Odessa

Odessa


XIII

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XIII

Franz Bayer era tan rollizo y orondo como su mujer. El Werwolf le había avisado de la llegada del fugitivo de la justicia, y cuando, poco después de las ocho, Miller llamó a la puerta, él salió personalmente a darle la bienvenida.

En el mismo recibidor fue presentado Miller a la señora Bayer, la cual se alejó apresuradamente hacia la cocina.

—¿Es su primera visita a Württemberg, amigo Kolb? —dijo entonces Bayer.

—Pues, sí, la primera.

—¡Ah! Nosotros nos ufanamos de nuestra hospitalidad. Seguramente tendrá usted apetito. ¿Ha cenado ya?

Miller le dijo que no había comido en todo el día, y que se había pasado la tarde en el tren. Bayer se mostró afligido.

—¡Dios mío, pobre hombre! Tiene usted que tomar algo. Ya verá: nos iremos a cenar a la ciudad. Nada, nada; es lo menos que puedo hacer por usted.

Se fue hacia la parte posterior de la casa, para advertir a su esposa de que se llevaba a su huésped a cenar a la ciudad, y diez minutos después se dirigían ambos hacia el centro de Stuttgart en el automóvil de Bayer.

Para ir de Nuremberg a Stuttgart por la antigua carretera E 12, se tarda por lo menos dos horas, aunque se viaje a marchas forzadas. Y así viajaba Mackensen aquella noche. Media hora después de recibir la llamada del Werwolf, estaba ya en la carretera, provisto de las oportunas instrucciones y de las señas de Bayer. Llegó a las diez y media, y fue directamente a casa de Bayer.

La señora Bayer, que había recibido otra llamada del Werwolf, en la cual le había advertido éste de que el hombre que se hacía llamar Kolb no era lo que parecía sino que, posiblemente, fuera un confidente de la Policía, recibió a Mackensen temblando de miedo. La actitud de éste no era la más apropiada para tranquilizarla.

—¿Cuándo se fueron?

—A las ocho y cuarto —balbució la mujer.

—¿Le indicaron adónde iban?

—No. Franz dijo que el chico no había comido en todo el día y lo llevaba a cenar a un restaurante de la ciudad. Yo le dije que podía preparar algo, pero a Franz le gusta mucho comer en el restaurante. Cualquier pretexto le sirve…

—Dijo usted que vio a Kolb aparcando el coche. ¿Dónde lo vio?

Ella le indicó dónde estaba la calle y cómo llegar a ella desde la casa. Mackensen reflexionó un momento.

—¿No tiene idea de a qué restaurante puede haberlo llevado? —preguntó.

La mujer tardó unos momentos en contestar.

—Bueno: su favorito es «Los Tres Moros», de la Friedrich Strasse —dijo—. Generalmente, primero prueba si hay sitio allí.

Mackensen salió de la casa y se dirigió a la calle en que estaba el «Jaguar». Lo examinó atentamente, para asegurarse de que lo reconocería si volviera a verlo. Se preguntó si no sería preferible quedarse esperando a Miller. Pero las órdenes que le había dado el Werwolf eran seguir a Miller y a Bayer, advertir al de ODESSA y mandarlo a casa, y después, encargarse de Miller. Por ello no había llamado por teléfono a «Los Tres Moros». Advertir a Bayer equivaldría a poner a Miller sobre aviso de que había sido descubierto y darle la oportunidad de volver a desaparecer.

Mackensen miró su reloj. Eran las once menos diez. Volvió a subir a su «Mercedes» y se dirigió al centro de la ciudad.

En un hotel modesto y oscuro de los barrios bajos de Munich, Josef estaba tendido en su cama, despierto, cuando el conserje lo llamó para decirle que se había recibido un cable para él. Josef bajó a recogerlo y lo subió a su habitación.

Sentado ante una desvencijada mesa abrió el sobre y examinó el texto. Decía así:

 

A continuación indicamos los precios que podríamos aceptar para los artículos por los que se interesa el cliente:

 

Apio:

381 marcos, 53

pfennigs

.

Melones:

362 marcos, 17

pfennigs

.

Naranjas:

627 marcos, 24

pfennigs

.

Piña:

313 marcos, 88

pfennigs

 

La lista de frutas y verduras era larga, pero todos los artículos que en ella figuraban eran de exportación habitual en Israel, y el cable parecía la respuesta a una demanda formulada por un representante en Alemania de una compañía exportadora. No era seguro utilizar la red internacional de cables; mas son tantos los cables comerciales que se transmiten diariamente por Europa occidental, que para comprobarlos todos se necesitaría un ejército.

