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—Es que me has dado envidia. No tengo ninguna intención extraña, no te preocupes. No me sentiría con fuerzas. Lo que pasa es que no quiero estar aquí. Creo que es mejor ser dos que estar solo. Y, además, puedo serte útil.

Reflexioné. No podía proponerle que él viajara por su cuenta. Por su aspecto parecía incapaz de pensar siquiera en tal posibilidad. Estaba demasiado triste y abatido, como era habitual en él.

—De acuerdo, pero sólo por hoy. Mañana cada uno seguirá su propio camino —dije.

—Muy bien. Mañana visitaré a un amigo que tengo en Yokohama.

—Perfecto. Me va bien, yo pensaba ir por los alrededores de Kanagawa.

—Sólo necesitaba coger al vuelo la oportunidad de viajar. Me costaba tomar la iniciativa. Te lo agradezco mucho —dijo, y sonrió por primera vez.

Esperé a que Otohiko se preparara y salimos. Luego alquilamos un coche.

—¿Qué te parece si compramos algo y nos lo comemos en la playa?

—¡Perfecto! Además podemos hacer una hoguera.

Fui animándome poco a poco. Después de mucho tiempo.

Tomamos la autopista y nos dirigimos al mar. La vibración constante del coche sobre el asfalto, el sonido de la campanilla indicando que superábamos el límite de velocidad, las calles de edificios altos y el cielo azul cada vez más transparente que íbamos dejando atrás. La media luna y la dulce blancura de Venus.

Me dio la impresión de que los recientes acontecimientos estaban comprendidos en aquel paisaje que iba de la tarde a la noche, de la ciudad al mar.

A veces sucede.

Sucede que el corazón acaba velando en la distancia la belleza de las cosas ya vistas, desde las más intensamente vívidas a las más pálidas; todo quedaba completamente envuelto en el corazón y ahora se sumergía en el paisaje que avanzaba hacia nosotros moviéndose velozmente, en la rotación de las esferas celestes y en el cielo inmenso.

—Quizá no vuelva jamás —dijo Otohiko.

—Tal vez no —comenté.

—Me siento raro, como si mi cuerpo se hubiera vuelto ingrávido, como si fuera a disolverse en el aire.

—¿Cuántos años hace que la conoces?

—Unos seis años, creo. Puede que más. Me gustaría descansar. Ni siquiera puedo recordar con exactitud lo que he estado haciendo estos últimos días —dijo, mirando hacia adelante.

—¿La has buscado desde entonces?

—Sí, la he buscado. Cada día. Como un detective. Sin dormir apenas. Cuando recibí la carta me eché a llorar como un desesperado.

—¿Pensabas que estaba muerta?

—No lo sé. Pensaba que se había ido, pero como los dos estábamos tan abatidos, pensé que quizá… No sé. La buscaba durante el día y por las noches esperaba en aquella habitación. Llamaba a mi casa cada hora para ver si había dejado algún mensaje en el contestador automático.

—Ha sido dura, ¿no?

—Diga lo que diga, ella también ha sufrido mucho… Es una suerte que esté viva. Seguro que ha elegido la mejor solución.

—Es una suerte que pienses así —dije.

—Sin embargo, si tú no hubieras venido hoy a verme, quizá me hubiera suicidado esta misma noche… No, mujer, no. Es una broma. Pero ¿sabes? Esa carta me ha dejado sin fuerzas.

«Debe de ser cierto», pensé durante un segundo.

—Hacía años que no encendía una hoguera en la playa —dijo Otohiko recogiendo trozos de madera arrojados a la playa por las olas. Esparcimos sobre la arena oscura lo que habíamos comprado: vino, pollo frito, fuegos artificiales…

La playa estaba en tinieblas y, en cuanto se alejaba un poco, la figura de Otohiko se fundía en la oscuridad. Contemplé aquel mar auténtico, envuelto en el aire salinoso. Sentía que iba a ser engullida de un momento a otro por aquel mar cien veces mayor a como lo había imaginado, a como lo había soñado. El rumor de las olas resonaba con insistencia y la Luna y Venus, inmutables, seguían en el cielo.

—Tú has sido boy-scout, ¿verdad? Estoy segura.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué lo dices?

Era muy hábil disponiendo la leña para hacer el fuego.

