Odessa

Odessa


IX

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IX

A la mañana siguiente, Peter Miller volvió a la oficina de Simon Wiesenthal.

—Prometió usted hablarme de ODESSA —le dijo—. Ayer olvidé contarle cierto incidente; lo he recordado esta noche.

Le refirió la visita que el doctor Schmidt le hiciera al «Hotel Dreesen» para instarle a que abandonara la investigación sobre Roschmann.

Wiesenthal asintió, frunciendo los labios.

—Ya se ha tropezado usted con ellos —dijo—. No es propio de esa gente abordar de tal modo a un periodista, y mucho menos, apenas iniciada la investigación. Me pregunto qué puede Roschmann traerse entre manos que sea tan importante.

Durante dos horas, el cazador de nazis estuvo hablando de ODESSA; le dijo que en sus comienzos era una organización que se dedicaba a llevar a lugar seguro a los criminales de la SS reclamados por las autoridades, y que, posteriormente, se había convertido en una francmasonería de gran alcance para todos aquellos que un día llevaron el cuello negro y plateado, sus cómplices y sus encubridores.

Cuando, en 1945, entraron en Alemania los aliados y descubrieron los espantosos campos de concentración, se dirigieron, como era de esperar, a la población alemana para preguntar quién había cometido aquellas atrocidades. La respuesta fue: «La SS»; pero los hombres de la SS habían desaparecido.

¿Adónde habían ido? Unos estaban emboscados en Alemania y Austria, y otros habían huido al extranjero. Sin embargo, en ningún caso fue su desaparición resultado de una marcha improvisada. Y los aliados tardaron mucho tiempo en comprender que cada uno de aquellos hombres había preparado su fuga de antemano y con toda minuciosidad.

El peculiar patriotismo de los hombres de la SS queda reflejado en el afán demostrado por todos ellos —empezando por el propio Heinrich Himmler— en salvar la propia piel a costa de infligir los más duros sufrimientos al pueblo alemán. Heinrich Himmler, en noviembre de 1944, trató ya de agenciarse un salvoconducto mediante la gestión del conde Bernadotte, de la Cruz Roja sueca. Los aliados se negaron a dejarlo escapar. Los nazis y los SS arengaban a grito pelado al pueblo alemán para que siguiera luchando mientras llegaban las armas maravillosas que estaban prácticamente a la vuelta de la esquina; y entretanto, preparaban su marcha hacia un cómodo exilio. Ellos sabían que no había tales armas milagrosas y que la destrucción del Reich —y si dejaban hacer a Hitler, la de toda Alemania— era inevitable.

En el frente del Este se obligó al Ejército a luchar contra los rusos en condiciones inhumanas y a sufrir bajas increíbles no para ganar la victoria, sino tiempo, mientras los SS ultimaban sus planes de huida. Detrás del Ejército estaba la SS, que fusilaba y ahorcaba a todo soldado que diera un paso atrás, después de sufrir un castigo más terrible del que puede soportar un cuerpo humano. Miles de oficiales y soldados de la Wehrmacht murieron colgados de las sogas de la SS.

Los mandos de la SS desaparecieron en el último minuto antes del derrumbamiento final, demorado hasta seis meses después de que los jefes de la SS supieran que la derrota era inevitable. Abandonaron sus puestos en todo el país, se vistieron de paisano, metiéndose en el bolsillo sus falsos documentos, primorosamente elaborados —con sellos auténticos—, y se mezclaron con la caótica masa de gente que poblaba Alemania en mayo de 1945. Dejaron a los abuelos de la Milicia a las puertas de los campos de concentración, para que recibieran a los aliados; a la maltrecha Wehrmacht, camino de los campos de prisioneros de guerra, y a las mujeres y niños, desamparados, sin que importara si vivirían o morirían bajo el mando de los aliados en el crudo invierno siguiente.

