Nox

Nox


IV

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IV

La noche seguía en pie, como cualquier otra noche, sobre la llanura de arena, y la ciudad, surgida de la proliferación de generaciones y generaciones de hombres como obedeciendo a un plan, realidad y sueño a la vez, seguía durmiendo, mientras hacía ya rato que había empezado a producirse el proceso de autólisis y aquella cosa que llevaba mi nombre se había descompuesto y desmontado por completo.

Las córneas de mis ojos se habían empañado, los globos oculares estaban secos, y mis pupilas yacían ciegas y embotadas en sus cuencas, opacas y lisas, como ajadas por el tiempo. Y mientras otras zonas del fino tejido epitelial empezaban a ponerse amarillas y como de pergamino -la boca, el escroto, los labios-, el porcentaje de hidrógeno y nitrógeno existente en el cuerpo iba aumentando sin cesar. En el ventrículo derecho había cincuenta mililitros de cadaverina. En el hígado cristalizaba la tironsina, un aminoácido aromático que durante la putrefacción de la albúmina sigue descomponiéndose hasta quedar reducido a cresol y fenol.

En la mucosa de la epiglotis se formó estruvita, unos finos cristales blancos de fosfato de amonio y magnesio, y en mi mano izquierda, que colgaba del sillón, iban apareciendo, como si fueran fuegos fatuos, manchas cadavéricas, igual que en el negativo de una fotografía se distribuyen las luces y las sombras.

Oí cómo soñaba la ciudad y cómo en su sueño llegaba lentamente hasta ella la apertura de la frontera, que la recorría como un espinazo de piedra. A las veinte cuarenta y tres cruzaron el Muro por el paso de la Chausseestrasse los primeros sesenta ciudadanos de la RDA; al norte, por la Bornholmer Strasse, entre Prenzlauer Berg y Wedding ocurrió lo mismo a las veintiuna y veintiocho. Hacia las doce de la noche eran veinte mil las personas que habían afluido hasta Bösebrücke deseosas de cruzar la frontera, y a la misma hora cientos de ellas se precipitaron por el sur hasta el control de la Friedrichstrasse, Las calles de toda la ciudad se hallaban atestadas de manchas negras de peatones que, iluminados por los flashes de los fotógrafos, deseaban pasar a Occidente.

El dolor era como un escozor en el cuerpo de la ciudad y sus ojos se agitaban en el sueño por detrás de los párpados entornados, mientras el barco lentamente se deslizaba cada vez más dentro de ella. Fue bajando con precaución por el Landwehrkanal, y los gritos y las risas de los convidados fueron amortiguándose hasta que al fin se hizo el silencio en la cubierta panorámica. Cuando la embarcación pasó por debajo de los primeros puentes, rozando casi los pilares de hierro y el esqueleto metálico de su parte inferior, sacado de las tinieblas por las luces del barco que se reflejaban con toda claridad en el agua, se vieron relampaguear restos de pájaros en descomposición y ramas podridas, despojos flotantes y aéreos, y un viento gélido recorrió la cubierta.

Procedente del muelle y de las calles que desembocan en el canal se oía el griterío de la gente, como si todas las casas se hubieran quedado vacías. Por la Potsdamer Strasse se veía avanzar una caravana de coches y el puente aparecía atestado de personas que pretendían cruzarlo y dirigirse también al Muro; los helicópteros surcaban el espacio y los convoyes de la Línea 1 entre Möckernbrücke y Hallesches Tor iban abarrotados de gente; se veía un resplandor que iluminaba el cielo por la parte en la que, como todo el mundo sabía, se encontraba la línea fronteriza. Tras cruzar Zossener Brücke, las miradas de todos fueron clavándose en el seto del muelle, oscuro y húmedo. Las fachadas de Maybachufer se elevaban indiferentes y esquivas. Por fin, en Lohmühlenbrücke, aparecieron claramente iluminados las alambradas y el propio Muro, una torre de vigilancia y el seto del canal convertido en hormigón.

