Odessa

Odessa


XII

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XII

Hasta la tarde del miércoles, 19 de febrero, no se despidió Peter Miller de Alfred Oster, en su casa de las afueras de Bayreuth. En la puerta, el antiguo oficial de la SS le estrechó la mano.

—Buena suerte, Kolb. Le he enseñado todo lo que sé. Un último consejo: ignoro cuánto pueda durar esa identidad. Probablemente, no mucho. Si alguna vez le parece que alguien le ha descubierto, no se entretenga en discutir. Escape y recupere su verdadero nombre.

Mientras el periodista se alejaba por el sendero del jardín, Oster murmuró entre dientes:

—La idea más absurda que he tenido en mi vida.

Luego cerró la puerta y volvió junto al fuego.

Miller recorrió a pie el kilómetro y medio que había hasta la estación, siempre cuesta abajo. Poco antes de llegar, pasó por delante del aparcamiento público. En la pequeña estación, de estilo típicamente bávaro, con grandes aleros y vigas, sacó billete para Nuremberg. Pero cuando iba a salir al andén, barrido por el viento, el empleado le advirtió:

—Va a tener que esperar mucho rato, señor. El tren de Nuremberg lleva mucho retraso.

Miller le miró, sorprendido. Los ferrocarriles alemanes hacen de la puntualidad una cuestión de honor.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

El hombre movió la cabeza en dirección a las montañas, por las que desaparecían los raíles, y al valle cubierto por una capa de nieve reciente.

—La vía ha quedado cortada por la nieve. Ahora nos han comunicado que iba la máquina quitanieves. Los técnicos están trabajando para abrir paso.

Sus años de periodista habían creado en Miller una profunda aversión a las salas de espera. Hubo de pasar en ellas tantas horas de frío, cansancio e incomodidad… Mientras tomaba café en la pequeña cantina de la estación, contempló su billete. Ya estaba perforado. Luego pensó en su coche, que estaba en el aparcamiento.

Con dejarlo en el otro extremo de Nuremberg, a varios kilómetros de distancia de las señas que le habían dado… Y si, después de la entrevista, lo enviaban a algún nuevo sitio y tenía que utilizar otro medio de transporte, siempre podría dejar el «Jaguar» en Munich. Incluso podría meterlo en algún garaje, fuera de la vista. Nadie lo encontraría. Por lo menos, antes de que él terminara su trabajo. Además —reflexionó—, no estaría de más disponer de un medio rápido para marcharse, si la ocasión lo requería. No tenía por qué imaginar que hubiera alguien en Baviera que hubiera oído hablar de él ni de su coche.

Recordó la advertencia de Motti, en el sentido de que era un coche demasiado llamativo; pero también recordó lo que dijera Oster hacía apenas una hora acerca de la necesidad de tener que huir a toda prisa. Era peligroso llevárselo, pero también lo era quedar varado sin un medio de transporte. Lo pensó durante cinco minutos más. Luego salió del café y de la estación y empezó a subir la cuesta.

Diez minutos después, salía de la ciudad, sentado tras el volante de su «Jaguar».

El viaje hasta Nuremberg era corto. Miller se inscribió en un pequeño hotel situado cerca de la estación central, dejó el coche en un callejón lateral dos manzanas más abajo y, por la Puerta del Rey, entró en la antigua ciudad medieval amurallada, cuna de Alberto Durero.

Ya era de noche; pero las luces de la calle iluminaban los inclinados tejados y los aleros pintados de las casas. Casi podía uno imaginarse en la Edad Media, cuando los reyes de Franconia gobernaban Nuremberg, una de las más ricas ciudades mercantiles de los Estados germánicos. Costaba trabajo recordar que casi hasta el último ladrillo de aquellas casas se había colocado después de 1945, en una minuciosa reconstrucción llevada a cabo de acuerdo con los planos originales de la ciudad, arrasada en 1943 por las bombas aliadas.

Encontró la casa que buscaba dos calles más allá de la plaza del Mercado, casi debajo de las dos torres gemelas de San Sebald. El nombre del rótulo de la puerta coincidía con el mecanografiado en el sobre que contenía la falsa carta de presentación supuestamente firmada por el antiguo coronel de la SS Joachim Eberhardt, de Bremen. Como Miller no conocía a Eberhardt, no podía menos de desear que tampoco lo conociera el dueño de aquella casa de Nuremberg.

Volvió a la plaza del Mercado, en busca de un lugar donde cenar. Después de pasar por delante de dos o tres restaurantes típicos de Franconia, vio salir humo por la chimenea de la pequeña salchichería de la esquina, situada frente a la puerta de San Sebald. Era un lugar muy pintoresco, de tejado rojo, con una terraza bordeada de macetas de brezo, que el cuidadoso hostelero había limpiado de la nieve caída durante la mañana.