Josef, haciendo caso omiso del texto, fue entresacando los números y los escribió uno al lado del otro, formando una larga hilera. Desaparecieron los números de cinco cifras en que se dividían las cantidades de marcos y pfennigs. Cuando los tuvo todos en hilera, los dividió en grupos de seis cifras de cada grupo de seis, restó la fecha, 20 de febrero de 1964 escrita así: 20264. En cada caso, el resultado era otro número de seis cifras.

El código era sencillo. Estaba basado en la edición rústica del New World Dictionary de Webster, publicado por la «Popular Library» de Nueva York. Las tres primeras cifras del grupo se referían a la página del diccionario; la cuarta cifra podía ser cualquier número del 1 al 9. Un número impar significaba columna primera, y un número par, columna segunda. Las dos últimas cifras indicaban el número de palabras que contar de arriba abajo. Estuvo trabajando sin parar durante media hora. Luego leyó el mensaje y, lentamente, apoyó la cabeza en las manos.

Treinta minutos después, estaba con Leon en casa de éste. El jefe del grupo de vengadores leyó el mensaje y profirió un juramento.

—Lo lamento —dijo al fin—. ¿Cómo iba a saberlo?

Durante los últimos seis días, el Mossad había recibido, por distinto conducto, tres informes. Uno procedía del agente israelí en Buenos Aires, y decía que había sido autorizado el pago de una cantidad equivalente a un millón de marcos alemanes a un tal Vulkan «para permitirle completar la fase siguiente de su investigación».

El segundo era de un empleado judío en un Banco suizo, entidad que solía efectuar transferencias de fondos secretos nazis para pagar a los hombres de ODESSA en Europa occidental; según él, un millón de marcos había sido transferido al Banco desde Beirut, y retirado en efectivo por un individuo con una cuenta en el mismo desde hacía diez años a nombre de Fritz Wegener.

El tercero era de un coronel egipcio que ocupaba un alto cargo en el servicio de seguridad de la «Fábrica 333» y que, a cambio de una suma considerable que le serviría para ayudarle a proporcionarse un cómodo retiro, había conversado durante varias horas con un hombre del Mossad en un hotel de Roma. Y éste había dicho que el proyecto de los cohetes sólo estaba pendiente de que se lo dotara de un sistema seguro de teledirección, el cual se estudiaba en una fábrica de Alemania Occidental y estaba costando a ODESSA millones de marcos.

Estos tres informes, junto con varios miles más, fueron procesados en las computadoras del profesor Youvel Neeman, el genio israelí que fue el primero en aplicar la cibernética al análisis de los informes de Inteligencia, y más adelante sería el padre de la bomba atómica israelí. Donde la memoria humana hubiera podido fallar, los microcircuitos de la computadora relacionaron los tres informes, recordaron que hasta 1955 —en que fue delatado por su esposa— Roschmann había usado el nombre de Fritz Wegener, e informaron debidamente.

En el cuartel general subterráneo, Josef se volvió hacia Leon.

—Yo no me muevo de aquí. Voy a quedarme cerca de ese teléfono. Proporcióneme una moto potente y ropa adecuada. Inmediatamente. Cuando Miller llame, si llama, quiero reunirme con él a toda prisa.

—Si lo descubren, no creo que pueda llegar a tiempo —dijo Leon—. No es de extrañar que quisieran apartarlo. Si se acerca a su hombre, lo matarán.

Cuando Leon salió del sótano, Josef volvió a leer el cable de Tel Aviv, que decía así:

ALERTA ROJA NUEVA INFORMACIÓN INDICA INDUSTRIAL ALEMÁN OPERANDO ESE PAÍS VITAL ÉXITO PROYECTO COHETES STOP NOMBRE CIFRADO VULKAN STOP PROBABLEMENTE MISMA IDENTIDAD ROSCHMANN STOP UTILICE MILLER INMEDIATAMENTE STOP BUSCAR Y ELIMINAR STOP CORMORANT.

Josef se sentó a la mesa y, minuciosamente, se puso a limpiar y armar su automática «Walther PPK». De vez en cuando echaba una mirada al silencioso teléfono.