Schween, que se hallaba en la popa, se dio cuenta de que por allí no iban a poder pasar y de que en las inmediaciones no encontrarían ningún paso fronterizo ni taxis suficientes para llevar a los invitados a casa. Se acabó la fiesta, pensó. A la altura de Görlitzer Ufer el barco navegó durante un rato bordeando una tapia, hasta que un individuo saltó a tierra y echó un amarre. Lograron finalmente poner la pasarela de metal junto a una farola, cuya luz arrancaba destellos amarillos a una cabina telefónica situada en el estrecho camino asfaltado del muelle.

El ruido retumbaba dentro de mi cabeza y vi cómo la ciudad iba despertándose a mi alrededor. Mientras los suburbios y las barriadas atestadas de Trabants yacían aún dormidos, como miembros inmóviles, las partes interiores de su cuerpo empezaron a moverse lentamente y a expulsar a borbotones palabras e imágenes por todo el organismo. Fue calando en ella lo que estaba ocurriendo y por todas partes, en las calles y dentro de las casas, la ciudad empezó a reaccionar con la memoria de sus líneas telefónicas y de sus cámaras, advirtiendo y observando cómo lo imprevisto penetraba cada vez más en ella.

A las diecinueve treinta y dos la Dirección General de la Policía Nacional envió a todos los cargos de responsabilidad la orden de desplazarse inmediatamente a los puestos fronterizos. Desde la Sonnenallee, al sudeste, desde Rudow en el paso de la Waltersdorfer Chaussee, desde Oberbaumbrücke, por el sur, y desde la Invalidenstrasse, al oeste, los comunicados volvían al despacho del Comisario Superior y desde éste, como por sinapsis, a todos los distritos. El alcalde Momper se trasladó al paso fronterizo de la Friedrichstrasse. El Senado de Berlín celebró una sesión en el ayuntamiento de Schöneberg. A las veintitrés horas se presentaron en el puesto de guardia de la estación del Zoo los seis primeros ciudadanos de la RDA dispuestos a darse de alta como refugiados.

Por todas partes llegaban Trabants y Wartburgs

[5] en dirección al Kurfürstendamm, bloqueando la calle del 17 de Junio y Wittenbergerplatz. Los autobuses especiales empezaron a prestar su servicio de ida y vuelta desde Bornholmer Strasse al centro de Wedding y viceversa.

Las enzimas celulares y las bacterias iniciaron la descomposición de la albúmina en todos los órganos de mi cuerpo; los procesos de nitridación y oxidación iban transformando las sustancias orgánicas nitrogenadas en materia inorgánica; y entonces me di cuenta de que cuando todas las sustancias de mi organismo se mineralizaran, yo yacería como una simple cosa en pleno día.

*

Al final de una callejuela estrecha de pueblo, con pavimento de adoquines, en la que a cada paso se veían regueros producidos por los escapes de las conducciones y chorretones de aguas residuales de bordes oscuros, podía distinguirse por detrás de un árbol un edificio de una planta rematado por un gablete apuntado. En el piso inferior había varias ventanas y una puerta. Sobre ésta un letrero con el nombre de una empresa, cuyas letras sólo podían leerse en parte, pues las ramas del árbol las ocultaban a medias. En el primer piso, cuatro ventanas pequeñas, y en la buhardilla, dos. Ante la puerta, en cuyas hojas había colgadas varias prendas de vestir, un viejo y un niño. Los dos llevaban sombrero. Medio ocultos por el árbol, sentados en un banco adosado a la pared de la casa, otros cinco niños, cuyos cuerpos casi desaparecían en la sombra.

