Odessa

Odessa


XVII

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XVII

La mañana se había puesto gris, después de un amanecer radiante que Miller no había llegado a ver. La nieve relucía bajo los árboles, y de la montaña llegaba un viento helado.

La carretera serpenteaba por la ladera. Nada más salir de la ciudad, se perdía en el mar de pinos de los bosques de Romberg. La nieve que la cubría estaba casi intacta; sólo se veían los trazos paralelos marcados por un turista madrugador que una hora antes había pasado por allí, camino de la iglesia.

Miller tomó por el desvío de Glashutten, rodeó la falda del monte Feldberg y entró en una carretera que, según el indicador, conducía al pueblo de Schmitten. El viento ululaba entre los pinos de la ladera, con voz aguda, casi con un alarido, al filtrarse entre los arbustos cubiertos de nieve.

Aunque esto a Miller le tenía sin cuidado, de océanos de abetos y hayas como aquél habían salido antaño las tribus germánicas que César contuvo en el Rin. Más adelante, convertidas al cristianismo, durante el día se mostraban sumisas al Príncipe de la Paz, y por la noche soñaban con sus antiguos dioses de fuerza, conquista y poder. Y este atavismo, este culto secreto de unos dioses propios que moraban en inmensos bosques de árboles que parecían gemir al ser agitados por el viento, se inflamaría con el toque mágico de Hitler.

Al cabo de veinte minutos de conducir con prudencia, Miller volvió a consultar su mapa. Esperaba encontrar pronto la entrada de una finca particular. Y así sucedió: era una portilla sujeta con un pasador de hierro. A un lado había un letrero que decía: «Propiedad particular. Prohibido el paso».

Sin parar el motor, Miller se apeó del coche y empujó la puerta.

El «Jaguar» avanzó por el sendero de nieve virgen. Miller mantenía la primera, ya que debajo de la nieve no había sino arena helada.

A doscientos metros de la entrada, bajo el peso de media tonelada de nieve, se había desprendido una rama de un gran roble, arrastrando en la caída un poste negro que había quedado atravesado en el camino.

En lugar de bajar y apartarlo, Miller pasó por encima, con precaución, y sintió una doble sacudida cuando las ruedas franquearon el obstáculo.

Después siguió avanzando hacia la casa, y fue a salir en un claro en el que se levantaba el chalet, rodeado de jardín, con una plazoleta de grava ante la puerta. Detuvo el coche ante la puerta principal, se apeó y pulsó el timbre.

Mientras Miller se apeaba del coche, Klaus Winzer adoptó la decisión de llamar al Werwolf. El jefe de ODESSA contestó con brusquedad. Estaba nervioso porque todavía no se había dado la noticia de que en la autopista del Sur de Osnabrück se hubiera incendiado un coche deportivo, aparentemente a causa de la explosión del depósito de la gasolina. Mientras escuchaba lo que le decía desde el otro extremo de la línea, su boca se crispaba.

—¿Que usted había hecho qué…? Pero, ¿cómo pudo ser tan imbécil? ¿Y sabe lo que va a ocurrirle si no recuperamos esa carpeta?

En su despacho de Osnabrück, después de oír las últimas frases del Werwolf, Klaus Winzer colgó el teléfono y se acercó a su escritorio. Estaba completamente tranquilo. Ya otras dos veces le había causado la vida grandes amarguras: la primera, cuando el fruto de su trabajo de guerra fue arrojado al lago; después, cuando la reforma monetaria de 1948 le hizo perder su fortuna. Y ahora, esto. Sacó del último cajón una «Lüger» antigua pero en buen uso, se la introdujo en la boca y disparó. La bala que le atravesó la cabeza no era falsificada.

El Werwolf miraba con horror el silencioso teléfono. Pensaba en los hombres que habían obtenido pasaportes de Winzer. Todos estaban reclamados por la justicia. Aquella carpeta daría ocasión a un cúmulo de persecuciones y juicios que sacarían al público de su apatía con respecto a la cuestión de la SS, y galvanizaría de nuevo a las agencias dedicadas a la persecución de los reclamados… La perspectiva era aterradora.