Durante la cena, Bayer se mostró un anfitrión jovial y, entre grandes carcajadas, contó su repertorio de chistes. En varias ocasiones trató Miller de llevar la conversación hacia el tema del nuevo pasaporte que debían proporcionarle; pero, cada vez, Bayer le daba una fuerte palmada en la espalda, le decía que no se preocupara y terminaba:

—Déjamelo a mí, chico. Franz Bayer se encargará de eso.

Se golpeaba con el índice la aleta derecha de la nariz, guiñaba un ojo y se reía estrepitosamente.

Una de las facultades que Miller había adquirido durante sus ocho años de reportero era la de resistir el alcohol. Pero no estaba acostumbrado a aquel vino blanco con el que se regaba copiosamente la cena. De todos modos, cuando uno quiere emborrachar a otro, el vino blanco tiene una gran ventaja. Y es que lo sirven en unos cubos con hielo, y Miller pudo vaciar tres veces su copa en el cubo, mientras Bayer miraba hacia otro lado.

Cuando llegó el postre, habían despachado dos botellas de un excelente hock, y Bayer, embutido en su ajustada chaqueta sudaba a chorros. Ello aumentaba su sed, por lo que pidió una tercera botella.

Miller se fingía preocupado y aseguraba que no podría obtener un nuevo pasaporte, y que sería arrestado por lo ocurrido en Flossenburg en 1945.

—Necesitarán fotografías, ¿verdad? —preguntó, apesadumbrado.

Bayer se echó a reír.

—Sí, un par de ellas. Pero no habrá problemas. Puedes hacértelas en las casetas automáticas de la estación. Espera a tener el pelo un poco más largo y el bigote algo más tupido, y nadie sospechará quién eres.

—¿Y después? —dijo Miller, en tono apremiante.

Bayer se inclinó y le rodeó los hombros con su grueso brazo. Miller sintió en la cara su aliento, que apestaba a vino.

—Después las mandaré a un amigo mío —le susurró al oído—, y al cabo de una semana ya tendremos tu pasaporte. Con éste sacaremos el permiso de conducir (tendrás que examinarte, naturalmente) y la tarjeta de la Seguridad Social. A las autoridades les diremos que acabas de volver a la patria después de pasar quince años en el extranjero. No te preocupes más, chico, que no hay problema.

Aunque estaba ya borracho, Bayer todavía dominaba su lengua. No quiso decir más, y Miller prefirió no insistir, para que el otro no sospechara.

Miller estaba deseando tomar café, pero no se atrevió a pedirlo, por si el café serenaba a Franz Bayer. Su anfitrión pagó la cena con unos billetes que sacó de su abultada cartera, y los dos hombres se dirigieron al guardarropa. Eran las diez y media.

—Ha sido una velada espléndida. Muchísimas gracias. Herr Bayer.

—Franz, Franz… —jadeó Bayer, fatigosamente, mientras batallaba con el abrigo.

—Supongo que esto será todo lo que Stuttgart puede ofrecer, por lo que a vida nocturna se refiere —observó Miller al ponerse el suyo.

—No seas bobo; ésta es una pequeña gran ciudad. Hay su media docena de buenos cabarets. ¿Te gustaría ir a alguno?

—¿Cabarets con striptease y todo eso? —preguntó Miller, abriendo mucho los ojos.

Bayer resopló de satisfacción.

—¡Y tanto! No me parecería mal ir ahora a ver cómo las niñas esas se quitan la ropa.

Bayer dio una buena propina a la chica del vestuario y salió a la calle contoneándose.

—¿Cuántos clubes nocturnos hay en Stuttgart? —preguntó Miller inocentemente.

—Vamos a ver… Está el «Moulin Rouge», el «Balzac», el «Imperial» y el «Sayonara». Luego está el «Madeleine», en la Eberhardt Strasse…

—¿Eberhardt? ¡Qué coincidencia! Así se llama mi patrón de Bremen, el que me ayudó a salir de apuros y me dio las señas del abogado de Nuremberg.

—Muy bien, muy bien. Pues vamos a ése —concluyó Bayer, y echó a andar hacia el coche.

Mackensen llegó a «Los Tres Moros» a las once y cuarto. Preguntó al maitre, que estaba viendo salir a los últimos clientes.

—¿El señor Bayer? Sí, esta noche ha estado aquí. Se fue hace una media hora.

—¿Ha venido con un invitado? Un hombre alto, con bigote y el pelo muy corto.

Mackensen, sin la menor dificultad, puso un billete de veinte marcos en la mano del hombre.