Al entrar, el calor y la animación le envolvieron en un abrazo. El local estaba lleno; pero de una mesa situada en un rincón acababa de levantarse una pareja. Miller se fue hacia ella, saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza al hombre y a la mujer, quienes, a su vez, le desearon buen provecho, y se sentó. Pidió la especialidad de la casa: las salchichas de Nuremberg, pequeñas y picantes, de las que le sirvieron una docena. Las acompañó con una botella de vino de la región.

Después de la cena, Miller saboreó lentamente su café y dos «Asbachs». No tenía ganas de acostarse; se estaba bien allí, viendo arder los leños en la chimenea y escuchando al grupo del rincón, que cantaba una canción franconia de taberna, meciéndose con los brazos enlazados y levantando los vasos al final de cada estrofa.

Miller se preguntaba por qué había de arriesgar la vida en la búsqueda de un hombre que cometió sus crímenes veinte años atrás. Pensó en abandonar el asunto, afeitarse el bigote, dejarse crecer el pelo y regresar a Hamburgo y a la cama que Sigi le calentaba. El camarero se acercó a su mesa, le hizo una reverencia y le presentó la cuenta con un alegre Bitte schon.

Miller metió la mano en el bolsillo, en busca del billetero, y sus dedos tropezaron con una fotografía. La sacó y contempló aquel rostro de ojos descoloridos y boca de ratonera que asomaba por un cuello ribeteado de negro con los rayos de plata. Después murmuró: «¡Cerdo!», arrimó el papel a la llama de la vela que ardía sobre la mesa y aplastó las cenizas en el platillo de cobre. Ya no le hacía falta. Reconocería aquel rostro en cuanto lo viera.

Peter Miller pagó el importe de su cena, se abrochó el chaquetón y volvió a su hotel.

Aproximadamente a la misma hora, Mackensen tenía que enfrentarse con un indignado y desconcertado Werwolf.

—¿Cómo puede haber desaparecido? —decía ásperamente el jefe de ODESSA—. No puede habérselo tragado la tierra. Su coche debe de ser uno de los más vistosos de Alemania, visible a más de un kilómetro. Seis semanas de búsqueda, y lo único que sabe usted decirme es que no ha sido visto…

Mackensen esperó a que el otro acabara de descargar su acceso de mal humor.

—Sin embargo, es la verdad —dijo al fin—. He hecho vigilar su piso de Hamburgo; he mandado a supuestos amigos suyos a hablar con su madre y su amiga, he preguntado a sus colegas. Nadie sabe nada. Durante todo este tiempo, el coche debe de haber estado en algún garaje. Tiene que haberse escondido. Desde que salió del aparcamiento del aeropuerto de Colonia (a su regreso de Londres) y se fue en dirección al Sur, nadie ha vuelto a verle.

—Hay que encontrarlo —repitió el Werwolf—. No debe acercarse a ese camarada. Sería desastroso.

—Tiene que aparecer —dijo Mackensen, con convicción—. Tarde o temprano, aparecerá. Y entonces lo atraparemos.

El Werwolf advirtió en esta respuesta la paciencia y la lógica del cazador profesional. Asintió con lentitud.

—Está bien. Pero quédese usted cerca de mí. Instálese en un hotel de esta ciudad y mantengámonos a la expectativa. Quiero que esté usted a mano por si le necesito con urgencia.

—Bien, señor. Le llamaré para decirle en qué hotel me hospedo. Allí me tendrá a su disposición a cualquier hora.

Dio las buenas noches a su superior y se fue.

A la mañana siguiente, poco antes de las nueve, Miller se presentó en la casa y oprimió el reluciente timbre. Quería hablar con el hombre antes de que se marchara a su trabajo. Le abrió la puerta una criada, la cual lo introdujo en la sala y se fue a buscar a su señor.

El hombre que entró al cabo de diez minutos aparentaba unos cincuenta y cinco años, tenía el cabello castaño con mechones grises en las sienes y un aire de superioridad y elegancia. El mobiliario de la sala denotaba también buen gusto y sanos ingresos. Miró a su inesperado visitante sin curiosidad, observando inmediatamente el corte vulgar del pantalón y la americana, propios de un individuo de la clase trabajadora.

—¿Qué desea? —preguntó sosegadamente.

Era evidente que su visitante se sentía cohibido en el suntuoso marco de la sala.

—Verá, Herr Doktor, yo esperaba que usted pudiera ayudarme.