Pero, ahora, lo más importante era proteger a Roschmann, pues sabía que éste figuraba en la carpeta de Winzer. Tres veces marcó el prefijo de la zona de Frankfurt, y a continuación el número particular de la casa de la montaña, y tres veces oyó la señal de «ocupado». Probó luego a través de la central, y la telefonista le dijo que la línea debía de estar cortada.

Llamó entonces al «Hotel Hohenzollern», de Osnabrück, y consiguió hablar con Mackensen, que ya iba a marcharse. En pocas palabras puso al sicario al corriente del último desastre, y le dijo dónde vivía Roschmann.

—Su bomba no parece haber funcionado. Diríjase hacia allí lo más aprisa que pueda. Esconda el coche, y quédese cerca de Roschmann. Allí encontrará también a un guardaespaldas llamado Oskar. Si Miller acude a la Policía con todo lo que tiene, estamos perdidos. Pero si va a ver a Roschmann, cójalo vivo y hágale hablar. Antes de que muera, hemos de saber lo que ha hecho con esos papeles.

Mackensen abrió su mapa de carreteras en el interior de la cabina telefónica y calculó la distancia.

—Estaré allí a la una —dijo.

Al segundo timbrazo se abrió la puerta, y una bocanada de aire caliente salió del recibidor. El hombre había salido del estudio, cuya puerta veía Miller abierta al otro lado del recibidor.

Los años de buena vida habían hecho aumentar de peso al antaño flaco oficial de la SS. Tenía la cara colorada, ya fuera por la bebida o por el aire de la montaña, y el pelo gris en las sienes. Era el prototipo del hombre de mediana edad, próspero y con buena salud. Pero, aunque los detalles habían variado, aquel rostro seguía siendo el que Tauber describió. Miró a Miller con indiferencia.

—¿Qué desea?

Miller tardó otros diez segundos en poder hablar. La frase que llevaba preparada se le olvidó.

—Mi nombre es Miller —dijo—, y el suyo, Eduard Roschmann.

Al oír estos nombres, algo tremoló en los ojos de aquel hombre; pero los músculos de su rostro permanecieron inmutables.

—Eso es ridículo —dijo—. Jamás oí hablar de ese hombre.

El antiguo SS, pese a su aparente pasividad, estaba pensando con gran rapidez. Gracias a esa facultad suya de poder pensar con rapidez en los momentos de crisis, había podido sobrevivir desde 1945. Se acordaba perfectamente del nombre de Miller, y de lo que el Werwolf le había dicho semanas atrás. Su primer impulso fue cerrar la puerta, pero lo dominó.

—¿Está solo? —preguntó Miller.

—Si —respondió Roschmann.

Era verdad.

—Entremos en el estudio —dijo simplemente Miller.

Roschmann no se opuso. Comprendía que debía mantener a Miller en la casa y tratar de ganar tiempo hasta que…

Dio media vuelta y cruzó el recibidor. Miller cerró la puerta y entró en el estudio pisándole los talones. El estudio era una habitación confortable, con la puerta tapizada, que Miller cerró tras de sí, y una gran chimenea.

En el centro de la habitación, Roschmann se detuvo y se volvió hacia Miller.

—¿Está su esposa? —preguntó éste.

Roschmann movió negativamente la cabeza.

—Se fue a casa de unos parientes.

También era verdad. Llamada de improviso, había salido en su propio coche. El grande estaba, desgraciadamente, en el taller. Ella regresaría por la noche.

Lo que Roschmann no dijo —y en aquellos momentos ocupaba su ágil cerebro— es que Oskar, su corpulento chófer-guardaespaldas, había ido al pueblo en bicicleta, hacía media hora, para avisar de la avería del teléfono. Había que entretener a Miller hasta que él regresara.

Cuando se volvió hacia Miller, éste le apuntaba al vientre con una automática que empuñaba con la mano derecha. Roschmann estaba asustado, pero lo disimuló, fingiendo indignación.

—¿Me amenaza con una pistola en mi propia casa?

