Odessa

Odessa


VI

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VI

Miller tardó una semana en conseguir que lo recibiera el jefe de la sección de la Oficina del fiscal general de Hamburgo encargada de la investigación de los crímenes de guerra, y pensó que Dorn, al enterarse de que no actuaba por orden de Hoffmann, habría obrado en consecuencia.

El hombre que lo recibió parecía nervioso e incómodo.

—Sepa usted que sólo por su pertinaz insistencia he accedido a sostener esta entrevista —le dijo, a modo de introducción.

—De todos modos, se lo agradezco —respondió Miller conciliadoramente—. Deseo información acerca de un hombre, cuyas actividades habrán sin duda investigado ustedes a fondo. Se llama Eduard Roschmann.

—¿Roschmann? —repitió el abogado.

—Sí, Roschmann. Capitán de la SS y comandante del ghetto de Riga de mil novecientos cuarenta y uno a mil novecientos cuarenta y cuatro. Me interesa saber si está vivo; y si ha muerto, dónde está enterrado, si lo han encontrado y si ha sido arrestado y juzgado o, de lo contrario, dónde se halla en la actualidad.

El abogado le miraba consternado.

—Yo no puedo facilitarle esa información —dijo.

—¿Por qué no? Es asunto de interés público, de gran interés público.

El hombre había recobrado ya el aplomo.

—No estoy de acuerdo —dijo con suavidad—. De ser así, continuamente estaríamos recibiendo consultas de esa índole y, que yo recuerde, la suya es la primera que nos llega de… un miembro del público.

—En realidad, yo soy también miembro de la Prensa.

—Lamento tener que decirle que en su calidad de miembro de la Prensa no tiene acceso a más información de la que podría obtener un particular.

—Y esa información es…

—Que no estoy autorizado a hablar del estado de nuestras investigaciones.

—Pues no es un comienzo muy prometedor —dijo Miller.

—Vamos, Herr Miller, no esperaría usted que la Policía le hablara del estado de sus pesquisas en un caso criminal, ¿verdad?

—Pues sí, señor, lo esperaría. En realidad, en eso se apoya mi trabajo. Y, por lo general, la Policía me ayuda con sus declaraciones respecto a si esperan efectuar en breve algún arresto. De todos modos, la Policía siempre contestaría a un periodista que preguntara si el principal sospechoso está vivo o muerto. Eso favorece sus relaciones con el público.

El abogado sonrió levemente.

—No me cabe duda de que, en ese aspecto, realizan ustedes una valiosa labor. Pero nosotros no podemos facilitar información acerca del estado de nuestras investigaciones. —Entonces pareció dar con una buena razón—. Hágase cargo: si los criminales reclamados supieran que vamos a extender una orden de arresto, desaparecerían.

—Puede ser —respondió Miller—. Pero, por lo que he podido averiguar, sólo consta que ese Departamento ha llevado a juicio a tres hombres que eran guardianes del ghetto de Riga. Y eso ocurrió en 1950, por lo que probablemente los tres estaban ya detenidos cuando los ingleses les traspasaron los expedientes. De modo que no creo que haya peligro de que los criminales reclamados se asusten y desaparezcan.

—En verdad que esa afirmación es puramente gratuita.

—Está bien. Digamos que su investigación avanza. En nada le perjudicaría decirme, lisa y llanamente, si se investigan las actividades de Eduard Roschmann y si saben dónde está.

—Lo único que puedo decirle es que todo cuanto corresponde a la jurisdicción de mi Departamento está sometido a constante investigación. Lo repito: constante investigación. Y ahora, Herr Miller, me parece que ya nada más puedo hacer por ayudarle.

Se puso en pie, y Miller le imitó.

—Tengan cuidado, no vayan a herniarse con tantos esfuerzos —dijo al salir.

Transcurrió otra semana antes de que Miller estuviera preparado para seguir adelante. Pasó la mayor parte del tiempo en casa, leyendo seis libros, que tomó prestados de la Biblioteca Pública. Trataban de la guerra en el frente del Este y de lo sucedido en los campos de concentración de los territorios ocupados. Y, precisamente, el bibliotecario le habló de las actividades de la Comisión Z.