Los que sabían que eran demasiado conocidos para pasar inadvertidos durante mucho tiempo, huyeron al extranjero. Y ahí empezaba a intervenir ODESSA, una organización constituida, poco antes del final de la guerra, cuya misión era ayudar a los SS a salir de Alemania y llevarlos a lugar seguro. ODESSA había establecido ya excelentes relaciones con la Argentina de Juan Perón, la cual había expedido varios cientos de pasaportes argentinos «en blanco», en los que el refugiado no tenía más que inscribir un nombre falso, pegar una fotografía, hacerla sellar por el complaciente cónsul argentino y embarcar para Buenos Aires o el Oriente Medio.

Miles de asesinos de la SS viajaban hacia el sur a través de Austria y de la provincia italiana del Tirol. Eran conducidos de refugio en refugio a lo largo de la ruta, la mayoría, al puerto de Génova, y otros, a Rimini y Roma. Ciertas organizaciones, algunas de ellas de índole caritativa —que teóricamente debían dedicar sus desvelos a los verdaderamente desamparados—, opinaban, ellas sabrían por qué, que los aliados perseguían a los refugiados de la SS con excesiva saña.

Entre los principales «Pimpinela Escarlata» de Roma que escamotearon a miles de perseguidos, figuraba un obispo alemán que se hallaba en la capital de Italia. Uno de los escondites más utilizados fue el enorme convento franciscano de Roma, donde se les ocultaba hasta que se disponía de los documentos y del pasaje para América del Sur. En algunas ocasiones, los SS viajaban con documentos de la Cruz Roja, y muchos de los pasajes fueron costeados por una entidad benéfica.

Ésta fue la primera tarea de ODESSA, y puede considerarse un gran éxito. Nunca se sabrá cuántos miles de asesinos de la SS —que de haber sido apresados por los aliados hubieran pagado sus crímenes con la vida— pudieron llegar a lugar seguro gracias a la labor de ODESSA: sin duda alguna, más del ochenta por ciento de los que merecían la pena de muerte.

Después de establecerse confortablemente con el botín de sus asesinatos de masas remitido desde los Bancos suizos, ODESSA observó pacientemente cómo se enfriaban las relaciones entre los aliados de 1945. La idea primitiva de fundar rápidamente un IV Reich, fue abandonada por los jefes de ODESSA en América del Sur, que la consideraban impracticable; pero cuando en mayo de 1949, se fundó la nueva República de Alemania Occidental, los jerarcas de ODESSA se impusieron cinco nuevos objetivos.

El primero consistía en la infiltración de antiguos nazis en todos los organismos de la vida pública en la nueva Alemania. A partir de los últimos años cuarenta, antiguos miembros del partido nazi fueron introduciéndose en cada uno de los negociados del Estado —a todos los niveles—; en los bufetes de los abogados; en los estrados de los tribunales de justicia; en el cuerpo de Policía; en el Gobierno local, e incluso en los quirófanos. Desde estos puestos, por modestos que fueran, podían protegerse mutuamente del arresto y las investigaciones, ayudarse en la cuestión económica y, en general, procurar que la instrucción de los procesos de antiguos «camaradas» progresara lo menos posible, en el caso de no conseguir que se estancara de modo definitivo.

El segundo objetivo estribaba en penetrar en los mecanismos del poder político. Rehuyendo las altas esferas, los antiguos nazis se mezclaron en los organismos del partido gobernante, a nivel de barrio y de distrito. Ninguna ley impedía a un antiguo nazi unirse a un partido político. Tal vez sea coincidencia, pero ningún político conocido por su afán de exigir mayor energía en la investigación de los crímenes nazis, ha sido elegido por los cristianodemócratas ni por los socialistas, a nivel federal, ni siquiera al de los influyentes Parlamentos provinciales. Un político lo comentó en cierta ocasión, con acre simplicidad: «Es cuestión de matemáticas electorales. Seis millones de judíos muertos no votan. Cinco millones de antiguos nazis pueden votar, y votan en todas las elecciones».