De allí había salido Virchow. Como bien sabía el profesor Matern, la ciudad en la que estaba situada aquella casa, llamada en otro tiempo Schivelbein o Schievelbein de Pomerania Ulterior, se llamaba en la actualidad Swidwin y pertenecía a Polonia. Se imaginó un paisaje muy llano, húmedo y ventoso. Matern volvió a guardar la foto en el cajón del escritorio. A veces, tras contemplarla durante un buen rato, tenía la impresión de poder meter la cabeza en ella y seguir con la vista la parte de la calle que quedaba fuera de la fotografía. Se abría entonces una vista inmensa de la calle empedrada, que, flanqueada de árboles, continuaba curvándose ligeramente como el lomo de un animal hasta llegar a Berlín.

En la dirección opuesta, la vista era igualmente amplia hasta perderse en la nada. De aquel lugar procedía la inmensa mayoría de los preparados de la colección, desde que el profesor de anatomía Carl Asmund Rudolphi dio curso a una circular, de fecha 27 de febrero de 1811 y firmada por el secretario real del Consejo de Estado Sack, jefe del departamento de Policía General del Ministerio del Interior de Prusia, por la cual ordenaba a todos los gobiernos provinciales asegurar la notificación, conservación y envío de cuantos fenómenos y criaturas monstruosas fallecidas o nacidas muertas se dieran.

El término «demostrar», solía pontificar Matern ante los estudiantes del primer semestre, procede del latín «monere», que quiere decir «denunciar», «advertir», aunque también significa «asombrar», pues está relacionado con la costumbre de los sacerdotes antiguos de recoger y conservar en los templos las criaturas deformes y los fenómenos monstruosos, con el fin de mostrárselos al pueblo en ocasiones especiales. Pero Matern sabía aún más. Sabía que la colección había llegado hasta el corazón de esta ciudad arrastrada durante dos siglos por una corriente de superstición.

En las innumerables aldeas del este, en las que reinaba una calma insoportable bajo una lluvia incesante, los médicos y las comadronas se dedicaban a arrebatar a sus madres los niños que nacían muertos para entregárselos a los boticarios, que los conservaban debidamente en barriles de agua aluminosa para su posterior traslado a Berlín. Y la capital no se había cansado nunca de acogerlos; igual que a tantas otras cosas. Como ocurriera el 17 de mayo de 1811, cuando, procedente de Marienburg, llegó un engendro cuya posible causa de malformación, según aducía la madre en carta adjunta, se debía al susto que, durante el embarazo, había recibido del macaco de un saltimbanqui.

Aunque los funcionarios de correos habían encargado a los cocheros y postillones que tuvieran el máximo cuidado durante las operaciones de carga y descarga, al llegar a Danzig el agua aluminosa se salía ya por todas las rendijas. La silla de posta había sido obligada a detenerse y el tonel había sido reparado por el boticario de la corte Künert, que lo había rellenado debidamente y remitido a su destino junto con la factura. Había pasado por Stolpe, Schlawe y Köslin sin contratiempos dignos de mención, pero en Stargard empezó a gotear de nuevo. Otra vez fue calafateado a expensas del Instituto de Anatomía, y llegó finalmente a Berlín atravesando Pyritz, Freienwald y Werneuchen.

Matern estaba de pie junto a la ventana. El Muro aparecía sin sombras iluminado por la luz uniforme de las obras de fortificación. Su trazado, y con él el arco de luz de la zona de exclusión, seguía el curso del río. Con el tiempo, pensó, la curva pantanosa descrita por el Spree, en cuyo interior había mandado Virchow edificar su Instituto de Patología, se había convertido en un reino de los muertos. La afluencia de fenómenos y criaturas monstruosas sólo acabó con la construcción del Muro. Recordó la carta de súplica enviada por una obrera de Genthin en la que la mujer solicitaba una pensión mensual a Virchow, a cambio del feto deforme que había dado a luz y que él ya había recibido. Vino a su memoria la mano de una mujer con sólo tres dedos, debidamente conservada en formol, que había descubierto en la colección. La madre de la infortunada, según decía la carta, había sufrido durante el embarazo el ataque de un loro.

