Nox

Nox


I

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I

No vi el cuchillo en su mano. Ella misma lo había comprado hacía poco. Lo vislumbré de golpe, cuando lo sacó de la funda, como el que no quiere la cosa, y lo balanceó, fascinada por su peso y por la destreza que parecía exigir. El mango era de madera negra, con grandes remaches de acero. La hoja, de unos doce centímetros de largo, se curvaba ligeramente para terminar en punta. Notó una sensación de frialdad y de agradable pesadez entre sus dedos y por detrás se inclinó hacia mí, que estaba sentado en el sillón.

La ventana estaba abierta de par en par y la lluvia, batiendo a ráfagas contra el edificio, había empapado hasta tal punto los visillos que colgaban sombríos y pesados por delante de los postigos. Sobre el suelo de parquet, un gran charco de agua. En su interior una luz, lanzando destellos en la penumbra del cuarto.

Me figuré que se había pasado todo el día allí sentada ante el cielo nublado, con la mirada perdida en la alta fila de edificios que hay detrás del parque, como un horizonte urbano que ocultara el auténtico y le estorbara la vista. Cuando la noche anterior le pregunté su nombre, me contestó que el suyo era el tercer timbre del portal empezando por abajo. La funda de algodón de la butaca estaba tiesa y fría. Me recosté en el respaldo para mirarla.

Como si fuera un médico que busca la arteria o el pulso, posó el dedo índice y el medio sobre mi garganta. Su tacto era suave y no denotaba la menor premura. Pero antes de cerrar los ojos, vi en su brazo desnudo como una capa de sudor. Permanecí un buen rato a sus pies con la mirada perdida y, echando la cabeza hacia atrás, restregué mi frente contra su regazo. No abrí los ojos hasta que de repente retiró la mano y levantó violentamente la otra. Entonces vi el cuchillo. Y me cortó el cuello.

Practicó un corte de izquierda a derecha, y al punto se abrió una herida limpísima. Hundió la hoja en los músculos y la carne, separó la epiglotis de la laringe, seccionó la carótida y la tiroidea, me segó la tráquea y el esófago, y siguió hundiéndome el cuchillo hasta chocar con una de las vértebras cervicales. Al extraerlo de la herida, el ruido que se produjo no era ya humano, pero era algo más que un simple gargarismo.

En mi afán por librarme de ella, caí hacia delante y di con la cabeza en la rodilla. El dolor que estremecía mis músculos me hizo dar un respingo y reboté otra vez hacia el respaldo del sillón, justo debajo del cuchillo. Me llevé las manos a la garganta. Me quedé mirándola e intenté hablar, pero la sangre me salía a chorros por la boca; respiraba sangre y tragaba sangre. Tenía los bronquios llenos de una viscosidad sanguinolenta, sangre en los ojos, en la nariz y en la lengua. Por la carótida seccionada me entraba el aire, que era bombeado a borbotones hasta el corazón. No podía seguir respirando, el miedo me atenazaba, y sentí que la mirada se me quedaba yerta. Ya no la veía. Los espasmos, casi como relámpagos, estremecían mi carne y, al desplomarme, mis piernas golpearon estrepitosamente el suelo.

Ella siguió un buen rato blandiendo el cuchillo por encima de mi cabeza. En su mano sentía una sensación pesada y agradable. Yo ya había muerto. El aire hinchó los visillos mojados, que fueron a chocar contra la ventana. Ella seguía allí inmóvil, escuchando el viento. Entonces dejó caer el cuchillo y se fue.

*

Cuando se produjo mi muerte, un perro cruzó la frontera. Muy lejos, al sudeste de la ciudad. Allí, donde el canal de Teltow dobla hacia el sur, en dirección al puerto de Johannisthal, justo en la confluencia con el ramal de Britz, donde el Berlín Oriental se adentra en Occidente formando un recodo en el que se levanta la barriada de Daheim.

