Odessa

Odessa


XI

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XI

Peter Miller, bajo la vigilante mirada de Motti, escribió a su madre y a Sigi, tarea que le tuvo ocupado hasta media mañana. Su equipaje había llegado, la cuenta del hotel estaba pagada, y poco antes de mediodía, ambos hombres, acompañados por el mismo conductor de la víspera, salían para Bayreuth.

Su instinto de periodista indujo a Miller a echar una rápida ojeada a la matrícula del «Opel» azul que había sustituido al «Mercedes» de la noche anterior. Motti advirtió la mirada y sonrió.

—No se moleste —dijo—. Es un coche de alquiler, contratado con nombre supuesto.

—¡Bueno! Da gusto sentirse entre profesionales —comentó Miller.

Motti se encogió de hombros.

—Hemos de serlo. Es el único modo de conservar la vida cuando tiene uno que habérselas con ODESSA.

En el garaje había sitio para dos coches, y Miller observó que en el otro compartimento estaba ya su «Jaguar». Al derretirse la nieve caída durante la noche, había formado unos charcos bajo las ruedas, y la negra carrocería brillaba a la luz eléctrica.

Una vez instalados en la parte trasera del «Opel», su acompañante le puso otra vez el capuchón negro y lo obligó a agacharse, mientras el coche salía del garaje, franqueaba la verja del patio y empezaba a circular por la calle. Motti no le quitó el capuchón hasta que hubieron salido de Munich y, por la Autobahn E 6, caminaban hacia Nuremberg y Bayreuth.

Cuando, por fin, pudo abrir los ojos, observó Miller que aquella noche había caído otra fuerte nevada. El ondulado y boscoso paisaje de Baviera y Franconia estaba cubierto por una gruesa capa de nieve virgen, la cual reseguía las ramas sin hojas de las hayas que crecían a uno y otro lado de la autopista, redondeando su contorno. El chófer conducía despacio y con prudencia, mientras el limpiaparabrisas funcionaba sin cesar, para quitar los copos de nieve y las salpicaduras de barro que arrojaban los camiones a que adelantaban.

Almorzaron en un parador de Ingolstadt, pasaron junto a Nuremberg, que dejaron al Este, y una hora después llegaban a Bayreuth.

La pequeña ciudad de Bayreuth, situada en el corazón de una de las regiones más hermosas de Alemania, a la que se ha dado el nombre de la Suiza bávara, es célebre por su festival anual de música wagneriana. En otros tiempos, la ciudad recibía con orgullo a casi todos los jerarcas nazis que acudían a ella dando escolta a Adolf Hitler, gran entusiasta del compositor que inmortalizara a los héroes de la mitología nórdica.

Mas, en enero, Bayreuth es una ciudad tranquila y nevada. Pocos días antes, las coronas de acebo adornaban los picaportes de sus pulcras y bien cuidadas casas. El chalet de Alfred Oster estaba situado en un tranquilo camino vecinal, a kilómetro y medio de la ciudad. Cuando el automóvil llegó a la puerta principal, no se veía ningún otro coche por aquellos contornos.

El antiguo oficial de la SS los esperaba. Era un hombre corpulento y rudo, de ojos azules, con una pelusa rojiza esparcida sobre el cráneo. A pesar de la estación, tenía la tez bronceada de quien pasa la mayor parte del tiempo en la montaña, al aire y al sol.

Motti hizo las presentaciones y entregó a Oster una carta de Leon. El bávaro la leyó, asintió y miró atentamente a Miller.

—Bueno, podemos probar —dijo—. ¿Cuánto tiempo voy a tenerlo conmigo?

—No lo sabemos todavía —respondió Motti—. Desde luego, hasta que esté preparado. Además, hay que fabricarle una nueva identidad. Le tendremos al corriente.

Pocos minutos después, se despidió y se fue.

Oster llevó a Miller a la sala y, antes de encender la luz, corrió las cortinas ante la débil claridad del atardecer.

—De manera que quiere usted pasar por un antiguo soldado de la SS.

Miller movió la cabeza afirmativamente.

—Eso es.

Oster se volvió hacia él.

—Bien: ante todo, vamos a aclarar varios puntos. No sé dónde hizo usted su servicio militar, pero supongo que sería en ese democrático Cafarnaum de mozalbetes indisciplinados que se autodenomina nuevo Ejército alemán. Primero: el nuevo Ejército alemán hubiera durado exactamente diez segundos frente a cualquier regimiento escogido de ingleses, rusos o americanos de la última guerra, mientras que, hombre a hombre, los Waffen-SS les daban sopas con honda a todos los aliados.

»Segundo punto: los Waffen-SS eran los soldados más briosos, disciplinados, entrenados, hábiles y valientes que hayan podido existir en toda la historia de este planeta. Nada de lo que hayan hecho puede desmentirlo. De modo que, ¡atención, Miller! Mientras viva en mi casa, ésta será la norma.