La calle, que conducía a la frontera y luego proseguía, atravesando un puentecillo, hasta el sector occidental de la ciudad, se hallaba por las noches habitualmente silenciosa y oscura. Ahora aparecía iluminada por los faros de la caravana de coches que pasaba por delante del hospital de la Chanté. El Muro era el tajo mediante el cual la ciudad quedaba separada del Este. Como cuando se amputa un miembro, antes de que la ptomaína inunde todo el cuerpo. Y cuánto miedo tiene la gente al dolor, pensó Matern.

Bajando la vista distinguió junto a la puerta, como de costumbre, el esqueleto del perro y sintió la tentación de echarle una piel sobre los huesos. Y de hecho por un momento vio el pelo, las orejas y el hocico del animal, y sintió cómo jadeaba, cómo se movía y levantaba la mirada hacia él. Tiene los ojos amarillos, pensó Matern al reparar en cómo lo miraban. Se fue rápidamente al teatro de anatomía, como antiguamente se denominaba al aula de disección.

Al pasar por los pasillos vacíos recordó la llamada de Schween. Había quedado en que el vigilante nocturno lo condujera allí. Abrió la puerta y se detuvo tras la última fila de asientos. Volvió a pensar en el placer que sintiera al contemplar las viejas aulas de Bolonia, Amsterdam o Cracovia. Matern se puso a inspeccionar los bancos, el linóleo gastado del suelo y las paredes pintadas en un tono verdoso. Del techo colgaban unos cuantos tubos fluorescentes unidos en forma de haz, que daban una luz amarillenta y mate. Los bancos y los pupitres estaban sujetos a una armazón de barras de acero, formando filas separadas por barandillas dispuestas escalonadamente a modo de círculos concéntricos en torno a la mesa.

Había un radiador enorme de acero cromado, de un brillo deslucido, con una delicada ornamentación en los desagües. Si se entraba en el aula por la parte en la que se encontraba Matern en vez de por la puertecita que había junto a la pizarra, reservada al asistente encargado de traer el cadáver, la mesa de disección situada al fondo centelleaba como la pupila sin pestañas de un ojo gigantesco. A aquella mesa no se sentaba nadie sin sentir dolor. En el teatro de anatomía -pensó Matern- el sonido más adecuado es el grito.

*

A
las veintitrés y cincuenta y siete una limusina adornada con el banderín del alto mando militar ruso cruzó el allied checkpoint charlie. Además de los grandes reflectores que colocados sobre postes altísimos cada noche alumbraban el tramo de calle situado entre el pabellón blanco con el cartel YOU ARE LEAVING THE AMERICAN SECTOR y las vallas y parapetos que impedían el acceso al sector oriental, el paso fronterizo estaba iluminado por los focos de los periodistas que, aprovechando escaleras, cornisas de ventanas y vallas, se habían apostado en medio de los curiosos.

La limusina rusa atravesó lentamente la raya blanca que marcaba la línea fronteriza y los flashes de los fotógrafos hirieron repetidamente el techo del vehículo. Dos de sus ocupantes, vestidos de uniforme, ocultaban el rostro entre las manos, un tercero lo hacía con la gorra de plato, y el conductor, que tenía las dos manos ocupadas en sostener el volante, miraba hacia delante parpadeando sin cesar.

Era tal el escándalo que los rodeaba que apenas podía oírse el martilleo sordo del motor Diesel ni esa especie de desgarrón que producían los neumáticos al separarse pesadamente del asfalto, como si el movimiento les costara un esfuerzo infinito en medio del tiempo detenido.

*

Volvió a cruzar el puente y rehizo el camino, a orillas del Landwehrkanal, que recorriera antes en compañía de Wibke. Dobló luego a la derecha y de repente tuvo la sensación de haber dejado atrás la animación de la ciudad. La asombró el silencio que de pronto la rodeaba. Si efectivamente habían abierto el Muro, debía de haber muchas luces, ruido y animación por todas partes, pensó, y siguió caminando por las viejas calles pavimentadas con planchas de hormigón, rodeada de escombros, sin percatarse del tajo que en otro tiempo cruzaba toda aquella zona.