—Sí, lo recuerdo. Se han sentado en la mesa del rincón.

—Tengo que encontrarlos urgentemente. Es una emergencia. Su esposa ha sufrido un colapso…

El maitre adoptó un aire compungido.

—¡Qué desgracia!

—¿Sabe usted adónde fueron al salir de aquí?

—Lo lamento, no lo sé. —Llamó a uno de los mozos de comedor—. Hans, tú atendías la mesa del señor Bayer. ¿Oíste si hablaban de ir a algún otro sitio?

—No —respondió Hans—; no oí nada.

—Podría preguntar a la empleada del guardarropa —sugirió el maitre—. Tal vez ella oyera algo.

Mackensen preguntó a la muchacha, y luego pidió una guía turística de los espectáculos de Stuttgart. En la sección de cabarets había media docena de nombres. En las páginas centrales aparecía un plano del centro de la ciudad. Mackensen volvió a su coche y se dirigió al cabaret que figuraba en el primer lugar de la lista.

Miller y Bayer estaban en el «Madeleine», sentados a una mesa para dos. Bayer, que iba ya por su segundo whisky, miraba con ojos muy abiertos a una joven de opulentas formas que movía las caderas en el centro de la pista mientras se soltaba los corchetes del sostén. Cuando cayó, al fin, la prenda, Bayer dio un codazo a Miller.

—Vaya un par, ¿eh, chico? ¡Vaya un par! —comentó con una risa ahogada.

Eran más de las doce y estaba francamente borracho.

—Herr Bayer, lo siento, pero no estoy tranquilo —susurró Miller—. Quiero decir que el fugitivo soy yo. ¿Cuándo tendrá mi pasaporte?

Bayer dejó caer el brazo sobre los hombros de Miller.

—Vamos, Rolf, ya te he dicho que no tienes que preocuparte. Deja que Franz se encargue de todo. —Le guiñó un ojo—. De todos modos, los pasaportes no los hago yo. Yo me limito a mandar las fotografías, y al cabo de una semana lo tenemos aquí. No hay ningún problema. Ahora toma otro traguito con el viejo Franz.

Agitó su gruesa mano en el aire.

—Camarero, ¡otra ronda!

Miller se recostó en la silla y quedó pensativo. Si para hacerse las fotografías tenía que esperar a que le creciera el pelo, tardaría varias semanas. Tampoco iba a conseguir con engaños que Bayer le diera el nombre y la dirección del falsificador. Estaba borracho, pero no tanto como para delatar a su contacto en el asunto de las falsificaciones.

No consiguió llevarse del club al mastodonte de ODESSA hasta el final del primer show. Cuando, al fin, salieron nuevamente al aire frío de la noche, era más de la una. Bayer, que se tambaleaba, apoyó el brazo en los hombros de Miller. La brusca acometida del frío le puso peor.

—Será mejor que le lleve a su casa —dijo Miller, cuando se acercaban al coche.

Tomó las llaves del bolsillo de Bayer y lo instaló en el asiento del pasajero. Cerró la puerta y subió al coche por el lado del conductor. En aquel momento, un «Mercedes» gris doblaba la esquina y se detenía a unos quince metros detrás de ellos.

Mackensen, que había recorrido ya cinco locales nocturnos, divisó la matrícula del automóvil que en aquel momento se ponía en marcha delante del «Madeleine». Era el número que Frau Bayer le había dado: el del coche de su marido. Mackensen se fue tras él.

Miller conducía con prudencia, tratando de dominar su propia embriaguez, no fuera a detenerle algún coche patrulla y le hicieran la prueba del alcohol. No se dirigía a casa de Bayer, sino a su hotel. Bayer dormitaba con el cuello doblado hacia delante y la papada aplastada sobre la corbata.

Cuando llegaron al hotel, Miller lo sacudió para despertarle.

—Anda, Franz, vamos a tomar un último trago.

El hombre miró alrededor.

—Tengo que ir a casa —murmuró—; mi mujer me espera.

—Sólo una copita para rematar la noche. Podríamos subir a mi cuarto y charlar sobre los viejos tiempos.

Bayer le miró con una sonrisa de borracho.

—Los viejos tiempos. Buenos tiempos, ¿eh, Rolf?

Miller bajó del coche y se acercó a la portezuela del otro lado para ayudar al corpulento Bayer a saltar a la acera.