—No sé. Me das el tipo.

—Me estás ofendiendo. No, es que he vivido al lado del mar.

—¿Cuándo?

La actitud lacónica y contrariada que había tenido hasta poco antes, cualquiera que fuese el tema de conversación, había empezado a ablandarse desde que habíamos llegado a la playa. En el coche, pese a haberse limitado a conducir en silencio, Otohiko me había ido transmitiendo su tristeza, lenta e inexorablemente.

«Debe de estar completamente abatido», había pensado yo. Sin embargo, por mucho que lo comprendiera, no resultaba fácil ayudarle a sobrellevar aquel peso que había estado acarreando durante tantos años. Recordé su figura de espaldas mientras se encaminaba hacia la puerta, aquel día en casa de Saki, cuando se levantó al atardecer para ir en busca de Sui. Imaginé cuán profundamente se habría grabado en sus sentimientos aquella acción que había repetido, un día tras otro, como la cosa más natural. Y ahora él estaba destrozado. Al menos, eso me pareció.

—Fue después de la muerte de mi padre, cuando mi madre estaba enferma y cuidábamos de ella. Los tres hacíamos hogueras a menudo, o fuegos artificiales. Además, tengo muchos amigos entre la gente de mar. Por eso sé hacerlo bien.

—¿Erais felices entonces?

—No lo recuerdo bien, pero creo que al vivir cerca del mar, se pierde un poco el sentido de la realidad —dijo Otohiko.

—¿No tendría que ser la hoguera un poco más espectacular?

Frente a las imponentes tinieblas que cubrían la playa, un fuego prendido a duras penas ardía con unas llamas débiles.

—Acaba de encenderse. Ya verás.

Tenuemente iluminado por el fuego, el rostro de Otohiko parecía alegre. Recordé las palabras de mi madre: «Dejarse absorber por algo». ¿Se refería a esto? Sentado en la arena, Otohiko avivaba, relajado, el fuego.

—¿Bebemos un poco de vino?

Serví el vino, como había hecho con Sui, pero esta vez en unos vasos de plástico.

—Es bueno —dijo Otohiko, probándolo—. Por las noches ya empieza a refrescar, ¿verdad?

—Es que ya casi estamos en otoño.

—Tienes razón. Por eso hemos encendido la hoguera antes que los fuegos artificiales.

—Después los encenderemos. Sin falta.

—Oye, el pollo asado directamente sobre el fuego debe de estar malo, ¿no?

—Sí, claro. Ya lo he pensado y he comprado unas broquetas para barbacoa.

—¡Qué chica más previsora!

—¿Qué te parece si envolvemos los bizcochos en papel de aluminio y los ponemos un rato al fuego como si fueran boniatos?

—Tú estás en todo, ¿verdad?

—Pues el especialista en la vida al aire libre deberías de ser tú, ¿no?

—¡Bah! Yo no voy más allá de la fiambrera.

Empecé a notar los efectos del vino y pensé no sé cuántas veces: «¿Qué estoy haciendo aquí con esta persona?», pero últimamente no hacía más que pensar lo mismo y ya estaba acostumbrada. El único elemento nuevo era el violento fragor del mar oscuro.

Las olas llegaban a la playa levantando una espuma blanca. El intenso aroma del mar y el tacto rugoso de la arena. La línea lejana del horizonte en el mar que se extendía suspirando en silencio. Las luces de la costa que brillaban a lo lejos. Los faros de los coches, parecidos a satélites artificiales, avanzando despacio por la carretera.

A medida que la oscuridad se intensificaba, el fuego fue haciéndose más vivo. Las chispas centelleaban chisporroteando y una claridad blanca iluminó la playa. No era una gran hoguera, pero el crepitar del fuego apagaba el rumor de las olas y parecía interrumpir la oscuridad.

—No me cansaría nunca de mirar el fuego.

—Yo tampoco.

El mar brillaba liso, como un escenario recubierto por una gran tela negra que ondeara ligeramente. Y la línea de separación con el cielo se veía coloreada de un tono sutilmente diferente, como una labor de retazos que ondeara vivaz.

Saqué la caja de madera y la eché al fuego. Ardió, alegre, durante un rato sin despedir ningún olor, como yo había temido, y el humo se disolvió, al fin, en la brisa marina. Aquel lugar era mucho mejor que el crematorio. Seguramente.