Destinado desde hacía cuatro años al servicio de vigilancia de la frontera interalemana, las autoridades aduaneras de Berlín incluyeron aquel espléndido ejemplar de pastor alemán en el registro de perros de traílla de los organismos armados de la RDA con el número L-0546 y le adjudicaron el código de identificación II/344. En aquel sitio en el que la roldana chocaba con los tirantes, estiró tanto la cabeza hacia delante apoyándose en el collar que se le había aflojado, que al fin logró desembarazarse de él. De repente y sin que nadie se diera cuenta, el pastor alemán se hallaba fuera de la zona de control aduanero y cruzó la alambrada, pasando de largo ante la fila de guardias y los fosos. Aprovechó la reja medio rota de una alcantarilla para pasar el Muro por debajo y arrojándose al agua atravesó el canal.

Salió del río a los terrenos del Servicio Municipal de Limpieza del Berlín Occidental, que tocan con la colonia de Sonnengarten, cerca de los muelles de Britz-Este. Sin la menor vacilación el animal echó a correr hacia el centro de la ciudad.

*

Unos aviones daban vueltas por encima de mi cabeza. Pasaban junto a mí con un ruido ensordecedor para adentrarse en la tarde o ascender a los cielos, bajo los cuales yacía la ciudad, agarrotada e inmóvil, sobre la tierra arenosa.

En medio de la agonía, mi cuerpo todavía intentaba reaccionar ante las heridas, reanudar como fuese y a la desesperada las grandes funciones vitales de la respiración, la circulación sanguínea y el sistema nervioso central en las regiones tisulares directamente afectadas. La circulación quedó entonces en punto muerto. Bajó la temperatura de mi cuerpo. Lo primero que se me heló fueron las manos y el rostro. Agazapado en mi interior, el frío iba apoderándose de mí; cada vez estaba más cerca, aunque no sé de qué.

Durante unos momentos continuaron los procesos metabólicos, como si no hubiera pasado nada, hasta que poco a poco empezaron a producirse reacciones bioquímicas incontroladas que, como bien sabía, habían de durar hasta que se agotaran todas las reservas de sustratos y enzimas. Había dejado de llover.

Y mientras la humedad iba posándose sobre la brillante hoja del cuchillo caído junto al sillón, sobre mis pupilas y la sangre que empezaba a coagularse, la vi marcharse entre los árboles deshojados y la seguí. Por vez primera me fijé en aquel gesto suyo de pasarse la mano por los cabellos. Me acordé de sus labios. Volví a sentir el olor de su piel. No me había dado cuenta de lo hermosa que era.

Vi que el crepúsculo se ofrecía mientras ella elevaba la vista y se quedaba contemplando la ventana abierta del segundo piso, tras la cual yacía yo.

Seguí su mirada, de vuelta hacia ella misma y hacia su interior, como cuando mi lengua la conoció. Oí lo que pensaba, y noté que sentía frío. Vi la tarde fluyendo a su alrededor, como si estuviera debajo del agua. Comprendí que ya casi ni se acordaba de mí. Y vi el asombro que ello le causaba y el modo en que la ciudad se contraía a su alrededor, como una piel superpuesta a la piel que la cubría.

Se puso a escuchar atentamente los latidos de su corazón y el ritmo de su respiración. Tenía la sensación de que por primera vez le temblaban los párpados sobre las pupilas y se le humedecían los ojos. Se quedó un rato mirando cómo las cosas iban desvaneciéndose lentamente en medio de una bruma nebulosa. La tarde invernal se confundía cada vez más con los arbustos; su blancura flotaba entre las casas, sobre los bancos y el camino. En lo alto se recortaba la línea quebrada de las casas de detrás del parque, negruzcas, requemadas, a excepción de unas cuantas ventanas, cuyas luces traspasaban esporádicamente la maleza, colándose entre los humildes abedules, los helechos y las enredaderas. Las casas, incluso las que un día serán hallazgos o recuerdos costrosos, aplastándolo y moliéndolo todo bajo su peso, se hunden lentamente en la tierra reblandecida.

Pasó sin detenerse por el aparcamiento y el estudio fotográfico que hay en la esquina de la Residenzstrasse; continuó hacia la Franz-Neumann-Platz y se adentró en la ciudad sin rumbo fijo. Yo tenía los pulmones llenos de sangre, al igual que la boca, el esófago, la tráquea y la nariz; en mi cabeza caída hacia atrás sobre el respaldo del sillón destacaba el tajo abierto de par en par. Lanzando débiles destellos podía verse la tráquea seccionada, como una cañería reventada, con una blancura de marfil.