—Está en Ludwigsburg —le dijo—. Lo leí en una revista. Su nombre completo es «Central federal para el esclarecimiento de los crímenes cometidos durante la era nazi»; pero la gente, para abreviar, la llama Zentralstelle o, simplemente, Comisión Z. Es la única organización del país que se dedica a perseguir a los nazis a escala nacional, e incluso internacional.

—Gracias —le dijo Miller—. Veré si ellos pueden ayudarme.

A la mañana siguiente, Miller fue a su Banco, extendió un cheque para su casero, por el importe del alquiler de enero a marzo, y retiró el resto en efectivo, dejando un remanente de diez marcos, para mantener la cuenta abierta.

Dio un beso a Sigi cuando ella se iba a trabajar al club, y le dijo que estaría ausente una semana, o tal vez más. Luego sacó el «Jaguar» de su garaje subterráneo y emprendió el viaje en dirección al Sur, camino de Renania.

Ya habían llegado las primeras nieves, arrastradas por los vientos del mar del Norte, que se precipitaban en grandes ráfagas sobre la autopista que, por el sur de Bremen, discurría en línea recta hacia los llanos de la Baja Sajonia.

Al cabo de dos horas de viaje, Miller se detuvo para tomar café, y reanudó la marcha a través de Renania/Westfalia. A pesar del viento, le gustaba viajar con mal tiempo por la autopista. Dentro de su «XK 150», tenía la impresión de estar en la carlinga de un avión, iluminada por las luces tenues del tablero de mandos, mientras los oblicuos torbellinos de nieve bailaban fugazmente ante los faros, azotaban el parabrisas y se diluían en el frío anochecer.

Miller se mantenía en el carril rápido, como siempre, llevando el «Jag» a casi 160 kilómetros por hora. A su derecha iban quedando atrás las moles de los camiones pesados que dejaban oír un siseo cuando él los adelantaba.

A las seis de la tarde había rebasado la bifurcación de Hamm, y empezaba a divisar, a la derecha, las luces del Ruhr. Aquella región le había producido siempre un vivo asombro: kilómetros y kilómetros de fábricas y chimeneas, pueblos y ciudades que se sucedían sin solución de continuidad, formando un conglomerado gigantesco, de ciento cincuenta kilómetros de largo por más de setenta de ancho. Desde un viaducto vio cientos de hectáreas de luces de fábricas, y el resplandor de mil hornos en los que se batía el milagro económico. Catorce años atrás, cuando pasó por allí en el tren, en su viaje escolar a París, todo aquello eran escombros. El corazón industrial de Alemania apenas latía. Era imposible no sentirse orgulloso de lo que su pueblo había hecho desde entonces.

«Siempre que no tenga que vivir aquí…», pensó, mientras las grandes señales del cinturón de Colonia empezaban a brillar al ser iluminadas por los faros. En Colonia torció hacia el Sudeste, por Wiesbaden, Frankfurt, Mannheim y Heilbronn y, ya muy tarde, paró en un hotel de Stuttgart, la ciudad más próxima a Ludwigsburg.

Ludwigsburg es una apacible e inofensiva población situada en los suaves montes de Wurttemberg, a dieciséis kilómetros al norte de Stuttgart, la capital del Estado. En una tranquila travesía de la calle Mayor, para disgusto de los buenos vecinos de la ciudad, se encuentran las oficinas de la Comisión Z, ocupadas por un puñado de hombres mal pagados y agobiados de trabajo, cuyo mayor afán es perseguir a los nazis y a los SS que durante la guerra fueron culpables de genocidio. Antes de que el Estatuto de Limitaciones eliminara todos los crímenes de la SS, con excepción de los de asesinato y genocidio, los reclamados podían ser culpables simplemente de extorsión, robo, daño corporal, incluida la tortura y demás desaguisados.

Aun siendo el asesinato el único cargo que podía presentarse, en los ficheros de la Comisión Z figuraban 170 000 nombres. Naturalmente, los mayores esfuerzos se dirigían a localizar a los peores asesinos de masas, que sumaban unos cuantos miles.

Los hombres de Ludwigsburg —los cuales no estaban autorizados a practicar arrestos, por lo que, cuando efectuaban una identificación positiva, habían de recurrir a la Policía de los distintos Estados—, que no recibían del Gobierno Federal de Bonn más que una asignación insignificante, trabajaban exclusivamente por vocación.

