Odessa

Odessa


XIV

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XIV

Al verle, nadie hubiera dicho que Klaus Winzer había pertenecido a la SS. No sólo no alcanzaba la talla obligatoria de un metro ochenta, sino que, además, era corto de vista. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, pálido, regordete, rubio, con el pelo rizado y gesto apocado.

En realidad, la suya fue una de las más curiosas carreras que pudiera haber hecho un hombre en la SS. Había nacido en 1924. Su padre, Johann Winzer, era un chacinero de Wiesbaden, hombre corpulento e impetuoso, que desde los primeros años veinte fue un fiel seguidor de Adolf Hitler y del partido nazi. Desde su más temprana edad, Klaus recordaba a su padre cuando llegaba a casa después de librar batallas callejeras contra comunistas y socialistas.

Klaus salió a su madre y, para disgusto de su padre, se crió escuchimizado, enclenque, miope y pacífico. Odiaba la violencia, el deporte y el pertenecer a las Juventudes Hitlerianas. Sólo en una cosa se distinguía: siendo todavía un adolescente se aficionó al arte de la caligrafía y a la confección de pergaminos, actividad que su desesperado padre consideraba propia de señoritas.

El chacinero prosperó con la subida de los nazis al poder, y, en recompensa de sus anteriores servicios al Partido, se le otorgó la exclusiva del abastecimiento de carnes a los cuarteles de la SS de su ciudad. El hombre admiraba fervientemente a los gallardos jóvenes de la SS, y deseaba con todas sus fuerzas poder ver un día a su hijo lucir el distintivo negro y plata de la Schutz Staffel.

Pero Klaus, que no mostraba tales inclinaciones, prefería pasar las horas inclinado sobre sus manuscritos, ejercitándose en el uso de las tintas de colores y en el trazo de volutas y arabescos.

Estalló la guerra, y en la primavera de 1942 cumplió Klaus dieciocho años, la edad de incorporarse a filas. A diferencia de su padre, corpulento, pendenciero y antisemita, él era bajito, pálido y tímido. Ni siquiera consiguió pasar el examen médico que entonces estaba prescrito incluso para el trabajo de oficinas, y la junta de reclutamiento lo envió otra vez a su casa. Aquello fue la última gota para el padre.

Johann Winzer tomó el tren y se fue a Berlín, a ver a un antiguo camarada de los tiempos de las algaradas callejeras —que había prosperado mucho en la SS—, para pedirle que intercediera por el muchacho, a fin de que fuera admitido en alguna rama del servicio del Reich. Su amigo se mostró todo lo complaciente que pudo, que no era mucho, y preguntó si el joven Klaus tenía alguna aptitud especial. Abochornado, el padre confesó que el muchacho hacía pergaminos.

El hombre prometió hacer cuanto estuviera en su mano y, para empezar, propuso que Klaus confeccionara un pergamino, que sería ofrecido a un tal comandante Fritz Suhren, de la SS.

En Wiesbaden, el joven Klaus hizo lo que se le pedía, y en el curso de una ceremonia, que se celebró en Berlín una semana después, el pergamino dibujado por él fue ofrecido a Suhren por sus compañeros. Éste, que era comandante del campo de concentración de Sachsenhausen, acababa de ser destinado al aún más infausto Ravensbruck.

Suhren fue ejecutado por los franceses en el año 1945.

En la ceremonia de la entrega, celebrada en el cuartel general de la RSHA en Berlín, el primor con que había sido ejecutado el pergamino causó la admiración de todos, y muy especialmente la de un tal Alfred Naujocks, teniente de la SS. Éste fue el que, en agosto de 1939, dirigió el falso ataque contra la emisora de radio de Gleiwitz, en la frontera germano-polaca, y dejó los cadáveres de varios prisioneros de los campos de concentración, vestidos con uniforme alemán, en «prueba» de la agresión polaca contra Alemania, pretexto de que se valió Hitler para invadir Polonia a la semana siguiente.

Naujocks preguntó quién había hecho aquel pergamino, y pidió que el joven Klaus fuera enviado a Berlín.

Casi sin darse cuenta, Klaus Winzer ingresó en la SS. Sin ser sometido al período normal de instrucción, se le tomó el juramento de fidelidad, otro de silencio, y se le anunció que sería destinado a un proyecto secreto del Reich. El tocinero de Wiesbaden, atónito, se sentía en el séptimo cielo.

El proyecto de referencia se desarrollaba bajo los auspicios de la RSHA, Negociado Seis, Sección F, en unos talleres de la Dellbruck Strasse, de Berlín. En síntesis, era sencillísimo. La SS proyectaba la falsificación de cientos de miles de billetes ingleses de cinco libras, y americanos, de cien dólares. El papel se elaboraba en la fábrica de papel moneda del Reich, situada en Spechthausen, en las afueras de Berlín, y la labor realizada en los talleres de la Dellbruck Strasse consistía en tratar de obtener la marca al agua de las monedas inglesa y americana. En semejante trabajo podían ser de gran utilidad los conocimientos que poseía Klaus Winzer acerca de papeles y tintas.