»Cuando yo entre en una habitación, usted, de un brinco, en posición de firmes. Y he dicho de un brinco. Cuando pase por su lado, usted juntará los talones y permanecerá firmes hasta que yo esté cinco pasos más allá. Cuando le diga algo que requiera respuesta, usted responderá: «Jawohl, Herr Hauptsturmfuhrer». Cuando yo le dé una orden o una norma, la respuesta será: «Zu Befehl Herr Hauptsturmfuhrer». ¿Comprendido?

Miller asintió, estupefacto.

—¡Los talones juntos! —bramó Oster—. Quiero oír chascar la piel. Y como no tendremos mucho tiempo, empezaremos esta misma noche. Antes de la cena estudiaremos los grados, desde cabo hasta general. Aprenderá usted título, tratamiento e insignias de cada clase de SS que haya existido. Luego pasaremos a los distintos tipos de uniformes usados, estudiaremos todas las ramas de la SS con sus correspondientes insignias y veremos en qué ocasiones debía usarse uniforme de gala, de ceremonia, de paseo, de combate y de faena.

»Después le daré todo el curso politicoideológico que hubiera seguido en el campo de entrenamiento de Dachau. A continuación, aprenderá las marchas, las canciones de cantina y los himnos de cada unidad.

»Puedo enseñarle todo lo que hubiera sabido al salir del campo de entrenamiento con su primer destino. Después, Leon tendrá que decirme a qué supuesta unidad lo destinaron, dónde prestó servicios, bajo el mando de qué oficial, qué le ocurrió al terminar la guerra y cómo ha vivido desde 1945. De todos modos, la primera parte del entrenamiento nos llevará de dos a tres semanas. Y eso, trabajando a toda marcha.

»A propósito: no lo tome a broma. Una vez esté dentro de ODESSA y sepa quiénes son los jefes, el menor desliz puede hacerle acabar en un canal. Créame: yo no soy una malva. Pues bien, después de traicionarlos incluso yo les temo. Por eso me escondo con un nombre supuesto.

Miller, por primera vez desde que había emprendido su solitaria búsqueda de Eduard Roschmann, se preguntó si no habría ido demasiado lejos.

A las diez en punto, Mackensen se presentó en el despacho del Werwolf. Una vez cerrada la puerta del despacho de Hilda, el Werwolf instaló al verdugo en el sillón de los clientes, frente a su escritorio, y encendió un cigarro.

—Cierto periodista está haciendo indagaciones acerca del paradero y nueva identidad de uno de nuestros camaradas —dijo, a modo de preámbulo. El ejecutor asintió con gesto de comprensión. Ya había oído palabras semejantes en otras ocasiones, cuando empezaban a hablarle de algún trabajito—. En circunstancias normales, nos abstendríamos de intervenir, convencidos de que el periodista se cansaría al ver que no adelantaba nada, o bien porque el hombre objeto de su interés no merecía que nos expusiéramos a gastos y peligros para salvarle.

—¿Y esta vez es diferente? —preguntó Mackensen, con suavidad.

El Werwolf asintió con un gesto de pesar que parecía auténtico.

—Por desgracia, así es. Desgracia para ambas partes; para nosotros, por las molestias que nos acarreará; para él, porque le costará la vida. Tal vez, sin proponérselo, ha tocado un punto neurálgico. El hombre al que está buscando es para nosotros de importancia absolutamente vital. Y, por otra parte, el periodista parece ser un personaje inquietante: hábil, inteligente, tenaz y, al parecer, está firmemente decidido a tomar una especie de venganza personal del Kamerad.

—¿Tiene algún motivo? —preguntó Mackensen.

El Werwolf frunció el ceño con evidente perplejidad. Antes de responder, sacudió la ceniza del cigarro.

—No parece lógico; pero sin duda lo tiene —murmuró—. El hombre al que está buscando tiene un pasado que podría suscitar el rencor de los judíos y sus simpatizantes. Mandaba un ghetto en Ostland. Hay personas, sobre todo los extranjeros, que se niegan a aceptar nuestra justificación por lo que allí se hizo. Lo curioso es que este reportero no es extranjero, ni judío, ni de tendencias izquierdistas, ni uno de esos cowboys generosos y justicieros que generalmente no pasan de las palabras.

»No; éste es diferente. Es un joven alemán, ario, hijo de un héroe de guerra, sin nada en su pasado que justifique ese odio contra nosotros ni su obsesión por perseguir a uno de nuestros camaradas, a pesar de nuestra advertencia de que abandone el asunto. Me causa cierto pesar ordenar su muerte, pero no hay alternativa. Tengo que hacerlo.

—¿Matarlo?

—Sí, matarlo —confirmó el Werwolf.