Figuraban en plantilla ochenta detectives y cincuenta abogados investigadores. Los primeros eran todos jóvenes, de menos de treinta y cinco años, lo cual aseguraba que ninguno había intervenido personalmente en los hechos que se investigaban. Los abogados eran de más edad, pero podía ponerse el veto a cualquiera de ellos que se sospechara tuviese interés personal en los acontecimientos anteriores a 1945.

Los letrados procedían, en su mayor parte, de bufetes particulares, a los que un día regresarían. Los detectives sabían que su carrera terminaba allí. Ningún departamento de Policía de Alemania admitía a detectives que hubieran trabajado en Ludwigsburg. Para los detectives que se dedicaban a perseguir a los SS en la Alemania Occidental quedaba descartada toda posibilidad de ascenso en cualquier otro departamento de Policía del país.

Los hombres de la Comisión Z estaban acostumbrados a que en más de la mitad de los Estados alemanes se hiciera caso omiso de sus peticiones de ayuda, a que los expedientes desaparecieran misteriosamente, y a que la presa, oportunamente prevenida, se les escapara en el último momento; pero seguían trabajando como buenamente podían en una empresa que —¡bien lo sabían ellos!— no era del agrado de la mayoría de sus compatriotas.

Los vecinos de la risueña Ludwigsburg, molestos por la notoriedad que la presencia de la Comisión Z daba a su ciudad, hacían el vacío a todos los empleados de ésta.

Peter Miller se presentó en la sede de la Comisión, situada en la Schorndorfer Strasse número 58, una antigua casa particular rodeada por una tapia de dos metros de altura. Cerraba el paso una gruesa puerta de hierro. Miller descubrió a un lado de la puerta una campanilla con una cadena, y llamó. Se abrió una mirilla y un hombre asomó el rostro. El portero.

—¿Qué desea?

—¿Podría hablar con uno de los abogados investigadores? —preguntó Miller.

—¿Con cuál de ellos?

—No sé sus nombres. Con cualquiera. Aquí tiene mi tarjeta.

Miller metió su carnet de Prensa por la mirilla, obligando al portero a cogerlo. Por lo menos aquello entraría en el edificio. El hombre cerró y se fue. Al poco rato volvió y abrió la puerta. Miller subió los cinco peldaños de piedra que conducían a la puerta principal, cerrada al aire claro y frío del invierno. En el interior, la atmósfera estaba templada por la calefacción. De una garita de cristal, situada a la derecha, salió otro portero, que lo condujo a una pequeña sala de espera.

—En seguida lo recibirán —dijo, y se fue, cerrando la puerta tras él.

El hombre que entró en la salita tres minutos después aparentaba unos cincuenta y cinco años y tenia modales suaves y afables. Devolvió a Miller su carnet de Prensa y le preguntó:

—¿En qué puedo servirle?

Miller empezó por el principio, le contó brevemente lo de Tauber, el Diario y sus indagaciones respecto a lo ocurrido con Eduard Roschmann. El abogado lo escuchaba atentamente.

—Es fascinante —dijo al fin.

—El caso es éste: ¿pueden ustedes ayudarme?

—¡Ojalá pudiéramos! —dijo el hombre. Por primera vez desde que, semanas atrás, había empezado a hacer preguntas acerca del paradero de Roschmann, Miller creyó haber encontrado a un funcionario que realmente deseaba ayudarle—. Pero aunque yo esté convencido de que sus motivos son desinteresados, tengo las manos atadas por las normas que rigen nuestra organización, las cuales debemos respetar para subsistir. Y, según estas normas, no podemos dar información sobre un criminal de la SS a nadie que no esté autorizado por determinados centros oficiales.

—En otras palabras: que no puede decirme nada, ¿no es cierto?

—Por favor, comprenda usted —dijo el abogado—. Esta oficina está bajo constante ataque. No es que se nos combata abiertamente; a eso nadie se atrevería; pero es una hostilidad encubierta, de pasillos. Se nos recorta el presupuesto, se nos regatean los poderes y no se nos otorga la menor libertad en la aplicación de las normas. Personalmente, a mi me encantaría atraerme el apoyo de la Prensa; pero lo tenemos prohibido.

—Entiendo —dijo Miller—. ¿Disponen ustedes de algún archivo de recortes de periódico?