—Muy buenos tiempos —dijo, mientras conducía a su compañero hacia la puerta—. Ahora hablaremos de ellos.

En la calle, unos metros más abajo, el «Mercedes», que había apagado sus faros, se diluía en una sombra gris en la penumbra.

Miller tenía la llave de su habitación en el bolsillo. Detrás de su mostrador, el portero nocturno descabezaba un sueño. Bayer empezó a murmurar.

—Ssss, silencio… —dijo Miller.

—Silencio —repitió Bayer, andando de puntillas hacia la escalera con movimientos de elefante. Ahogó la risa, divertido por su pantomima. Afortunadamente para Miller, la habitación estaba en el primer piso. Bayer no hubiera podido subir más. Miller abrió la puerta, encendió la luz y sentó a Bayer en el único sillón que había en la pieza, un mueble de respaldo vertical y brazos de madera.

En la calle, Mackensen miraba la oscura fachada del hotel. A las dos de la madrugada no había luces encendidas. Cuando se encendió la de Miller, Mackensen advirtió que estaba en el primer piso, a mano derecha.

Se preguntaba si no sería lo mejor subir y acabar de una vez con Miller. Dos cosas le hicieron desistir. A través de la puerta vidriera veía al portero que, desvelado por las pisadas de Bayer, trasteaba por el vestíbulo. Seguramente se fijaría en una persona extraña que entrara en el hotel a aquellas horas, y podría dar una buena descripción a la Policía. El otro factor que contribuyó a disuadirle era el estado de Bayer. Había observado que le costaba trabajo mantenerse en pie, y comprendió que no podría sacarlo rápidamente del hotel después de matar a Miller. Si la Policía arrestaba a Bayer, él tendría dificultades con el Werwolf. A pesar de su aspecto jovial y campechano, Bayer era un hombre importante dentro de ODESSA, y estaba reclamado por la Policía.

Mackensen decidió que lo mejor sería disparar por las ventanas. Frente al hotel había un edificio en construcción. Ya estaban terminados los pisos, y una escalera de hormigón conducía hasta el segundo. Podría esperar allí. Miller no volvería a salir. Fue, pues, a su coche, y sacó el rifle de caza que llevaba en el portaequipajes.

El golpe pilló a Bayer totalmente desprevenido. Embotado por el alcohol, no pudo reaccionar a tiempo. Miller fingía buscar su botella de whisky en el armario, pero en realidad buscaba su corbata de repuesto. La otra la llevaba puesta, y se la quitó.

No había tenido ocasión de utilizar los golpes que le enseñaron diez años antes en el campo de entrenamiento militar, por lo que no estaba seguro de su eficacia. El considerable volumen del cuello de Bayer, que seguía musitando: «Qué tiempos aquéllos», lo indujo a golpear con todas sus fuerzas.

Ni siquiera fue un golpe de los que dejan sin sentido, pues el canto de su mano estaba blando por la falta de práctica, y la grasa protegía bien la nuca de Bayer. Pero fue suficiente. Cuando el de ODESSA salió de su aturdimiento, tenía las muñecas firmemente atadas a los brazos del sillón.

—¿Qué diablos…? —masculló con torpe lengua, mientras sacudía la cabeza para despejarse.

Su propia corbata sirvió para atarle el tobillo izquierdo a la pata de la silla, y el cordón del teléfono le sujetó el derecho.

Miró a Miller con ojos de mochuelo, mientras en su cerebro empezaban a aclararse las ideas. Como todos los de su calaña, Bayer tenía una pesadilla constante.

—No podrá sacarme de aquí —dijo—. No puede llevarme a Tel Aviv. No puede probar nada. Yo nunca hice daño a su gente…

Un par de calcetines enrollados y metidos en la boca le cortaron el habla. Para mantenerlos en su sitio, Miller utilizó una bufanda que le había confeccionado su solícita madre. Los ojos de Bayer le miraban, con desconsuelo, por encima de la prenda de punto de colores.

Miller arrimó la otra silla y se sentó a horcajadas, con la cara a dos palmos de la de su prisionero.

—Oye bien lo que voy a decirte, cerdo: ni yo soy un agente israelí, ni tú vas a ninguna parte. Te quedarás aquí y hablarás aquí, ¿me has entendido?

Por toda respuesta, Ludwig Bayer le miró fijamente. Sus ojos ya no chispeaban a causa de la alegría, sino que los tenia enrojecidos por la rabia, como los de un jabalí enfurecido.

