Odessa

Odessa


XV

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XV

El médico miró con desagrado al visitante. Miller, que no era partidario de cuellos ni de corbatas, y prescindía de ellos en cuanto podía, llevaba un suéter de nailon blanco, con cuello alto, un pullover negro y una chaqueta del mismo color. La expresión del médico decía bien a las claras que, para ir de visita a un hospital, lo más apropiado era usar camisa y corbata.

—¿Su sobrino? —preguntó, sorprendido—. Es raro, no sabía que Fraulein Wendel tuviera un sobrino.

—Creo que soy el único pariente que le queda —dijo Miller—. Desde luego, de saber cuál era su estado hubiera venido antes; pero Herr Winzer no me llamó hasta esta mañana.

—Herr Winzer suele venir a esta hora —observó el doctor.

—Tengo entendido que ha tenido que ausentarse —dijo Miller suavemente—. Por lo menos, eso me ha dicho por teléfono. Al parecer, estará fuera varios días, y me ha pedido que viniera a verla en su lugar.

—¿Dice que se ha marchado? ¡Qué raro! —El médico hizo una pausa y luego añadió—: ¿Me disculpa un momento?

Miller le vio entrar en un despachito situado a un lado del vestíbulo en que habían estado hablando. Por la puerta entreabierta oyó fragmentos de la conversación que el médico sostenía con el domicilio de Winzer.

—Así, ¿se ha marchado? ¿Esta mañana? ¿Para varios días? ¡Oh, no! Gracias, Fraulein; sólo quería informarme de que no vendrá esta tarde.

El doctor colgó el teléfono y salió nuevamente al vestíbulo.

—¡Esto es muy raro! —murmuró—. Herr Winzer ha estado viniendo puntualmente todos los días desde que trajeron a Fraulein Wendel. Desde luego, debe de tenerle un gran aprecio. Bueno: habrá de regresar pronto si quiere volver a verla. Esto se acaba, ¿comprende?

Miller puso cara de pena.

—Así me lo dijo él por teléfono. ¡Pobre tía!

—Siendo de la familia, puede usted entrar a verla un momento. Pero le advierto que está inconsciente, y le ruego que sea breve. Sígame, por favor.

El médico condujo a Miller por los pasillos de la clínica, que en otros tiempos debió de ser una gran residencia particular, y se detuvo ante una puerta.

—Está aquí —dijo.

Cuando el visitante hubo entrado en la habitación, el médico volvió a cerrar la puerta. Miller le oyó alejarse por el corredor.

La habitación estaba casi a oscuras, y Miller tardó algún tiempo en descubrir, a la débil claridad de la tarde, que se filtraba por la rendija de las cortinas, la ajada figura que yacía en la cama. La mujer se hallaba incorporada sobre varias almohadas, y su rostro estaba tan blanco, que casi se confundía con las sábanas y el camisón. Tenía los ojos cerrados, y Miller pensó que no iba a ser fácil conseguir que le facilitara algún indicio acerca del lugar en que pudiera haberse escondido el falsificador.

—Fraulein Wendel —susurró.

Los párpados de la mujer temblaron y se abrieron.

Le miró inexpresivamente, y Miller se preguntó si lo vería siquiera. Ella volvió a cerrar los ojos y empezó a murmurar palabras incoherentes. Miller se inclinó, a fin de captar las frases que en monótona retahíla salían de aquellos labios grisáceos.

Apenas tenían significado. Hablaban de Rosenheim, un pueblecito de Baviera, seguramente el lugar en el que ella había nacido. Decía también: «Todas vestidas de blanco, ¡qué bonitas!». Y otras cosas ininteligibles.

Miller se acercó un poco más.

—Fraulein Wendel, ¿puede usted oírme?

La mujer seguía murmurando. Miller oyó:

—… con su devocionario y su ramito de flores… Tan blancas, tan inocentes…

Miller frunció el ceño. Tardó algún tiempo en comprender. En su delirio, la moribunda recordaba su Primera Comunión. Era católica, como él.

—¿Me oye, Fraulein Wendel? —insistió, sin confiar en que sus palabras pudieran llegar hasta ella.