—¿Dónde está?

—Lo ignoro. —El Werwolf pasó a su interlocutor dos folios mecanografiados—. Éste es el hombre: Peter Miller, reportero e investigador. Fue visto por última vez en el «Hotel Dreesen» de Bad Godesberg. Ya no está allí, desde luego; pero no es mal lugar para iniciar la búsqueda. También se podría preguntar en su domicilio. Allí está su amiga. Podría usted decir que lo envía una de las grandes revistas para las que él trabaja. Así, si sabe su paradero, tal vez ella se lo revele. Miller tiene un coche muy llamativo. Aquí encontrará todos los detalles.

—Necesitaré dinero —dijo Mackensen. El Werwolf, que había previsto la petición, le alargó un fajo de diez mil marcos—. ¿Y las órdenes? —preguntó el asesino.

—Localizar y liquidar —dijo el Werwolf.

El 13 de enero recibía Leon, en Munich, la noticia de la muerte de Rolf Gunther Kolb, acaecida, cinco días antes, en Bremen. Con la carta de su agente del norte de Alemania se acompañaba el permiso de conducir del difunto.

Leon buscó el número y graduación del individuo en su lista de antiguos miembros de la SS reclamados por la justicia, y comprobó que Kolb no figuraba en ella; luego estuvo un buen rato contemplando la fotografía del permiso de conducir, y tomó una decisión.

Llamó a Motti, que estaba de servicio en la centralita telefónica de su lugar de trabajo. Cuando terminó su turno, el ayudante se presentó a él. Leon le mostró el permiso de conducir de Kolb.

—Ése es nuestro hombre —dijo—. Era sargento a los diecinueve años; fue ascendido poco antes de que terminara la guerra. Seguramente andaban ya muy escasos de gente. Kolb y Miller no se parecen en nada. Ni siquiera maquillando a Miller podríamos conseguir un ligero parecido. De todos modos, es un recurso que no me gusta. De cerca, siempre se nota. Sin embargo, la estatura y peso se ajustan a los de Miller. Así, pues, necesitaremos una nueva foto. Eso puede esperar. Para estampillar la foto, nos hará falta una réplica del sello del Departamento de la Policía de Tráfico de Bremen. Encárgate de ello.

Cuando Motti hubo salido, Leon marcó un número de Bremen y dio más instrucciones.

—Muy bien —dijo Alfred Oster a su discípulo—. Ahora empezaremos con las canciones. ¿Sabes la de Horst Wessel?

—Sí —dijo Miller—. Era la marcha de los nazis.

Oster tarareó las primeras notas.

—Sí, ahora la recuerdo. Pero no sé la letra.

—Bueno —dijo Oster—. Tendré que enseñarte una docena de canciones, por si te preguntan. Pero ésta es la más importante. Es posible que cuando estés con los Kameraden tengas que corearla. Ignorarla, supondría la sentencia de muerte. Vamos, repite:

Las banderas están izadas,

las filas, apretadas…

Era el 18 de enero.

Mackensen saboreaba su cóctel en el bar del «Hotel Schweizer Hof» de Munich, mientras cavilaba acerca de la causa de sus quebraderos de cabeza: Miller, el periodista cuyo rostro y señas personales llevaba grabados en la mente. Mackensen, hombre minucioso, incluso se había puesto en contacto con los principales agentes de «Jaguar» en Alemania Occidental y obtenido folletos de propaganda del «Jaguar XK 150» deportivo, de modo que ya sabía lo que buscaba. Lo malo era que no podía encontrarlo.

La pista que había empezado a seguir en Bad Godesberg lo llevó al aeropuerto de Colonia, donde pudo averiguar que Miller había hecho una visita de treinta y seis horas a Londres en Año Nuevo. Después, él y su coche desaparecieron.

Acudió a su piso, y tuvo ocasión de hablar con la simpática y bonita compañera de Miller, la cual sólo pudo mostrarle una carta, fechada en Munich, en la que a la informaba de que estaría allí unos cuantos días.

Mackensen llevaba una semana en Munich, sin haber podido averiguar nada más. Había preguntado en todos los hoteles, aparcamientos públicos y privados, talleres de servicio y surtidores de gasolina. Nada. El hombre al que estaba buscando había desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra.

Al terminar su copa, Mackensen bajó de su banqueta y fue al teléfono para dar su informe al Werwolf. Aquél no lo sabía, pero se encontraba a mil doscientos metros del «Jaguar» negro de la raya amarilla, guardado en el garaje de la casa en que Leon tenia su tiendecita de antigüedades y dirigía su pequeña organización de fanáticos.

En la oficina de registro del Hospital General de Bremen entró un hombre vestido con chaqueta blanca. Llevaba un estetoscopio al cuello, lo cual podía considerarse emblema del interno recién llegado.