—¿Por qué no llama a la Policía? —dijo Miller, señalando el teléfono con un movimiento de cabeza. Roschmann no hizo ademán de cogerlo—. He observado que todavía cojea un poco —continuó Miller—. La bota ortopédica lo disimula bastante, pero no del todo. Esos dedos que le amputaron en Rimini, congelados tras la larga marcha a través de los campos nevados de Austria…

Roschmann entornó los ojos sin responder.

—Si viene la Policía, lo identificará con facilidad, Herr direktor. La cara es aún la misma; la herida de bala en el pecho; la cicatriz de la axila izquierda, donde estaba tatuado su grupo sanguíneo… ¿En verdad desea llamar a la Policía?

Roschmann exhaló un largo suspiro.

—¿Qué quiere, Miller?

—Siéntese —dijo el periodista—. No, detrás de la mesa no; ahí, en el sillón, donde yo pueda vigilarlo. Y mantenga las manos donde yo pueda verlas. No me dé motivo para disparar. Créame que me gustaría hacerlo.

Roschmann se sentó en el sillón, con la mirada puesta en la pistola. Miller se situó frente a él, encaramado en el borde del escritorio.

—Ahora vamos a hablar.

—¿De qué quiere que hablemos?

—De Riga. De las ochenta mil personas que asesinó usted allí.

Al ver que Miller no pensaba utilizar la pistola, Roschmann empezó a recobrar la confianza en sí mismo. Su mirada buscó ahora la cara del joven.

—Eso es mentira. En Riga no se liquidó a ochenta mil personas.

—¿Fueron setenta mil? ¿Sesenta? —preguntó Miller—. ¿Cree usted que importa a cuántos miles asesinó?

—Ahí está —dijo Roschmann con vehemencia—. No importa ahora, ni importaba entonces. Mire, joven: yo no sé por qué me persigue usted, pero creo que puedo imaginármelo. Alguien habrá estado llenándole la cabeza de monsergas sentimentales de crímenes de guerra y demás. Todo eso son tonterías. Nada más que tonterías. ¿Cuántos años tiene usted?

—Veintinueve.

—Entonces, ¿ya ha hecho su servicio militar en el Ejército?

—Sí. Fui uno de los primeros reclutas del nuevo Ejército alemán. Dos años de servicio.

—Pues entonces ya sabe lo que es el Ejército. Uno recibe órdenes y tiene que obedecerlas, sin preguntarse si son buenas o malas. Eso lo sabe tan bien como yo. Lo único que yo hice fue obedecer órdenes.

—En primer lugar, usted nunca ha sido soldado —dijo Miller suavemente—; usted era un verdugo o, sin eufemismos, un asesino, asesino de masas. Por tanto, no se las dé de soldado.

—Tonterías —replicó Roschmann, con convicción—; todo eso son tonterías. Nosotros éramos tan soldados como cualquiera. Obedecíamos órdenes como los demás. Ustedes, los jóvenes, son todos iguales. Ustedes no quieren comprender cómo eran las cosas.

—Cuénteme: ¿cómo eran?

Roschmann, que se había inclinado hacia delante, se recostó ahora en el respaldo de su sillón, casi tranquilo ya, al comprender que no corría peligro inmediato.

—Aquello era como gobernar el mundo. Porque nosotros, los alemanes, éramos los amos. Habíamos derrotado a todos los ejércitos que pudieran ponérsenos enfrente. A nosotros, los pobres alemanes, nos pisotearon durante muchos años, y entonces les demostramos que éramos un gran pueblo. Ustedes, los jóvenes de hoy, no saben lo que significa sentirse orgulloso de ser alemán.

»Es algo que te inflama por dentro. Los tambores redoblaban, las bandas tocaban, las banderas ondeaban al viento, y toda la nación estaba unida tras un solo hombre. Hubiéramos podido llegar hasta los confines del mundo. Eso es la grandeza, Miller; una grandeza que los de su generación no han conocido ni conocerán nunca. Y nosotros, los de la SS, éramos la élite, y seguimos siéndolo. Si, ahora nos acosan; primero los aliados, y después, esas viejas beatas de Bonn; quieren aplastarnos, porque quieren aplastar la grandeza de Alemania, una grandeza que nosotros representábamos y seguimos representando.