La mujer abrió los ojos y le miró fijamente. Vio la franja blanca que le rodeaba el cuello, la chaqueta negra y la pechera también negra. Miller advirtió, sorprendido, que ella volvía a cerrar los ojos y que su pecho liso se arqueaba en un espasmo. Estaba asustado. Pensó que lo mejor sería llamar al médico. Entonces vio que por las ajadas mejillas de la mujer corrían dos lágrimas. Lloraba. Una de sus manos se deslizó lentamente sobre la colcha, hasta cogerle la muñeca, que él tenía apoyada en la cama, y se la oprimió con una fuerza insospechada, o acaso simplemente con desesperación. Miller iba a desasirse y a salir de la habitación, convencido de que la enferma no podría decirle nada acerca de Klaus Winzer, cuando la oyó exclamar con voz clara:

—¡Padre, bendígame, he pecado!

Miller tardó varios segundos en comprender lo que ocurría. Luego, al mirar sus oscuras ropas, se explicó la confusión de la mujer. Durante unos instantes, vaciló entre dejarla y regresar a Hamburgo inmediatamente, o poner en peligro su alma y hacer una última tentativa para localizar a Eduard Roschmann a través del falsificador. Se inclinó hacia ella.

—Hija mía, he venido a oír tu confesión.

Ella empezó a hablar. Con voz monótona y cansada, le contó toda su vida. De niña se crió entre los campos y bosques de Baviera. Había nacido en 1910, y recordaba el día en que su padre se fue a la primera guerra, y aquel en que regresó, al cabo de tres años, tras el Armisticio de 1918, indignado contra los hombres de Berlín, que habían capitulado.

Recordaba la vorágine política de los primeros años veinte, y la tentativa de putsch realizada en la cercana Munich por un puñado de hombres capitaneados por un charlatán callejero llamado Adolf Hitler, para derribar al Gobierno. Más adelante, su padre se había unido al partido de aquel hombre, y cuando ella cumplió veintitrés años, el charlatán y sus secuaces se habían convertido en el Gobierno de Alemania. Le habló de las excursiones veraniegas con la «Unión de Muchachas Alemanas», de su trabajo de secretaria con el gauleiter de Baviera y de los bailes con los apuestos y rubios muchachos del uniforme negro.

Pero ella era fea, larga y huesuda, con cara de caballo y bigote. Llevaba su pelo de rata recogido en un moño, trajes gruesos y zapatos de tacón bajo. Antes de cumplir los treinta años comprendió que el matrimonio no era para ella. En 1939, amargada y henchida de odio, fue nombrada celadora de un campo llamado Ravensbruck.

Con lágrimas en los ojos, y sin soltarle la muñeca, por temor de que él, asqueado, la dejara antes de que pudiera contárselo todo, le habló de las personas a las que había golpeado, de los días de poder y crueldad en aquel campo de Brandeburgo.

—¿Y qué hizo después de la guerra? —preguntó Miller, con suavidad.

Pasó varios años deambulando de un lado al otro, abandonada por la SS, perseguida por los aliados, fregando platos y durmiendo en asilos. En 1950 conoció a Winzer, el cual, mientras buscaba casa, se hospedaba en un hotel de Osnabrück, en el que ella trabajaba de camarera. Cuando aquél, que era una persona excelente y un perfecto caballero, tuvo la casa, le propuso que fuera su ama de llaves.

—¿Eso es todo? —preguntó Miller, cuando ella acabó de hablar.

—Sí, padre.

—Hija, no puedo darte la absolución a menos que confieses todas tus faltas.

—Eso es todo, padre.

Miller suspiró.

—¿Y los pasaportes falsos? Esos que se entregaban a los antiguos SS fugitivos…

Ella guardó silencio, y Miller temió que se hubiera desmayado.

—¿Está enterado de eso, padre?

—Lo estoy.

—Yo no los hacía —dijo ella.

—Pero tú sabías lo que hacía Klaus Winzer, ¿verdad?

—Sí —susurró.

—Y ahora él se ha marchado.

—No, no puede ser. Klaus no me abandonaría. Volverá.

—¿Sabes adónde ha ido?

—No, padre.

—¿Estás segura? Piénsalo, hija. Lo han obligado a huir. ¿Adónde puede haber ido?

El demacrado rostro de la mujer se movió a derecha e izquierda.

—No lo sé, padre. Pero si le amenazan, utilizará la carpeta. Él me lo dijo.

Miller se sobresaltó. Miró a la mujer, que ahora tenía los ojos cerrados, como si durmiese.

—¿Qué carpeta, hija?

Siguieron hablando durante cinco minutos más. Luego se oyó un suave golpecito en la puerta. Miller se desasió de la mano de la mujer y se levantó para marcharse.

—Padre…

La voz era quejumbrosa, implorante. Él se volvió. La mujer le miraba fijamente con los ojos muy abiertos.