—Tengo que ver la ficha médica de un paciente: Rolf Gunther Kolb —dijo a la recepcionista y encargada del archivo.

La mujer no conocía al interno; pero ello no significaba nada. Había docenas de ellos en el hospital. Fue recorriendo los nombres del archivador, hasta encontrar la carpeta en cuya pestaña se leía el nombre de Kolb. La sacó del cajón y la entregó al interno. En aquel momento sonó el teléfono, y la mujer fue a contestar.

El interno se sentó en una de las sillas y hojeó la carpeta. De su contenido se deducía que Kolb sufrió un desmayo en la calle, y una ambulancia lo condujo al hospital. Tras el primer reconocimiento, se diagnosticó cáncer de estómago en fase avanzada y virulenta. Con posterioridad, se decidió no intervenir. Se había aplicado al paciente un tratamiento a base de drogas y, más tarde, calmantes. La ultima hoja de la carpeta decía simplemente:

«El paciente falleció la noche del 8 al 9 de enero. Causas de la muerte: carcinoma del intestino grueso. Sin personas allegadas. Corpus delicti entregado al cementerio municipal el 10 de enero».

Estaba firmado por el médico encargado del caso.

El interno sacó la última hoja de la carpeta y puso en su lugar una que llevaba preparada. Ésta decía:

«A pesar del grave estado en que llegó el paciente, el carcinoma respondió a la quimioterapia. El 16 de enero pudo ser trasladado. Por su propia voluntad se le llevó, en ambulancia, a la clínica “Arcadia” de Delmenhorst, para convalecencia».

La firma era un garabato ilegible.

El interno devolvió la carpeta a la empleada, le dio las gracias con una sonrisa y se fue. Era el 22 de enero.

Tres días después, Leon recibía un informe que constituía la última pieza de un particular rompecabezas. Un empleado de una agencia de viajes del norte de Alemania le comunicó que cierto panadero de Bremerhaven acababa de confirmar reserva de plazas en un crucero de invierno, para él y su esposa. El matrimonio navegaría por el Caribe durante cuatro semanas y zarpaba de Bremerhaven el 16 de febrero. Leon sabía que, durante la guerra, aquel hombre había sido coronel de la SS, y después, miembro de ODESSA. Pidió a Motti que saliera a comprar un manual de panadería.

El Werwolf estaba perplejo. Hacía casi tres semanas que sus agentes en las principales ciudades de Alemania buscaban a un hombre llamado Miller y un «Jaguar» negro deportivo. Se vigilaba el piso y el garaje de Hamburgo, y se había visitado a una señora de Osdorf, que sólo había podido decirles que no sabía dónde estaba su hijo. Se hicieron varias llamadas telefónicas a una muchacha llamada Sigi, en nombre de una importante revista ilustrada que deseaba encargar a Miller un trabajo urgente y remunerador; pero la muchacha tampoco pudo decirles dónde se encontraba su amigo.

También se había preguntado en el Banco de Hamburgo; pero Miller no había cobrado ningún cheque desde el mes de noviembre. En resumidas cuentas, que había desaparecido. Era ya 28 de enero y, muy a su pesar, el Werwolf decidió hacer una llamada telefónica. Cogió el auricular y marcó un número.

Media hora después, lejos de allí, en un lugar de alta montaña, un hombre colgó su teléfono y estuvo varios minutos jurando entre dientes. Era la última hora de la tarde del viernes, y acababa de llegar a su residencia de los fines de semana cuando recibió la llamada.

El hombre se acercó a la ventana de su elegante estudio y miró afuera. La luz del interior iluminaba la gruesa capa de nieve que cubría el prado y los primeros abetos del bosque, que se extendía por la mayor parte de la finca.

Siempre había deseado vivir así, en una hermosa casa de las montañas, desde que, siendo niño, durante las vacaciones de Navidad, veía las casas de los ricos en las montañas de los alrededores de Graz. Ahora la había conseguido y le gustaba.

Era mejor que la casa del maestro cervecero en la que se había criado; mejor que la casa que ocupara en Riga durante cuatro años; mejor que la casa de huéspedes de Buenos Aires y mejor que el hotel de El Cairo. Era lo que siempre había querido.

Aquella llamada lo alarmó. No, no había visto a nadie rondar la casa ni la fábrica, y nadie había preguntado por él. ¿Miller? ¿Quién diablos sería Miller? Las seguridades que le habían dado por teléfono, en el sentido de que cierta persona se encargaría del periodista, no acababan de tranquilizarlo. La preocupación de sus colegas ante la amenaza que representaba Miller se manifestaba claramente en su decisión de enviarle un guardaespaldas que le hiciera de chófer y viviera con él hasta nuevo aviso.