El plan era inundar a Gran Bretaña y Estados Unidos de billetes falsos, con objeto de destruir la economía de ambas naciones. A principios de 1943, cuando al fin se consiguió la marca de agua de los billetes de cinco libras esterlinas, se encargó la confección de las planchas al Bloque 19 del campo de concentración de Sachsenhausen, donde grabadores y calígrafos judíos y no judíos trabajaban a las órdenes de la SS. La labor de Winzer consistía en comprobar la calidad, ya que la SS temía que sus prisioneros cometiesen deliberadamente errores.

Al cabo de dos años, Klaus Winzer aprendió de sus prisioneros todo lo que éstos sabían, que era suficiente para convertirlo en un falsificador excepcional. Hacia fines de 1944, en el Bloque 19 se confeccionaban también falsos documentos de identidad, que usarían los oficiales de la SS después de la caída de Alemania.

A principios de 1945 tocaba a su fin aquel pequeño mundo, que era feliz a su manera, si lo comparamos con la devastación que por aquel entonces reinaba en Alemania.

El grupo encargado de la operación, dirigido en aquel momento por el capitán Bernhard Krueger, se trasladó de Sachsenhausen a las lejanas montañas de Austria, donde debía continuar su obra. En caravana motorizada emprendieron el camino del sur, y se instalaron en las naves de una cervecería abandonada de RedlZipf, en la Alta Austria. Pocos días antes de que terminara la guerra, Klaus Winzer, con el corazón destrozado y lágrimas en los ojos, observaba, desde la orilla de un lago, cómo eran arrojados al agua millones de libras esterlinas y millares de millones de preciosos dólares, falsificados por él con todo mimo.

Regresó a su casa de Wiesbaden. Como a él, en la SS, nunca le faltó comida, le causó gran asombro descubrir, en aquel verano de 1945, que la población civil de Alemania pasaba hambre. Wiesbaden estaba ocupado por los norteamericanos, y aunque éstos tenían comida en abundancia, los alemanes roían mendrugos. Su padre, ahora un antinazi de toda la vida, estaba arruinado. En su establecimiento, antaño bien provisto de jamones, no había más que una ristra de salchichas colgada de uno de los relucientes ganchos que se alineaban en largas hileras.

Su madre explicó a Klaus que la comida había que adquirirla con tarjetas de racionamiento que expedían los norteamericanos. Klaus examinó, con asombro, aquellas tarjetas, observó que estaban hechas en una imprenta de la ciudad, en un papel más bien barato, tomó unas cuantas y se retiró a su habitación. Al cabo de unos días entregaba a su asombrada madre láminas enteras de tarjetas norteamericanas que les permitirían alimentarse durante seis meses.

—Pero, ¡son falsas! —exclamó su madre.

Klaus, con gran paciencia, le expuso lo que por aquel entonces era ya su firme creencia: las tarjetas no eran falsas; sólo habían sido impresas en otra máquina. Su padre apoyaba a Klaus.

—¿Insinúas que las tarjetas de racionamiento de nuestro hijo son inferiores a las yanquis, insensata?

El argumento era irrebatible, especialmente cuando aquella noche la familia se regaló con una cena compuesta de cuatro platos.

Al cabo de un mes, Klaus Winzer conoció a Otto Klops, un sujeto jactancioso y autosuficiente, que era el rey del mercado negro de Wiesbaden, y entre ambos montaron un negocio. Winzer producía cantidades ingentes de tarjetas de racionamiento; cupones para gasolina; salvoconductos; permisos de conducir; pases militares estadounidenses y tarjetas PX; Klops las utilizaba para comprar alimentos; gasolina; neumáticos de camión; medias de nailon; jabón, cosméticos y ropas. Utilizaban una parte del botín para vivir bien, y el resto lo vendían en el mercado negro. Al cabo de dos años y medio, en el verano de 1948, Klaus Winzer era rico. Tenía en su cuenta bancaria cinco millones de Reichsmarks.

A su horrorizada madre trataba de explicar así su simple filosofía:

—Un documento, en sí, no es auténtico ni falso; sólo es eficaz o ineficaz. Si un salvoconducto es un papel que debe servirte para pasar un punto de control y, efectivamente, te permite hacerlo, entonces el salvoconducto es bueno.

En octubre de 1948, Klaus Winzer fue víctima, por segunda vez, de una mala pasada. Las autoridades modificaron la moneda y sustituyeron el antiguo Reichsmark por el nuevo Deutschmark. Pero en lugar de cambiarlos a la par, se limitaron a invalidar el Reichsmark y a dar a cada ciudadano la suma redonda de mil marcos nuevos. Klaus estaba en la ruina. Nuevamente su fortuna era papel mojado.