—Padre, la absolución.

Miller suspiró. Aquello era pecado mortal; pensó que alguien, en algún lugar, lo comprendería. Levantó la mano derecha e hizo la señal de la cruz.

In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sansti, Ego te absolvo a peccatis tuis.

La mujer suspiró, cerró los ojos y perdió el conocimiento.

Fuera, en el pasillo, le esperaba el médico.

—Creo que no debería quedarse más tiempo —dijo.

Miller asintió.

—Sí, ahora duerme —dijo.

Después de asomarse un momento a la habitación, el médico lo acompañó hasta el vestíbulo.

—¿Cuánto cree que puede durar? —preguntó Miller.

—Es difícil precisarlo. Pero no creo que sean más de dos o tres días. Lo lamento.

—Sí. En fin: muchas gracias por haberme permitido verla. —El médico le abrió la puerta—. ¡Oh! Una cosa más, doctor. En nuestra familia todos somos católicos. Me ha pedido un sacerdote, para los últimos sacramentos, ¿comprende?

—Desde luego.

—¿Podrá usted encargarse de avisarlo?

—Por supuesto. No lo sabía. Esta misma tarde lo llamaré. Gracias por advertirme. Adiós.

Cuando Miller llegó a la Theodor Heuss Platz y aparcó su «Jaguar» a veinte metros del hotel, empezaba a anochecer. Desde el segundo piso, Mackensen observó su llegada. Puso la bomba en su bolsa de mano, bajó con ella al vestíbulo, pagó la cuenta, aduciendo que debería salir muy pronto al día siguiente, y se dirigió hacia su coche. Lo situó en un lugar desde el que podía vigilar la puerta del hotel y el «Jaguar», y de nuevo se dispuso a esperar.

Había aún mucha gente en la zona para que pudiera ponerse a trabajar en el «Jaguar». Además, Miller podía volver a salir en cualquier momento. Si se marchaba antes de que colocara la bomba, Mackensen lo despacharía en la autopista, a unos cuantos kilómetros de Osnabrück, y se llevaría el maletín. Si se quedaba a dormir en el hotel, Mackensen pondría la bomba de madrugada, cuando no hubiera nadie en los alrededores.

En su habitación, Miller se devanaba los sesos tratando de recordar un nombre. Aún le parecía ver la cara de aquel hombre; pero el nombre se le escapaba.

Fue poco antes de la Navidad de 1961. Miller se encontraba en los bancos de la Prensa de la Audiencia Provincial de Hamburgo, esperando la vista de una causa en que estaba interesado. Cuando llegó, iba a fallarse el caso anterior. En el banquillo había un hombre pequeño, con cara de hurón. El abogado defensor pedía clemencia y alegaba que se acercaba la Navidad y que su defendido tenía esposa y cinco hijos.

Miller, al dirigir la mirada hacia la Sala, se había fijado en el rostro cansado y descompuesto de la esposa del acusado. Ella, con gesto de desesperación, lo escondió entre las manos al oír las palabras del magistrado que decía que la sentencia debía ser más dura, pero que, en atención a la petición de clemencia formulada por el defensor, imponía al acusado la pena de dieciocho meses de prisión. En su informe, el fiscal había dicho del prisionero que era uno de los más hábiles ladrones de cajas fuertes de Hamburgo.

Quince días después, Miller se hallaba en un bar situado a menos de doscientos pasos del Reeperbahn tomando unas copas de Navidad con uno de sus contactos de los bajos fondos. Aquel día había cobrado un gran reportaje gráfico, y disponía de bastante dinero. En un extremo del bar vio a una mujer fregando el suelo. En seguida reconoció el rostro entristecido de la esposa del especialista en cajas de caudales condenado dos semanas antes. En un arranque de generosidad, que después le pesó, puso un billete de cien marcos en el bolsillo del delantal de la mujer, y se marchó.

En el mes de enero recibió Miller una carta del penal de Hamburgo. La redacción era primitiva. Seguramente la mujer preguntó al barman el nombre de su benefactor, y se lo dijo a su marido. La carta fue enviada a una revista para la que él solía trabajar, y de allí había sido reexpedida a su domicilio.

