Odessa

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Miller llegó a Munich a media mañana del 8 de enero y, con ayuda de un plano de la ciudad, que adquirió en un quiosco de periódicos de las afueras, se dirigió a la Reichenbach Strasse, 27. Después de estacionar el coche, contempló durante unos momentos el edificio del Centro de la comunidad judía. Se trataba de una casa de cinco pisos, sin balcones. La fachada de la planta baja era de piedra natural; el resto, de ladrillo y cemento. El quinto y último piso tenía una hilera de ventanas de buhardilla abiertas en el rojo tejado. En la puerta de entrada había una vidriera doble, y estaba situada en el extremo izquierdo del edificio.

La planta baja albergaba un restaurante kosher, el único de Munich. En el primer piso estaban las salas de descanso de la residencia de ancianos. Las oficinas y el archivo radicaban en el tercer piso, y en los dos últimos, estaban las habitaciones para invitados y los dormitorios de la residencia de ancianos. Al fondo había una sinagoga.

El edificio, por medio de bombas de gasolina arrojadas sobre el tejado, quedó destruido por completo la noche del viernes 15 de febrero de 1970. Siete personas murieron asfixiadas por el humo. En la sinagoga aparecieron poco después unas esvásticas pintadas.

Miller subió al tercer piso y entró en la oficina de Información. Mientras esperaba, miró a su alrededor. Había hileras de libros, todos nuevos, pues la biblioteca original fue incendiada por los nazis hacía ya mucho tiempo. Entre las estanterías había retratos de jefes de la comunidad judía, que se remontaban a varios siglos, maestros y rabinos de barba exuberante, que le hicieron pensar en los profetas de los libros de religión que hubo de estudiar en la escuela. Algunos llevaban filacterias alrededor de la frente, y todos se cubrían con sombrero.

Había una estantería de periódicos alemanes y hebreos. Supuso que estos últimos vendrían de Israel en avión. Un hombre bajo y moreno leía la primera página de uno de éstos.

—¿Qué desea?

Miller se dirigió al mostrador y vio tras él a una mujer de unos cuarenta y cinco años. Un mechón de pelo le caía sobre los ojos, y ella se lo echaba hacia atrás, con ademán nervioso, varias veces por minuto.

Miller hizo su pregunta: ¿Podían darle razón de Olli Adler que quizás hubiera regresado a Munich después de la guerra?

—¿De dónde tenía que regresar? —preguntó la mujer.

—De Magdeburgo, aunque anteriormente había estado en Stutthof, y antes, en Riga.

—¡Oh, Riga, madre mía! No creo que en las listas tengamos a nadie que haya estado en Riga. Desaparecieron todos, ¿comprende? De todos modos, voy a mirar.

La mujer entró en una dependencia contigua, y Miller la vio repasar un índice de nombres. No era muy largo. Al cabo de cinco minutos volvió a salir.

—Lo siento; aquí no se presentó nadie con ese nombre. Es un nombre corriente, pero en el registro no figura ninguna mujer que se llame así.

Miller asintió.

—Comprendo. Entonces no hay nada que hacer. Perdone la molestia.

—Podría probar en el «Servicio Internacional de Localización» —dijo la mujer—. Su trabajo consiste en buscar a las personas desaparecidas. Tienen listas de toda Alemania, mientras que nosotros sólo poseemos los nombres de los que regresaron a Munich.

—¿Dónde está ese Servicio? —preguntó Miller.

—En Arolsen-in-Waldeck, cerca de Hannover, en la Baja Sajonia. Depende de la Cruz Roja.

Miller reflexionó.

—¿Podría haber alguien más en Munich que hubiera estado en Riga? Yo busco al antiguo comandante del ghetto.

La sala estaba en silencio. Miller advirtió que un hombre que estaba junto a la estantería de los periódicos se volvía para mirarlo. La mujer parecía abatida.

—Tal vez quede en Munich algún superviviente de Riga. Antes de la guerra, los judíos de Munich eran 25 000. De ellos volvió una décima parte. Ahora somos ya unos 5 000; la mitad, aproximadamente, nacidos después de 1945. Tal vez pueda encontrar a alguien que haya estado en Riga; pero tendré que repasar toda la lista de supervivientes. Al lado del nombre figura el campo en que estuvo cada uno de ellos. ¿Podría usted volver mañana?