El objetivo de este doble programa estaba claro. Consistía en demorar, si no en detener, la investigación y persecución de antiguos nazis. Para este esfuerzo, ODESSA contaba con un poderoso aliado: el convencimiento íntimo de cientos de miles de personas de haber contribuido —por poco que fuera— a lo que se había hecho, o de haber callado lo que sabían. Al cabo de los años, bien establecidos en sus profesiones y respetados en sus comunidades no podían acoger con simpatía la idea de que alguien hurgara en el pasado, y no digamos el peligro de que se mencionara su nombre ante un tribunal en que se juzgara a un antiguo nazi.

La tercera meta que ODESSA se propuso alcanzar en la nueva Alemania consistía en participar en la vida económica del país, el comercio y la industria. Con tal fin, hacia 1950, se estableció a determinados nazis en empresas propias, financiadas por los fondos bancarios de Zurich. Por poco que supiera administrarse, cualquier sociedad que en los primeros años cincuenta dispusiera de efectivo suficiente, podía beneficiarse plenamente del asombroso Milagro Económico de los años cincuenta y sesenta, y convertirse en negocio próspero y sólido. Con los beneficios obtenidos por estas compañías, se podía influir, mediante contratos de publicidad, en el enfoque periodístico de los crímenes nazis, financiar la propaganda de tendencia favorable a la SS, que circulaba en Alemania en forma de folletos, mantener en pie a ciertas editoriales ultraderechistas y brindar empleos a antiguos Kameraden que tuvieran apuros económicos.

El cuarto objetivo era, y sigue siendo, procurar la mejor defensa jurídica a todo nazi sometido a juicio. En los últimos años se desarrolló una técnica, que consistía en hacer que el acusado contratara a un abogado caro y brillante y, después de varias sesiones, manifestara que no podía pagarle. Entonces, de acuerdo con lo establecido por las leyes de defensa jurídica, el tribunal podía nombrar asesor de la defensa al susodicho letrado. Pero en los años cincuenta, cuando volvieron de Rusia cientos de miles de prisioneros de guerra alemanes, los SS que no podían acogerse a la amnistía promulgada, eran conducidos al campo de Friadlan. Allí circulaban, entre ellos, unas muchachas que repartían tarjetas. En cada una de ellas figuraba el nombre del abogado que había sido asignado a cada cual.

El quinto objetivo era la propaganda. Ésta podía tomar formas diversas, desde fomentar la distribución de folletos, hasta tratar oficiosamente de que fuera ratificado el Estatuto de Limitaciones, que eximía a los nazis de responsabilidad jurídica. En la actualidad se trata de llevar al ánimo de los alemanes de hoy que las cifras de muertos judíos, rusos, polacos y demás, son una minúscula fracción de las que dan los aliados —se afirma, por lo general, que los judíos muertos fueron cien mil—, y que la guerra fría entre Occidente y la Unión Soviética prueba que Hitler tenía razón.

Pero el fin primordial de la propaganda de ODESSA —fin que ha conseguido en muchas ocasiones— es convencer a los sesenta millones de alemanes actuales de que los SS eran unos patriotas, tanto como puedan serlo los soldados de la Wehrmacht, y que es preciso mantener la solidaridad entre antiguos camaradas. Ésta es la más retorcida añagaza que podían emplear.

Durante la guerra, la Wehrmacht procuraba mantenerse a distancia de la SS, a la que miraba con repugnancia, y la SS, a su vez, trataba a la Wehrmacht con desprecio. Cuando se acercaba el fin, millones de jóvenes soldados de la Wehrmacht fueron a la muerte o al cautiverio en Rusia, para que los de la SS pudieran darse buena vida en otros países. Otros millares de hombres fueron ejecutados por la SS. Sólo en las represalias por el atentado de julio de 1944 contra Adolf Hitler, en el que los implicados no pasaban de cincuenta, murieron cinco mil.