La plebe, que no necesitaba ya el mercado negro ahora que había venta libre de todos los artículos, denunció a Klops, y Winzer tuvo que huir. Utilizando uno de sus propios salvoconductos interzonales, se dirigió al cuartel general de la Zona británica, en Hannover, y solicitó un empleo en la oficina de pasaportes del Gobierno Militar inglés.

Las referencias que presentó, procedentes de las autoridades estadounidenses de Wiesbaden, firmadas por todo un coronel de la USAF, eran inmejorables. Podían serlo, puesto que las había escrito él mismo. El comandante inglés que le interrogaba, dejó su taza de té encima de la mesa y dijo al aspirante:

—Espero comprenda usted la importancia de que la gente esté provista en todo momento de la documentación correspondiente.

Con toda sinceridad, Winzer aseguró al comandante que él lo comprendía. Dos meses después, tuvo su golpe de suerte. Estaba en una cervecería, y entró en conversación con otro cliente. El hombre se llamaba Herbert Molders. Confesó a Winzer que los ingleses lo buscaban por crímenes de guerra, y que tenía que salir de Alemania cuanto antes. Pero los ingleses eran los únicos que podían expedir pasaportes, y él no se atrevía a solicitarlo. Winzer murmuró que aquello podría arreglarse, pero que costaría dinero.

Entonces vio con asombro cómo Molders sacaba del bolsillo un collar de brillantes. El hombre le explicó que había prestado servicio en un campo de concentración, y que uno de los reclusos trató de comprar su libertad a cambio de las joyas de la familia. Molders tomó las joyas, procuró que el judío figurase en una de las primeras partidas destinadas a las cámaras de gas y, contraviniendo las órdenes, se quedó con el botín.

Una semana después, provisto de una fotografía de Molders, Winzer extendió el pasaporte. Ni siquiera tuvo que falsificarlo. No hacía falta.

El sistema que se seguía en la oficina de pasaportes era muy simple. En la Sección Primera, los solicitantes presentaban toda su documentación y cumplimentaban un formulario. Luego se marchaban, dejando allí la documentación para su estudio. La Sección Segunda comprobaba la autenticidad de los certificados de nacimiento, tarjetas de identidad, permisos de conducir, etcétera, consultaba las listas de criminales de guerra reclamados y, si la solicitud era admitida, pasaba los documentos, acompañados de una autorización firmada por el jefe del Departamento, a la Sección Tercera. La Sección Tercera, al recibir la autorización de la Sección Segunda, sacaba de la caja fuerte un pasaporte en blanco, lo cumplimentaba con los datos correspondientes, pegaba la fotografía del solicitante y lo entregaba a éste cuando se presentaba a recogerlo a la semana siguiente.

Winzer solicitó el traslado a la Sección Tercera. Y, sencillamente, rellenó un formulario de solicitud para Molders con nombre supuesto, sustrajo un formulario de «autorización» de la Sección Segunda y falsificó al pie la firma del jefe del Departamento.

Luego recogió en la Sección Segunda las diecinueve solicitudes aprobadas, con sus correspondientes autorizaciones, unió a ellas la solicitud y la autorización de Molders, y las llevó al comandante Johnstone. Este contó veinte autorizaciones, se fue a la caja fuerte, sacó veinte pasaportes en blanco y los entregó a Winzer. Winzer los rellenó, los timbró con el sello oficial y entregó diecinueve a los afortunados diecinueve solicitantes. El vigésimo se lo guardó en el bolsillo. Al archivo pasaron veinte solicitudes, que correspondían a los veinte pasaportes expedidos.

Aquella noche, Winzer entregó a Molders su nuevo pasaporte, y recibió el collar de brillantes. Había encontrado un nuevo oficio.

En mayo de 1949 se fundaba la República Federal alemana, y la oficina de pasaportes era trasladada al Gobierno del Estado de la Baja Sajonia, con capital en Hannover. Winzer permaneció en el cargo. No tenía más clientes. Pero no los necesitaba. Cada semana, provisto de un retrato de un desconocido adquirido en cualquier estudio fotográfico, Winzer rellenaba cuidadosamente un formulario de solicitud de pasaporte, le unía la fotografía, falsificaba el volante de autorización con la firma del jefe de la Sección Segunda —a la sazón un alemán— y presentaba al jefe de la Sección Tercera una serie de formularios de solicitud con sus correspondientes volantes de autorización. Y cada semana recibía un número de pasaportes en blanco igual al de autorizaciones. Todos menos uno iban a parar a manos de los solicitantes. El último pasaba a su bolsillo. Lo único que él necesitaba, además del pasaporte, era el sello oficial. Robarlo hubiera podido despertar sospechas. Así, pues, una noche se lo llevó a su casa, y a la mañana siguiente tenía el molde del sello de la Oficina de Pasaportes del Gobierno del Estado de la Baja Sajonia.