Miller lo pensó un momento, mientras se preguntaba si no sería mejor abandonarlo todo y volver a casa. Aquella persecución resultaba inútil.

—Sí —dijo—. Mañana volveré. Muchas gracias.

En la calle, cuando iba a sacar del bolsillo las llaves del coche, oyó unos pasos a su espalda.

—Perdone —dijo una voz. Miller se volvió. Era el hombre que leía el periódico—. ¿Busca usted información sobre Riga? ¿Acerca del comandante de Riga? ¿No será el capitán Roschmann?

—Sí, así es. ¿Por qué?

—Yo estuve en Riga —dijo el hombre—. Conocí a Roschmann. Tal vez pueda ayudarle.

Era un hombre bajo y huesudo, de unos cuarenta y cinco años, con ojos pardos y brillantes, y de aspecto maltrecho, de gorrión mojado.

—Me llamo Mordechai —dijo—; pero la gente me llama Motti. ¿Tomamos café mientras charlamos?

Entraron en un café cercano. Miller, un tanto más animado ante el aire vivaz y decidido de su interlocutor, le habló de su búsqueda, que iniciada en los barrios bajos de Altona le había llevado hasta el Centro de la comunidad judía de Munich. El hombre le escuchaba atentamente, asintiendo de vez en cuando.

—¡Hum…! Toda una peregrinación. ¿Por qué un alemán como usted persigue a Roschmann?

—¿Importa eso? Semejante pregunta me la han hecho tantas veces, que ya empiezo a cansarme de oírla. ¿Qué tiene de particular que un alemán se indigne por lo que entonces se hizo?

Motti se encogió de hombros.

—Nada —admitió—. Pero resulta extraño que, en 1955, tome una persona con tanto empeño el asunto de la desaparición de Roschmann. ¿Cree usted realmente que ODESSA le proporcionó su nuevo pasaporte?

—Así me lo han dicho —repuso Miller—. Y, al parecer, el único medio de encontrar al que lo falsificó es penetrar en ODESSA.

Motti examinó unos instantes al joven que tenía enfrente.

—¿En qué hotel se hospeda? —preguntó al fin.

Miller le dijo que, como aún no eran más que las primeras horas de la tarde, no se había alojado en ningún hotel. Pero seguramente iría a uno que conocía de otros viajes. A petición de Motti fue a llamar por teléfono, desde el café, para concertar la reserva.

Cuando volvió a la mesa, Motti ya no estaba. Había dejado una nota debajo de la taza. Decía así: «Tanto si encuentra habitación como si no, espéreme en el salón del hotel a las ocho».

Miller pagó los cafés y se fue.

Aquella misma tarde, en su bufete de abogado, el Werwolf leía otra vez el informe recibido de su colega de Bonn, el hombre que una semana antes abordara a Miller con el nombre de «doctor Schmidt».

El Werwolf estaba en posesión de aquel informe desde hacía cinco días; pero su natural cautela le había inducido a reflexionar antes de emprender una acción directa.

Las últimas palabras que le dirigió su superior, el general Gluecks, a últimos de noviembre, en Madrid, prácticamente le privaban de toda libertad de acción; pero, como la mayoría de los hombres de escritorio, se complacía en demorar lo inevitable. «Una solución permanente» era la fórmula empleada para expresar sus órdenes, y él sabía cuál era el significado. Por otra parte, la fraseología del «doctor Schmidt» no le dejaba margen para maniobrar.

«Es un joven obstinado, truculento, terco, movido por un intenso odio personal, para el que no parece haber explicación, hacia el Kamerad en cuestión, Eduard Roschmann. No atendería a razones ni a amenazas…».

El Werwolf releyó nuevamente el resumen del doctor, y suspiró. Extendió la mano hacia el teléfono y pidió a Hilda, su secretaria, una línea para llamar al exterior. Cuando oyó la señal, marcó un número de Dusseldorf.