*

Intenté recordar lo ocurrido la noche anterior, y de nuevo sentí el dolor de cabeza golpeándome las sienes. A última hora de la tarde la televisión de la RDA transmitió en directo un discurso de Egon Krenz ante el Comité Central del Partido Comunista, el SED. En el Centro Judío del sector occidental hizo unas declaraciones el presidente del Consejo General de la comunidad judía de Alemania con motivo del aniversario de la noche del pogrom nacionalsocialista.

[1] En Wilmersdorf se celebró una sesión de la Unión de Librepensadores Alemanes. En el planetario había una conferencia ilustrada con diapositivas sobre los sistemas Zeta y Auriga. Poco después de las ocho empecé mi disertación.

Mientras hablaba casi se me olvidó el dolor de cabeza, pero después, cuando salí al jardín y aspiré el humo del primer cigarrillo, me atacó con más fuerza y empecé a sentir un pinchazo continuo detrás del ojo izquierdo. Permanecí un rato de pie respirando el aire frío de la noche y escuchando el claro tintineo de los mástiles, que llegaba desde el atracadero del lago.

Aplasté la colilla con el pie y encendí otro pitillo. Oí entonces a mis espaldas que se abría la puerta del jardín de invierno y el rumor de unos pasos que se acercaban aplastando la gravilla.

- ¿Y usted también puede hacerlo? -Antes de que pudiera volverme a contestar, sonó otra vez aquella voz de mujer-. Quiero decir, hacerle tanto daño a alguien como ha dicho.

Me di cuenta de lo mal que había hablado. Como si, al pronunciarlas, las palabras opusieran resistencia y se obstinaran en perder su sentido. No entendía qué era lo que quería de mí, y me volví a mirarla en la penumbra.

- ¿Sí o no?

Me había fijado en ella, que estaba sentada en la primera fila, cuando entré en la sala. Antes de empezar a hablar, mi mirada se había clavado en sus pupilas oscuras. Media melena negra y rizada. El cuello postizo de una cazadora de cuero.

- ¿Sí o no?

Debió de creer que estaba pensando la respuesta mientras la miraba, y me dio tiempo para contestar.

- No -dije al fin en voz baja, aplasté la colilla con el pie y me pregunté si lograría entrar en mi cuarto sin ser visto. Volvió entonces a abrirse la puerta del invernadero y se oyeron voces. Bajé rápidamente al lago. Y ella tras de mí.

*

El profesor Matern apartó de sí la pequeña cajita de cartón forrada de algodón blanco y la dejó en un rincón de su escritorio de madera imitación de nogal. Marcapasos, fruto de veinte años de tecnología médica; el progreso se hacía patente en el tamaño cada vez menor de los aparatos. Una etiqueta minúscula hacía constar el año de su importación. En la pared situada a su espalda estaban los trebejos propios del patólogo, viejos instrumentales de disección que había sujetado con clavitos y sedal cuando ascendió a director del Instituto de Anatomía Patológica de la Charité de Berlín, capital de la RDA.

Matern había mandado esa misma mañana que retiraran los marcapasos de las urnas, donde habitualmente estaban expuestos junto a las prótesis internas y los trasplantes artificiales, y que se los subieran. Y es que aquel día, tras una larga correspondencia y grandes dificultades para obtener de las autoridades los permisos correspondientes, había llegado por correo aquel paquetito que Matern llevaba esperando más de un año.

Con sumo cuidado extrajo del pequeño estuche forrado con polietileno, no mucho más grande que una caja de cerillas, el aparato de la firma MATSUSHITA ELECTRIC INDUSTRIAL CO. LTD. OSAKA JAPAN. Según había leído, el aparato aprovechaba el calor corporal del paciente y por primera vez funcionaba sin las pilas que hasta aquel momento habían impedido seguir disminuyendo el tamaño de los marcapasos.

No había quedado sitio para el esqueleto humano que en las viejas fotos de los laboratorios de Rudolf Virchow, el fundador del Instituto, se hallaba situado junto al alto ventanal, como si estuviera mirando a la luz estival de la calle. Sin embargo, Matern había mandado poner un perro disecado, como el que había tenido Virchow encima de su escritorio durante casi treinta años. Siempre había pensado en un perro pequeño, en una especie de terrier, no demasiado grande respecto de la mesa. Cuando vio que le llevaban un pastor alemán muerto, no tuvo más remedio que dejarlo en el suelo.