—No.

—¿Hay en Alemania algún archivo público?

—No. Los únicos archivos de recortes de Prensa que existen en el país son los de las revistas y periódicos. El más completo es el de Der Spiegel, seguido del de Komet.

—Si un ciudadano quiere enterarse de la marcha que sigue la investigación de los crímenes de guerra, o busca datos de criminales de la SS reclamados por la justicia, ¿adónde puede dirigirse?

El abogado se sentía incómodo.

—Siento decirle que el ciudadano no puede hacer eso.

—Muy bien. ¿Dónde están los ficheros de la SS?

—Nosotros tenemos uno aquí, en el sótano —dijo el abogado—. Está compuesto por fotocopias. El fichero original de la SS fue capturado en mil novecientos cuarenta y cinco por una unidad norteamericana. A última hora, un pequeño grupo de hombres de la SS permaneció en el castillo de Baviera, donde se guardaban los archivos, y trató de quemarlos. Cuando los americanos los detuvieron, habían destruido ya un diez por ciento. El resto estaba todo revuelto. Los americanos, ayudados por algunos alemanes, tardaron dos años en ordenarlo.

»Durante aquellos dos años, algunos de los peores SS, tras haber permanecido una temporada bajo custodia de los aliados, consiguieron escapar. El fichero de la SS, una vez ordenado, se quedó en Berlín, a disposición de los americanos. Y a ellos tenemos que acudir cuando necesitamos algún dato. Hay que reconocer, eso sí, que se portan admirablemente. De su voluntad para colaborar no podemos quejarnos.

—¿Y eso es todo? ¿Sólo dos archivos en todo el país?

—Eso es todo —dijo el abogado—. Repito: me gustaría poder ayudarle. A propósito, si consigue usted algo acerca de Roschmann, estaríamos encantados de que nos informara.

Miller reflexionó.

—Lo que yo pueda encontrar sólo podrían utilizarlo ustedes, o la oficina del fiscal general de Hamburgo, ¿no es así?

—Así es.

—Y seguramente ustedes actuarían con más diligencia que los de Hamburgo —observó Miller llanamente.

El abogado miró al techo.

—Aquí no se arrincona nada de lo que se recibe que tenga algún valor.

—Tomo nota —dijo Miller, poniéndose en pie—. Una cosa más, entre nosotros: ¿todavía buscan a Roschmann?

—Entre nosotros: todavía y con ganas.

—Si lo cogen, ¿habrá dificultad en condenarlo?

—Ninguna. La acusación es sólida. Trabajos forzados a perpetuidad, sin posible escapatoria.

—Déme su número de teléfono —dijo Miller.

El abogado se lo anotó en un papel.

—Aquí tiene mi nombre y dos números de teléfono: el de mi domicilio y el de la oficina. Puede usted llamarme a cualquier hora del día o de la noche. Si consigue algo nuevo, llámeme desde cualquier cabina, por línea directa. Sé a quién hay que acudir en la Policía de cada Estado para que el asunto se mueva, y a quién hay que eludir. De modo que, antes de nada, comuníquese conmigo; ¿de acuerdo?

Miller guardó el papel.

—No lo olvidaré.

—Buena suerte —le dijo el abogado.

De Stuttgart a Berlín hay un buen trecho, y en recorrerlo invirtió Miller casi todo el día siguiente. Afortunadamente, el tiempo era claro y seco, y el «Jaguar», perfectamente ajustado, se tragaba los kilómetros en rápida carrera hacia el Norte. Atrás quedó Frankfurt, extendida sobre la llanura como una gran alfombra, y Kassel, y Gotinga. Al llegar a Hanover, torció hacia la derecha por el enlace de la autopista E4 con la E8.

En el puesto fronterizo de Marienborn estuvo parado una hora, mientras cumplimentaba las inevitables declaraciones de divisas y la solicitud de visados para recorrer los 180 kilómetros de territorio de la Alemania Oriental que le separaban de Berlín Oeste. Entretanto, los aduaneros del uniforme azul y la Policía popular, con su guerrera verde, registraban el «Jaguar» de arriba abajo. El aduanero parecía dividido entre la helada cortesía que el funcionario de la República Democrática Alemana reserva al súbdito de la revanchista Alemania Occidental y el juvenil afán de curiosear un coche deportivo.