»Se dicen un montón de estupideces acerca de lo que ocurrió en unos cuantos campos de concentración, que un mundo con sentido común hubiera debido olvidar hace tiempo. Todos se escandalizan porque tuvimos que limpiar a Europa de esa chusma judía que contaminaba todas las facetas de la vida alemana y nos mantenía a todos en el lodo, a su misma altura. Teníamos que hacerlo, créame. Aquello no era más que una operación accesoria en el plan de conseguir una Alemania y un pueblo alemán sano de ideas y de sangre, que gobernara el mundo por derecho propio. Porque es nuestro derecho, Miller, y nuestro destino. Y lo habríamos logrado si los condenados ingleses y los estúpidos americanos no hubieran metido la nariz. Porque no sirve darle vueltas: usted puede echarme eso en cara, pero los dos estamos en el mismo lado, joven; media entre los dos una generación, pero estamos en el mismo lado. Los dos somos alemanes, el pueblo más grande del mundo. ¿Y va usted a permitir que su enjuiciamiento de todo esto, de la grandeza que Alemania conoció y que recobrará, y de la unidad esencial de todos nosotros, los alemanes, va usted a permitir que su enjuiciamiento de todo esto se vea afectado por lo que ocurrió a unos cuantos judíos miserables? ¿Es que no se da cuenta, pobre inocente, de que ambos estamos en el mismo lado, de que usted y yo pertenecemos a un mismo pueblo, con un mismo destino?

A pesar de la pistola, se levantó del sillón y se puso a pasear por la alfombra, de la mesa a la ventana.

—¿Quiere una prueba de nuestra grandeza? Mire a la Alemania de hoy. En 1945 estaba reducida a escombros, completamente destruida y a merced de los bárbaros del Este y de los tontos del Oeste. ¿Y ahora? Ahora Alemania vuelve a levantarse, lentamente, pero con firmeza; aún le falta aquella disciplina esencial que nosotros podíamos darle, pero año tras año va aumentando su poderío industrial y económico. Sí, y también el militar, algún día, cuando hayamos podido sacudirnos los últimos vestigios de la influencia de los aliados de 1945. Y entonces volveremos a ser tan poderosos como antes. Se necesitará tiempo; tiempo, y un nuevo jefe, pero los ideales serán los mismos. Y también la gloria. Sí; también la gloria será la misma.

»¿Sabe cómo se consigue esto? Yo se lo diré. Sí, yo se lo diré, joven. Esto se consigue con disciplina y organización. Una disciplina férrea, cuanto más férrea mejor, y organización; nuestras dotes de organización son, después del valor, nuestra más brillante cualidad. Porque hemos demostrado que sabemos organizarnos. Mire a su alrededor: esta casa, la finca, la fábrica del Ruhr, la mía y miles como ella, cientos de miles que producen día tras día más fuerza y poderío para Alemania.

»¿Y quién cree que ha hecho todo eso? ¿Lo han hecho esos desgraciados que pierden el tiempo lamentándose por la suerte de un puñado de judíos miserables? ¿Cree que lo han hecho esos cobardes traidores que se dedican a perseguir a los buenos soldados alemanes, honrados y patriotas? Lo hemos hecho nosotros, nosotros hemos devuelto a Alemania su prosperidad, los hombres que teníamos veinte años en 1933.

Se volvió hacia Miller con los ojos brillantes. Pero también medía la distancia que había entre el punto más alejado de su paseo y el pesado atizador de la chimenea. Miller advirtió la mirada.

—Y, ahora, usted, un representante de la nueva generación idealista y caritativa, entra en mi casa y me apunta con una pistola. ¿Por qué no guarda su idealismo para Alemania y los alemanes, que son su tierra y su gente? ¿Cree usted que al perseguirme a mí actúa en representación del pueblo? ¿Cree usted que el pueblo de Alemania quiere eso?

Miller movió negativamente la cabeza.

—No; no lo creo.