—Me siento solemne.

—¿Sabes lo que era? —le pregunté.

—Eran huesos, ¿verdad? —contestó sin mirarme.

Unió sus manos mirando el fuego.

—Sui te lo contó, ¿no?

—Ella me lo explicaba todo. Desde las cosas que temía hasta las más insignificantes. Por eso lo sabía… Sólo en la carta se ha esforzado en mantener las formas.

—Ya.

La comprendía. Se comprendían. Pero ya no estaban juntos. No se podía hacer nada. Aquella decisión resonaba una y otra vez en su interior como las olas.

—Me da un poco de vergüenza, pero yo también he traído algo —dijo Otohiko sacando de su bolsa un delgado pliego de hojas mecanografiadas.

—¿Qué es eso? —dije con sorpresa.

—Es el relato número noventa y nueve que escribió mi padre.

Echó, una tras otra, las hojas al fuego. Cada una de ellas ardió danzando.

—¿Te lo dio tu padre?

—Sí, me lo envió sin poner el remite. Se lo enseñé a mi madre. Ella dijo que era yo quien debía conservarlo.

—Entonces, ¿y el que tiene Sui?

—¿El que le envió a Saki? El texto es idéntico, pero la letra es de Sui. Seguramente lo copió mientras mi padre dormía, o algo así.

—Pero…

Recordé a Sui aquel día.

—¿No te lo dijo?

—¿Entonces tú no le dijiste a Sui que tú también lo tenías?

—¿Cómo podía decírselo?

—¿Y a Saki?

—Tampoco le dije nada a ella. Si Sui lo hubiera enseñado, perfecto. Pero si ella hubiera sabido que lo tenían otras personas, sobre todo Saki y yo, se habría sentido muy dolida. Habría sido demasiado cruel. Era el único recuerdo que tenía de mi padre, el único que le pertenecía a ella sola.

—Así pues, tú lo sabías.

Por un instante me pareció ver la imagen de una Sui de apenas quince años copiando el manuscrito de su padre en la oscuridad. Los papeles, convertidos en jirones retorcidos y negruzcos, comenzaron a dispersarse por la playa barridos por el viento.

—Por cierto, voy a decirte algo. La parte final del relato noventa y ocho que tú tanto alababas la he escrito yo.

—¡Cómo! —Por unos instantes fui incapaz de articular palabra—. ¿Qué estás diciendo?

—El relato noventa y ocho estaba en casa, inconcluso. Poco después de conocer a Sui, ella me dijo que quería leerlo, así que lo saqué de casa a escondidas. Quizá mi padre había estado dudando, no sé, pero la parte final, la que habla de Sui, estaba por terminar. Me pareció que sería muy triste para ella, y además ya sabía que ella tenía el relato noventa y nueve. Sui, habiendo comprendido que su madre no volvería a Japón, había vuelto confiando en la ayuda de unos parientes, pero la cosa había ido mal. Escribí la última parte en un impulso. Entonces ella se lo llevó a Shōji. Sólo el relato noventa y ocho. Así fue todo.

Yo permanecía en silencio.

—Pero todo esto pertenece al pasado —comentó él—. Bueno, ¿asamos el pollo? Aunque después de quemar los huesos, la verdad, me da un poco de asco.

—Tanto el hombre como el pollo estamos hechos de carne.

—Sí, tienes razón —sonrió Otohiko—. Ahora me siento mucho mejor.

—Y yo también.

—Parece que me he liberado al fin del espíritu maligno.

—Y yo. Además, hacía tiempo que quería venir a la playa —comenté mientras comía el pollo.

Otohiko, cogiendo los bizcochos del fuego, dijo:

—Me siento bien, hablemos de lo que hablemos. Será, tal vez, porque estoy un poco borracho.

Abrió el papel de aluminio. Olía muy bien.

—Se han quemado un poco, ya lo sabía yo —dijo Otohiko, sonriendo. Y luego añadió—: O será porque hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie.

—Será el fuego.

—O a lo mejor el viento.

—Dicen que las personas abren su corazón cuando están frente al mar.

—Es verdad. Frente al mar, incluso las cosas más horribles parecen buenas.