—Lo que quiero saber, y voy a saber esta misma noche, es el nombre y la dirección del hombre que hace los pasaportes para ODESSA.

Miró alrededor, descubrió la lámpara de la mesita de noche, desconectó el enchufe de la pared y la acercó a Bayer.

—Ahora, Bayer, o como te llames, voy a quitarte la mordaza y tú vas a hablar. Si gritas, te pego con esto en la cabeza. En realidad no me importaría partirte el cráneo. ¿Entendido?

Miller no era sincero. Nunca había matado a nadie, y no tenía el menor deseo de hacerlo ahora.

Aflojó lentamente la bufanda y sacó los calcetines de la boca de Bayer, mientras con la mano derecha sostenía la lámpara sobre la cabeza de su prisionero.

—¡Bandido! —jadeó Bayer—. Eres un espía, pero no sacarás nada de mí.

Apenas acabó de decirlo ya tenía otra vez los calcetines en la boca sujetos por la bufanda.

—¿No? —dijo Miller—. Ya lo veremos. Voy a empezar por los dedos, a ver qué te parece.

Tomó el meñique y el anular de la mano derecha de Bayer y los dobló hacia atrás hasta ponerlos casi verticales. Bayer se revolvió en el sillón violentamente y poco faltó para que lo volcara. Miller lo sujetó, y aflojó la presión de los dedos.

Volvió a quitarle la mordaza.

—Puedo romperte todos los dedos, Bayer —susurró—; después sacaré la bombilla, conectaré la lámpara y meteré tú pene por el casquillo.

Bayer cerró los ojos. Chorros de sudor le resbalaban por la cara.

—Los electrodos no, los electrodos no —murmuró—. Ahí no.

—Sabes de qué te hablo, ¿verdad? —dijo Miller, acercando la boca a la oreja del otro.

Bayer cerró los ojos y gimió levemente. Sabía de qué le hablaba. Él era uno de los que, veinte años atrás, torturaron a Conejo Blanco, el comandante de escuadrilla Yeo-Thomas, en los calabozos de la prisión de Fresnes, de París, hasta dejarlo convertido en una masa sanguinolenta. Conocía bien el tema, pero no lo había sentido en la propia carne.

—¡Habla! —siseó Miller—. Nombre y señas del falsificador… Bayer movió lentamente la cabeza.

—No puedo decirlo. Me matarían.

Miller volvió a ponerle la mordaza. Cogió el dedo meñique de Bayer, cerró los ojos y tiró hacia atrás. El nudillo crujió. Bayer se revolvió en su asiento y vomitó.

Miller le quitó la mordaza antes de que se asfixiara. El hombre inclinó la cabeza, y aquella cena tan cara, el vino blanco y los numerosos whiskys dobles consumidos en el cabaret fueron a parar a la alfombra.

—Habla —insistió Miller—. Aún te quedan más dedos.

Con los ojos cerrados, Bayer tragó saliva.

—Winzer —dijo.

—¿Cómo?

—Winzer, Klaus Winzer es el que hace los pasaportes.

—¿Es un falsificador profesional?

—Es impresor.

—¿Dónde vive?

—Me matarán.

—O te mataré yo. ¿Dónde vive?

—En Osnabrück —susurró Bayer.

Miller volvió a amordazar a Bayer y se quedó pensativo. Klaus Winzer, impresor de Osnabrück. Se acercó a su cartera, donde llevaba el Diario de Salomon Tauber y varios mapas, y sacó un plano de carreteras de Alemania.

La autopista que conducía hasta Osnabrück, en el norte de Renania/Westfalia, pasaba por Mannheim, Frankfurt, Dortmund y Munster. Era un viaje de cuatro o cinco horas, según el estado de la carretera. Ya eran casi las tres de la madrugada del 21 de febrero.

Al otro lado de la calle, Mackensen estaba tiritando en su escondrijo del segundo piso del edificio en construcción. En la habitación de Miller estaba aún encendida la luz. Sus ojos iban continuamente de la ventana a la puerta del hotel. Si por lo menos se marchara Bayer y él pudiera encontrar a Miller a solas…, pensaba. O si saliese Miller y él pudiera atraparlo en la calle… O bien, que alguien abriera la ventana para respirar un poco de aire puro. Mackensen se estremeció y apretó el pesado rifle «Remington 300». Con un arma como aquélla, y a veinte metros, no fallaría. Mackensen podía esperar; era hombre paciente.