Mientras que las casas y las calles de los alrededores habían sido levantadas, como si de nuevas capas de piel se tratara, para luego morir, convertirse en escamas y ser reconstruidas de nuevo, la zona en la que se encontraba era tierra de nadie, un mero conjunto de excrecencias de la herida, tejido cicatricial, insensible a todo, separado definitivamente de los nervios, con unos cuantos resquicios abiertos en la piel. Las farolas sólo iluminaban el suelo de trecho en trecho. Salía un poco de luz de la cabina-dormitorio de un camión. Sólo de vez en cuando pasaba junto a edificios intactos en medio de tanto solar en ruinas. Una y otra vez veía tapias cubiertas de maleza, coches desguazados, alambradas herrumbrosas y letreros ilegibles.

De pronto surgieron en la oscuridad los viejos edificios de las embajadas de Italia y Japón, como una costra en medio de los escombros. Pasando por delante de las putas, plantadas en la penumbra delante de las ruinas, cruzó la Tiergartenstrasse, entró en el parque y lo atravesó bajo los árboles. Protegidos por la espesa sombra de los arbustos sin hojas y de las copas de los árboles, en medio de cuya oscuridad destacaba la blancura de los guijarros que cubrían los senderos, divisó a otros que parecían tener el mismo objetivo que ella. Apenas podía distinguir los rostros. Las sombras, que caían en la dirección opuesta a la lejana luz que las producía, se alargaban cada vez más, hasta que al fin su figura se recortó en medio de los árboles justo donde el Zoológico desemboca en la Puerta de Brandenburgo. De repente se encontró junto a una de las plataformas de observación iluminada por una luz blanquísima y comprendió que ésa era la herida.

Observó en esos instantes con asombro que la cicatriz que formaba el Muro y recorría la ciudad se abría como si fuera un tejido mal curado. Vio el resplandor con el que se iluminaba la zona y cómo se precipitaban a aplicar garfios a la herida. El acero refulgía al entrar en la carne dispuesto a desgarrar definitivamente el tejido conjuntivo, exangüe y blanco debido a la tensión, de aquella cicatriz que durante años había dado la sensación de estar curada.

*

Wibke estaba apoyada en la barandilla. Tomó un sorbo de su bebida y, junto al aturdimiento producido por el alcohol, notó un escalofrío que iba recorriéndole el cuerpo por debajo de la piel formando estrías tornasoladas como las del aceite sobre el agua, turbia y aterciopelada, que allí, cerca de la esclusa, golpeaba el casco de la embarcación.

En el pasillo de acceso a la cubierta estaba Schween con Kirchberger contemplando cómo los invitados abandonaban el barco.

- ¿Dónde está el de los ruidos?

- Ya se ha ido.

- ¿Y qué?

- Ya está todo aclarado -respondió Kirchberger.

Schween observaba cómo el profesor Roll hablaba con la gente que se precipitaba a la estrecha pasarela de aluminio. Como si le hubieran dado cuerda, rodaba por cubierta igual que un trompo, cada vez más deprisa, y sólo cuando ésta quedó vacía se detuvo agotado, con los brazos abiertos por completo.

- ¿Por qué tenemos que ir a recoger las películas esta noche?

- Quién sabe si mañana seguirá abierta la frontera. Además, con esta confusión no habrá nadie que controle.

- ¿Y Matern?

- Tiene miedo. Por eso quiere conocer a Roll.

Schween volvió a mirar al senador por encima del hombro y se fijó en la sonrisa que seguía pegada a su boca. Apartó la vista de él, como si el simple contacto visual pudiera contagiarle.

- Y Matern, ¿está al corriente?

- Sí.

- Entonces veamos cómo podemos salir de aquí. La fiesta se acabó. Iré a buscar un taxi. -Kirchberger se apartó bruscamente de la barandilla.