Al cabo de sesenta semanas había reunido sesenta pasaportes. Entonces presentó la dimisión, recibió, ruboroso, la felicitación de sus superiores por la minuciosidad y rectitud de que había dado pruebas en el desempeño de su cometido, salió de Hannover, vendió el collar de brillantes en Amberes y fundó una bonita imprenta en Osnabrück, en un momento en que con oro y dólares podía comprarse cualquier cosa a mitad de precio.

Winzer nunca habría tenido tratos con ODESSA si Molders hubiese mantenido la boca cerrada. Pero, una vez en Madrid y entre amigos, Molders empezó a jactarse de que conocía a un hombre que podía proporcionar pasaportes alemanes auténticos, con nombre falso, a todo el que se lo pidiera.

A fines de 1950, un «amigo» fue a ver a Winzer, que acababa de abrir su imprenta en Osnabrück. Y Winzer no tuvo más remedio que acceder a lo que le pedían. A partir de entonces, cada vez que un hombre de ODESSA estaba en apuros, Winzer le facilitaba un pasaporte nuevo.

El sistema era totalmente seguro. Lo único que Winzer necesitaba era una fotografía, y la edad. Conservaba copia de las señas personales que constaban en cada solicitud formulada con nombre supuesto y archivada en Hannover. Hacía constar en el pasaporte las señas personales que figuraban en una de las solicitudes extendidas en 1949. El nombre solía ser corriente; el lugar de nacimiento, alguna localidad situada detrás del Telón de Acero, donde nadie iría a hacer averiguaciones; la fecha de nacimiento casi siempre correspondía a la edad del solicitante de la SS. Luego lo sellaba con la estampilla de la Baja Sajonia. Y el destinatario no tenia más que firmar el pasaporte, de su puño y letra, con su nuevo nombre.

Las renovaciones no ofrecían dificultad. Al cabo de cinco años, el antiguo fugitivo solicitaba la renovación en la capital de cualquier Estado que no fuera la Baja Sajonia. El funcionario de Baviera, por ejemplo, llamaba a Hannover para hacer la comprobación pertinente: «¿Extendió esa oficina en 1950 el pasaporte número tantos a nombre de Walter Schumann, nacido en tal sitio y en tal fecha?». El funcionario de Hannover consultaba el archivo y contestaba: «Sí». El de Baviera, satisfecho por la seguridad que le daba su colega de Hannover de que el pasaporte original era auténtico, extendía nuevo pasaporte, sellado por Baviera.

No podía haber la menor dificultad, mientras no se cotejara la fotografía unida a la solicitud que se guardaba en Hannover con la del pasaporte presentado en Munich. Y las fotografías nunca se comprobaban. Los funcionarios vigilan que en los formularios no falte ningún dato, que figure la autorización y que cuadren los números, no las caras.

A partir de 1955, cuando ya se habían cumplido los cinco años desde la fecha de expedición del pasaporte original, el titular de un pasaporte Winzer debía solicitar inmediatamente su renovación. Y una vez el pasaporte en su poder, el fugitivo podía solicitar un nuevo permiso de conducir, tarjeta de la Seguridad Social, la apertura de una cuenta bancaria, tarjeta de crédito, en suma, una nueva identidad completa.

En la primavera de 1964, Winzer había facilitado cuarenta y dos pasaportes de sus existencias de sesenta.

Pero el pequeño Winzer, que era hombre astuto, había tomado precauciones. Se le ocurrió pensar que ODESSA podía decidir en cualquier momento prescindir de sus servicios y de él. Por tanto, resolvió llevar un registro. Él no sabia el verdadero nombre de sus clientes; no se necesitaba para hacer un pasaporte. El dato era superfluo. Sacaba copia de todas las fotografías que se le enviaban, pegaba el original al pasaporte y se quedaba con la copia, que pegaba en una hoja de papel de embalar. A su lado indicaba el nuevo nombre, la dirección —en los pasaportes alemanes figura la dirección— y el número del pasaporte.

Estas hojas estaban en una carpeta. La carpeta era su seguro de vida. Tenía una en su casa, y un duplicado en el despacho de un abogado de Zurich. Si los de ODESSA llegaban a amenazarle, él les contaría lo de la carpeta y les advertiría que si llegaba a ocurrirle algo, el abogado de Zurich enviaría el duplicado a las autoridades alemanas.

Las autoridades de la República Federal, a la vista de las fotografías, las cotejarían con las de sus ficheros de nazis reclamados. Sólo el número del pasaporte, comprobado en la capital de cada uno de los dieciséis Estados, les revelaría el domicilio del poseedor. No se tardaría más de una semana en desenmascararlos. Era un medio infalible para asegurar que Klaus Winzer siguiera vivo y disfrutando de buena salud.