Corrió las cortinas del estudio frente a aquel paisaje de invierno. La puerta tapizada impedía que penetraran en la habitación los ruidos de la casa. Sólo se oía el chisporroteo de los troncos de pino en el hogar. El vivo fulgor de las llamas estaba enmarcado por una gran chimenea de hierro con verja en forma de hojas de parra y volutas, uno de los accesorios que había conservado cuando compró y modernizó la casa.

Se abrió la puerta, y su mujer asomó la cabeza.

—La cena está lista —dijo.

—Ya voy, cariño —respondió Eduard Roschmann.

A la mañana siguiente, sábado, la llegada de un grupo procedente de Munich interrumpió el trabajo de Oster y Miller. En el coche venían Leon, Motti, el chófer y otro hombre que llevaba una maleta negra.

Cuando entraron en la sala, Leon dijo al de la maleta:

—Sube al cuarto de baño y empieza a preparar tu equipo.

El hombre asintió y se dirigió hacia la escalera. El chófer se había quedado en el coche.

Leon se sentó a la mesa e invitó a Oster y a Miller a que tomaran asiento frente a él. Motti estaba junto a la puerta, con una cámara provista de flash en la mano.

Leon pasó el permiso de conducir a Miller. El lugar correspondiente a la fotografía estaba en blanco.

—Éste es el hombre en el que va usted a convertirse —dijo Leon—. Rolf Gunther Kolb, nacido el 18 de junio de 1925. Esto significa que cuando terminó la guerra tenia usted diecinueve o veinte años. Y que ahora tiene treinta y ocho. Nació y se crió en Bremen. En 1935, a los diez años de edad, ingresó en las Juventudes Hitlerianas y, en enero de 1944, a los dieciocho, en la SS. Sus padres murieron en Bremen, en 1944, durante un bombardeo.

Miller miraba el permiso de conducir.

—¿Y qué hizo en la SS? —preguntó Oster—. En estos momentos, no sé qué más puedo enseñarle.

—¿Cómo va? —preguntó Leon, como si Miller no existiera.

—Bastante bien —dijo Oster—. Ayer lo sometí a un interrogatorio de dos horas, y salió airoso. Lo malo es si alguien empieza a hacerle preguntas concretas acerca de su carrera. De eso no sabe nada.

Leon asintió y estudió unos papeles que había sacado de su cartera.

—No sabemos nada de la carrera de Kolb en la SS —dijo—. No debió ser extraordinaria, ya que no figura en ninguna lista de reclamados, y nadie ha oído hablar de él. En cierto modo, es mejor así, ya que en tal caso es posible que ODESSA tampoco sepa nada. Pero lo malo es que, al no estar perseguido, no tiene motivo para buscar la protección de ODESSA. Por ello hemos tenido que inventarle una carrera. Aquí está.

Pasó las hojas a Oster. Éste las leyó y movió la cabeza afirmativamente.

—Está bien —dijo—. Todo se ajusta a los hechos que se conocen. Y sería suficiente para que lo arrestaran si fuese descubierto.

Leon emitió un gruñido de satisfacción.

—Eso es lo que debe usted enseñarle. A propósito: hemos encontrado a un fiador. Un antiguo coronel de la SS que reside en Bremerhaven embarca para un crucero el 16 de febrero. Ahora es propietario de una panadería. Cuando Miller se presente, que será después del 16 de febrero, llevará una carta firmada por este hombre, en la que se hará constar que Kolb, su empleado, es un auténtico SS y que se encuentra en verdadero peligro. Para entonces, el dueño de la panadería estará en alta mar y no podrá establecerse contacto con él. A propósito —se volvió hacia Miller y le alargó el libro—: Tendrá que aprender el oficio de panadero. Eso ha sido usted desde 1945: oficial panadero.

Omitió decir que el dueño de la panadería sólo estaría ausente cuatro semanas y que, a partir de entonces, la vida de Miller pendería de un hilo.

—Ahora mi amigo el barbero le cambiará ligeramente de aspecto —dijo Leon—. Después le haremos una fotografía para el permiso de conducir.

En el cuarto de baño, el barbero hizo a Miller uno de los cortes de pelo más decisivos de su vida. Cuando terminó, el cuero cabelludo se le transparentaba casi hasta la coronilla. Ahora tenía un aspecto mucho más cuidado, y parecía mayor. Le marcó una raya al lado izquierdo y le depiló las cejas casi por completo.

—Las cejas depiladas —dijo el barbero— no envejecen su rostro, pero impiden calcular la edad con exactitud, en un margen de seis o siete años. Otra cosa: tendrá que dejarse bigote. Un bigote fino, del mismo ancho de la boca. Eso pone años. ¿Podrá conseguirlo en tres semanas?

—Desde luego —respondió Miller, que sabía cómo le crecía la barba.

Se miró al espejo. Aparentaba unos treinta y cinco años. El bigote le añadiría otros cuatro.