—Ya lo ve. Si avisa a la Policía y me entrega, quizá me sometan a juicio, y digo «quizá» porque ni siquiera eso es seguro, después de tanto tiempo y desaparecidos o muertos los testigos. De modo que guarde esa pistola y váyase a su casa. Váyase a su casa y dedíquese a leer la verdadera historia de aquella época; entérese de que Alemania debe su grandeza de entonces y su prosperidad de hoy a los alemanes patriotas como yo.

Miller había permanecido callado durante toda aquella perorata, observando con perplejidad y creciente repugnancia al hombre que paseaba por la alfombra delante de él tratando de convertirlo a la antigua ideología. Deseaba decir mil cosas acerca de la gente que él conocía y de otros millones de personas que no veían la necesidad de comprar la gloria al precio de la vida de millones de otros seres humanos. Pero no encontraba las palabras. Uno nunca las encuentra cuando las necesita. Y permaneció callado, hasta que Roschmann terminó de hablar.

Después de unos segundos de silencio, Miller preguntó:

—¿Conoce usted a un hombre llamado Tauber?

—¿Cómo?

—Salomon Tauber. También era alemán. Judío. Estuvo en Riga desde el principio hasta el fin.

Roschmann se encogió de hombros.

—No lo recuerdo. De eso hace tanto tiempo… ¿Quién era?

—Siéntese —dijo Miller—. Y quédese sentado.

Con un gesto de impaciencia, Roschmann volvió a su sillón. Ya estaba seguro de que Miller no dispararía, y ahora más le preocupaba mantenerlo allí entretenido para poder atraparlo, que conocer la historia de un judío que debía de haber muerto muchos años atrás.

—Tauber murió en Hamburgo el 22 de noviembre del año pasado. Se suicidó con gas. ¿Me escucha?

—Sí, si no hay más remedio.

—Dejó un Diario. En él narra su historia; cuenta lo que usted y otros hicieron con él en Riga y en otros sitios. Pero, sobre todo, en Riga. Consiguió sobrevivir y regresó a Hamburgo. Allí vivió dieciocho años más, hasta que se mató, porque estaba convencido de que usted vivía y nunca sería juzgado. Yo me hice con el Diario. Fue el punto de partida de la búsqueda que hoy me ha traído hasta aquí y me ha permitido encontrarlo bajo su nuevo nombre.

—El Diario de un muerto no constituye una prueba fehaciente —gruñó Roschmann.

—Ante un tribunal de justicia, no; pero a mí me basta.

—¿Y ha venido hasta aquí para hablarme del Diario de un judío muerto?

—No; de ningún modo. En ese Diario hay una página que quiero que lea.

Miller abrió el Diario por una página determinada y lo puso sobre las rodillas de Roschmann.

—Saque esa página y léala —le dijo—. En voz alta.

Roschmann extrajo la hoja y empezó a leer. Era el pasaje en que Tauber describía cómo Roschmann había asesinado al oficial alemán que llevaba la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.

Al llegar al final del pasaje, Roschmann alzó la mirada.

—¿Y bien? —preguntó con extrañeza—. Él me pegó. Desobedecía órdenes. Yo tenía derecho a requisar el barco para traer a Alemania a los prisioneros.

Miller le arrojó una fotografía.

—¿Es ése el hombre al que usted mató?

Roschmann miró la foto y se encogió de hombros.

—¿Cómo quiere que lo sepa? Han transcurrido veinte años.

Se oyó un chasquido cuando Miller levantó el percutor y apuntó con la pistola a la cara de Roschmann.

—¿Es ése?

Roschmann volvió a mirar la fotografía.

—Está bien, ése era el hombre, ¿y qué?

—Era mi padre —dijo Miller.

Roschmann se puso blanco y miró, desencajado, el cañón de la pistola, que estaba a medio metro de su cara, y la mano que la sostenía con firmeza.

—¡Ay, Dios…! No ha venido por los judíos…

—No. Me dan mucha pena, pero no hasta ese extremo.

—Pero, ¿cómo pudo saber, por lo que dice el Diario, que aquel hombre era su padre? Yo no sabía su nombre, ni lo sabía el judío que escribió el Diario. ¿Cómo lo supo usted?