Treinta kilómetros más allá de la línea divisoria, el gran puente de la autopista cruza el Elba por el punto en el que, en 1945, los ingleses, para cumplir escrupulosamente los acuerdos de Yalta, detuvieron su avance sobre Berlín. Magdeburgo se desparrama a la derecha, y Miller se preguntó si aún existiría la vieja prisión. Sufrió otra demora al entrar en Berlín Oeste. Allí volvieron a registrarle el coche, le vaciaron el maletín de mano en la mesa de la Aduana y le hicieron abrir el billetero, para ver si por el camino había regalado todos sus marcos occidentales a los habitantes del paraíso del trabajador. Por fin le dejaron pasar, y el «Jaguar» salió zumbando hacia la cinta resplandeciente de la Kurfurstendamm, cuajada de adornos navideños. Era la noche del 17 de diciembre.

Miller decidió no presentarse en el Centro Norteamericano de Documentación sin contar con una recomendación, a fin de que no le ocurriera lo mismo que en su visita a la Oficina del fiscal general de Hamburgo y a la Comisión Z de Ludwigsburg. Se había demostrado que, en Alemania, sin un apoyo oficial, no podía uno acercarse a los archivos nazis.

A la mañana siguiente llamó por teléfono a Karl Brandt desde la central de Correos. Brandt le escuchó estupefacto.

—Imposible —le respondió—. En Berlín no conozco a nadie.

—Piénsalo bien. A alguien habrás conocido durante los cursillos y que ahora esté en la Policía de Berlín Occidental y pueda recomendarme al Centro Norteamericano de Documentación.

—Ya te dije que no quería mezclarme en eso.

—Lo siento, pero ya estás mezclado. —Miller esperó unos segundos y descargó su golpe de efecto—: Si no puedo llegar a esos archivos oficialmente, me cuelo por las buenas y les digo que me envías tú.

—Tú no harías eso —dijo Brandt.

—Lo haría, puedes estar seguro. Estoy harto de evasivas. De modo que busca a alguien que me recomiende. No temas: al cabo de una hora de echar un vistazo a ese archivo, nadie se acordará de mí.

—Tengo que pensarlo —dijo Brandt, para ganar tiempo.

—Te doy una hora. Luego volveré a llamarte.

Colgó el teléfono. Una hora después, Brandt estaba tan furioso como antes, y asustado. Deseaba fervientemente haberse guardado el Diario.

—En la academia de detectives conocí a un hombre que ahora está en la Brigada Uno de la Policía de Berlín Occidental. Se ocupa en esos asuntos.

—¿Cómo se llama?

—Schiller, Volkmar Schiller. Es detective inspector.

—Me pondré al habla con él —dijo Miller.

—No; deja que le hable yo. Hoy mismo le llamaré. Luego puedes ir a verle. Si no quiere recomendarte, no será culpa mía. En Berlín no conozco a nadie más.

Dos horas después, Miller volvía a llamar a Brandt. Este parecía aliviado.

—Está con permiso —le dijo—. Le toca estar de servicio en Navidad y tiene permiso hasta el lunes.

—¡Pero si hoy es miércoles…! —exclamó Miller—. Me quedan cuatro días muertos.

—No hay nada que hacer. Estará de vuelta el lunes por la mañana. Entonces lo llamaré.

Miller pasó cuatro días de aburrimiento, dando vueltas por Berlín Oeste, mientras esperaba que Schiller terminara su permiso. En aquellas vísperas de la Navidad de 1963, todo Berlín estaba pendiente de los pases que las autoridades del sector oriental iban a expedir por primera vez desde que, en el verano de 1961, levantaran el Muro, a fin de que los habitantes de la zona occidental pudieran visitar a sus parientes del otro lado. Las negociaciones entre las autoridades de uno y otro sector habían acaparado los titulares de los periódicos durante días y días. Miller dedicó una jornada de aquel fin de semana a visitar la parte este de la ciudad, en la que penetró por el control de la Heine Strasse —en su calidad de ciudadano de la Alemania Federal no necesitaba más requisito que el pasaporte—. Fue a ver a un conocido, el corresponsal de la «Agencia Reuter» en Berlín Oriental, al que encontró atareadísimo con motivo del asunto de los pases, por lo que, después de tomar una taza de café en su compañía, Miller se despidió y regresó al sector occidental.