Matern no sabía que aquel cadáver correspondía a un perro dedicado a la vigilancia de fronteras, que había sido llevado al desolladero situado cerca de Rieselfelder, en la zona nordeste de la ciudad, donde lo había recogido alguien que conocía los deseos del profesor. Siempre que bajaba la vista y su mirada se posaba en el esqueleto del perro, involuntariamente completaba Matern la figura del animal y le añadía los músculos, la grasa, la piel, las orejas, los ojos y el hocico. Y siempre había un momento de inseguridad en el que le parecía posible componer en su mente con aquellos huesos un animal completamente distinto. Matern embaló otra vez cuidadosamente aquella maquinita minúscula antes de bajar al portal, donde lo esperaba un grupo de visitantes.

*

En su marcha a través de las calles bajó a una estación de metro. Por las vías y los andenes soplaba un viento frío procedente de los túneles abiertos. La muchacha ensayó una sonrisa y vio que una paloma levantaba el vuelo para al punto volver a aterrizar. Carraspeó ligeramente y se frotó las manos, como si tuviera frío. Por un momento pensó si alguien habría visto lo que había hecho.

- ¿Tiene fuego? -preguntó a continuación.

El hombre asintió con la cabeza, metió la mano en el bolsillo del abrigo y le tendió una caja de cerillas. Como siempre, se fijó en el mensaje publicitario que llevaba el cartón: PHÅnomen-werke, fábricas fenómeno. La muchacha esperó distraídamente a que le diera fuego, phÅnomen-werke, leyó ella también cuando le pareció oír el ruido del fósforo al encenderse. El roce de la cabeza sobre el rascador. El chasquido del azufre. Sin embargo, cuando se volvió hacia el hombre con el cigarrillo entre los dedos, vio que éste sujetaba todavía la cerilla sin encender.

Notó una vez más con asombro e incertidumbre que había oído, pero no olido, cómo se inflamaba el azufre. Le sorprendió que los labios de él, brillantes y un tanto húmedos, se movieran y fruncieran ligeramente. Vio la cerilla intacta entre sus dedos. Por fin el hombre encendió el fósforo. Ella adelantó la mano izquierda para proteger la llama, mientras con la derecha se apoyaba en la mano de él. No cabía entender ningún mensaje.

- Puede quedárselas -dijo el hombre y le dio las cerillas.

Cuando el metro entró en la estación y se abrieron las puertas del vagón, rozó brevemente con el dorso de su mano el cuello del abrigo del hombre, sin que para ello fuera necesario un gesto decidido, tan cerca estaban el uno del otro. Tuvo la sensación de ser de todos. Antes de que volvieran a cerrarse las puertas, dio un paso hacia delante, arrojó el cigarrillo al suelo y entró en el vagón.

Los ruidos se amortiguaron rápidamente al adentrarse el convoy en el túnel, y el hombre pudo así escuchar el silencio que se hacía a su alrededor. Se desvaneció también la sensación que le había producido el leve roce de la mano de ella. De pronto, sus labios se movieron sin querer. De su boca salió el chasquido de una cerilla.

*

Abajo, junto al lago, reinaba un silencio absoluto y sobre el agua se cernía la oscuridad. Un banco corrido de piedra rodeaba la plazoleta circular que, allí, en la oscuridad, bajo la amplia enramada de los añosos árboles y el cielo nublado, formaba una especie de cripta abovedada, como si en este caso hubiera sido la naturaleza la que hubiera querido imitar al arte. La piedra de la balaustrada estaba fría y húmeda por la lluvia caída durante los últimos días. Al asomarme a ella, pude ver a mis pies el batir de las olas, que aquella noche reflejaban tan sólo las escasas luces de la orilla opuesta. Oí que me seguía.

- ¿Sí o no?

Volvió a formular la pregunta, como si no hubiera habido respuesta por mi parte. Pero esta vez lo hizo en voz baja, en un murmullo, con la boca pegada a mi oreja. Entonces mentí e hice un gesto de asentimiento. Aquella mujer me traía sin cuidado.

- Sí -respondí.