—Mi padre murió en Ostland el 11 de octubre de 1944 —dijo Miller—. Durante veinte años, eso es lo único que supe. Luego leí el Diario. Coincidían la fecha, el lugar y el grado. Y, sobre todo, el detalle de la Cruz de Caballero con Hojas de Roble, la más alta recompensa al valor en el campo de batalla. No se concedían muchas cruces de ésas y, mucho menos, a simples capitanes. Era prácticamente imposible que dos oficiales en idénticas circunstancias murieran el mismo día y en la misma zona.

Roschmann comprendió que se hallaba ante un hombre que no atendería a razones. Miraba la pistola como hipnotizado…

—Va a matarme, pero no debe hacerlo. A sangre fría, no. Miller, no lo haga. Por favor, Miller, no quiero morir.

Miller se inclinó hacia delante y empezó a hablar.

—Escúcheme, inmunda basura. He estado soportando sus despropósitos hasta quedar harto. Ahora va a escucharme usted a mí, mientras yo decido si le mato ahora mismo, o dejo que se pudra en la cárcel por el resto de sus días.

»Tiene usted la desfachatez de decirme que es un patriota. Yo le diré lo que es. Usted y los de su calaña son la peor escoria que haya salido jamás de las cloacas de este país. Consiguieron encaramarse al poder y, con su inmundicia, mancharon esta tierra como nunca lo hubo sido en toda su historia.

»Lo que ustedes hicieron llenó de indignación y de asco a todo el mundo civilizado, y dejó a los de mi generación una herencia de vergüenza, que durará mientras vivamos. Ustedes se pasaron la vida escupiendo a Alemania. Se aprovecharon de Alemania y de los alemanes hasta no poder más, y luego desaparecieron. El daño que nos causaron hubiera sido inconcebible antes de que llegara su cuadrilla. Y no me refiero únicamente al daño de los bombardeos.

»Ni siquiera eran valientes. Eran los peores cobardes que hayan nacido en Alemania y Austria. Asesinaron a millones de personas para su beneficio personal y para satisfacer sus ansias de poder, y luego se largaron, dejándonos a los demás en el fregado. Querían huir de los rusos, y ahorcaban y fusilaban a los soldados para que siguieran luchando. Luego desaparecieron, y me dejaron a mí para dar la cara.

»Aunque llegara a olvidarse lo que hicieron con los judíos y demás, nunca se olvidará que ustedes se escondieron como perros que son. Hablan de patriotismo, y ni siquiera saben lo que quiere decir esa palabra. Y ese atrevimiento de llamar Kamerad a los soldados y a los que lucharon de verdad por Alemania me parece una obscenidad.

»Le diré algo más, en mi condición de miembro de la joven generación alemana a la que tanto desprecia: esta prosperidad nuestra de hoy no tiene nada que ver con ustedes. En cambio, tiene mucho que ver con millones de personas que trabajan de firme y que nunca asesinaron a nadie.

Y por lo que respecta a los asesinos como usted que puedan quedar entre nosotros, preferiríamos menos prosperidad con tal de vernos libres de esa chusma. Y de usted vamos a librarnos pronto.

—Va a matarme —murmuró Roschmann.

—No, no lo haré.

Miller buscó el teléfono a su espalda y se lo acercó. Mantenía la mirada fija en Roschmann, al que no dejaba de apuntar con la pistola. Levantó el auricular, lo dejó sobre la mesa y marcó un número. Cuando hubo terminado, volvió a coger el auricular.

—En Ludwigsburg vive un hombre, al cual le encantará charlar con usted —dijo.

Se llevó el teléfono al oído. No se oyó la señal.

Colgó, levantó otra vez el auricular y esperó de nuevo. No había línea.

—¿Lo ha cortado? —preguntó.

Roschmann movió negativamente la cabeza.

—Atienda: si lo ha desconectado, lo dejo seco aquí mismo.

—Le digo que no. No me he acercado al teléfono en toda la mañana. ¡Se lo juro!

Miller recordó entonces la rama desgajada del roble y el poste cruzado en el camino. Juró entre dientes. Roschmann sonrió.

—Seguramente está cortada la línea —dijo—. Tendrá que ir al pueblo. ¿Qué piensa hacer ahora?