Éste, pues, era el hombre que saboreaba tranquilamente su tostada con mermelada y su café a las ocho y media de aquel sábado por la mañana, mientras repasaba la primera página del Osnabrück Zeitung, cuando sonó el teléfono. La voz del otro extremo del hilo le habló al principio en tono perentorio, y después se suavizó y se hizo más tranquilizadora.

—No es que tengamos la menor queja de usted —le aseguró el Werwolf—; se trata de ese maldito reportero. Creemos que ahora se dirige hacia su casa. No se preocupe; uno de los nuestros va tras él, y el asunto quedará arreglado hoy mismo. Pero usted debe marcharse antes de diez minutos. Esto es lo que quiero que haga…

Treinta minutos después, Klaus Winzer, muy azorado, con la maleta preparada, miraba indeciso hacia el lugar en que estaba la caja fuerte que contenía la carpeta. Se dijo que no la necesitaría. A Bárbara, su criada, le indicó que aquella mañana no iría a la imprenta, pues había decidido tomarse unas cortas vacaciones y marcharse a los Alpes austríacos. Nada como el aire puro para ponerse a tono.

Bárbara se quedó en el umbral de la puerta, mirando, boquiabierta, el «Kadett» de Winzer, que salía por el sendero del jardín marcha atrás, viraba en la tranquila calle y se alejaba. A las nueve y diez llegaba al trébol situado a seis kilómetros al oeste de la ciudad, y subía a la autopista. Cuando el «Kadett» entraba en ella, un «Jaguar» negro salía por el otro lado, en dirección a Osnabrück.

Miller encontró una estación de servicio en la Saar Platz, en la entrada oeste de la ciudad. Se detuvo junto a los surtidores y salió del coche pesadamente. Tenia los miembros entumecidos, y la nuca, rígida. El vino que bebiera la noche anterior le había dejado un amargo sabor en la boca.

—Llénelo —dijo al mozo—. Super. ¿Tienen teléfono público?

—En la esquina —respondió el muchacho.

Por el camino, Miller vio un puesto automático de café, y se llevó a la cabina un vaso del humeante líquido. Hojeó la guía telefónica de Osnabrück. Había varios Winzer, pero sólo un Klaus. El nombre aparecía dos veces; la primera, con la indicación de «Imprenta». Junto a la segunda se leía «dom.», de «domicilio». Eran las 9.20. Hora de trabajo. Llamó a la imprenta.

El que contestó parecía el encargado.

—No, todavía no ha llegado —dijo—. Suele estar aquí a las nueve en punto. Ya no puede tardar. Llame otra vez dentro de media hora.

Miller le dio las gracias y se preguntó si sería conveniente llamar a su casa. Decidió que no. Si estaba en casa, Miller tenía que hablar con él personalmente. Tomó nota de la dirección, y salió de la cabina.

—¿Dónde está Westerberg? —preguntó al empleado del surtidor al pagar la gasolina.

Advirtió que de sus ahorros no le quedaban más que quinientos marcos. El muchacho, con un movimiento de cabeza, señaló hacia el norte.

—Por ahí. Es un sitio de postín. El barrio de los ricos.

Miller compró el plano de la ciudad, y localizó la calle. Estaba a menos de diez minutos de allí.

Evidentemente, era una buena casa; todo el sector parecía habitado por gente acomodada. Miller dejó el «Jaguar» delante de la verja, y se acercó a la puerta principal.

La criada no parecía tener más de veinte años, y era muy bonita. Le sonrió amablemente.

—Buenos días. ¿Está el señor Winzer?

—¡Oh! Se marchó, señor. Hace apenas veinte minutos.

Miller trató de no alarmarse. Seguramente iría camino de la imprenta, y algo le habría detenido.

—Lástima. Me hubiera gustado hablar con él antes de que saliera para el trabajo.

—No ha ido al trabajo, señor. Se fue de vacaciones —aclaró la muchacha.

Miller luchaba con una creciente sensación de pánico.

—¿De vacaciones en esta época del año? Es extraño. Además —inventó rápidamente—, me había citado para esta mañana. Me pidió que viniese a verle aquí.

—¡Qué descuido! —La muchacha estaba sinceramente apenada—. Y se ha ido tan precipitadamente… Recibió una llamada telefónica en la biblioteca, se fue escaleras arriba y me dijo: «Bárbara (porque yo me llamo Bárbara, ¿sabe?), Bárbara, me voy de vacaciones a Austria. Estaré fuera una semana». Yo no tenía la menor idea de que pensara irse de vacaciones. Luego me dijo que llamara a la imprenta para decirles que no iría en una semana, y se marchó. No va con su manera de ser. Herr Winzer es un señor muy reposado.