Puso entonces dos copas de vino sobre la balaustrada. En la oscuridad yo no podía ver su rostro, pero sus manos irradiaban una claridad brillante sobre la piedra húmeda. Se deslizaron entonces hacia mí y recorrieron todo mi cuerpo. Exhalaba un olor muy fuerte por debajo del pelo. La curva de su garganta estaba caliente y al mismo tiempo fría allí donde lograba penetrar el viento. Con la mano entre mis piernas, susurró no sé qué, como si quisiera preguntarme algo o estuviera hablando con alguien situado a mis espaldas. No la entendí. Su piel se estremeció al contacto con el aire frío, y yo succioné con fuerza apretando mis labios contra su nuca.

- Muerde -murmuró de pronto, y frotó vigorosamente con ambas manos el tejido de mis pantalones-. ¡Hazme daño!

Permanecí como petrificado mirando su piel y esperé a que pasara el tiempo al ritmo de los movimientos de sus manos. Al cabo de un instante, sin embargo, se detuvo.

- ¿Sí o no? -volvió a preguntar.

Al ver que negaba con la cabeza y que la tocaba, como si quisiera acariciar sus mejillas, sus manos me soltaron. Un rubor como el de las nubes reflejando el sol coloreaba su cara. Y por un momento la vi tal como nadie la había visto nunca, contemplé su rostro secreto y en él el placer.

Inmediatamente agarró, como si fuera un arma, lo primero que encontró a mano, la copa posada sobre la balaustrada, y me tiró el vino a la cara.

- Y ahora atrévete a contar por ahí que me has visto así. Sí es que puedes contarlo.

Todavía no podía entender lo que quería decir. Lo único que deseaba era irme, volver a subir la cuesta. Pero ella me detuvo asiéndome por el brazo. En la Yorckstrasse se incendió una casa. En un cementerio de Neukölln fueron derribadas las lápidas. En el túnel del metro entre las estaciones de Olympiastadion y Neu-Westend un maquinista descubrió el cadáver de un joven que había asomado la cabeza por la ventanilla de un tren en marcha y había chocado contra una viga metálica.

Me pidió que fuera a verla a su casa al día siguiente. El viento era fresco y del lago venía una llovizna que nos golpeaba el rostro. Hasta que no subí a mi buhardilla, no me di cuenta de que no sabía cómo se llamaba.

*

El profesor Matern carraspeó y dio un paso más hacia el busto de mármol colocado a la entrada del Instituto. La reconstrucción de la colección de Rudolf Virchow, destruida casi por completo durante la guerra, había sido el gran proyecto de Matern desde que fuera nombrado director del centro. Pero, a pesar de las múltiples solicitudes presentadas una y otra vez al ayuntamiento de la capital, a la Academia de las Ciencias y al Instituto de Historia de la Medicina, lo único que consiguió en 1980, gracias al máximo responsable de la Dirección General de Arquitectura de Berlín capital, el profesor e ingeniero E. Gisske, que ostentaba dos títulos de doctor, uno de ellos honoris causa, fue que pusieran a su disposición sesenta expositores, en los que Matern colocó provisionalmente, como se encargó muy bien de subrayar, los restos de la colección Virchow.

- Rudolf Virchow inauguró en 1899 el Museo de Patología de la Charité con un material formado por casi veintitrés mil seiscientos preparados. -Matern volvió a carraspear-. De ese modo la colección más grande y más valiosa de patología anatómica reunida por una sola persona encontró un albergue digno. Surgió de la idea de Virchow, válida incluso hoy día y perfectamente representada por el Instituto de Patología Anatómica, según la cual la patología, una de las especialidades básicas más importantes de los estudios médicos, sólo podía estudiarse como es debido si se disponía de unos medios tridimensionales de observación didáctica lo suficientemente amplios.

Matern caminaba lentamente por el pasillo.

- Al comienzo de la sección histórica, formada por veintinueve vitrinas, pueden ustedes ver todos los objetos que el propio Virchow etiquetó de su puño y letra. Comprende malformaciones varias, tumores y una colección de cráneos sifilíticos. Aquí, por ejemplo, tenemos un tumor óseo de cuatro kilogramos de peso en seco, que realmente resulta casi increíble que pueda proceder de un hombre. Lo mismo que el esqueleto de adulto afectado de raquitismo, el preparado del tumor óseo constituye un documento de altísimo valor para la historia de la medicina.