—Meterle una bala en el cuerpo a menos que haga lo que yo le diga —replicó Miller ásperamente. Sacó las esposas, que pensaba utilizar para inmovilizar a un posible guardaespaldas.

Las arrojó a Roschmann.

—Acérquese a la chimenea —le ordenó, y echó a andar tras su prisionero.

—¿Qué va a hacer?

—Voy a atarle a esa chimenea, y luego me iré al pueblo a llamar por teléfono.

Miller estaba inspeccionando la verja de hierro forjado que rodeaba la chimenea cuando Roschmann dejó caer las esposas. El antiguo SS se agachó, pero, en lugar de recoger las esposas, agarró un pesado atizador e intentó golpear las rodillas de Miller. Este pudo retroceder a tiempo; el hierro ni siquiera le rozó, y Roschmann perdió el equilibrio. Miller se inclinó sobre él, lo golpeó en la cabeza con el cañón de la pistola y dio un paso atrás.

—Si vuelve a intentarlo, lo mato.

Roschmann, con una mueca de dolor, se puso en pie.

—Póngase una de las manillas en la muñeca derecha —ordenó Miller. Roschmann obedeció—. ¿Ve ese adorno en forma de hoja de parra que está a la altura de su cabeza? A su lado hay una rama que forma un aro. Enganche ahí la otra manilla.

Cuando Roschmann hubo cerrado el resorte, Miller, de un puntapié, apartó las tenazas y el atizador. Apoyando el cañón del arma en la chaqueta de su prisionero, lo cacheó y puso fuera de su alcance todos los objetos que pudiera arrojar contra la ventana.

Por el sendero venía Oskar, el guardaespaldas, pedaleando en su bicicleta, una vez cumplido el encargo de avisar de la avería del teléfono a la central del pueblo. Frenó, sorprendido, al ver el «Jaguar», pues su patrón le había dicho que no esperaba visitas.

Dejó la bicicleta apoyada en la pared de la casa, abrió la puerta sin hacer ruido y entró. Una vez en el recibidor, se detuvo, indeciso. No se oía nada. La puerta del estudio estaba tapizada y aislaba el sonido. Tampoco los de dentro le habían oído a él.

Miller echó una ultima ojeada a su alrededor, y se dio por satisfecho.

—A propósito —dijo a Roschmann, que lo miraba furioso—: de nada le hubiera servido dejarme fuera de combate. Mi cómplice tiene en su poder todo el conjunto de pruebas contra usted, y lo depositará en Correos, dirigido a las autoridades, si no he vuelto ni he llamado por teléfono a las doce. Y ya son casi las once. Desde el pueblo lo llamaré, y dentro de veinte minutos estaré aquí otra vez. En ese tiempo usted no podría soltarse ni con una sierra. Cuando regrese, la Policía no tardará más de media hora en presentarse.

Roschmann iba perdiendo las esperanzas. Sólo le quedaba una oportunidad: que Oskar regresara a tiempo de coger vivo a Miller y obligarlo a que llamara desde un teléfono del pueblo, para impedir que los documentos fueran depositados en Correos. Miró el reloj que estaba en la repisa de la chimenea, a pocos centímetros de su cabeza. Señalaba las once menos veinte.

Miller abrió la puerta y salió. A la altura de sus ojos vio el cuello de un pullover que llevaba un hombretón un palmo más alto que él. Roschmann, al ver a Oskar, gritó:

—¡Deténlo!

Miller dio un paso atrás y alzó la pistola, que iba a guardarse en el bolsillo. Demasiado tarde. Con un revés de izquierda, Oskar hizo saltar de su mano la automática, que fue a caer al otro extremo de la habitación, mientras descargaba la derecha en la mandíbula de Miller. El periodista pesaba ochenta y cinco kilos; pero el golpe lo levantó del suelo y lo proyectó hacia atrás. Sus pies tropezaron con un revistero, y la cabeza, con el canto de una librería de caoba. Miller cayó al suelo como un pelele y quedó tendido de lado.

Hubo varios segundos de silencio, mientras Oskar miraba a su patrón atado a la chimenea y Roschmann contemplaba la figura inerte de Miller que empezaba a sangrar por la cabeza.