El lunes por la mañana fue a ver al detective inspector Volkmar Schiller. Comprobó, satisfecho, que el hombre, más o menos de su misma edad, parecía enemigo del papeleo, característica excepcional en un funcionario alemán. «Seguramente no irá muy lejos», pensó Miller; más esto no era asunto de su incumbencia. Brevemente, le expuso el objeto de su visita.

—No hay inconveniente —dijo Schiller—. Los americanos son muy serviciales con nosotros, los de la Brigada Uno. Desde que Willy Brandt nos encomendó la investigación de los crímenes de guerra nazis, vamos por allí casi a diario.

Subieron al «Jaguar» de Miller y se dirigieron a las afueras de la ciudad, hacia los bosques y los lagos. Se detuvieron en la orilla de uno de los lagos, en el barrio de Zehlendorg, Berlín 37, frente al número uno de Wasser Kafig Stieg.

Era un edificio muy largo, de una sola planta, rodeado de árboles.

—¿Es aquí? —preguntó Miller con extrañeza.

—Aquí —respondió Schiller—. No parece gran cosa, ¿verdad? Lo cierto es que bajo tierra hay ocho plantas. Ahí se guardan los archivos en cámaras incombustibles.

Entraron por la puerta principal y se encontraron en una pequeña sala de espera, con la consabida garita del conserje a la derecha. El detective se acercó y mostró su placa. El empleado le entregó un formulario, y los dos hombres se sentaron ante una mesa y lo cumplimentaron. El detective, después de escribir su nombre y rango, preguntó:

—¿Cómo me ha dicho que se llama el sujeto?

—Roschmann —respondió Miller—. Eduard Roschmann.

El detective anotó el nombre y devolvió el formulario al funcionario de la entrada.

—Tardan unos diez minutos —dijo a Miller. Entraron en una sala mayor, amueblada con hileras de mesas y sillas.

Al cabo de un cuarto de hora, entró otro empleado que les dejó, encima de la mesa, una carpeta de unos dos o tres centímetros de espesor, en cuya tapa se leía: «Roschmann, Eduard».

Volkmar Schiller se levantó.

—Si no me necesita, me marcho —dijo—. Volveré por mis propios medios. Después de una semana de permiso, no conviene ausentarse durante mucho tiempo. Si le interesa alguna fotocopia, puede pedírsela al empleado.

Señaló a un hombre situado sobre una tarima, en el otro extremo de la sala, seguramente para vigilar que los visitantes no extrajeran páginas de las carpetas. Miller se puso en pie y estrechó la mano del policía.

—Muchas gracias por todo.

—De nada.

Sin reparar en los otros tres o cuatro visitantes diseminados por la sala, Miller se puso la cabeza entre las manos y empezó a hojear el expediente de la SS sobre Eduard Roschmann.

Allí constaba todo: número de afiliado al Partido Nazi, número de la SS, solicitud de ingreso extendida y firmada de puño y letra del aspirante, ficha médica, informe después del período de adiestramiento, curriculum vitae autógrafo, copias carbón, nombramiento de oficial y certificados de ascenso hasta abril de 1945. Había, además, dos fotografías tomadas para el fichero de la SS, una de frente y otra de perfil. En ellas aparecía un hombre de un metro ochenta y cinco de estatura, cabello cortado a cepillo y raya a la izquierda que miraba a la cámara con expresión huraña, nariz afilada y boca sin labios. Miller empezó a leer.

Eduard Roschmann había nacido el 25 de agosto de 1908, en la ciudad austríaca de Graz. Era, pues, súbdito austríaco, hijo de un honrado cervecero. Fue al parvulario, a la escuela primaria y al instituto en Graz. Asistió a un colegio universitario, con intención de estudiar leyes, pero fracasó. En 1931, a los veintitrés años, entró en la cervecería donde trabajaba su padre, y en 1937 pasó de la fábrica a las oficinas. Aquel mismo año se unió al partido nazi austríaco y a la SS, organizaciones que en aquella época estaban prohibidas en la neutral Austria. Un año después, Hitler se anexionaba Austria y recompensaba a todos los nazis austríacos con rápidos ascensos.

