tu jefe?

—¡Se lo he dicho a los agentes! ¡No he parado de repetir que el FBI nos estaba esperando abajo! —respondió Sam. Había vuelto a alterarse con la nueva situación—. Pero no me han escuchado. Me han tomado por un sospechoso y me han hecho esperar aquí.

—¿Sospechoso? ¿De qué? ¿De dejar sin corriente el edificio? Qué estupidez. Teniente Devison, haga el favor de soltar a ese hombre. Deben acompañarnos todos al parqué inmediatamente.

—Disculpe, señor —respondió Devison—. Pero no lo puedo permitir. Estamos en la escena de un crimen y hasta que no esclarezca…

—¿Crimen? ¿Qué crimen? —interrumpió el agente del FBI. Estaba visto que sus modales brillaban por su ausencia.

—El crimen del señor Bradley Thompson —respondió Devison con tranquilidad—. El jefe por el que usted preguntaba antes.

—¿Está muerto? —respondió el agente—. Vaya, entonces uno menos del que preocuparse —añadió mirando a su compañero, que asintió como un autómata—. Y ahora, aclarada la razón que les mantenía en la segunda planta; si no les importa, los vivos que nos acompañen abajo. Gracias.

Jack no daba crédito a lo que estaba escuchando. El agente estaba hablando de Bradley con una ligereza inusitada. Sin mostrar ningún tipo de empatía con el que había sido su amigo. Lo único que parecía importarles era bajar al maldito parqué. ¿Qué es lo que estaba pasando? ¿Tan importante sería para que el FBI mostrara esa frialdad ante un asesinato?

Era inútil seguir protestando. Devison sabía de la autoridad del FBI sobre el departamento de policía. Ordenó a Curtis que le quitara las esposas a Sam. Al menos había tenido tiempo de tomar suficientes apuntes de cara a la investigación posterior.

—Les acompañaremos —dijo el teniente finalmente—, pero al menos me gustaría acordonar esta zona. Pase lo que pase ahí abajo, aquí se ha producido un crimen y lo profesional sería investigarlo convenientemente.

—Como guste, teniente —respondió el agente del FBI—. Gestiónelo como prefiera. No me importa. Nuestro cometido trasciende de este asunto. Intente llamar por radio, si es que puede, o vaya andando a su comisaría a pedir refuerzos, pero nosotros nos llevamos a estos hombres abajo. Créame que hay en juego algo mucho más importante que encontrar a un asesino.

Jack, Julia y Sam estaban desconcertados. Miraban de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer. Desde hacía un rato se movían como meras marionetas. Impulsados por hilos invisibles que tiraban de su voluntad. A una orden del agente del FBI, se movieron. Dejaron al teniente Devison y al agente Curtis discutiendo en la sala de espera. Un hilo más fuerte había tirado de ellos.

Bajaron por las escaleras. Mientras lo hacían, el agente del FBI que había estado liderando la conversación, aprovechó para interrogarles.

—¿Y ustedes son? —preguntó.

Sam fue el primero en reaccionar. Se alegraba de estar de nuevo en libertad gracias al FBI, por lo que adoptó una actitud sumisa y colaborativa.

—Yo soy Sam Flanagan. Ésta de aquí es Julia Simpson y él es Jack Cooper. Somos brokers de Liberty Capital. Nuestro jefe es —Sam hizo una pausa en su acelerada presentación y bajó un poco el tono—, era Bradley Thompson.

—Liberty Capital. Ok. Uno de los diecisiete puestos de transacciones. Toma nota —dijo el agente mirando a su compañero—. ¿Ustedes tres junto con el difunto señor Thompson son todo el grupo?

—No —respondió Jack. Quería participar de la conversación y enterarse de lo que estaba pasando—. Nos falta uno. Tom Carlson. Estaba en Baltimore cerrando una operación. Aunque a estas horas ya debería estar por aquí.

—¿A qué hora llegaba su vuelo? —preguntó el agente.

Jack le miró desconcertado. La pregunta le había pillado desprevenido. ¿Que tenía eso que ver? Miró a Sam interrogándole con la mirada pero éste puso cara de no saber.

—A la una menos diez, creo —contestó Julia con la voz rota. No estaba encajando muy bien la presión. Y eso que estaba acostumbrada a soportar mucha en su día a día.

Los dos agentes cruzaron una mirada que no le gustó nada a Jack.

Era una mirada cómplice. Una mirada que indicaba que la hora que les acababa de dar Julia coincidía con algo que ellos sabían.

—Pero... ¿me pueden decir qué está pasando? Se acaban de cruzar una mirada muy rara. ¿Por qué es tan importante esa hora? ¡Necesito que me den una respuesta! —saltó Jack. No podía más. Había llegado al límite. Igual que lo había hecho Sam anteriormente. La situación le había desbordado. Necesitaba respuestas de alguien. Y cuanto antes. No estaba acostumbrado a esa incertidumbre. Cuando invertía, siempre estudiaba hasta la extenuación el mercado, analizando cada detalle. Ese era uno de los secretos de su éxito. Conocer. Saber. Por eso no se encontraba cómodo con los acontecimientos que se estaban sucediendo.

—No estamos del todo seguros, señor Cooper. Todavía es pronto para valorar los daños. Pero de ser usted, yo no esperaría a reencontrarme con mi amigo. Me temo que si su vuelo no ha tenido la suerte de retrasarse, su amigo también esté muerto.