Miller iba perdiendo las últimas esperanzas.

—¿No le ha dicho adónde iba? —preguntó.

—No; sólo que marchaba a los Alpes austríacos.

—¿Ni le ha dejado unas señas para recados? ¿No hay forma de ponerse en contacto con él?

—Ninguna. Y eso es lo más raro. Porque, ¿qué harán en la imprenta? Hablé con ellos antes de que llegara usted. Se quedaron muy sorprendidos, con todos los encargos pendientes.

Miller hizo un rápido cálculo. Winzer le llevaba media hora de ventaja. A 100 kilómetros por hora, ya habría recorrido cincuenta. Miller podía viajar a una media de ciento veinticinco, por lo que necesitaría dos horas para darle alcance. Era demasiado. En dos horas, Winzer ya podía haber llegado a su destino. Además, ni siquiera estaba seguro de que se dirigiera a Austria.

—¿Podría hablar entonces con Frau Winzer, por favor? —preguntó.

Bárbara soltó una risita y le miró con picardía.

—Herr Winzer no está casado. ¿Es que no lo conoce?

—No, nunca lo he visto.

—No es de los que se casan. Es muy bueno, eso sí; pero las mujeres no le interesan. No sé si me entiende…

—Entonces, ¿vive solo?

—Sí, aunque yo duermo en la casa. Claro que no hay ningún peligro en ese aspecto… —ahogó una risita.

—Comprendo. Muchas gracias.

Miller dio media vuelta para marcharse.

—No hay de qué.

La muchacha le observó mientras bajaba por el sendero del jardín y subía al «Jaguar», que ya antes le había llamado la atención. Se preguntaba si estando ausente Herr Winzer no podría ella invitar a pasar la noche allí a un joven simpático y atractivo. Vio cómo el «Jaguar» se alejaba rugiendo, suspiró por la ocasión perdida y cerró la puerta.

Miller sentía cómo el cansancio se apoderaba de él; un cansancio acentuado por este último desengaño, que él consideraba definitivo. Suponía que Bayer habría conseguido soltarse y utilizado el teléfono del hotel de Stuttgart para avisar a Winzer. Había estado a punto de conseguir su objetivo; sólo le faltaron quince minutos. Ahora no deseaba más que una cosa: dormir.

Franqueó la muralla medieval de la ciudad vieja; guiándose por el plano, se dirigió a la Theodor Heuss Platz, aparcó el «Jaguar» frente a la estación y tomó habitación en el «Hotel Hohenzollem», al lado de la plaza.

Tuvo suerte; había habitación disponible, de manera que subió, se desnudó y se acostó. Algo seguía dándole vueltas en la cabeza, un cabo suelto, una pregunta que no había formulado. Cuando se quedó dormido, la pregunta seguía sin respuesta.

Mackensen llegó al centro de Osnabrück a la una y media. Al entrar en la ciudad, pasó por la casa de Westerberg, pero no vio el «Jaguar». Antes de preguntar en la casa, quería volver a llamar al Werwolf, por si había novedad.

La central de Correos de Osnabrück está en un lado de la Theodor Heuss Platz; la estación del ferrocarril ocupa otro de los lados de la plaza, y en el tercero se halla situado el «Hotel Hohenzollern». Cuando Mackensen detuvo el coche delante de Correos, sonrió ampliamente. Acababa de ver el «Jaguar» frente al principal hotel de la ciudad.

El Werwolf estaba de mejor talante.

—Bien: por el momento, pasó el pánico —dijo al asesino—. He podido avisar al falsificador, y éste se ha marchado de la ciudad. Hace poco he vuelto a llamar a su casa. Me ha contestado la criada. Dice que Winzer se marchó un cuarto de hora antes de que un joven, que iba en un coche deportivo negro, preguntara por él.

—Yo también tengo noticias —anunció Mackensen—. El «Jaguar» está en la plaza, delante de mí. Seguramente, el hombre estará durmiendo en el hotel. Puedo encargarme de él en la habitación. Usaré el silenciador.

—Un momento; no nos precipitemos —dijo el Werwolf—. He estado reflexionando. Es preferible que no le ocurra nada en Osnabrück. La criada se acordaría de él y de su coche. Probablemente lo diría a la Policía, y eso podría hacer que quisieran interrogar al falsificador, que, por cierto, es bastante asustadizo. No quiero que se vea complicado en el caso. El testimonio de la criada le haría aparecer muy sospechoso. Recibe una llamada, y en seguida sale precipitadamente de su casa y desaparece. Después, un joven pregunta por él, y al poco rato el joven es asesinado en el hotel. Sería muy sospechoso.

Mackensen tenía el ceño fruncido.

—Tiene razón —admitió al fin—. Tendré que esperar a que se marche de aquí.