Querido señor Miller: Mi mujer me ha escrito lo que hizo usted esta Navidad. Yo no le conozco, y no sé por qué lo ha hecho; pero quiero decirle que se lo agradezco mucho. Es usted todo un señor. El dinero ayudó a Doris y a los chicos a pasar buena Navidad y Año Nuevo. Si alguna vez puedo hacer algo por usted, no tiene más que decírmelo. Suyo, con todo respeto…

Pero, ¿cuál era el nombre estampado al pie de la carta? Koppel. Sí, Viktor Koppel. Confiando que el hombre no hubiera ido a parar nuevamente a la cárcel, Miller sacó su libreta de direcciones, se puso el teléfono encima de las rodillas y empezó a llamar a sus amigos de los bajos fondos de Hamburgo.

Dio con Koppel a las siete y media. Como era viernes por la noche, estaba con unos amigos en un bar. Por el teléfono, Miller oía la música de una gramola automática. Estaba tocando I want to hold your hand, de los Beatles, que aquel invierno hacía furor.

Koppel no tardó en acordarse de él y del obsequio hecho a Doris dos años antes. Era evidente que Koppel había bebido unas cuantas copas.

—Fue un espléndido rasgo, Herr Miller, espléndido.

—¿Se acuerda de la carta que me escribió desde la cárcel, para decirme que si alguna vez necesitaba un favor podía acudir a usted?

El tono de Koppel era cauto.

—Sí, lo recuerdo.

—Necesito su ayuda. No es mucho. ¿Puedo contar con usted?

El de Hamburgo recelaba.

—El caso es que no ando muy sobrado de dinero, Herr Miller.

—No quiero un préstamo —dijo Miller—. Se trata de pagarle para que me haga un trabajo. Un pequeño trabajo.

La voz de Koppel denotaba un gran alivio.

—Comprendido. Claro que sí. ¿Dónde está?

Miller le dio las instrucciones.

—Vaya a la estación de Hamburgo y tome el primer tren para Osnabrück. Le esperaré en la estación. Una cosa más, tráigase sus herramientas.

—Un momento, Herr Miller. Yo nunca trabajo fuera de mi zona. De Osnabrück no sé nada.

Miller le habló en el argot de Hamburgo.

—Es un simple paseo, Koppel. El lugar está vacío, el dueño, de viaje, y dentro, un montón de género. No habrá pegas: lo tengo todo estudiado. Puede estar de nuevo en Hamburgo a la hora del desayuno, con la bolsa llena, y nadie le hará preguntas. El hombre tardará una semana en volver; de modo que tiene usted tiempo de deshacerse de todo antes de su regreso, y la poli de aquí creerá que es obra de alguien de la ciudad.

—¿Y lo del billete del tren? —preguntó Koppel.

—Yo se lo pagaré. A las nueve sale un tren de Hamburgo. Tiene una hora. No se entretenga.

Koppel suspiró.

—De acuerdo. Tomaré ese tren.

Miller colgó el teléfono, pidió a la telefonista que lo despertara a las once de la noche, y se echó a dormir.

Fuera, Mackensen proseguía su solitaria vigilancia. Había decidido empezar a trabajar en el «Jaguar» a las doce, si Miller no aparecía.

Pero a las once y cuarto salió Miller del hotel, cruzó la plaza y entró en la estación. Mackensen estaba sorprendido. Salió del «Mercedes» y se acercó a la estación, mirando a través del vestíbulo. Miller estaba en el andén, esperando un tren.

—¿Adónde va el tren que para en este andén? —preguntó a un mozo.

—Es el de las once treinta y tres, con destino a Munster —respondió el hombre.

Mackensen no se explicaba por qué Miller tomaba el tren si tenia coche. Todavía perplejo, volvió a su automóvil y siguió esperando.

A las once treinta y cinco se despejó la incógnita. Miller salía de la estación, acompañado por un hombrecito raído que llevaba una bolsa de cuero negro. Ambos charlaban animadamente. Mackensen juró entre dientes. No le convenía que Miller llevara a un pasajero en el «Jaguar». Esto complicaría su trabajo. Afortunadamente, los dos hombres subieron a un taxi y se fueron. Mackensen decidió esperar veinte minutos y ponerse luego a trabajar en el «Jaguar», que seguía aparcado a veinte metros de distancia.

A medianoche la plaza estaba casi vacía. Mackensen salió de su coche llevando en la mano una pequeña linterna tubular y tres herramientas; se acercó al «Jaguar», miró en derredor y se deslizó entre las ruedas.