Después de varios timbrazos, una voz contestó escuetamente:

—Sí.

—Deseo hablar con Herr Mackensen —dijo el Werwolf.

La voz preguntó desde el otro extremo:

—¿Quién lo llama?

En lugar de responder directamente a la pregunta, el Werwolf dio la primera parte de una contraseña:

—¿Quién fue más grande que Federico el Grande?

—Barbarroja —respondió la voz. Hizo una pausa, y después—: Al habla Mackensen.

—Aquí Werwolf —dijo el jefe de ODESSA—. Lo siento, pero se acabaron las vacaciones. Hay que trabajar. Venga a verme mañana por la mañana.

—¿A qué hora?

—A las diez. Diga a mi secretaria que su nombre es Keller. Yo me encargo de que figure en el libro de visitas con ese nombre.

El Werwolf colgó el teléfono. En Dusseldorf, Mackensen se levantó y se fue al cuarto de baño, con objeto de ducharse y afeitarse. Era un hombre fuerte y corpulento, un antiguo sargento de la división Das Reich de la SS, que aprendió su oficio en 1944, ahorcando a rehenes franceses en Tulle y Limoges.

Después de la guerra conducía un camión de ODESSA que transportaba cargamento humano de Alemania y Austria a Italia, pasando por la provincia italiana del sur del Tirol. En 1946, cuando una suspicaz patrulla norteamericana le dio el alto, asesinó a los cuatro ocupantes del jeep, a dos de ellos, sin más arma que sus propias manos. Desde entonces, también él estaba reclamado.

Más adelante fue empleado como guardaespaldas de los jefes de ODESSA y obsequiado con el apodo de Mack el Navaja aunque él, por extraño que pueda parecer, nunca usaba navaja, y prefería utilizar la fuerza de sus manos de carnicero para estrangular o desnucar a sus «encargos».

Poco a poco, Mackensen fue granjeándose el aprecio de sus superiores, y hacia el año 1955 era el verdugo de ODESSA, el hombre que, con discreción y prontitud, despachaba al que se acercaba demasiado a los peces gordos de la organización o al que trataba de traicionar a sus camaradas. En enero de 1964 había ya realizado doce encargos de esta clase.

La llamada se recibió a las ocho en punto. Contestó el conserje, el cual se dirigió a la puerta del salón, para avisar a Miller, que estaba viendo la televisión.

Este reconoció en seguida la voz que le hablaba desde el otro extremo del hilo.

—¿Herr Miller? Aquí Motti. Creo que vamos a poder ayudarle. Mejor dicho, unos amigos míos pueden hacerlo. ¿Le gustaría conocerlos?

—Me gustaría conocer a todo el que pudiera ayudarme —contestó Miller, intrigado por las maniobras.

—Bien. Salga del hotel y gire a la izquierda por la Schiller Strasse. En la misma acera, dos travesías más abajo, hay una granja llamada «Lindemann». Allí nos encontraremos.

—¿Cuándo? —preguntó Miller—. ¿Ahora mismo?

—Sí, ahora. Yo hubiera ido a verle al hotel, pero estoy con unos amigos. Venga en seguida.

Y colgó el teléfono. Miller cogió su abrigo y salió a la calle. Torció a la izquierda, y aún no había recorrido media manzana cuando notó que alguien le ponía un objeto duro en las costillas, y vio que un coche paraba junto al bordillo.

—Suba al asiento trasero, Herr Miller —le dijo una voz al oído.

Se abrió la portezuela, y Miller, con otro puyazo en las costillas, subió al coche. En el asiento trasero había otro hombre, el cual se hizo a un lado para dejarle sitio. El que le había amenazado se sentó al otro lado de Miller y cerró la puerta. El coche arrancó.

A Miller le latía fuertemente el corazón. Miró a los tres hombres que iban con él, y no reconoció a ninguno. El primero en hablar fue el que estaba sentado a su derecha, el mismo que abriera la portezuela.

—Voy a vendarle los ojos —dijo simplemente—. No queremos que sepa adónde lo llevamos.