—¡Idiota! —chilló Roschmann al comprender lo que había ocurrido; Oskar le miró, atónito—. ¡Ven aquí!

El gigante se acercó cachazudamente y se quedó esperando órdenes. Roschmann pensaba con rapidez.

—Trata de quitarme estas esposas —le ordenó—. Emplea los útiles de la chimenea.

Pero la chimenea había sido construida en una época en que los artesanos trabajaban a conciencia, y los esfuerzos de Oskar no sirvieron sino para doblar el atizador y retorcer las tenazas.

—Tráelo —dijo Roschmann al fin. Oskar acercó a Miller, y Roschmann le levantó los párpados y le tomó el pulso—. Vive, pero tiene una fuerte conmoción. Necesitaremos a un médico si queremos que vuelva en sí antes de una hora. Tráeme lápiz y papel.

Con la mano izquierda, anotó dos números de teléfono, mientras Oskar iba a la caja de las herramientas, debajo de la escalera, en busca de una sierra. Cuando volvió donde estaba Roschmann, éste le dio el papel.

—Ve al pueblo rápidamente, llama a este número de Nuremberg y al que te conteste le explicas lo que ha ocurrido. Luego llamas a este otro número, que es del pueblo, y le dices al médico que suba inmediatamente, que se trata de un caso urgente. ¿Lo has entendido? Date prisa.

Cuando Oskar salió de la habitación, Roschmann volvió a mirar el reloj. Las once menos diez. Si Oskar llegaba al pueblo a las once y podía estar de vuelta con el médico a las once y cuarto, tal vez consiguieran reanimar a Miller a tiempo de obligarlo a llamar a su cómplice y detener el envío, aunque para ello hubiera que amenazar al médico con la pistola. Roschmann se puso a serrar frenéticamente.

Oskar, por su parte, cogió la bicicleta; pero en seguida se detuvo y contempló el «Jaguar». Por la ventanilla vio que la llave estaba puesta en el contacto. Su patrón le había dicho que debía darse prisa; de modo que soltó la bicicleta, subió al coche, lo puso en marcha y, levantando con las ruedas una rociada de grava, viró en redondo y salió al camino.

Iba ya en tercera, y bajaba por la resbaladiza pendiente todo lo aprisa que podía, cuando las ruedas tropezaron con el poste atravesado en el camino.

Roschmann seguía serrando la cadena que unía las dos manillas, cuando oyó el estampido. Echándose hacia un lado y alargando el cuello, miró por la puertaventana. Aunque desde allí no se divisaba el camino, el penacho de humo que se elevaba de los árboles le hizo comprender que el coche había sido destruido por una explosión. Recordó que sus amigos le habían prometido que Miller moriría a causa de una explosión. Pero Miller estaba tendido en la alfombra, a unos pocos pasos; el que había muerto, pues, era su guardaespaldas, y el tiempo transcurría ineluctablemente. Apoyó la cabeza en el helado hierro de la chimenea y cerró los ojos.

—Todo acabó —murmuró para sí. Al cabo de unos minutos, siguió serrando. Transcurrió más de una hora antes de que la sierra, ya mellada, llegara a cortar el duro acero de las esposas. Cuando Roschmann consiguió liberarse, el reloj daba las doce.

De haber tenido tiempo, habría dado un puntapié al caído; pero tenía mucha prisa. De la caja fuerte empotrada en la pared sacó un pasaporte y varios gruesos fajos de billetes nuevos. Veinte minutos después, con aquello y unas cuantas prendas de vestir en una bolsa de mano, bajaba en bicicleta por el sendero, rodeaba el esqueleto del «Jaguar» y el cadáver todavía humeante tendido boca abajo en la nieve, y pasaba ante unos abetos chamuscados, camino del pueblo.

Desde allí pidió un taxi, al que ordenó que lo llevara al aeropuerto internacional de Frankfurt. Se acercó al mostrador de Información y preguntó:

—¿A qué hora sale el primer avión para la Argentina? Si hay alguno antes de sesenta minutos. De no ser así…

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