El hombre sabía que en pocos segundos su traje quedaría empapado y sucio del barro y de la nieve a medio derretir que cubría la plaza. Pero esto era lo que menos le preocupaba en aquellos momentos. Con ayuda de la linterna localizó, bajo la parte delantera del coche, el dispositivo de cierre del capó. Tardó veinte minutos en soltarlo. Cuando quitó el cierre, el capó se levantó un par de centímetros. Al terminar, no tenía más que empujar desde arriba para volver a cerrarlo. Así no hacía falta forzar la cerradura para abrir el capó desde el interior.

Fue al «Mercedes» a recoger la bomba. Un hombre que manipula bajo el capó de un coche apenas llama la atención. Con ayuda del alambre y los alicates, colocó el explosivo en el compartimento del motor, sujetándolo a la plancha frente al asiento del conductor. Explotaría a menos de un metro del pecho de Miller. Luego, por entre las piezas del coche, bajó hasta el suelo el disparador, que estaba conectado a la carga por dos hilos de dos metros de largo.

Se metió debajo del coche y, a la luz de la linterna, examinó la suspensión delantera. Antes de cinco minutos descubrió el lugar que necesitaba y sujetó fuertemente la parte trasera del disparador a una barra del armazón. Los dos tentáculos del disparador, envueltos en las fundas de goma y separados por la bombilla, los insertó entre dos de las espirales del tensado muelle de la parte delantera izquierda de la suspensión.

Cuando el disparador estuvo bien sujeto, sin peligro de que pudiera desprenderse por el traqueteo normal, Mackensen salió de entre las ruedas. Suponía que cuando el coche tropezara con un reborde o un bache a gran velocidad, la suspensión de la rueda delantera izquierda se contraería y uniría los tentáculos del mecanismo disparador, aplastando el delgado vidrio que los separaba y estableciendo contacto entre las dos hojas de sierra provistas de carga eléctrica. Cuando sucediera esto, Miller y sus comprometedores documentos volarían hechos pedazos.

Por último, Mackensen recogió el sobrante de los hilos que conectaban la carga con el disparador, los enrolló cuidadosamente y los pegó con cinta adhesiva a un lado de la plancha, por la parte interior del compartimento del motor, para que no se arrastraran por el suelo ni se desgastaran por el roce con la superficie de la carretera. A continuación, cerró el capó, se dirigió a su «Mercedes», tumbóse en el asiento posterior, doblando las rodillas, y cerró los ojos. Consideraba que había aprovechado bien la noche.

Miller dijo al taxista que los llevara a la Saar Platz. Una vez allí, pagó y despidió al coche. Koppel había demostrado poseer la suficiente discreción para no hablar durante el trayecto. Y no lo hizo hasta que el taxi se alejaba, en dirección al centro.

—Espero que sepa usted lo que está haciendo, Herr Miller. Quiero decir, que me parece raro verle metido en estos líos, siendo usted un reportero y demás.

—Koppel, no tiene usted de qué preocuparse. Lo que yo busco es un paquete de documentos que hay en la caja fuerte. Yo me llevo los papeles, y usted, lo que encuentre. ¿De acuerdo?

—Bueno, tratándose de usted, de acuerdo. Vamos.

—Otra cosa. En la casa hay una criada —dijo Miller.

—Usted dijo que estaba vacía —protestó Koppel—. Si ella aparece, yo me las piro. No quiero violencias.

—Esperaremos hasta las dos. Para entonces seguro que estará dormida.

Recorrieron el kilómetro y medio que faltaba para llegar a casa de Winzer, echaron una ojeada a uno y otro lado de la calle y se introdujeron rápidamente por la verja del jardín. Para no pisar la gravilla, caminaron sobre la hierba que bordeaba el sendero, cruzaron el césped y se escondieron entre unos macizos de rododendros situados frente a las ventanas de lo que parecía ser el estudio.

Koppel, moviéndose entre los arbustos como un pequeño felino, dio la vuelta a la casa, mientras Miller se quedaba vigilando las herramientas.

Al volver, dijo:

—La chica todavía tiene la luz encendida. Su ventana está al otro lado, bajo el alero.

Esperaron durante una hora, sin atreverse a fumar, tiritando entre el denso follaje perenne de los arbustos. A la una, Koppel hizo otra ronda e informó que la luz del dormitorio de la muchacha estaba apagada.

Aguardaron otros noventa minutos. Al fin, Koppel apretó la muñeca de Miller, tomó la bolsa y cruzó el césped, iluminado por la luna, en dirección a las ventanas del estudio. En la calle ladró un perro, y a lo lejos rechinó el neumático de un coche que regresaba a casa.