Miller notó que le ponían en la cabeza una especie de calcetín negro, que le llegaba hasta la nariz. Recordó los fríos ojos azules del hombre del «Hotel Dreesen» y las palabras del de Viena: «Tenga cuidado; los hombres de ODESSA pueden ser peligrosos». Luego pensó en Motti y se preguntó por qué uno de ellos iba al Centro judío a leer periódicos en hebreo.

El coche siguió circulando durante veinticinco minutos; luego aminoró la marcha y se detuvo. Miller oyó abrirse una verja; el coche arrancó nuevamente y luego se paró. Le ayudaron a salir, y lo condujeron a través de un patio. Durante un momento sintió en la cara el aire frío de la noche; poco después advirtió que estaba otra vez en un interior. Una puerta se cerró a su espalda, y lo hicieron bajar una escalera. Seguramente lo llevaban a la bodega; pero el aire era cálido, y la silla en que lo sentaron, bien mullida.

Oyó una voz que decía:

—Fuera la venda.

Le quitaron el calcetín que le cubría la cabeza, y Miller parpadeó, deslumbrado.

Evidentemente se hallaba en un sótano, pues no había ventanas, y en una de las paredes, cerca del techo, zumbaba un extractor; pero la habitación estaba bien amueblada, como una sala de reuniones; cerca de la pared del fondo había una mesa larga y, alrededor de ella, ocho sillas. Componían el resto del mobiliario cinco butacas y una mesa de centro situada sobre una alfombra redonda.

Motti, de pie junto a la mesa grande, sonreía ligeramente, casi con aire de disculpa. Los dos hombres que habían raptado a Miller, ambos de mediana edad y buena figura, estaban uno a cada lado de él, apoyados en los brazos de las butacas. Frente a Miller, al otro lado de la mesa de centro, había un cuarto hombre. Miller supuso que el que conducía el coche se habría quedado arriba, para cerrar.

Evidentemente, el cuarto hombre era el jefe. Estaba bien arrellanado en su butaca, mientras los otros permanecían de pie o apoyados en los muebles. Miller le calculó unos sesenta años. Era delgado y huesudo, con las mejillas hundidas y la nariz aguileña. A Miller le inquietaban los ojos de aquel hombre. Los tenía hundidos, de color pardo y mirada viva y penetrante, ojos de fanático. Él fue el primero en hablar.

—Bienvenido, Herr Miller. Debo pedirle perdón por la extraña manera en que le han traído a mi casa. La razón que nos ha inducido a tomar tantas precauciones estriba en que si decide usted rechazar la proposición que voy a hacerle, podamos devolverlo a su hotel sin que sepa dónde ha estado.

»Dice mi amigo —señaló a Motti— que por motivos personales está buscando usted a un tal Eduard Roschmann y que, para acercarse a él, estaría dispuesto a intentar infiltrarse en ODESSA. Para eso necesita que le ayuden, y que le ayuden mucho. A nosotros tal vez nos convenga tenerle en ODESSA, y podríamos ayudarle. ¿Me sigue usted?

Miller lo miraba fijamente, asombrado.

—Aclaremos eso —dijo—. ¿Quiere decir que ustedes no pertenecen a ODESSA?

El hombre levantó las cejas.

—¡Santo cielo, qué descaminado va usted! —Se inclinó hacia delante y se subió la manga izquierda. En el antebrazo tenía tatuado un número en tinta azul—. Auschwitz. —Señaló a los que estaban a cada lado de Miller—. Buchenwald y Dachau. —Señaló a Motti—. Riga y Treblinka. —Se bajó la manga—. Herr Miller, hay quienes opinan que los que asesinaron a nuestro pueblo deben ser juzgados. Nosotros no estamos de acuerdo. Poco después de la guerra, un oficial inglés me dijo algo que desde entonces ha informado mi conducta. Me dijo: «Si hubiesen asesinado a seis millones de personas de mi pueblo, yo también levantaría un monumento de cráneos. Pero no serían cráneos de los que murieron en los campos de concentración, sino de quienes los llevaron allí». Lógica simple, Herr Miller, pero convincente. Los que formamos este grupo decidimos, en 1945, permanecer en Alemania sólo con un objetivo: la venganza, pura y simple venganza. Nosotros no los arrestamos, Herr Miller; los matamos como a cerdos, que no son otra cosa. Me llamo Leon.