Matern se detuvo ante la puerta y sujetó uno de los batientes, mientras el grupo de visitantes se agolpaba a su lado.

- Al final del pasillo tienen ustedes la sección de malformaciones humanas. Las malformaciones constituían, con toda certeza ya en la Antigüedad, el modelo de algunas criaturas, ensalzadas por la mitología, como los Cíclopes o las Sirenas. Aquí pueden ver ustedes unos prototipos anatómicos de ambos casos. Desgraciadamente, por motivos de espacio, no puede ser expuesto un Ischiopagus.

Cuando de nuevo tuvo al grupo reunido a su alrededor, Matern soltó la puerta, que, una vez el profesor reanudó su perorata, continuó agitándose en medio del rechinar de sus bisagras.

- En la sección moderna puede contemplarse una selección de órganos que ilustran debidamente las excrecencias de carácter benigno y maligno, así como las úlceras, inflamaciones y dolencias cardiovasculares. Cabe destacar especialmente en esta sección una monstruosa cabeza hidrocefálica y dos casos de deformación y desviación exagerada de la columna vertebral.

Volvió a esperar un momento hasta tener a todo el mundo reunido a su alrededor. A continuación dio un paso y se hizo a un lado.

- Las piezas más antiguas del Instituto datan del año 1729; algunos preparados fueron realizados a finales del siglo XVIII, otros muchos durante el XIX, aunque la mayoría son del XX. La colección constituye una importante pieza de la historia de la cultura humana, pues contiene muchas muestras de enfermedades que en nuestras latitudes han sido erradicadas, reducidas, o para las cuales, en cualquier caso, se dispone ya de un tratamiento eficaz. La forma en que combina historia y variedad científica no tiene desde luego parangón en el mundo entero.

*

Hizo todo el trayecto sin pensar en nada. No notaba cómo iban cambiando los viajeros, no reparaba en rostros ni en vestimentas, ni tampoco tenía en cuenta qué distritos cruzaba bajo tierra. Sólo cuando el convoy aminoró la marcha al rodar bajo el sector oriental y se deslizó por las estaciones mal iluminadas y como desteñidas de Rosenthaler Platz, Weinmeisterstrasse, Alexanderplatz, Jannowitzbrücke y Heinrich-Heine-Strasse, por un instante cruzó por su mente la idea de dónde estaba.

Contemplaba el pasado que, fuera del tiempo, se había conservado allí bajo tierra. Las cabezas de puente subterráneas de la frontera instaladas con gran previsión y de forma transitoria, con las salidas tapiadas y los búnkeres provistos de aspilleras. Todavía podían verse por todas partes los viejos letreros de las estaciones y los tablones informativos.

De nuevo dejaba de oír y tenía la mirada perdida. Sentía tan sólo que la llevaban de un sitio a otro. La tensaban como si fuera un alambre vibrátil. Y cuando el tren por fin se detuvo para no volver a arrancar, logró abrirse paso hasta su cerebro, como si llegara de muy lejos, el aviso que decía leinestrasse: fin del trayecto, y salió del vagón con los últimos viajeros. Siguió los pasos de los que iban delante, una pareja mayor y un hombre.

Al ver que la pareja doblaba una esquina y se adentraba en una calle transversal, vaciló un momento y continuó un buen rato tras el hombre, atravesando las calles de limpio trazado, que se cortaban en perpendicular, y cuyo adoquinado resplandecía a la luz del crepúsculo. El individuo se detuvo por fin y abrió uno de aquellos portales imponentes. Aminoró el paso, pero siguió caminando. Ella no se dio cuenta de que el otro volvía la cabeza y se la quedaba mirando. Andaba como a trompicones y oyó pasar unos aviones por encima de su cabeza, lo mismo que yo en su casa, donde yacía muerto.

Pero de eso no se acordaba.

Era como si, a cada paso que daba, su memoria fuera despojándose de una pieza de ropa. Desaparecida ya su propia historia. Las imágenes de la memoria eran como fogonazos de fotografías extrañas que, con total indiferencia, no era ya capaz de ordenar.