Afortunadamente, la zona situada al pie de las ventanas del estudio quedaba en sombras, pues la luna aún no iluminaba aquel lado de la casa. Koppel encendió una linterna de bolsillo, resiguió el marco de la ventana y, finalmente, el listón que separaba los dos cristales. El cierre era de seguridad, pero sin sistema de alarma. Buscó en su bolsa, y sacó un rollo de cinta adhesiva, una ventosa con mango, un cortavidrios con punta de diamante en forma de pluma estilográfica y un martillo de caucho.

Con gran habilidad, Koppel trazó, con el cortavidrios, un círculo en el cristal, debajo de la falleba. Para mayor seguridad, pegó dos pedazos de cinta sobre el disco, con los extremos adheridos a la parte del cristal grande. Aplicó la ventosa entre las dos cintas, de manera que quedara visible a cada lado un trozo de cristal.

Sujetando el mango de la ventosa con la mano izquierda, golpeó con el martillo de goma la parte del cristal cortado que quedaba a la vista.

Al segundo golpe se oyó un chasquido, y el disco cedió. Ambos hombres permanecieron sin moverse, escuchando. Pero no se produjo ninguna reacción. Nadie había oído el sonido. Sin soltar el mango de la ventosa, a la que por la parte interior de la ventana seguía adherido el disco de vidrio, Koppel retiró las tiras de cinta adhesiva. A través del cristal distinguió una gruesa alfombra, a metro y medio de distancia, y con un movimiento de la muñeca arrojó la ventosa y el vidrio, que cayeron sobre ella, sin hacer ruido.

A continuación, Koppel introdujo la mano por el orificio del cristal, desmontó el cierre de seguridad y subió la ventana. Entró con la ligereza de una mosca. Miller le siguió con más cautela. La habitación estaba muy oscura, en contraste con el claro de luna que iluminaba el jardín, pero Koppel parecía ver perfectamente.

—Quédese quieto —susurró a Miller, que le obedeció en el acto.

Entretanto, el ladrón cerró suavemente la ventana y corrió las cortinas. Luego cruzó la habitación, sorteando instintivamente los muebles, y cerró la puerta que conducía al corredor. Hasta aquel momento no encendió la linterna.

Recorrió con el haz de luz toda la habitación, iluminando una mesa, un teléfono, una librería, una butaca y, finalmente, una bonita chimenea orlada de ladrillo rojo. Koppel se materializó de pronto al lado de Miller.

—Esto debe de ser el despacho, jefe. No puede haber dos habitaciones como ésta, con chimenea de ladrillo rojo, en una misma casa. ¿Dónde está el resorte que abre la pared de ladrillo?

—No lo sé —respondió Miller, imitando el tenue murmullo del ladrón, el cual aprendió a buen precio que un murmullo se oye menos que un cuchicheo—. Tendrá usted que buscarlo.

—¡Atiza! Quédese ahí sentado. Podría tardar un siglo.

Indicó a Miller que se sentara en un sillón, advirtiéndole que conservara puestos los guantes de conducir. Luego cogió la bolsa, se acercó a la chimenea, se ató una banda alrededor de la cabeza e insertó la linterna en una abrazadera, de modo que apuntara hacia delante. Luego fue palpando uno a uno todos los ladrillos, buscando protuberancias, rebordes, muescas o huecos. Cuando los hubo recorrido todos, volvió a empezar, ahora con un cuchillo de hoja ancha, en busca de una rendija. La encontró a las tres y media.

La hoja del cuchillo se introdujo por una rendija entre dos ladrillos, y se oyó un leve chasquido. Un bloque de ladrillo, de medio metro de lado, salió un par de centímetros hacia fuera. El bloque encajaba a la perfección, y a simple vista era imposible distinguir el borde del cuadrado.

Koppel abrió la puerta, que giró silenciosamente sobre unos goznes de acero. Los ladrillos estaban montados en un soporte de acero que formaba la puerta. Detrás de ésta apareció, a la luz de la linterna de Koppel, una pequeña caja fuerte empotrada en la pared.

El hombre se ajustó a ambos oídos los auriculares de un estetoscopio. Pasó cinco minutos examinando los cuatro discos del cierre; luego colocó el extremo del estetoscopio en el lugar en que creía debían estar los tambores y empezó a hacer girar el primer disco.

Miller, sentado a tres metros de distancia, miraba, con creciente nerviosismo, cómo trabajaba. Koppel, por el contrario, estaba completamente tranquilo, absorto en su tarea. Sabía que mientras estuvieran quietos en el despacho, nadie acudiría a investigar. Los momentos de peligro eran el de la entrada, el del registro y el de la salida.