—Vamos, hombre, usted debe de saber que mi despacho no está lejos de aquí. Será mejor que hable con mi secretaria, para concertar una entrevista.

—Es que no se trata de ayuda profesional —dijo Miller. Recurrió al dialecto de la región de Hamburgo y Bremen, en el cual solía hablar la gente trabajadora. Estaba violento. No encontraba las palabras, y sacó una carta del bolsillo interior de la chaqueta y la tendió a su interlocutor—. Le traigo una carta de presentación que me dio la persona que me aconsejó venir a verle.

El hombre de ODESSA tomó la carta sin decir palabra, rasgó el sobre y leyó con rapidez. Se irguió ligeramente y miró a Miller con atención.

—Comprendo, Herr Kolb. Siéntese.

Le indicó una silla, y él se instaló en una butaca. Se quedó mirando a su visitante durante varios minutos, con el ceño fruncido. Bruscamente preguntó:

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—Kolb, señor.

—¿El nombre de pila?

—Rolf Gunther, señor.

—¿Tiene algún documento?

Miller le miró, atónito.

—Sólo el permiso de conducir.

—Enséñemelo, por favor.

El abogado, pues ésta era su profesión, alargó una mano, con lo que obligó a Miller a levantarse de la silla para entregarle el permiso de conducir. El otro lo examinó. Comparó la fotografía con la cara de Miller. Coincidían.

—¿Fecha de nacimiento? —le espetó de pronto.

—¿El día que nací? Pues… el 18 de junio, señor.

—El año, Kolb.

—Mil novecientos veinticinco.

El abogado siguió mirando el permiso de conducir.

—Espere aquí —dijo, y salió de la habitación.

Se dirigió a la parte posterior de la casa, donde tenía su despacho, al cual entraban los clientes por la calle de atrás. Abrió la caja fuerte empotrada y sacó un grueso libro.

Conocía de oídas a Joachim Eberhardt, pero nunca lo había visto. No estaba seguro de cuál era el grado que tenía Eberhardt en la SS. El libro confirmó lo que había leído en la carta. Joachim Eberhardt, ascendió a coronel de la Waffen-SS el 10 de enero de 1945. Pasó varias páginas y buscó el nombre de Kolb. Había siete Kolb, pero sólo un Rolf Gunther. Nombrado sargento en abril de 1945. Fecha de nacimiento, 18.6.25. Guardó el libro en la caja fuerte, y la cerró. Luego volvió a la sala. Su visitante seguía sentado en su silla, un tanto cohibido.

—Tal vez no me sea posible ayudarle; ¿lo comprendería usted?

Miller se mordió los labios y asintió.

—No tengo a nadie más a quien acudir. Cuando empezaron a buscarme, hablé con Herr Eberhardt, y él me dio esa carta y me dijo que viniera a hablar con usted. Me dijo que si usted no podía ayudarme, nadie podría hacerlo.

El abogado se recostó en su butaca y miró al techo.

—Me gustaría saber por qué no me llamó por teléfono si deseaba hablar conmigo.

Era evidente que esperaba una respuesta.

—Tal vez no quisiera usar el teléfono para una cosa así —apuntó Miller.

El abogado le miró desdeñosamente.

—Es posible —dijo con frialdad—. Será mejor que empiece usted por contarme cómo se ha metido en ese lío.

—¡Oh, sí, señor! Verá: ese hombre me reconoció, y entonces ellos me dijeron que iban a detenerme. De modo que me largué, ¿no?, quiero decir que tenía que marcharme.

El abogado suspiró.

—Empiece por el principio —dijo, con acento de cansancio—. ¿Quién le reconoció y por qué?

Miller respiró profundamente.

—Pues, yo estaba en Bremen. Vivo allí y trabajo…, bueno, trabajaba hasta que ocurrió esto, para Herr Eberhardt, en la panadería. Un día, hace cuatro meses, mientras iba por la calle, empecé a notar algo raro. Me sentí muy enfermo, con fuertes dolores de estómago. Debí de desmayarme y caí al suelo. Me llevaron al hospital.

—¿A qué hospital?

—Al Hospital General de Bremen. Me hicieron unos análisis y me dijeron que tenía un cáncer. De estómago. Yo pensé que ya estaba listo, ¿comprende?

—Así suele ocurrir —observó el abogado secamente.

—Bueno: pues por lo visto lo cogieron a tiempo. En lugar de operarme, me trataron con medicamentos y, al cabo de cierto tiempo, el cáncer empezó a ceder.

—Pues tuvo usted mucha suerte. ¿Y qué es eso de que lo reconocieron?