De repente se detuvo ante la entrada de un bar. Sobre la puerta, en la penumbra, la luz blanca del anuncio de las cervezas Schultheiss. Cortinas amarillentas; macetas en el suelo; el parpadeo de las máquinas tragaperras; una fotocopia tamaño DIN A-4 en la ventana con el anuncio billar. Al mirar a su alrededor, vio al perro. Con paso rápido y un poco sesgado se le acercó y se sentó sobre las patas traseras delante de ella. Cuando reanudó la marcha, la siguió.

Dobló una esquina y se adentró por un sendero que ya no estaba flanqueado por casas, sino delimitado por una valla de tela metálica. Sólo de trecho en trecho y separadas por una gran distancia, unas cuantas farolas arrojaban un círculo de luz sobre la vereda cubierta de césped. Al otro lado de la valla, en medio de la maleza y de la hierba, vio unos reflectores dispuestos a intervalos regulares, que, pese a no estar todavía encendidos a esa hora primera del crepúsculo, apuntaban al cielo. Aprovechando un agujero de la alambrada, se coló por ella y saltó la barandilla, que no era muy alta.

Sobre los caballetes del tejado, luces de posición dibujaban en rojo la silueta de las techumbres de las casas, como si fueran constelaciones. A su alrededor, en medio de la hierba, brillaban las lápidas, todas iguales, de las tumbas de los soldados americanos e ingleses. Se detuvo ante uno de los reflectores, situado bastante lejos de la farola más próxima y al resguardo del zócalo de ladrillo. Aguardó un instante y, metiéndose las manos en los bolsillos, se acurrucó en la hierba invernal, que le llegaba a la rodilla. Como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida, se agazapó tras el muro, igual que un animal.

Sintió de nuevo el cuchillo en su mano. Frío y agradablemente pesado. Notó el choque con mi piel. La débil resistencia del tejido. Oyó el sonido que hice al intentar hablar a través de la herida. Una sola palabra. Intentaba acordarse. Su nombre, como bien sabía, yo no lo conocía. Y en ese instante lo olvidó ella misma.

Permaneció allí sentada sin moverse, como si sólo hubiera de esperar a que le diera alcance. Cerró los ojos y pensó que yo aún yacía muerto en su casa. Que la luz seguía precipitándose sobre la calle desde las ventanas iluminadas. Que ella seguía ignorando su nombre. Ante esta certeza sintió que le atravesaba el cuerpo una ráfaga de calor. Deslizó la mano por debajo del jersey, sobre la cálida piel de su vientre, y más abajo aún, entre las piernas, y sus dedos se hundieron en la húmeda cavidad.

Llevaba ya durmiendo largo rato cuando el perro, que se había acurrucado a sus pies, se levantó repentinamente de un salto. Tenía el hocico extrañamente puntiagudo para ser un pastor alemán, y la línea del lomo, desde la cruz hasta las ancas, completamente recta. Se puso a olisquear un momento la mano de ella, que en el sueño se le había escurrido blanda e insensiblemente de entre las ropas. Cuando volvió a tumbarse, dobló la cabeza entre las patas y permaneció durante un buen rato lamiéndose la punta del miembro, de color rojo claro, antes de quedarse también dormido.

*

La noche goteaba por las cortinas pesadas y húmedas; el viento entraba a raudales por la ventana abierta, y las sombras pasaban de largo ante mi rostro para recogerse en las esquinas de la habitación. Una borrasca había alcanzado las costas del mar del Norte y de Dinamarca. En la ciudad se produjeron vientos del sudoeste de fuerza cuatro y una temperatura de ocho grados centígrados. La precipitación de lluvia registrada era de diecisiete milímetros. La humedad relativa del aire estaba al seis por ciento y la presión atmosférica a mil diecisiete milibares.

Y mientras los vientos soplaban por las amplias avenidas de la capital -de lo cual no guardaban memoria una vez que habían pasado de largo sobre la ciudad, igual que pudieran pasar sobre cualquier formación rocosa-, vino a confundirse con la sucia luz residual que iba declinando lentamente en la calle, en la parte resguardada de las casas, en los huecos de los balcones y en las bocas de metro, un rumor que yo no había oído nunca.