Al cabo de veinte minutos había saltado el último tambor. Koppel abrió lentamente la puerta de la caja y se volvió hacia Miller. El haz luminoso de la linterna se deslizó sobre una mesa en la que había una pareja de candelabros de plata y una tabaquera antigua.

Miller se acercó silenciosamente a la caja. Cogió la linterna que Koppel se había fijado a la cabeza e iluminó el interior. Había varios fajos de billetes de Banco, que puso en manos de su agradecido acompañante, el cual emitió un leve silbido, audible sólo a unos pasos de distancia.

En el estante superior de la caja sólo había una cosa: una carpeta amarilla. Miller la sacó y se puso a hojearla. Contenía alrededor de cuarenta hojas. En cada una de ellas había una fotografía y varias líneas de texto. Cuando llegó a la número dieciocho, se detuvo y exclamó:

—¡Por fin!

—¡Silencio! —musitó Koppel, con vehemencia.

Miller cerró la carpeta, devolvió la linterna a Koppel y le dijo:

—Ya puede cerrarla.

Koppel cerró la puerta e hizo girar el disco no sólo hasta que el mecanismo quedó engarzado, sino hasta que los números quedaron en el mismo orden en que los había encontrado. Cuando terminó, volvió a colocar la cubierta de ladrillo y la oprimió hasta que quedó firmemente encajada. Se oyó otro chasquido al cerrarse el resorte.

Ya se había guardado en los bolsillos todos los billetes, que eran el producto de los cuatro últimos pasaportes suministrados por Winzer, y sólo se entretuvo el tiempo necesario para guardar en su bolsa de cuero negro los candelabros y la tabaquera.

Apagó la linterna, tomó a Miller del brazo y lo condujo hasta la ventana. Descorrió las cortinas y miró atentamente a derecha e izquierda. El césped estaba desierto, y la luna quedaba oculta por una nube. Koppel subió el cristal, saltó afuera y esperó a Miller. Luego cerró la ventana y se dirigió hacia los arbustos, seguido por el reportero, que se había guardado la carpeta debajo del jersey.

Fueron siguiendo los arbustos hasta la verja, y salieron a la calle. Miller sentía deseos de echar a correr.

—Despacio —dijo Koppel, con voz normal—. Hay que andar y hablar con toda normalidad, como si saliésemos de alguna fiesta.

Había más de siete kilómetros hasta la estación, y cuando llegaron eran casi las cinco. A pesar de que era sábado, las calles no estaban desiertas, pues el alemán es muy madrugador. Llegaron a la estación sin incidentes.

Hasta las siete no había tren para Hamburgo, pero Koppel dijo que esperaría en el bar, tomando café y una copa de aguardiente para calentarse.

—Ha sido un trabajo muy bonito, Herr Miller —dijo—. Espero que haya encontrado lo que buscaba.

—¡Oh, sí! Lo encontré —dijo Miller.

—Bien: pues punto en boca. Adiós, Herr Miller.

El hombrecito le saludó con un movimiento de cabeza y se dirigió hacia el café de la estación. Miller dio media vuelta y cruzó la plaza en dirección al hotel, sin sospechar que desde un «Mercedes» le observaban un par de ojos enrojecidos.

Era temprano para iniciar las indagaciones que Miller tenía que hacer, por lo que se concedió tres horas de descanso y pidió que lo despertaran a las nueve y media.

El teléfono sonó puntualmente, y Miller encargó café y bollos, que llegaron cuando él acababa de darse una tonificante ducha caliente. Mientras tomaba el café, examinó la carpeta. Reconoció media docena de rostros, pero no los nombres. Los nombres —se dijo entonces— carecían de significado.

Volvió a la hoja número dieciocho. El hombre era más viejo, llevaba el pelo más largo, y ahora tenía bigote. Pero las orejas no habían cambiado. Las orejas son la parte del rostro más característica de la persona y, sin embargo, rara vez se repara en ellas. La misma nariz afilada, el mismo porte de la cabeza, los mismos ojos claros.

El nombre era corriente. Lo que más llamó la atención a Miller fue su dirección. A juzgar por el distrito postal, estaba en el centro de la ciudad, y esto hacía presumir que se trataba de un bloque de apartamentos.

Alrededor de las diez llamó al departamento de Información del servicio telefónico de la ciudad indicada en la hoja de papel. Pidió el número del encargado del bloque de viviendas de las señas citadas. Fue un tiro al azar; pero resultó. Efectivamente: era un bloque de viviendas. Y viviendas caras.