Cómo los antiguos miembros del Ejército, de la Marina y de la Aviación pueden considerar a los SS dignos del título de Kamerad, de su protección y solidaridad, es un misterio. Y éste es el gran triunfo de ODESSA.

En general, ODESSA ha triunfado en su misión de contrarrestar el esfuerzo de la Alemania Occidental encaminado a descubrir y llevar a juicio a los asesinos de la SS. Y ha triunfado gracias a su inexorabilidad, volviéndose incluso contra aquellos de sus hombres que parecían dispuestos a confesar ante las autoridades; gracias a los errores cometidos por los aliados entre 1945 y 1949; gracias a la guerra fría, y gracias a la proverbial cobardía de los alemanes ante un problema moral, que contrasta violentamente con su valor frente a una empresa de carácter militar o técnico, como la reconstrucción de Alemania.

Cuando Simon Wiesenthal acabó de hablar, Miller dejó el lápiz con el que había estado tomando abundantes notas y se recostó en el respaldo de la silla.

—No tenía ni la más remota idea —dijo.

—Son pocos los alemanes que la tienen —admitió Wiesenthal—. En realidad, muy poca gente sabe algo de ODESSA. Esa palabra apenas se menciona en Alemania. En Norteamérica, mucha gente del hampa niega rotundamente la existencia de la Mafia. Por análogo proceso, cualquier antiguo miembro de la SS negará la existencia de ODESSA. En realidad, esa palabra ya no se usa tanto como antes. Antes se dice la «Kameradenschaft» esto es, la «Agrupación de camaradas», como tampoco la Mafia es ya la Mafia en América, sino «Cosa Nostra». Pero, ¿qué es un nombre? ODESSA sigue ahí, y seguirá mientras haya un criminal SS al que proteger.

—¿Y cree usted que tendré que enfrentarme con ellos? —preguntó Miller.

—Estoy absolutamente seguro. La advertencia que le hicieron en Bad Godesberg no podía venir de nadie más. Tenga cuidado: esos hombres son peligrosos.

Miller estaba pensando en otra cosa.

—Cuando Roschmann desapareció de nuevo en 1955, ¿dice usted que necesitaría otro pasaporte?

—Desde luego.

—¿Por qué precisamente el pasaporte?

Simon Wiesenthal se echó hacia atrás y movió afirmativamente la cabeza.

—Comprendo su extrañeza, y voy a explicárselo. Cuando terminó la guerra, en Alemania, y aquí, en Austria, había decenas de miles de personas que carecían de documentación. Algunas la habían perdido; otras, se desprendieron de ella por buenos motivos.

»Para obtener nuevos documentos, normalmente hubiera sido necesario presentar el certificado de nacimiento. Pero millones de personas habían huido de las antiguas provincias alemanas ocupadas por los rusos. ¿Quién iba a decir si un hombre nació o no en determinado pueblecito de la Prusia Oriental que había quedado a varios kilómetros detrás del Telón de Acero? En otros casos, los edificios que albergaban los registros civiles fueron destruidos por las bombas.

»Así, pues, el proceso era sencillísimo. Lo único que se necesitaba era disponer de dos testigos que jurasen que uno era quien decía ser, y ya tenía su tarjeta de identidad. Muchos de los prisioneros de guerra carecían también de documentación. Al ponerlos en libertad, las autoridades británicas o norteamericanas del campo firmaban una nota en que se hacía constar que el cabo Johann Schumann había sido liberado del campo de prisioneros de guerra. El soldado presentaba esta nota a las autoridades civiles, las cuales expedían una tarjeta de identidad con el nombre que en ellas figuraba.

»Pero en muchos casos el soldado se limitaba a decir que se llamaba Johann Schumann. En realidad su nombre podía ser otro.

»Nadie lo comprobaba. Y de este modo cambiaba de identidad.