Cuando el estrépito de la agonía, con la que la muerte había golpeado mi cuerpo, fue atenuándose y no hubo ya suspiro, no hubo ya ni un solo latido, ni un solo temblor de las pestañas que rompiera el silencio, empecé a sentir algo así como la respiración de las cosas. Entró por la ventana procedente de los ladrillos de los muros, de la madera de los tejados y el asfalto de las calles, del cemento armado y de las cañerías de plomo enterradas en el suelo, y del trenzado y la red de sutiles hilos de cobre que se extendían por todas partes.

Todo lo que sucede anida en las cosas, las oxida y las cubre con un esmalte invisible. Nadie lo nota. El cuerpo que habitamos finge sólo que nos obedece. Pero es él el único que decide adonde va a volver la vista, y nosotros no nos damos cuenta de que nos deslizamos, como él quiere, por encima de las cosas a través de sus ojos indiferentes. Sólo cuando se está muerto, oye uno cómo la piedra va devorándolo todo en la ciudad. Ahora, al igual que las cosas, la ciudad se abría paso en el interior de mi cabeza, y mi cuerpo reflejaba su rumor.

Me enteré de que el mercado de valores había iniciado una recuperación muy clara. Gracias a la tendencia a la baja de los tipos de interés marcada por Estados Unidos y a la estabilización del sector de rentas fijas, lo más buscado eran los valores inmobiliarios, pero también las acciones del sector de alimentación y los títulos de grandes almacenes. El tipo de descuento y el lombardo seguían sin mostrar variaciones. Me enteré de la cotización del dólar y del oro y supe que la cantidad de marcos de la RDA que circulaba en Occidente, en continuo ascenso desde el verano, llegaba ya a los diez millones. Mientras tanto ella seguía durmiendo, con el perro a sus pies. En el sector oriental de la ciudad el Partido Comunista convocó por cuarta vez en su historia un congreso general, y más al sur, en la Germaniastrasse, una muchacha sufrió graves lesiones internas al ser atropellada por un camión.

Todo aquello venía a desembocar en mi cabeza abierta, apoyada en el respaldo del sillón. Sentí la temblorosa excitación de la ciudad, que externamente llegaba hasta los grupos electrógenos de los transformadores, situados muy lejos, en el páramo, y bajo tierra hasta los motores de las presas, en los canales de desagüe, y a los búnkeres dispuestos debajo del aeropuerto de Tempelhof. Por la noche la cotización del marco de la RDA seguiría subiendo en las oficinas de cambio, y la intranquilidad cuyos ecos retumbaban en mi cabeza produciría un temblor invisible, como si fuera una descarga eléctrica proveniente de la ciudad, que llegaría a través de los cables transatlánticos hasta donde todavía era de día, hasta los compradores de ultramar y la luz penetrante del Dow Jones.

Miré entonces por la ventana abierta, ante la cual la ciudad subía y bajaba lenta e ininterrumpidamente, para volver a elevarse de nuevo. Reinaba un silencio absoluto. Sólo las cortinas, pesadas y húmedas, que de vez en cuando hinchaba el viento, producían un ruido sordo al arrastrarse por el suelo. A medida que aumentaba la concentración de adenosina y de ácido trifosfórico en el tejido muscular, la rigidez de la muerte iba ganando todo mi cuerpo y abría aún más la herida. Por lo pronto, el corazón se me fue quedando paulatinamente rígido. Después le tocó el turno al diafragma y a la musculatura de la mandíbula inferior, de la garganta y de la nuca. Piernas y brazos fueron doblándose solos, y los dedos se me agarrotaron dejando mis manos en la postura de puño cerrado. Aquel día en que empecé a descomponerme, el sol, que había salido a las siete y dieciocho, desaparecería tras el horizonte, situado en un lugar invisible al otro lado del parque, a las dieciséis y veinticuatro.

Cuando el obispo de la diócesis de Berlín, monseñor Sterzinsky, abandonó la ciudad y despegó del aeropuerto de Tegel en un avión de la PANAM, todavía había espermatozoides vivos en mi cuerpo. Describiendo un arco amplísimo, como si me impartiera la absolución con su mano adornada con el anillo, pasó por encima de mí sin detenerse en su camino hacia Roma, donde el domingo siguiente participaría en las solemnidades celebradas en la basílica de San Pedro con motivo de la canonización de la beata Inés de Bohemia por el papa Juan Pablo II.

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