—Sí, señor. Fue un enfermero del hospital. Era judío, y me miraba de un modo muy raro. Cuando estaba de guardia, no hacía más que mirarme. Y me ponía nervioso. Parecía querer decirme: «Yo sé quién eres tú». Yo no lo había visto nunca, pero tenía la impresión de que me conocía.

—Continúe.

El abogado iba interesándose por momentos.

—Hará cosa de un mes me dijeron que ya estaba en condiciones de ser trasladado. Me llevaron a una clínica de convalecencia. Pagaba los gastos el Seguro de Enfermedad que teníamos en la panadería. Y antes de salir de Bremen me acordé de él, del judío. Tardé semanas, mas al fin lo recordé. Lo había visto en Flossenburg.

El abogado se irguió de un brinco.

—¿Estuvo usted en Flossenburg?

—Pues sí, a eso iba. Quiero decir que allí había visto a aquel enfermero del hospital. Pregunté cómo se llamaba. En Flossenburg estaba con el grupo de judíos que utilizamos para incinerar los cadáveres del almirante Canaris y los demás oficiales que fusilamos con motivo de su intervención en el atentado contra el Fuhrer.

El abogado lo miraba fijamente.

—¿Es usted uno de los que ejecutaron a Canaris y a los otros? —preguntó.

Miller se encogió de hombros.

—Yo mandaba el pelotón de ejecución —dijo simplemente—. Eran unos traidores, ¿no? Trataron de asesinar al Fuhrer.

El abogado sonrió.

—Amigo mío, yo no le reprocho nada. Claro que eran traidores. Canaris, incluso llegó a pasar información a los aliados. Esos cerdos del Ejército eran traidores todos, empezando por los generales. Nunca creí que conocería al hombre que los mató.

Miller sonrió débilmente.

—El caso es que ahora quieren detenerme por eso. Verá, liquidar judíos es una cosa; pero ahora hay muchos que dicen que Canaris y esa pandilla eran una especie de héroes.

El abogado asintió.

—Desde luego, eso le pondría en un aprieto con las actuales autoridades de Alemania. Siga contando.

—Pues me trasladaron a esa clínica que le he dicho, y no volví a ver al enfermero. Pero el viernes me llamaron por teléfono. Creí que era de la panadería, pero el que llamaba no quiso dar su nombre. Dijo que estaba en situación de saber lo que ocurría, y que cierta persona había ido a decir a esos cerdos de Ludwigsburg quién era yo, y que se iba a cursar una orden de arresto contra mí. Yo no sé quién era el que hablaba, pero me pareció que sabía lo que decía. Su tono sonaba a oficial. No sé si usted me entiende…

El abogado movió la cabeza afirmativamente.

—Seguramente era algún amigo de la Policía de Bremen. ¿Y qué hizo usted?

Miller le miró, con aire de sorpresa.

—Pues marcharme, ¿qué podía hacer? Me di de alta yo mismo. No sabia qué hacer. No fui a casa, por si estaban esperándome allí. Ni siquiera me atreví a coger mi «Volkswagen», que estaba aparcado delante de mi casa. El viernes dormí de mala manera, y el sábado tuve una idea. Fui a ver al jefe, al señor Eberhardt, a su casa. Está en la guía de teléfonos. Se portó admirablemente. Dijo que, al día siguiente, él y su esposa se iban de viaje, en un crucero de invierno, pero que procuraría ayudarme. Me dio esa carta, y me dijo que viniera a hablar con usted.

—¿Qué le hizo suponer que Herr Eberhardt le ayudaría?

—¡Ah, sí! Verá: yo no sabía lo que él había sido durante la guerra. Pero en la panadería siempre se portó muy bien conmigo. Hace dos años celebramos una comida de hermandad. Todos nos emborrachamos un poco. Yo fui al lavabo, y allí encontré a Herr Eberhardt, que estaba lavándose las manos. Cantaba una canción: la de Horst Wessel. Yo me puse a cantarla también. La cantamos a coro, en el lavabo. Luego, él me dio una palmada en el hombro y me dijo: «Ni una palabra, Kolb», y salió. Yo no me acordé más de aquello hasta que me vi en apuros. Entonces se me ocurrió pensar que él podía haber estado en la SS, como yo. Y acudí a él.

—¿Y él me lo ha mandado a mí?

Miller asintió.

—¿Cómo se llama ese enfermero judío?

—Hartstein, señor.

—¿Y la clínica?

—La clínica «Arcadia». Está en Delmenhorst, en las afueras de Bremen.

El abogado asintió, anotó unas palabras en una hoja de papel que tomó de un escritorio y se puso en pie.

—Quédese aquí —dijo, y salió de la habitación.