Miller guardaba sus cosas en la cartera. Necesitaba que Bayer permaneciera quieto durante seis horas por lo menos. Tal vez el miedo le impidiera informar a sus jefes de que había descubierto al falsificador; pero no podía contarse con ello.

Miller pasó unos minutos apretando las ligaduras que mantenían a Bayer quieto y callado. Luego tumbó la silla de lado, para que su prisionero no pudiera llamar la atención de los residentes del hotel volcándola estrepitosamente. El hilo del teléfono ya estaba arrancado. Miller, tras echar un último vistazo a la habitación, salió y cerró la puerta.

En lo alto de la escalera, se detuvo a reflexionar. Tal vez el portero los hubiera visto subir. En tal caso, ¿qué pensaría si sólo bajaba uno de los dos, pagaba su cuenta y se marchaba? Miller se dirigió hacia la parte trasera del hotel. Al final del pasillo había una ventana que daba a la escalera de incendios. Segundos después, estaba en el patio de atrás, donde se encontraba el garaje. Por una puertecita se salía a un callejón.

Dos minutos más, y Miller caminaba rápidamente hacia el lugar donde había dejado su «Jaguar», a cinco kilómetros del hotel y a unos centenares de metros de la casa de Bayer. Los efectos de la bebida y de las actividades de la noche le hacían sentir un enorme cansancio. Necesitaba dormir, pero comprendía que tenía que llegar a casa de Winzer antes de que se diera la alarma.

Eran casi las cuatro de la madrugada cuando subió al «Jaguar»; a las cuatro y media salía a la autopista del Norte y tomaba la dirección de Heilbronn y Mannheim.

En cuanto Miller se hubo marchado, Bayer, que ya estaba totalmente sereno, empezó a hacer esfuerzos por liberarse. Adelantaba la cabeza, con objeto de aflojar con los dientes los nudos de las ligaduras de sus muñecas. Pero su obesidad le impedía flexionarse lo suficiente, y el calcetín que tenía dentro de la boca le mantenía las mandíbulas separadas. De vez en cuando, debía hacer una pausa para respirar por la nariz.

Tiró de las ligaduras de sus tobillos, mas éstas no cedieron. Finalmente, a pesar del dolor y la hinchazón de su fracturado meñique, trató de soltarse las muñecas escurriendo las manos entre las ligaduras.

Cuando tampoco esto dio resultado, reparó en la lámpara, que había quedado en el suelo. La bombilla todavía estaba puesta, y pensó que con un pedazo de bombilla podía cortar la tela de una corbata.

Tardó una hora en arrastrarse, centímetro a centímetro, hasta donde estaba la lámpara, y romper la bombilla.

No es tan fácil cortar unas ligaduras con un trozo de cristal. Se tardan horas en cortar un solo hilo. El sudor que le chorreaba por las muñecas humedecía la tela y apretaba todavía más los nudos. A las siete de la mañana, cuando el cielo palidecía ya sobre los tejados de la ciudad, empezaron a rasgarse las fibras de la corbata que aprisionaba su mano izquierda.

Eran casi las ocho cuando Bayer consiguió soltar aquella mano.

En aquellos momentos, el «Jaguar» de Miller avanzaba por la carretera del cinturón de Colonia. Le faltaban ciento cincuenta kilómetros para llegar a Osnabrück. Había empezado a llover. Una cortina de lluvia, mezclada con un fino granizo, se precipitaba sobre la resbaladiza autopista.

El movimiento de los limpiaparabrisas casi le hacía dormir.

Miller aminoró la marcha y puso el coche a cien kilómetros por hora, para evitar el peligro de salirse de la calzada e ir a parar a los barrizales que se extendían a uno y otro lado.

Bayer, cuando hubo soltado su mano izquierda, no tardó más que unos minutos en quitarse la mordaza. Aspiró varias bocanadas de aire.

El olor que había en la habitación era espantoso, mezcla de sudor, vómito y whisky.

Con una mueca de dolor, a causa del dedo dislocado, deshizo los nudos de su muñeca derecha, y luego se soltó los pies.

Trató de abrir la puerta mas estaba cerrada con llave.

Tambaleándose sobre unos pies insensibles, se acercó al teléfono, y después, a la ventana. Descorrió las cortinas y abrió los batientes.

En su puesto de tiro del otro lado de la calle, Mackensen, a pesar del frío, casi dormitaba cuando advirtió que alguien descorría las cortinas de la habitación de Miller.