Cuando bajaron a la sala, Miller tuvo que situarse ante una sábana que sostenían Oster y Leon, y Motti le hizo varias fotografías de frente.

—Ya es suficiente —dijo—. El permiso de conducir estará listo dentro de tres días.

El grupo regresó a Munich, y Oster se volvió hacia Miller.

—Bueno, Kolb —le dijo. Ya no le llamaba de otro modo—: fue usted entrenado en Dachau, en el campo de entrenamiento de la SS, y en julio de 1944, destinado al campo de concentración de Flossenburg. En abril de 1945 mandó el pelotón que ejecutó al almirante Canaris, jefe de la Abwehr. También ayudó a liquidar a otros oficiales del Ejército, sospechosos de haber participado en el atentado perpetrado contra Hitler en julio de 1944. No es de extrañar que las autoridades deseen arrestarlo. El almirante Canaris y sus hombres no eran judíos. Hay que tenerlo muy en cuenta. Bueno: manos a la obra, sargento.

La reunión semanal del Mossad iba a terminar cuando el general Amit dijo, levantando una mano:

—Queda una última cosa, aunque no la considero de gran importancia. Leon me ha informado de que, desde hace algún tiempo, están entrenando a un alemán ario, que odia a la SS por algún motivo personal, para infiltrarlo en ODESSA.

—¿Y cuál puede ser ese motivo? —preguntó, con suspicacia, uno de los presentes.

El general Amit se encogió de hombros.

—Un motivo puramente personal, por el cual quiere encontrar a cierto capitán de la SS llamado Roschmann.

El jefe de la Oficina de los Países de Persecución, un judío oriundo de Polonia, levantó la cabeza.

—¿Eduard Roschmann? ¿El Carnicero de Riga?

—El mismo.

—¡Ah, si consiguiéramos atraparlo, podríamos saldar una antigua cuenta!

El general Amit movió negativamente la cabeza.

—Ya te he dicho otras veces que Israel no busca ya retribución. Las órdenes que tengo son categóricas. Aun en el caso de que ese hombre encontrara a Roschmann, no podría haber asesinato. Después del caso Ben Gal, sería la última gota en el vaso de Adenauer. Lo malo ahora es que si muere en Alemania cualquier nazi, cargan con la culpa los agentes de Israel.

—¿Y qué más se sabe de ese joven alemán? —preguntó el jefe del Shabak.

—Me gustaría utilizarlo para identificar a cualesquiera otros científicos nazis que puedan enviarse este año a El Cairo. Esto es lo primordial para nosotros. Voy a enviar a Alemania a un agente sólo para que vigile al muchacho y me informe personalmente. Podrá pasar por alemán; es un yekke procedente de Karlsruhe.

—¿Y Leon? —preguntó otro—. ¿No tratará de ajustar cuentas por propia iniciativa?

—Leon hará lo que se le ordene —sentenció el general Amit ásperamente—. Ya no debe haber más ajustes de cuentas.

Aquella mañana, en Bayreuth, Alfred Oster sometía a Miller a otro de sus interrogatorios.

—Bien. ¿Cuáles son las palabras grabadas en la hoja del puñal de la SS?

—«Mi honor es la fidelidad» —respondió Miller.

—Bien. ¿Cuándo le entregan el puñal al SS?

—Durante la revista, al final del período de entrenamiento.

—Exacto. Repítame el juramento de lealtad a la persona de Adolf Hitler.

Miller lo pronunció palabra por palabra.

—Ahora el juramento de sangre de la SS.

Miller obedeció.

—¿Qué significado tiene el emblema de la calavera?

Miller cerró los ojos y repitió lo aprendido:

—El signo de la calavera está inspirado en la antigua mitología germánica. Es el emblema de los grupos de guerreros teutones que han jurado fidelidad a su jefe y camaradas, hasta la tumba y más allá, en el Valhalla. El cráneo y las tibias representa el mundo de ultratumba.

—Bien. ¿Se convertían automáticamente todos los SS en miembros de las unidades de la calavera?

—No. Pero el juramento era el mismo.

Oster se puso en pie y se desperezó.

—No está mal —admitió—. En términos generales, no sé qué más podrían preguntarle. Pasemos ahora a lo concreto. Esto es lo que ha de saber sobre el campo de concentración de Flossenburg, su primero y único destino…

El pasajero del vuelo Atenas-Munich que ocupaba el asiento de la ventanilla, parecía tranquilo y reservado.

Su compañero, un industrial alemán, hizo varios intentos para entablar conversación; pero al fin desistió y se concentró en la lectura del Playboy.

El de la ventanilla contemplaba el Egeo y las soleadas costas del Mediterráneo oriental que el avión dejaba atrás, en su ruta hacia las nevadas cumbres de los Dolomitas y los Alpes bávaros.