Cruzó el corredor y entró en su estudio. Pidió al servicio de Información de la Compañía Telefónica el número de la panadería «Eberhardt», el del Hospital General de Bremen y el de la clínica «Arcadia», de Delmenhorst. En primer lugar llamó a la panadería.

La empleada de Eberhardt se mostró muy amable.

—Lo lamento; el señor Eberhardt está de vacaciones. No, no se le puede llamar. Él y su esposa están haciendo su acostumbrado crucero de invierno por el Caribe. Regresarán dentro de cuatro semanas. ¿Puedo servirle en algo?

El abogado le aseguró que no y colgó el aparato.

A continuación marcó el número del Hospital General de Bremen y pidió que le pusieran con Administración, departamento de personal.

—Aquí el departamento de la Seguridad Social, sección Pensiones —dijo con desenvoltura—. Quisiera que me confirmasen si figura entre su personal un enfermero llamado Hartstein.

Hubo una pausa, mientras la muchacha miraba el fichero de personal.

—Sí, aquí está —dijo—. David Hartstein.

—Gracias —dijo el abogado de Nuremberg, y colgó el teléfono. A continuación volvió a marcar el mismo número y solicitó comunicar con el Registro.

—Habla el secretario de la «Compañía Panificadora Eberhardt» —dijo—. Deseo preguntar por el estado de uno de nuestros empleados que está en ese hospital, a causa de un tumor de estómago. ¿Puede decirme cómo se encuentra? Se llama Rolf Gunther Kolb.

Otra pausa. La muchacha encargada del archivo sacó la carpeta de Rolf Gunther Kolb y miró la última hoja.

—Ya fue dado de alta. Su estado mejoró y pudo ser trasladado a una clínica de convalecencia.

—Magnífico —dijo el abogado—. Acabo de regresar de mis vacaciones de invierno, por lo que todavía no estaba al corriente. ¿Puede decirme en qué clínica se halla?

—En la «Arcadia» de Delmenhorst —respondió la joven.

El abogado llamó a continuación a la clínica «Arcadia». Contestó una voz femenina. Después de escuchar la pregunta, la muchacha se volvió hacia un médico que estaba a su lado y cubrió el micro con la mano.

—Preguntan por ese hombre de quien usted me habló —dijo—: Kolb.

El médico cogió el teléfono.

—Sí —dijo—, aquí el médico-jefe de la clínica. Soy el doctor Braun. ¿Deseaba usted…?

Al oír el nombre de Braun, la secretaria miró a su jefe con extrañeza. Él, sin pestañear, escuchó la voz que le hablaba desde Nuremberg y respondió con naturalidad:

—Lamento decirle que Herr Kolb se dio a sí mismo de alta el viernes por la tarde. Totalmente irregular, pero no pude evitarlo. Sí, nos lo mandaron del Hospital General de Bremen. Un tumor de estómago en proceso de curación. —Escuchó unos momentos y dijo—: De nada. Celebro haber podido serle útil.

El médico, cuyo verdadero nombre era Rosemayer, colgó el aparato y marcó un número de Munich. Cuando le contestaron, dijo, sin preámbulos:

—Alguien llamó por teléfono preguntando por Kolb. Han empezado las comprobaciones.

En Nuremberg, el abogado colgó el auricular y volvió a la sala.

—Bueno, Kolb. Evidentemente, es usted quien dice ser.

Miller le miró con ojos de asombro.

—No obstante, quisiera hacerle unas cuantas preguntas. ¿Tiene algún inconveniente?

Su visitante movió negativamente la cabeza, todavía un tanto aturdido.

—Ninguno, señor.

—Bien. ¿Está circuncidado?

Miller abrió mucho los ojos.

—No, no lo estoy —respondió con extrañeza.

—Déjeme verlo —dijo el abogado tranquilamente.

Miller lo miraba pasmado.

—¿Me ha oído, sargento? —gritó el otro.

Miller saltó de la silla y se cuadró.

Zu Befehl!

Se mantuvo en posición de firmes, con los pulgares paralelos a las costuras del pantalón, durante tres segundos y luego bajó el cierre de cremallera. El abogado lo miró brevemente y le hizo una seña con la cabeza, para indicarle que volviera a abrocharse.

—Bueno, por lo menos no es judío —dijo con afabilidad.

Miller, que había vuelto a sentarse, lo miró boquiabierto.

—¡Pues claro que no soy judío! —exclamó.

—Sin embargo, se han dado casos de judíos que han tratado de pasar por camaradas nuestros. Pero no han durado mucho. Ahora vamos a ver su historial. Voy a hacerle unas preguntas. Para comprobación, ¿comprende? ¿Dónde nació?

—En Bremen, señor.