—Probablemente se quedará unas horas, buscando una pista que le permita dar con el falsificador. Pero no la encontrará. Otra cosa: ¿lleva Miller alguna cartera de mano?

—Sí —respondió Mackensen—. Anoche la llevaba al salir del cabaret, y subió con ella a su cuarto del hotel.

—¿Por qué no la dejaría en el portaequipajes del coche? ¿O en el hotel? Seguramente, porque contiene algo muy importante. ¿Sabe adónde quiero ir a parar?

—Sí —dijo Mackensen.

—Él me ha visto, y sabe cómo me llamo y dónde vivo. Sabe que estaba en contacto con Bayer y con el falsificador. Y los periodistas todo lo escriben. Esa cartera tiene ahora una gran importancia. Cuando Miller muera, la cartera no debe caer en manos de la Policía.

—Ya sé: quiere usted la cartera.

—Por lo menos, quiero tener la seguridad de que ha sido destruida —dijo la voz que hablaba desde Nuremberg.

Mackensen meditó un momento.

—Lo más práctico sería poner una bomba en el coche. Una bomba conectada a la suspensión, que explote cuando, a gran velocidad, tropiece con algún desnivel del pavimento de la autopista.

—Magnífico —reconoció el Werwolf—. ¿La cartera quedaría destruida?

—Con una bomba como la que pienso emplear, la cartera, Miller y el coche arderían como la yesca. Además, con el coche lanzado a gran velocidad, parecerá un accidente. Los testigos dirán que se incendió el depósito de la gasolina. Una lástima.

—¿Podrá hacerlo? —preguntó el Werwolf.

Mackensen sonrió. El maletín que llevaba en el coche era el sueño del asesino. Contenía, entre otras cosas, casi una libra de explosivos de plástico y dos detonadores eléctricos.

—Por supuesto —gruñó—. No habrá dificultad. Pero tendré que esperar a que oscurezca para acercarme al coche. —Se interrumpió, miró por la ventana hacia la plaza y dijo apresuradamente—: Luego le llamaré.

Volvió a llamar al cabo de cinco minutos.

—Lo siento; pero vi a Miller subir al coche con su cartera en la mano. De todos modos, volverá al hotel. Acabo de ir a informarme. Ha dejado la maleta. De modo que no hay que preocuparse. Prepararé la bomba, y esta noche la colocaré.

Miller se despertó poco antes de la una. Se sentía descansado y un tanto eufórico. Mientras dormía, descubrió qué era lo que poco antes le produjera aquella leve desazón. Volvió a la casa de Winzer. La criada se alegró mucho al verlo.

—Hola, ¿usted otra vez?

—Pasaba por ahí delante, de vuelta a mi casa y pensé… ¿cuánto hace que trabaja usted aquí?

—Pues… unos diez meses. ¿Por qué?

—Si Herr Winzer es soltero y usted tan joven, ¿quién le atendía antes de que usted llegara?

—Ah, ya comprendo. Su ama de llaves, Fraulein Wendel.

—¿Y qué ha sido de ella?

—¡Ay! Está en el hospital, señor. Cáncer en un pecho, ¿sabe? Es horrible. Y ésa es otra de las cosas por las cuales parece extraño que Herr Winzer se haya ido así tan de repente. Él solía ir a visitarla todos los días. La quiere mucho. No es que ellos… bueno, usted ya me entiende, hayan sido algo. Pero ella estaba en la casa desde 1950, y Herr Winzer la aprecia mucho. Siempre está diciéndome: «Fraulein Wendel hacía eso así, y lo otro, asá…».

—¿En qué hospital está? —preguntó Miller.

—Ahora no recuerdo… Espere un momento. Está anotado en el bloc del teléfono.

La muchacha volvió al cabo de dos minutos y le dio el nombre de la clínica, un lujoso sanatorio particular situado en las afueras de la ciudad.

Guiándose por el mapa, Miller se presentó en la clínica poco después de las tres de la tarde.

Mackensen pasó las primeras horas de la tarde comprando los materiales que necesitaba para su bomba. Su instructor le había dicho en cierta ocasión: «El secreto del sabotaje consiste en utilizar siempre cosas sencillas, que puedan comprarse en cualquier tienda».

En una ferretería adquirió un soldador y una varilla de estaño; un rollo de cinta adhesiva negra; un metro de alambre y unos alicates; una hoja de sierra de treinta centímetros y un tubo de pegamento instantáneo. En una lampistería compró una batería de transistores de nueve voltios, una bombillita de dos centímetros y medio de diámetro y dos pedazos de hilo de cobre de 5 amperios, forrados de plástico, uno rojo y el otro azul. Él era un operario muy cuidadoso, y le gustaba distinguir el positivo y el negativo. En una papelería compró cinco gomas de borrar grandes, de dos centímetros y medio de ancho por cinco de largo, y uno y medio de espesor. En una farmacia adquirió dos paquetes de preservativos, cada uno de los cuales contenía tres fundas de caucho, y en una charcutería de lujo compró una lata del mejor té. Era una lata de cuarto de kilo, que cerraba herméticamente. Era hombre minucioso en su trabajo, y no quería que se le mojaran los explosivos. Las latas de té tienen una tapa para impedir que penetre la humedad.