En 1939, cuando estalló la guerra, Roschmann se ofreció voluntario a la Waffen-SS, fue enviado a Alemania, recibió entrenamiento durante el invierno de 1939 y la primavera de 1940 y sirvió en una unidad de la Waffen-SS durante la ocupación de Francia. En diciembre de 1940 fue trasladado a Berlín. Aquí, alguien había escrito la palabra «cobardía» en el margen, y en enero de 1941 fue agregado a la SD, oficina Tres de la RSHA.

En julio de 1941 escaló el primer puesto de la SD en Riga, y al mes siguiente fue nombrado comandante del ghetto de Riga. En octubre de 1944 regresó a Alemania por mar y, después de entregar el resto de los judíos de Riga a la SD de Danzig, regresó a Berlín y volvió a ocupar su escritorio en el Cuartel General de la SS, en espera de que se le asignara nuevo destino.

Evidentemente, el último documento de la carpeta no estaba completo, sin duda porque el minucioso escribiente del Cuartel General de la SS en Berlín se había dado buena prisa en asignarse a sí mismo un nuevo destino en mayo de 1945.

Al final del expediente había una hoja, agregada seguramente por una mano americana después de la guerra, en la que se leía, escrito a máquina:

«Recibida consulta de las autoridades inglesas de ocupación en diciembre de 1947.»

Al pie figuraba la firma de un GI, del que ya nadie debía acordarse, y la fecha: 21 de diciembre de 1947.

Miller sacó de la carpeta la autobiografía, las dos fotos y la última hoja y se acercó al empleado del fondo de la sala.

—¿Podría sacar fotocopia de esto?

—Sí, señor.

El hombre dejó la carpeta encima de su escritorio, en espera de que le fueran devueltos los tres documentos. Otro hombre se acercó y entregó también una carpeta y dos hojas para copiar. El empleado las dejó todas en una bandeja, situada a su espalda, de donde las recogió la mano de un empleado que esperaba oculto a la vista.

—Tengan la bondad de esperar. Tardarán unos diez minutos —dijo el empleado a Miller y al otro hombre.

Los dos volvieron a sus mesas respectivas y se sentaron a esperar. Miller tenía ganas de encender un cigarrillo, pero allí estaba prohibido fumar. El otro hombre, que tenía un aspecto muy pulcro y cuidado, con el pelo canoso y un abrigo gris antracita, había cruzado las manos sobre el regazo.

A los diez minutos se oyó un roce de papeles y, por la rendija situada detrás del empleado, cayeron dos sobres. Él los levantó en alto, y Miller y el otro hombre se acercaron. El empleado miró el interior de uno de los sobres.

—¿El expediente de Eduard Roschmann? —preguntó.

—Aquí —dijo Miller, extendiendo la mano.

—Entonces, esto es para usted —dijo al otro hombre, que miraba a Miller de soslayo. El del abrigo gris cogió su sobre y se dirigió hacia la puerta, caminando al lado de Miller. Una vez fuera, Miller bajó corriendo la escalera, subió al «Jaguar» y se alejó camino de la ciudad. Una hora después, llamaba por teléfono a Sigi.

—Regreso a casa para Navidad —le dijo.

A las dos horas, salía de Berlín Occidental. Mientras su automóvil se acercaba al primer puesto fronterizo en Drei Linden, en un coquetón apartamento de la Savigny Platz, el hombre del abrigo gris estaba marcando un número de teléfono de la Alemania Occidental. Cuando le contestaron, se dio a conocer con una sola palabra.

—Hoy estuve en el Centro de Documentación —dijo después—. Investigación rutinaria, ya sabe, lo mío. Había allí un hombre que estaba leyendo el expediente de Eduard Roschmann. Mandó sacar fotocopia de tres hojas. Después del mensaje que ha circulado últimamente, me ha parecido que sería mejor que usted lo supiera.

Desde el otro extremo del hilo le hicieron varias preguntas en rápida sucesión.

—No, no he podido averiguar su nombre. Se marchó en un coche deportivo negro. Sí, sí, lo tomé. Matrícula de Hamburgo. —La leyó lentamente, mientras su interlocutor la anotaba—. Sí, me pareció que sería conveniente. Quiero decir que con esos fisgones nunca se sabe. Sí, gracias… Muy amable… Bien. Lo dejo en sus manos… Feliz Navidad, Kamerad.

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