Llamó al encargado del bloque, que en realidad era un portero ascendido a jefe de servicios a causa de esa afición de los alemanes por los títulos, y le dijo que desde hacía mucho rato estaba llamando a uno de los inquilinos, pero que no le contestaba, lo cual era muy raro, ya que habían acordado que llamaría a aquella hora. ¿Podía decirle si el teléfono estaba averiado?

El hombre se mostró muy servicial. Probablemente, Herr direktor estaba en la fábrica, o quizás en su casa de campo.

¿En qué fábrica? La suya, naturalmente. La fábrica de radios. «Pues es verdad, ¡qué distraído!», dijo Miller, y colgó. El servicio de Información le dio el número de la fábrica. La telefonista le puso con la secretaria, la cual le informó de que el Herr direktor había ido a pasar el fin de semana a su casa de campo. No; no podían darle el número particular. Por discreción. Miller dio las gracias y colgó.

El que por fin le dio el número y la dirección del dueño de la fábrica de radios era un antiguo conocido de Miller, encargado de la sección de Economía en un gran periódico de Hamburgo. Lo sacó de su agenda particular.

Miller contempló la foto de Roschmann, su nuevo nombre, y la dirección anotada en su libreta. Ahora recordaba haber oído hablar de aquel hombre, un industrial del Ruhr. Y había visto aquellas radios en las tiendas. Sacó el mapa de Alemania y localizó la región en que estaba situada la casa de campo.

Eran más de las doce cuando Miller hizo la maleta, bajó al vestíbulo y pagó la cuenta. Estaba desfallecido de hambre, por lo que, llevando consigo sólo la cartera, entró en el comedor y pidió un bistec.

Mientras comía, resolvió hacer el viaje aquella tarde y enfrentarse con su presa al día siguiente. Aún tenía el papelito en que el abogado de la Comisión Z de Ludwigsburg le había anotado su número de teléfono particular. Podía haberle llamado en aquel momento, pero estaba decidido a hablar antes con Roschmann. Temía que, si iba a verle aquella noche, el abogado no estuviera en casa cuando él llamara con objeto de pedirle una brigada de policías para antes de media hora. El domingo por la mañana sería el mejor momento.

Eran casi las dos cuando, al fin, salió del hotel, puso la maleta en el portaequipajes del «Jaguar», dejó la cartera en el asiento de al lado del conductor y se instaló tras el volante.

Miller no se fijó en el «Mercedes» que le seguía hasta las afueras de Osnabrück, salía tras él a la autopista principal y, cuando el «Jaguar» aceleró por la calzada que conducía hacia el Sur, dejaba la vía principal y regresaba a la ciudad.

Desde una cabina situada junto a la carretera, Mackensen llamó al Werwolf a Nuremberg.

—Ya se ha marchado —dijo a su superior—. Le he dejado corriendo hacia el Sur como alma que lleva el diablo.

—¿El artefacto va con él?

Mackensen sonrió satisfecho.

—Va con él. Lo puse en la suspensión delantera izquierda. Antes de que haya recorrido ochenta kilómetros, volará hecho pedazos que nadie podrá identificar.

—Excelente —murmuró el de Nuremberg—. Debe de estar cansado, Kamerad. Vuelva a la ciudad y duerma unas horas.

Mackensen no se lo hizo repetir. No había dormido una noche completa desde el miércoles.

Miller hizo los ochenta kilómetros, y ciento sesenta más. Y es que a Mackensen se le había pasado por alto una cosa. La bomba habría explotado en seguida si la hubiese colocado en el sistema de suspensión con amortiguadores de un turismo de fabricación continental. Pero el «Jaguar» era un coche deportivo fabricado en Gran Bretaña, con la suspensión mucho más dura. Mientras corría por la autopista en dirección a Frankfurt, el traqueteo hacía que los grandes muelles de las ruedas delanteras se contrajeran un poco. La bombilla colocada entre los tentáculos del disparador se había roto, pero las tiras de metal electrificadas no llegaron a hacer contacto. Cuando la sacudida era fuerte, quedaban a un milímetro una de otra, pero volvían a separarse.

Ajeno al peligro en que se hallaba, Miller hizo el viaje hasta Frankfurt por Munster, Dortmund, Wetzlar y Bad Homburg en menos de tres horas. Luego viró hacia Konigstein y los agrestes y nevados bosques de los montes Taunus.

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