Una vez hechas sus compras, tomó en el «Hotel Hohenzollern» una habitación con vista a la plaza, para poder vigilar, mientras trabajaba, la zona de estacionamiento a la que forzosamente tenía que volver Miller.

Antes de entrar en el hotel, sacó del portaequipajes de su coche media libra de explosivo de plástico, blando y moldeable como la plastilina, y uno de los detonadores eléctricos.

Se sentó ante la mesa, al lado de la ventana, desde donde podía vigilar la plaza, y, provisto de una jarra de café bien cargado para combatir el cansancio, puso manos a la obra.

La bomba que fabricó era muy sencilla. Ante todo vació la lata de té en el lavabo. En la tapadera hizo un orificio con el mango de los alicates. Del trozo de tres metros de hilo rojo cortó veinticinco centímetros.

Soldó un extremo del hilo rojo corto al terminal positivo de la batería. Al terminal negativo soldó un extremo del hilo largo azul. Para evitar que los hilos se tocaran, los tendió uno a cada lado de la batería y los fijó en su lugar con cinta adhesiva.

El otro extremo del hilo rojo corto lo enrolló en torno a la punta de contacto del detonador. A la misma punta de contacto fijó un extremo del otro pedazo de cable rojo, el más largo.

Colocó la batería y los hilos en la base de la lata cuadrada de té, incrustó el detonador profundamente en el explosivo de plástico, e introdujo éste en la lata, encima de la batería, hasta llenarla.

El circuito estaba casi completo. Uno de los hilos iba de la batería al detonador, y otro, partiendo del detonador, dejaba un extremo colgando. De la batería partía otro hilo, cuyo otro extremo también quedaba al aire. Pero cuando los dos extremos libres, uno del hilo largo rojo y el otro del azul, hicieran contacto, el circuito se cerraría. La carga de la batería accionaria el detonador, que explotaría con un fuerte estampido. Pero el estampido quedaría ahogado por el estruendo del plástico, cuya potencia sería suficiente para demoler dos o tres habitaciones del hotel.

Faltaba ahora preparar el mecanismo del disparador. Se envolvió las manos en pañuelos y dobló la hoja de sierra hasta que ésta se partió por la mitad, en dos cuchillas de unos quince centímetros cada una, perforadas en un extremo por el orificio que sirve para fijar la hoja de la sierra al marco.

Reunió las gomas de borrar en un solo bloque, que utilizó para separar las dos hojas de sierra. Las ató por un extremo, una encima y otra debajo del bloque de goma, de manera que diez centímetros de las hojas asomaban en paralelo, a una distancia de tres centímetros entre sí. El conjunto recordaba la forma de una cabeza de cocodrilo, con la boca abierta, vista de perfil. Para impedir que las hojas se tocaran con excesiva facilidad, Mackensen puso entre ambas la bombilla, y la fijó en su lugar con una generosa dosis de pegamento. El vidrio no es conductor de la electricidad.

Casi había terminado. Introdujo los dos hilos, el rojo y el azul, que asomaban de la lata del explosivo, por el agujero de la tapa, y colocó ésta en su sitio. Después soldó uno de los extremos del cable a la sierra de la parte superior, y el otro, a la de la parte inferior. La bomba estaba ya activada.

Si el disparador era sometido a una brusca presión, la bombilla reventaría, las dos hojas de sierra harían contacto, y el circuito eléctrico de la batería quedaría cerrado. Una última precaución: para impedir que las sierras tocaran simultáneamente la misma pieza de metal, lo cual también cerraría el circuito, puso los seis preservativos, uno encima del otro, en el disparador, de manera que el dispositivo quedó protegido por seis capas de fina goma aislante. Ello impedirla que el artefacto estallara antes de tiempo. Una vez armada la bomba, la guardó en el armario, junto con el alambre, los alicates y el resto de la cinta adhesiva que necesitaría para sujetarla al coche de Miller. Luego pidió más café, a fin de mantenerse despierto, y se instaló detrás de los cristales de la ventana, en espera de que Miller regresara al aparcamiento del centro de la plaza.

No sabía adónde habla ido Miller, ni le importaba. El Werwolf le había asegurado que no podría encontrar ninguna pista del paradero del falsificador, y esto le bastaba. Mackensen, como buen especialista, se conformaba con hacer su trabajo, y dejaba el resto a los demás. Se armó de paciencia. Sabía que, tarde o temprano, Miller habría de regresar.

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