Leon estuvo interrogando a Miller durante cuatro horas antes de darse por satisfecho de su sinceridad. También a él le intrigaba el motivo que Miller pudiera tener, pero al fin hubo de admitir que era posible que le moviera la indignación por lo que la SS había hecho durante la guerra. Cuando terminó, Leon se recostó en el respaldo de su butaca y contempló detenidamente al joven.

—¿Se da usted cuenta de lo arriesgado que es tratar de penetrar en ODESSA, Herr Miller? —preguntó.

—Puedo imaginármelo. Uno de los principales inconvenientes es que soy demasiado joven.

Leon movió negativamente la cabeza.

—No hay ni que pensar en tratar de convencer a antiguos miembros de la SS de que es usted uno de ellos si no cambia de nombre. Ellos poseen las listas de todos los miembros de la SS, y Peter Miller no figura en ellas. Luego está lo de la edad. Tiene que aparentar por lo menos diez años más. Puede conseguirse, mas para ello hay que darle una nueva personalidad, y una personalidad real. Debería asumir la identidad de un hombre que hubiera existido y perteneciera a la SS. Esto solo requiere ya una gran labor de investigación y mucho tiempo y molestias.

—¿Creen poder encontrar al hombre que reúna esas condiciones? —preguntó Miller.

Leon se encogió de hombros.

—Tendría que ser un hombre cuya muerte no pudiera comprobarse —dijo—. Antes de aceptar a alguien, ODESSA hace toda clase de comprobaciones. Y usted deberá pasar todas las pruebas. Para ello tendrá que convivir durante cinco o seis semanas con un auténtico SS que pueda enseñarle todo el folklore, la terminología técnica, modismos y normas de conducta. Afortunadamente, disponemos de un hombre así.

Miller estaba asombrado.

—¿Y se avendría a ello?

—El hombre en que estoy pensando es un tipo extraño, un auténtico capitán de la SS que lamenta sinceramente las atrocidades pasadas y tiene remordimientos. Últimamente, ingresó en ODESSA y pasaba información a las autoridades acerca de los nazis perseguidos. Aún seguiría haciéndolo, pero fue descubierto, y tuvo suerte en poder escapar con vida. Ahora vive con nombre supuesto en una casa de las afueras de Bayreuth.

—¿Qué más tendría que aprender?

—Todo lo que concierna a su nueva personalidad. Dónde nació, la fecha de su nacimiento, cómo ingresó en la SS, dónde recibió entrenamiento, dónde sirvió, en qué unidad, quién era su jefe, y toda su historia desde que terminó la guerra. También tendrá que presentar a alguien que lo avale. Y eso no será fácil. Habremos de dedicarle mucho tiempo y mucho trabajo, Herr Miller. Una vez se decida, no podrá volverse atrás.

—¿Y qué ganarían ustedes con ello? —preguntó Miller, con desconfianza.

Leon se puso en pie y empezó a pasear por la alfombra.

—Venganza —dijo simplemente—. Nosotros también queremos coger a Roschmann. Más que eso: los peores asesinos de la SS usan nombres falsos, y queremos tales nombres. Eso es lo que nosotros ganaríamos. Otra cosa: deseamos saber quién es el nuevo encargado de reclutar a los científicos alemanes que ODESSA manda a Egipto para proyectar los cohetes de Nasser. Brandner, el anterior, dimitió y desapareció el año pasado después de que nosotros nos encargáramos de su ayudante, Heinz Krug. Ahora han puesto a otro.

—Esa información sería útil, sobre todo, para el Servicio de Inteligencia israelí —dijo Miller.

Leon lo miró astutamente.

—Lo sería —dijo con sequedad—. A veces colaboramos con ellos, aunque no son nuestros amos.

—¿Nunca han intentado introducir a sus propios hombres en ODESSA? —preguntó Miller.

Leon asintió.

—Dos veces.

—¿Y qué pasó?