»Esto podía hacerse inmediatamente después de la guerra, época en que la mayoría de los criminales de la SS obtuvo su nueva identidad. Pero, ¿qué podía hacer el hombre que fue desenmascarado en 1955, como le ocurrió a Roschmann? No le era posible presentarse a las autoridades diciendo que perdió sus documentos durante la guerra. Le preguntarían cómo se las había arreglado durante los diez años transcurridos desde entonces. Por tanto, se imponía hacerse con un pasaporte.

—Hasta aquí está claro —admitió Miller—. Pero, ¿por qué precisamente un pasaporte y no un permiso de conducir o una tarjeta de identidad?

—Porque poco después de la constitución de la República Federal, las autoridades alemanas comprendieron que debía de haber cientos o miles de personas que vivían con nombre supuesto. Se necesitaba un documento bien controlado que pudiera servir de patrón para todos los demás. Y decidieron utilizar el pasaporte. En Alemania, para obtener el pasaporte hay que presentar el certificado de nacimiento, varias referencias y un sinfín de papeles, todos los cuales son comprobados minuciosamente antes de que se expida aquél.

»Por otra parte, una vez tiene usted el pasaporte, puede conseguir cualquier otro documento. Es la burocracia. A la vista del pasaporte, el funcionario deduce que, puesto que otros burócratas han tenido que comprobar la identidad del poseedor, no son necesarias más comprobaciones. Con un pasaporte nuevo, Roschmann no tendría dificultad en hacerse con el resto de los documentos —permiso de conducir, cuentas bancarias, cartas de crédito—. En la Alemania de hoy, el pasaporte es la piedra de toque para todos los documentos.

—¿Y quién podía proporcionárselo?

—ODESSA. Deben de contar con un falsificador que se los hace —opinó Herr Wiesenthal.

Miller reflexionó.

—Si diésemos con el falsificador de los pasaportes, tendríamos al hombre que hoy podría identificar a Roschmann, ¿no?

Wiesenthal se encogió de hombros.

—Tal vez sí. Pero sería difícil. Y para ello tendría uno que infiltrarse en ODESSA. Sólo alguien de la SS podría hacerlo.

—Entonces, ¿qué puedo hacer ahora? —preguntó Miller.

—Creo que lo mejor será que trate de ponerse en contacto con algún superviviente de Riga. No sé si podrían ayudarle, mas estoy seguro de que les gustaría hacerlo. Todos buscamos a Roschmann. Mire… —Abrió el Diario—. Aquí se menciona a una tal Olli Adler, de Munich, que estuvo con Roschmann durante la guerra. Tal vez consiguiera regresar a Munich.

Miller asintió.

—Si regresó, ¿dónde podrían darme razón?

—En el Centro de la comunidad judía. Aún existe. Posee un archivo de la comunidad judía de Munich, es decir, de lo que quedó de ella después de la guerra. Lo de antes se perdió. Yo, en su caso, probaría allí.

—¿Tiene usted la dirección?

Simon Wiesenthal consultó una libreta de direcciones.

—Reichenbach Strasse, veintisiete, Munich —dijo—. Supongo que querrá que le devuelva el Diario de Salomon Tauber, ¿verdad?

—Sí, lo siento.

—Lástima. Me hubiera gustado quedarme con él. Es un Diario excepcional.

Se levantó y acompañó más tarde a Miller hasta la puerta.

—Buena suerte —dijo—. Y téngame al corriente de sus progresos.

Miller, mientras cenaba aquella noche en la «Casa del dragón de oro», una cervecería y restaurante de la Steindelgasse, fundada en 1566, meditó acerca del consejo de Wiesenthal.

No tenía grandes esperanzas de encontrar en toda Alemania y Austria más que un puñado de supervivientes de Riga, y no creía que alguno de ellos pudiera ayudarle a averiguar el paradero de Roschmann.

Pero se podía intentar, era lo único que podía intentarse ya.

A la mañana siguiente salió para Munich.

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