—Y, digas lo que digas, todo se lo llevan las olas.

—A eso se le llama sensación de libertad.

—Estoy de acuerdo contigo. Este vino está un poco caliente, pero es muy bueno.

—¿Lo pongo en la nevera?

—Ya hay una botella dentro.

—Ha valido la pena haber venido. Me siento tan bien. Te lo agradezco.

—Y yo a ti. No se puede hacer sola una cosa así.

Nos comimos los bizcochos.

—La luna está muy blanca.

—Sí, y se ve muy pequeña.

—Con la claridad del fuego no se ven, pero debe de haber muchas estrellas.

—Sí, debe de poder verse incluso la Vía Láctea.

Con una mano señaló el gran río que atravesaba el cielo.

—Y en el centro está el Cisne[15].

—No hay nadie.

—Sí, todo está muy tranquilo.

Me volví. A nuestro alrededor se alzaban una serie de hoteles en fila, como si rodearan la playa.

—¿Se verá nuestra hoguera desde aquellas ventanas?

—¿Dónde nos alojaremos?

—Con tantos hoteles, no será difícil encontrar habitación. La encontraremos enseguida.

—Las ventanas oscuras deben de ser habitaciones vacías.

—Quizá no. Puede que hayan salido, o que estén durmiendo.

—Pero hay muchos hoteles y, además, hoy no es fiesta.

—Mira aquella galería. Debe de ser una suite, ¿no? Es indudable por la forma.

—Y aquello de allí parece una casa de campo.

—No parece Japón.

—¿Llevas dinero?

—Llevo la tarjeta de crédito.

—Yo también he traído varias.

—Si vamos a continuar el viaje, será mejor ahorrar —rió él.

Tenía la sensación de que el viaje iba a durar mucho tiempo.

—Más tarde podemos tomar algo en el bar del hotel.

—Buena idea. Me apetece tomar algo caliente.

Me daba la sensación de que, a medida que avanzaba la noche, el rumor del oleaje, que envolvía el silencio, se oía de una manera más nítida.

El panorama inmenso que se abría ante nuestros ojos borró completamente todas las cosas que durante tanto tiempo habían ido acumulándose en nuestro interior y el aire puro fue llenándolo todo. Pero algo brillaba sin borrarse jamás. Reinaba una gran paz. Era una noche pura, fuera del tiempo, como el fin del mundo.

Era la imagen de una noche como ésta. La escena final de aquel relato. El canto terriblemente triste de la sirena que se oía a lo lejos. La parte inferior de su cuerpo recubierta de escamas, que no podía tocarse. El perfil, con la cabeza baja, que se entreveía a través de su cabello. La luz de la luna. «Ella es tan hermosa que la amaré eternamente.»

—¿Lo escribiste tú de verdad? ¿Imitando el estilo de tu padre?

—Déjalo.

—Ya me había dado cuenta de que el estilo de la parte final era completamente distinto.

—No vuelvas a hablar de ello.

—¿Ni con Saki? ¿Ni con Sui?

—Con ninguna de las dos. Con nadie.

—A Sui ya no la veré más. ¡Por más buzones que haya!

—¿Estás llorando?

Lloraba un poco. De no haber estado en la playa no hubiera sentido con tanto desgarro la dureza de su ausencia. Habíamos estado juntas aquel verano únicamente para separarnos después. Otros amigos permanecerían a mi lado. Pero a ella no la vería jamás. El teléfono ya no volvería a sonar por las tardes.

—No llores, que me entrarán ganas de llorar a mí también.

—Ya no lloro.

—Así me gusta —dijo Otohiko con expresión de estar a punto de echarse a llorar de un momento a otro.

—Si quieres, puedo hacer el amor contigo.

—¿Acaso eres tú quien va a echarme una mano?

—A lo mejor es que me gustas.

—Déjalo.

—Ya lo pensaremos cuando llegue el otoño.

—Sí, es mejor así.

—Mejor así.

Miré a Otohiko. A través del velo de mis lágrimas las llamas que danzaban en la hoguera, la arena, el mar y el cielo. Todo penetró al mismo tiempo en mi mente, a una velocidad lacerante, de vértigo. Todo era hermoso, todo lo que había sucedido era violentamente bello, como la locura.

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