Jack se quedó parado en ese mismo instante. Sam y Julia le imitaron. Habían oído exactamente lo mismo que él. No podía ser cierto. Tom también. ¿Por qué? ¿Cómo podía estar tan seguro el FBI?

Los pasos sordos de los dos agentes del FBI retumbaron en todo el hueco de la escalera. Tardaron un poco en darse cuenta de que los tres brokers ya no les seguían. Se habían quedado parados unos cuantos peldaños más arriba. Cada uno a distinta altura.

—Señores, vamos. Si nuestras sospechas son ciertas, podría haber muchas más muertes. No hay tiempo que perder.

***

—Sólo existen dos fenómenos que podrían haber provocado todo esto —comenzó el teniente general Mora. Se había vuelto a sentar en su butaca. Mantenía una actitud reposada y tranquila, en cierto modo hasta didáctica—. Uno viene de la mano de la naturaleza y el otro de la del hombre —continuó—. Ciertamente nos inquietan las dos causas, pero lo que de verdad nos preocupa son sus consecuencias. En nuestra unidad denominamos a este hecho con las siglas CT. Ceguera Total. Aunque, popularmente y un poco a modo de broma, los muchachos lo denominan con las siglas ACME. Ausencia Completa de Mecanismos Eléctricos. En broma o en serio, la situación no puede ser más grave. Significa...

—Que ha dejado de funcionar todo aparato eléctrico —terminó Franz.

—Exacto.

—Conozco la historia —continuó Franz. Se había levantado presa de los nervios. Empezó a andar por el despacho de un lado a otro. Las piezas comenzaban a encajar. Pensó cómo no se podría haber dado cuenta todavía de ello—. Me estás diciendo que hemos sufrido los efectos de una tormenta solar. Y a juzgar por los daños aparentes, una de proporciones parecidas a la que azotó la Tierra en mil ochocientos cincuenta y nueve.

—Es una de las hipótesis, que duda cabe.

—La fulguración de Carrington —contestó Franz, entrecerrando los ojos. El nombre del fenómeno se le había aparecido como un rayo.

—Veo que estás muy puesto en la materia, Franz.

—Claro, ten en cuenta a lo que me dedico. La astronomía es una de mis pasiones.

—Y de la mía —agregó Mora visiblemente complacido—. De todas formas —continuó adoptando una posición más seria—, no podemos basarnos exclusivamente en la hipótesis natural. Como te he dicho antes, existe también la posibilidad del factor humano. Con la suficiente tecnología, se podría llegar a simular los mismos efectos que los provocados por una tormenta solar de considerables proporciones.

—Te refieres a los sirios.

—Podrían haber sido también. Es otra de las hipótesis que barajamos. Pero lo cierto es que no lo sabemos con certeza. Y lo peor de todo es que no tenemos, de momento, ninguna manera de averiguarlo. Esa es la cruda realidad.

Mora dejó de hablar por un momento. La cara de Franz era todo un poema y el militar le dejó un tiempo prudencial para que asimilara toda la información.

Franz había venido a por respuestas y las estaba obteniendo en forma de hipótesis. Aunque, como decía Mora, lo importante no eran las causas sino las consecuencias. En cuestión de horas había pasado de lo que parecía un simple apagón a una tormenta solar, pasando por un ataque bien ejecutado de fuerzas enemigas. En cualquier caso, lo evidente era que toda la base estaba completamente inutilizada. No funcionaba nada, el ejército había desplegado velas para abastecer la necesidad de luz por todo el edificio. Era un hecho insólito. No había comunicaciones, no funcionaban los vehículos ni los aviones. Nada. Eso limitaba la maniobrabilidad de la UME, que basaba gran parte de su estrategia en movilizar sus fuerzas para actuar allí donde se necesitara. Pero ¿dónde se necesitaría? ¿Hasta dónde abarcaba el efecto terrorífico del aislamiento eléctrico? ¿Cuánto duraría? De haber sido ejecutado por el ser humano, ¿con qué propósito? ¿Habría comenzado la guerra con un movimiento silencioso? Todas estas preguntas y muchas otras se agolpaban en la mente de Franz. Todavía no tenía respuesta a ninguna, pero estaba decidido a encontrarlas todas. Tenía que volver. Tenía que organizar a su gente y ayudar en todo lo que pudiera. Pero lo primero era su familia. Lo único que daba sentido verdadero a su vida. Debía ponerla a salvo, si es que realmente la cosa era tan grave como parecía. De serlo, de repetirse en pleno siglo XXI los efectos devastadores de la fulguración de Carrington, el ser humano se enfrentaría a uno de los peores enemigos con los que se hubiera topado. Sino el peor.

—General. Me tengo que ir a casa.

—Claro, Franz. Lo entiendo. Lo primero es lo primero.

—Gracias por todo.

Se giró y se marchó hacia la puerta con cara de preocupación. A medio camino se paró. No podía marcharse así todavía. Necesitaba compartir con Mora una última confesión. Buscar la complicidad de una cara amiga y repartir las inquietudes era la mejor terapia para mitigarlas.

—General, espero sinceramente que se equivoque. El mundo no está preparado para sufrir las consecuencias de lo que hemos hablado aquí.

—Yo también lo espero, Franz. Yo también lo espero.

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