Schween se quedó mirando cómo Roll le seguía por la escalerilla y, mientras el otro llamaba por teléfono, se quedaba gesticulando y dando vueltas alrededor de la cabina, cuyo colorido chillón destacaba en la oscuridad de los arbustos a la luz de una farola. Después desapareció cruzando el césped, y sólo al cabo de unos instantes, cuando ya Kirchberger y Schween, que había arrastrado consigo a Wibke, llevaban un buen rato fuera del barco, asomó por la Skalitzer Strasse.

Permaneció inmóvil junto al bordillo de la acera. Los faros le daban directamente en el rostro. No voy a pestañear, se decía una y otra vez para sus adentros; aguardó un instante y sólo cuando toda la fila de coches, cuyas luces traseras y delanteras se enlazaban formando una cadena, empezó a tocar las bocinas, se dio cuenta de que un Trabant se detenía ante él. Dio una palmada en el techo del vehículo y montó. Se sentó junto a Heike en el asiento de atrás y ésta le preguntó adonde quería que lo llevaran. Roll dio una dirección.

En la parte posterior del pequeño vehículo hacía calor y reinaba el olor dulzón del plástico de la tapicería. Roll echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Temblaba de deseo por la boca de la chica, que había de interrumpir el temblor que sentía en su interior desde que lo tocara en el barco. Por un momento se dio cuenta de que aquella noche había algo que lo corroía con total indiferencia, igual que un ácido se come un recipiente. La rubia se levantó la falda y se montó encima de él. Se retiró las bragas hacia un lado y le ayudó a que la penetrara. El senador le sobaba el trasero con las dos manos, mientras ella se movía en silencio encima de él y respiraba ruidosamente junto a su oído. De repente, cuando notó que contenía la respiración, abrió los ojos. Estaba agarrada a él como un niño asustado cuando el Trabant pasó el puesto fronterizo de Prinzenstrasse.

*

Dejaban pasar el tiempo. Unos generadores suministraban corriente a los equipos de las distintas cadenas televisivas encargadas de la retransmisión. A través de las puertas de las casetas vio las impresoras de las agencias de noticias, por las cuales pasaban infinitas hojas de papel continuo. Hacía varios días que la NBC transmitía en directo para Nueva York gracias a una antena de cuarenta metros de altura. Antenas parabólicas de varios metros de anchura y baterías para los focos. Cámaras y micrófonos ante la marea de personas que se arrastraba por la Puerta de Brandenburgo. La policía había desviado el tráfico. Hubo que poner barreras. Las plataformas de madera para la observación estaban tan abarrotadas de gente que los que no cabían en ellas se colgaban de las barandillas.

Como si la multitud la agarrara y la engullera irremisiblemente, fue arrastrada con los demás al otro lado de la plaza. Una grúa provista de una barquilla elevó a un cámara por encima de su cabeza y lo llevó hasta el extremo superior del Muro, totalmente ocupado por curiosos. Unos se encaramaban a él sirviéndose de las mangueras de los bomberos, mientras que otros los ayudaban a subir tirando de ellos; la gente se ponía en pie, levantaba los brazos, agitaba botellas, y se abrazaban unos a otros entre gritos. Focos portátiles situados por encima de sus cabezas alumbraban a algunos periodistas que hablaban a las cámaras con la espalda apoyada en el Muro.

Alguien le gritó al oído algo que no entendió. Oyó a lo lejos la tercera estrofa del «Himno a Alemania»,

[6] y una voz que hablaba a través de un micrófono desde el otro lado del Muro:

- «Han llegado las tropas fronterizas de la RDA. Se ruega cortésmente a los ciudadanos abandonar la plaza. Se lo advertimos por su propia seguridad».

- ¡Queremos salir! i Queremos salir! -gritaba un coro de voces al otro lado de la Puerta de Brandenburgo-. ¡Abrid la Puerta!

- No pienso acostarme en toda la noche -gritaba una diputada, cuyo nombre no recordaba, a la luz de un foco portátil-. Ya dormiré en la tumba.