—Al primero lo encontraron flotando en un canal; le faltaban las uñas de las manos. El segundo desapareció sin dejar rastro. ¿Todavía desea seguir adelante?

Miller hizo como si no hubiese oído la pregunta.

—Si tan seguros son sus métodos, ¿cómo pudieron cogerlos?

—Los dos eran judíos —respondió, simplemente, Leon—. Tratamos de borrarles del brazo los tatuajes del campo de concentración; pero quedaron las cicatrices. Además, ambos estaban circuncidados. Por eso, cuando Motti me habló de que un ario alemán deseaba hacer algo contra la SS, en seguida me interesó. A propósito: ¿está usted circuncidado?

—¿Importa eso? —preguntó Miller.

—Por supuesto. El hecho de que lo esté, no prueba que sea judío. También se circuncida a los alemanes. Pero el no estarlo demuestra, en cierto modo, que no es judío.

—No lo estoy —dijo Miller lacónicamente.

Leon suspiró.

—Esta vez me parece que lo conseguiremos —dijo. Miró su reloj. Eran más de las doce de la noche—. ¿Ha cenado? —preguntó.

El periodista movió negativamente la cabeza.

Motti, creo que deberíamos ofrecer un poco de comida a nuestro invitado.

Motti asintió, sonriente, y subió a la cocina.

—Tendrá que pasar aquí la noche —dijo Leon a Miller—. Le bajaremos unas mantas. No intente marcharse, por favor. La puerta tiene tres cerraduras, y las tres estarán echadas por la parte de fuera. Deme las llaves de su coche y haré que lo traigan. Será mejor que durante varias semanas esté oculto. Pagaremos la cuenta del hotel, y traeremos aquí su equipaje. Mañana por la mañana escribirá sendas cartas a su madre y a su amiga, para decirles que no podrá facilitarles noticias hasta dentro de varias semanas o meses. ¿Comprendido?

Miller asintió y entregó las llaves del coche. Leon se las dio a uno de los otros dos hombres, que se marchó silenciosamente.

—Por la mañana, lo llevaremos a Bayreuth para que conozca a nuestro oficial de la SS. Se llama Alfred Oster. Tendrá que vivir con él. Yo lo dispondré todo. Y, ahora, discúlpeme; tengo que empezar a buscar nuevo nombre e identidad para usted.

Se levantó y se fue. Motti no tardó en bajar con una bandeja de comida y media docena de mantas. Mientras comía el pollo frío y la ensalada de patatas, Miller se preguntaba en qué lío se habría metido.

A muchos kilómetros de allí, en dirección al Norte, en el Hospital General de Bremen, un enfermero hacía su ronda de madrugada. En un extremo de la sala, una de las camas estaba aislada del resto por un biombo.

El enfermero, un hombre de mediana edad, llamado Hartstein, asomó la cabeza por encima del biombo, para mirar al enfermo. Este yacía inmóvil. A la cabecera de su cama, una tenue luz permanecía encendida toda la noche. El enfermero se acercó y le tomó el pulso. Ya no latía.

Miró el rostro demacrado de aquella víctima del cáncer. Entonces recordó algo que aquel hombre había dicho tres días atrás, mientras deliraba, y le levantó el brazo izquierdo. En la axila había un número tatuado. Correspondía al grupo sanguíneo del muerto, y era la prueba de que éste había pertenecido a la SS. En el Reich se consideraba a los hombres de la SS más valiosos que los soldados corrientes, por lo que, cuando eran heridos, tenían preferencia para recibir el primer plasma disponible. Y, para evitar demoras, se les tatuaba la referencia del grupo sanguíneo.

El enfermero Hartstein cubrió el rostro del muerto y miró en el cajón de la mesita de noche. Sacó el permiso de conducir que alguien puso allí, junto con los demás efectos personales, cuando el paciente ingresó en el hospital después de desmayarse en la calle. La foto correspondía a un hombre de unos treinta y nueve años, nacido el 18 de junio de 1925 y llamado Rolf Gunther Kolb.

El enfermero se guardó el permiso de conducir en el bolsillo de su chaqueta blanca y salió para informar del fallecimiento al médico de guardia.

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