—Bien. Su lugar de nacimiento figura en el registro de la SS. Acabo de verificarlo. ¿Perteneció a las Juventudes Hitlerianas?

—Sí, señor. Ingresé en mil novecientos treinta y cinco, a los diez años.

—¿Sus padres eran nacionalsocialistas?

—Sí, señor, los dos.

—¿Qué ha sido de ellos?

—Murieron en el gran bombardeo de Bremen.

—¿Cuándo ingresó usted en la SS?

—En la primavera de mil novecientos cuarenta y cuatro, señor, a los dieciocho.

—¿Dónde recibió la instrucción?

—En el campo de entrenamiento de Dachau, señor.

—¿Le tatuaron el grupo sanguíneo en la axila derecha?

—No, señor. Aunque, de habérmelo tatuado, habría sido en la izquierda.

—¿Por qué no se lo tatuaron?

—Teníamos que salir del campo de entrenamiento en agosto de mil novecientos cuarenta y cuatro. Nuestro primer destino era una unidad de la Waffen-SS. Pero, en julio, un grupo numeroso de oficiales del Ejército complicados en el atentado contra el Fuhrer fue enviado al campo de Flossenburg. Flossenburg solicitó entonces a Dachau el envío inmediato de efectivos, para incrementar su personal. Nos eligieron a mí y a una docena más, por considerarnos especialmente aptos, salimos inmediatamente para nuestro destino, por lo que nos perdimos el tatuaje y la última revista de nuestra promoción. Dijo el comandante que no era necesario tatuar el grupo sanguíneo, ya que no nos mandarían al frente, señor.

El abogado asintió. Seguramente, en julio de 1944 el comandante comprendía también que, estando los aliados avanzando por Francia, la guerra no podía durar.

—¿Le entregaron su puñal?

—Sí, señor. Me lo entregó el comandante.

—¿Como reza la inscripción?

—«Mi honor es la fidelidad», señor.

—¿Qué clase de entrenamiento recibió en Dachau?

—Instrucción militar completa e instrucción politicoideológica complementaria de la recibida con anterioridad en las Juventudes Hitlerianas.

—¿Aprendió las canciones?

—Sí, señor.

—¿A qué libro de marchas corresponde la canción de Horst Wessel?

—Al álbum Tiempos de lucha por la patria, señor.

—¿Dónde estaba situado el campo de entrenamiento de Dachau?

—A quince kilómetros al norte de Munich, señor. Y a cinco del campo de concentración del mismo nombre.

—¿Cómo era el uniforme?

—Guerrera y pantalón verde gris, botas de montar, solapas con vueltas negras, insignia del grado a la izquierda, cinturón de piel negra y hebilla pavonada.

—¿Qué lema llevaba la hebilla?

—Una esvástica en el centro, y alrededor, la frase: «Mi honor es la fidelidad», señor.

El abogado se puso en pie y se desperezó. Encendió un cigarro y se acercó a la ventana.

—Ahora, sargento Kolb, hábleme del campo de Flossenburg. ¿Dónde estaba situado?

—En el límite entre Baviera y Turingia, señor.

—¿Cuándo fue abierto?

—En mil novecientos treinta y cuatro, señor. Fue uno de los primeros lugares adonde se llevaba a los cerdos que se oponían al Fuhrer, señor.

—¿Qué dimensiones tenía?

—Cuando yo estaba allí, trescientos metros por trescientos. Estaba rodeado por diecinueve torres de vigilancia con ametralladoras pesadas y ligeras. La plaza donde se pasaba lista tenía ciento veinte por ciento cuarenta metros. ¡Lo que nos divertíamos allí a costa de los judíos…!

—Sin divagar —atajó el abogado—. ¿Y los alojamientos?

—Veinticuatro barracones, una cocina para los reclusos, baños, enfermería y varios talleres.

—¿Y para los guardianes?

—Dos barracones, una tienda y un burdel.

—¿Qué se hacía con el cuerpo de los que morían?

—Había un pequeño crematorio fuera de la alambrada. Se llegaba hasta él por un pasadizo subterráneo.

—¿Cuál era el trabajo principal?

—Sacar piedra de una cantera, señor. La cantera también quedaba fuera de la alambrada. Tenía su propia alambrada, y torres de vigilancia.

—¿Qué población había a fines de mil novecientos cuarenta y cuatro?

—Unos dieciséis mil internados, señor.

—¿Dónde estaba la oficina del comandante?

—Fuera de la alambrada, señor, a la mitad de una ladera que dominaba el campo.

—¿Quiénes fueron los sucesivos comandantes?

—Hubo dos antes de que yo llegara. El primero, el comandante Karl Kunstler de la SS. Su sucesor fue el capitán Karl Fritsch de la SS. El último, el teniente coronel de la SS Max Koegel.