El industrial había conseguido averiguar, al menos, una cosa de su compañero: que era alemán, pues hablaba el idioma a la perfección y parecía conocer bien el país. El industrial, que regresaba a su patria de un viaje de negocios a la capital griega, no tenía la menor duda de que estaba sentado al lado de un compatriota.

En realidad no se equivocaba. Su vecino había nacido en Alemania treinta y tres años atrás, y se le había impuesto el nombre de Josef Kaplan. Era hijo de un sastre judío de Karlsruhe. Tenía tres años cuando Hitler llegó al poder; siete, cuando se llevaron a sus padres en un furgón negro y a él lo escondieron en una buhardilla hasta que, tres años después, en 1940, cuando él ya había cumplido los diez, fue descubierto y metido a su vez en un furgón.

Pasó su segunda infancia tratando de sobrevivir en una serie de campos de concentración hasta que, en 1945, con toda la suspicacia de una bestia salvaje en la mirada, arrancó un palo dulce de la mano que le tendía un hombre que hablaba, con acento nasal, una lengua extranjera, y fue a esconderse en un rincón del campo para comérselo antes de que se lo quitaran.

Dos años después, con unos kilos más, diecisiete años, más hambre que una rata y desconfiando de todo y de todos, llegó, a bordo de un barco llamado Presidente Warfield, alias Exodus, a las costas de un país situado a muchas millas de Karlsruhe y de Dachau.

Los años suavizaron su carácter, maduraron su criterio y enseñaron muchas cosas; le dieron esposa, dos hijos, y un destino en el Ejército, pero no habían borrado el odio que sentía por el país hacia el que ahora se dirigía. Había accedido a ir, a disimular sus sentimientos y adoptar nuevamente, como hiciera ya otras dos veces en los últimos diez años, el aire despreocupado y amable de un joven alemán.

Los otros requisitos los había aportado el Servicio: pasaporte, cartas, tarjetas y demás documentos del ciudadano de un país de la Europa occidental; ropa interior, zapatos, trajes, y el equipaje de un viajante alemán de artículos textiles.

Cuando el avión penetró en la densa y fría masa nubosa que cubría Europa, Josef repasó la misión para la cual había sido preparado durante varios días y noches por el impávido coronel de aquel kibbutz que producía muy poca fruta y muchos agentes israelíes. Seguir al hombre, un alemán cuatro años más joven que él, y vigilarlo constantemente, mientras trataba de hacer algo que otros habían intentado sin éxito: infiltrarse en ODESSA. Observarle y calibrar los resultados de su labor; tomar nota de las personas con las cuales se ponía en contacto; comprobar sus averiguaciones; descubrir si el alemán conseguía dar con el encargado de reclutar al nuevo grupo de científicos que iban a ser enviados a Egipto para trabajar en los cohetes. Por ningún concepto debía darse a conocer ni tomar iniciativas.

Tenia orden de regresar e informar antes de que el alemán fuera delatado o descubierto, lo cual era inevitable. Así lo haría; no tenia por qué gustarle hacerlo. Nadie lo obligaba a disfrutar con ello. Afortunadamente, no era necesario que le gustara volver a ser alemán. Tampoco se le pedía que estuviera contento de convivir con ellos, hablar con ellos y bromear con ellos. Si se lo hubiesen exigido así, habría renunciado a la misión. Porque los aborrecía a todos, incluido el periodista aquel al que le ordenaban seguir.

Y estaba seguro de que nada podría cambiar sus sentimientos.

A la mañana siguiente, Oster y Miller recibieron la última visita de Leon. Con Leon y Motti llegó otro hombre, mucho más joven, bronceado y atlético. Miller le calculó unos treinta y cinco años. Se lo presentaron, simplemente, como Josef.

Este último no pronunció una sola palabra durante toda la entrevista.

—A propósito —dijo Motti a Miller—, le he traído el coche. Lo he dejado en un aparcamiento de la ciudad, cerca de la plaza del mercado. —Le arrojó las llaves—. No lo use cuando vaya a ver a los de ODESSA. Es un coche caro que llama la atención, y se supone que usted es un panadero que trata de esconderse después de haber sido identificado como antiguo guardián de un campo de concentración. Un hombre en esas circunstancias no conduciría un «Jaguar». Cuando vaya, viaje en tren. —Miller asintió, aunque lamentaba tener que seguir separado de su adorado «Jaguar»—. Bien. Aquí está su permiso de conducir, con la fotografía. Si le preguntan, puede decir que tiene un «Volkswagen», pero que lo ha dejado en Bremen, por temor de que la Policía pudiera identificarlo por la matrícula.

Miller contempló el permiso de conducir. En la fotografía aparecía con el cabello corto, mas sin el bigote, el cual se había dejado crecer durante los últimos días y que podía atribuirse a medida de precaución adoptada para despistar a posibles perseguidores.