Apuntó el «Remington», esperó a que la figura abriera la ventana y disparó.

La bala alcanzó a Bayer en la yugular. Antes de que su corpachón cayera al suelo, ya estaba muerto. La detonación podía achacarse momentáneamente a una explosión del motor de un coche; pero la gente no tardaría en indagar.

Incluso a aquella hora de la mañana, antes de un minuto alguien saldría a investigar. Mackensen estaba seguro de ello.

Sin detenerse a echar una segunda ojeada al interior de la habitación, Mackensen empezó a bajar la escalera. Salió por la parte posterior del edificio, sorteando dos hormigoneras y un montón de grava. Antes de que hubieran transcurrido sesenta segundos desde el disparo, ya estaba junto a su coche, guardaba el rifle en el portaequipajes y arrancaba.

Mientras hacía girar la llave del contacto. Mackensen sabía ya que algo había fallado. Sospechaba que se había equivocado.

El hombre que el Werwolf le había encargado matar era alto y delgado, y la silueta que había aparecido en la ventana era la de un hombre grueso. Ya estaba casi convencido de que había matado a Bayer.

Pero ello no suponía un grave contratiempo. Al ver a Bayer tendido en la alfombra, Miller echaría a correr a toda prisa, y regresaría al «Jaguar», que había dejado aparcado a cinco kilómetros de allí. Pero al llegar a la tranquila calle residencial y ver que entre el «Opel» y la furgoneta, en el lugar donde la noche antes estaba el «Jaguar», no había nada ahora, Mackensen empezó a preocuparse seriamente.

Si hubiese sido asustadizo, ODESSA no le habría confiado el cargo de ejecutor principal. Mackensen ya se había visto en apuros antes de entonces.

Se quedó sentado tras el volante, reflexionando, y llegó a la conclusión de que Miller podía estar ya a cientos de kilómetros.

Si Miller había dejado a Bayer con vida —pensó—, tanto podía ser por no haber sacado nada de él, como por haber obtenido algo. En el primer caso, nada se habría perdido; podría encargarse de Miller más adelante. No había prisa.

Pero si Miller había sacado algo de Bayer, ese algo sólo podía ser información. Unicamente el Werwolf sabría qué clase de información buscaba Miller y qué podía obtener de Bayer.

Por tanto, a pesar de que temía las iras del Werwolf, tendría que llamarle.

Tardó veinte minutos en encontrar un teléfono público. Siempre llevaba encima un puñado de monedas de un marco, por si tenía que llamar a otra ciudad.

Cuando el Werwolf se enteró de la noticia, montó en cólera y comenzó a insultar violentamente a su sicario. Tardó bastante tiempo en calmarse.

—Será mejor que lo encuentre cuanto antes, ¡estúpido! Cualquiera sabe adónde habrá ido.

Mackensen dijo a su jefe que necesitaba saber qué clase de información podía haber dado Bayer a Miller.

El Werwolf reflexionó.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡El falsificador! Ya tiene el nombre del falsificador.

—¿Qué falsificador, jefe? —preguntó Mackensen.

El Werwolf se dominó.

—Yo me pondré al habla con él para advertirle —dijo secamente—. Hacia allá va ahora Miller. —Dictó a Mackensen una dirección y añadió—: Y ahora, como un rayo, saldrá usted para Osnabrück. Encontrará a Miller en esa dirección, o por la ciudad. Si no está en la casa, busque el «Jaguar».

»Y esta vez no pierda de vista el coche. Es el único lugar al que siempre vuelve.

Colgó violentamente el teléfono y volvió a cogerlo en seguida para llamar al servicio de Información. Cuando tuvo el número, llamó a Osnabrück.

En Stuttgart, Mackensen se quedó contemplando el teléfono, que le zumbaba en la mano. Luego se encogió de hombros, colgó y regresó a su coche. Le esperaba un largo y fatigoso viaje, y otro «trabajo». Estaba casi tan cansado como Miller, el cual, a aquellas horas, se encontraba a treinta kilómetros de Osnabrück.

Ninguno de los dos había dormido desde hacía veinticuatro horas, y Mackensen ni siquiera comió desde el almuerzo del día anterior.

Tras haber pasado la noche en vela, casi a la intemperie, helado hasta los huesos y suspirando por un buen café caliente y una copa de «Steinhager», subió al «Mercedes» y tomó la dirección del Norte, por la carretera de Westfalia.

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