—¿Qué número tenía el departamento político?

—Departamento número Dos, señor.

—¿Dónde estaba?

—En el bloque del comandante.

—¿Cuál era su cometido?

—Cuidar de que se cumplieran las órdenes de Berlín, acerca de dar un trato especial a determinados prisioneros.

—¿Canaris y los otros conspiradores tenían que recibir ese trato especial?

—Sí, señor. Todos ellos.

—¿Cuándo se cumplieron las órdenes?

—El veinte de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, señor. Los norteamericanos avanzaban desde el sur, por Baviera, y llegó la orden de eliminarlos. Unos cuantos de nosotros fuimos designados para ejecutarla. Yo acababa de ser ascendido a sargento, a pesar de que cuando llegué al campo era soldado raso. Yo mandaba el pelotón que fusiló a Canaris y a otros cinco. Los enterró una brigada de judíos. Hartstein, ¡maldita sea su estampa!, era uno de ellos. Después quemamos los documentos del campo. A los dos días se nos ordenó marchar hacia el norte con todos los prisioneros. Por el camino nos enteramos de que el Fuhrer se había suicidado. Bueno, señor: entonces los oficiales nos dejaron. Los prisioneros empezaron a escapar hacia los bosques. Nosotros, los sargentos, matamos a unos cuantos; mas comprendimos que no tenía sentido seguir adelante. Quiero decir que los yanquis andaban por todas partes.

—Una última pregunta sobre el campo, sargento. Desde cualquier lugar del campo, ¿qué se veía cuando levantaba uno la cabeza?

Miller le miró, perplejo.

—El cielo —contestó.

—¡Idiota! Quiero decir ¿qué dominaba el horizonte?

—Ah, ¿se refiere a la colina en cuya cumbre hay un castillo en ruinas?

El abogado asintió sonriendo.

—Siglo catorce —dijo—. Bien, Kolb: usted estuvo en Flossenburg. Dígame ahora cómo consiguió escapar.

—Verá, señor: fue durante la marcha. Nos dispersamos. Me topé con un soldado del Ejército, le di en la cabeza y me puse su uniforme. Los yanquis me cogieron dos días después. Estuve dos años en un campo de prisioneros de guerra, pero les dije que era un simple soldado. Ya sabe lo que ocurría, señor: corrían rumores de que los yanquis andaban fusilando a los de la SS. Por eso les dije que estaba en el Ejército.

El abogado exhaló una bocanada de humo.

—No fue usted el único. ¿Se cambió el nombre?

—No, señor. Sólo destruí mis papeles, porque me identificaban como SS. Pero no se me ocurrió cambiar de nombre. No creí que nadie buscara a un simple sargento. Por aquel entonces no parecía importante el asunto de Canaris. Fue mucho después, cuando la gente empezó a armar jaleo por aquellos oficiales y convirtió en una especie de santuario el lugar de Berlín en que fueron colgados los cabecillas. Pero por aquel entonces yo tenía ya mi documentación, expedida por la República Federal, a nombre de Kolb. En todo caso, de no haberme reconocido ese enfermero, nada hubiera sucedido, ni habría importado cuál fuera mi nombre.

—Cierto. Bueno: pasemos ahora a las cosas que le enseñaron. Empiece por repetirme el juramento de fidelidad al Fuhrer —dijo el abogado.

La sesión se prolongó durante tres horas más. Miller estaba sudando, pero pudo achacarlo a que había salido del hospital prematuramente y a que no había comido durante todo el día. Era más de la hora del almuerzo cuando el abogado se dio por satisfecho.

—¿Qué es lo que quiere exactamente? —preguntó a Miller.

—El caso es que, con toda esa gente buscándome, voy a necesitar documentos que demuestren que no soy Rolf Gunther Kolb. Puedo cambiar de aspecto, dejarme crecer el pelo, esperar que el bigote sea más tupido y buscar trabajo en Baviera o en algún otro sitio. Yo soy un buen panadero, y la gente necesita pan, ¿no?

Por primera vez durante toda la entrevista, el abogado soltó una carcajada.

—Si, mi buen Kolb, la gente necesita pan. Preste atención. Por lo general, las personas de su condición social no merecen que se pierda con ellos un tiempo valioso; pero como es evidente que no tiene usted la culpa de lo que le ocurre y es un alemán bueno y leal, voy a hacer cuanto pueda. De nada serviría que se limitara usted a obtener un nuevo permiso de conducir. Con eso no podría conseguir una tarjeta de la Seguridad Social. Necesita el certificado de nacimiento, y no lo tiene. Sin embargo, un pasaporte nuevo le permitiría obtener todo lo demás. ¿Tiene dinero?