—El hombre que, inconscientemente, va a hacer de fiador suyo, zarpó de Bremerhaven esta mañana, para un crucero. Se trata de un antiguo coronel de la SS que ahora es dueño de la panadería en que usted trabajaba. Se llama Joachim Eberhardt. Aquí hay una carta suya dirigida al hombre al que debe usted presentarse. El papel es auténtico, de su propio despacho; la firma, una perfecta falsificación.

»La carta dice que es usted un buen y leal SS, que actualmente se encuentra en dificultades tras haber sido reconocido y pide que le ayuden a obtener nueva documentación e identidad.

Leon tendió la carta a Miller. Éste la leyó y volvió a meterla en el sobre.

—Ciérrelo —le dijo Leon.

Miller así lo hizo.

—¿A quién tengo que presentarme? —preguntó.

Leon tomó una hoja de papel en la que había escrito un nombre y una dirección.

—Éste es el hombre —dijo—. Vive en Nuremberg. No sabemos con exactitud qué era durante la guerra, pues con toda seguridad vive con otro nombre. Ocupa un alto cargo en ODESSA. Tal vez conozca a Eberhardt, que es un pez gordo en la zona norte de Alemania. Aquí tiene una fotografía de Eberhardt, el panadero. Mírela bien, por si le piden que se lo describa. ¿Visto?

Miller miró la fotografía de Eberhardt y asintió.

—Cuando lo tenga todo dispuesto, sugiero que espere unos días, hasta que el barco de Eberhardt esté fuera del alcance de la radio de tierra. No queremos que hablen por teléfono con Eberhardt mientras el buque esté cerca de la costa alemana. Esperaremos hasta que se halle en pleno Atlántico. Creo que podría presentarse el próximo jueves por la mañana.

Miller asintió.

—De acuerdo. El jueves.

—Dos cosas más —dijo Leon—. Además de descubrir a Roschmann, que es lo que usted desea, también nos gustaría que nos facilitara cierta información. Queremos saber quién se encarga de reclutar a los científicos que van a ir a Egipto para trabajar en los cohetes de Nasser. ODESSA los contrata aquí en Alemania. Tenemos que averiguar quién es el nuevo agente de reclutamiento. Segunda: manténgase en contacto. Utilice teléfonos públicos y llame a este número.

Pasó un pedazo de papel a Miller.

—Siempre habrá alguien esperando su llamada, aunque yo no esté. Cada vez que consiga algo, infórmenos.

Veinte minutos después, el grupo se había ido.

En el asiento posterior del coche que los llevaba de regreso a Munich viajaban Leon y Josef. El agente israelí iba encogido en su rincón, con gesto taciturno. Cuando dejaron atrás las luces de Bayreuth, Leon le dio un leve codazo.

—¿Por qué tan serio? —le preguntó—. Todo está saliendo a pedir de boca.

Josef le lanzó una rápida mirada.

—¿Es de fiar ese Miller? —preguntó.

—¿De fiar? Es la mejor oportunidad que hemos tenido nunca para penetrar en ODESSA. Ya ha oído a Oster. Si no pierde la cabeza, Miller puede pasar ante cualquiera por un antiguo SS.

Josef tenía sus dudas.

—Mis instrucciones consisten en vigilarlo constantemente —refunfuñó—. Debería ir pegado a sus talones, sin perderlo de vista, para informar con respecto a los hombres a quienes sea presentado, y acerca de su posición en ODESSA. Ahora quisiera no haber accedido a dejarlo ir solo y esperar a que llame por teléfono cuando le parezca bien. ¿Y si no llama?

Leon apenas podía dominar su irritación. Evidentemente, no era la primera vez que discutían acerca del particular.

—Por favor, escuche una vez más. Ese hombre fue descubierto por mí. El infiltrarlo en ODESSA fue idea mía. Es agente mío. He esperado años para poner a alguien donde está él ahora; alguien que no fuera judío. No quiero que lo descubran por llevar a alguien pegado a sus talones.

—Él es un aficionado, y yo, un profesional —gruñó el agente.

—También es ario —replicó Leon—. Cuando haya dejado de sernos útil, supongo que ya nos habrá dado los nombres de los diez hombres más importantes de ODESSA en Alemania. Luego, nosotros los trabajaremos uno a uno.

»Entre ellos estará el encargado de contratar a los científicos. No se preocupe: lo encontraremos y averiguaremos el nombre de los científicos que piensa mandar a El Cairo.

En Bayreuth, Miller miraba por la ventana la nieve que iba cayendo. No tenía la menor intención de llamar por teléfono ni de buscar a hombres de ciencia especializados en cohetes. Seguía teniendo un solo objetivo: Eduard Roschmann.

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