—No, señor. Estoy limpio. Vine haciendo autostop, y he tardado tres días en llegar.

El abogado le dio un billete de cien marcos.

—No puede quedarse aquí, y su nuevo pasaporte tardará por lo menos una semana en estar listo. Le mandaré a casa de un amigo mío, que le tramitará el pasaporte. Vive en Stuttgart. Inscríbase en un hotel de viajantes, y vaya a verle. Yo le avisaré de su llegada, y él estará esperándole. —El abogado escribió unas líneas en un papel—. Se llama Franz Bayer. Aquí está su dirección. Tome el tren para Stuttgart, busque un hotel y preséntese en su casa. Si necesita más dinero, él le ayudará. Pero no vaya a empezar a derrochar. Manténgase escondido y a la expectativa hasta que Bayer le consiga el pasaporte. Luego le buscaremos un empleo en el sur de Alemania, y nadie podrá dar con usted.

Miller, con grandes muestras de agradecimiento, tomó los cien marcos y la dirección de Bayer.

—Muchísimas gracias, Herr Doktor; es usted un gran señor.

La criada lo acompañó hasta la puerta, y él regresó a la estación, a su hotel y al lugar en que había dejado el coche. Una hora después viajaba hacia Stuttgart, mientras el abogado llamaba por teléfono a Bayer a fin de anunciarle la llegada de Rolf Gunther Kolb, fugitivo de la Policía, para última hora de la tarde.

Por aquel entonces no había aún autopista entre Nuremberg y Stuttgart, y en un día de sol la carretera que discurría por la ubérrima llanura de Franconia y los montes y valles de Württemberg era, sin duda, muy pintoresca. Pero en una cruda tarde de febrero, con escarcha en la carretera y niebla en los valles, la cinta de asfalto que serpenteaba entre Ansbach y Crailsheim, era mortífera. Dos veces estuvo el «Jaguar» a punto de caer en la cuneta, y dos veces hubo de decirse Miller que no había prisa. Bayer, el hombre que sabía cómo obtener los pasaportes falsos, no se iba a marchar.

Miller llegó a Stuttgart después del anochecer, y se instaló en un pequeño hotel de las afueras que, a pesar de su modestia, tenía portero nocturno y un garaje en la parte posterior. El conserje le dio un plano de la ciudad, en el que Miller localizó el suburbio de Ostheim, donde vivía Bayer, una hermosa zona residencial próxima a «Villa Berg», en cuyos jardines los príncipes de Württemberg y sus damas solían antaño celebrar sus saraos en las noches de verano.

Con el mapa a la vista, Miller condujo su coche hacia el anfiteatro de colinas que enmarca el centro de Stuttgart, por cuyas laderas trepan los viñedos como en pleno campo, y dejó el coche a unos cuatrocientos metros de la casa de Bayer. Mientras estaba cerrando la portezuela del conductor, no reparó en una señora de mediana edad que regresaba a su casa después de asistir a la reunión semanal del «Comité de Visita del Hospital».

A las ocho de la noche, el abogado de Nuremberg decidió llamar por teléfono a Bayer para asegurarse de que Kolb había llegado sano y salvo. Contestó la señora Bayer.

—Sí, ese joven ya llegó. Mi marido y él han ido a cenar por ahí.

—Sólo llamaba para asegurarme de que había llegado bien —dijo el abogado.

—Es un joven muy simpático —comentó alegremente la señora Bayer—. Pasé por su lado en la calle, mientras cerraba el coche. Yo volvía de la reunión del hospital. Pero estaba muy lejos de la casa. Seguramente se había extraviado. Eso es fácil en Stuttgart, con tantas calles de sentido único…

—Tiene que haber un error, Frau Bayer —atajó el abogado—. ¿No llegó en tren? Creí que no viajaba en su «Volkswagen».

—¡Oh, no! —dijo la señora Bayer, contenta de poder demostrar que estaba mejor enterada—. Vino en coche. Es un chico muy elegante y tiene un automóvil precioso. Estoy segura de que tiene mucho éxito con las chicas…

—Escúcheme bien, Frau Bayer. ¿Podría describir ese coche?

—No conozco la marca, desde luego; pero es un coche deportivo, negro, con una franja amarilla en un costado…

El abogado colgó violentamente el teléfono, y a continuación marcó un número de Nuremberg. Sudaba ligeramente. Le contestaron de un hotel, y pidió un número interior. Al poco rato, una voz conocida contestó:

—Diga.

—Mackensen —gritó el Werwolf—, venga inmediatamente. Hemos encontrado a Miller.

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