Siguieron empujándola entre gritos y alaridos hasta llegar al Muro. Sacó las manos de los bolsillos de su cazadora de cuero y las posó sobre la fría superficie de hormigón.

Permaneció un rato allí de pie, protegida por la multitud, tan pegada a la piedra que nadie habría podido apartarla de ella. De pronto se sintió cansada. No sabía adonde ir y notó que el miedo se apoderaba de ella. Por fin echó a andar pesadamente hacia la derecha, siguiendo el sendero que corre paralelo al Muro entre la Puerta de Brandenburgo y Potsdamer Platz y, abandonando la luz de los focos, penetró de nuevo en la oscuridad. Las velas y las antorchas arrojaban su sombra sobre el Muro, en cuya superficie las linternas trazaban círculos temblorosos.

Se detuvo delante de un tipo que llevaba pantalones militares y botas de saltador. Llevaba en la mano un escoplo y un martillo, con los cuales golpeaba airadamente contra la superficie de hormigón. Se detuvo un momento, cogió una lata de cerveza del suelo y tomó entre risas un trago a su salud. Volvió a la faena y recogió un fragmento del Muro pintado de colores que había logrado arrancar a golpes.

- Toma, te lo regalo -dijo el hombre.

Ella aceptó el trozo de hormigón pintado de un azul y un rojo intensos. No vio al perro por ninguna parte.

Fuera de los surcos de luz que trazaban las linternas y del resplandor de las antorchas, el animal yacía cerca de ella, agazapado entre la maleza. Cuando notó que se acercaba, levantó el hocico que tenía apoyado en las patas delanteras y olfateó su proximidad. En sus ojos se reflejaban las luces que rodaban a toda velocidad por el yermo. Por su hocico rosado caía un reguero de baba. En cuanto pasó por delante de él, se levantó de un salto y se marchó. Ella, mientras tanto, continuó andando sobre las losas cortadas con bisel que bordeaban el Muro.

Durante un buen rato siguió el ritmo que le marcaban las losas de resquicio en resquicio, apoyando la mano en la áspera superficie de cemento. De pronto retrocedió asustada. Como si rascara la piedra con el cuchillo, volvió a verme en un charco de sangre. La herida se abombaba y se cerraba sobre ella; las voces y las luces se abalanzaban sobre ella; el cielo, las calles y las paredes, todo en suma respiraba y sangraba a su alrededor, y ahí estaba ella, en medio de todo aquello. Como gusanos voraces, como larvas de mosca sobre la herida abierta que penetran en el tejido necrotizado, a la luz de las antorchas algunos individuos se aferraban al Muro provistos de martillos o con sus propias manos.

*

Aquella noche se intercalaban una y otra vez en medio de la programación en curso los partes del informativo die actuelle Kamera con la grabación de la conferencia de prensa en la que se anunciaba la apertura de las fronteras. También se repetía el comunicado del Consejo de Ministros del día anterior:

«Ante la gravedad de la situación política y económica se hace preciso actuar con la máxima energía para asegurar el mantenimiento de las funciones de importancia vital para el pueblo, la sociedad y la economía. La patria socialista necesita ahora a todos y a cada uno de nosotros».

Cuando entró en el salón, Lara quitó el sonido del aparato.

La pantalla del televisor lanzaba un reflejo azulado sobre el parquet de la habitación en sombras. Tiró de la manta hasta cubrirse los hombros con ella, apoyó la cabeza en el brazo del sofá y cerró los ojos. Oyó el chapoteo del agua cada vez que David se movía en la bañera. Las luces frías del televisor fluctuaban más allá de sus párpados entornados. Casi se quedó dormida.

Había intentado ponerse en comunicación con su marido, pero no había logrado localizarlo en ninguno de los dos números. Sabía que la mayor parte de las noches se quedaba en el laboratorio, donde no había teléfono, para completar los informes de las disecciones de los últimos días. Probablemente no se habría enterado de nada de lo ocurrido y no volvería a casa hasta tarde. Como si nada hubiera cambiado, pensó dando un respingo.

Sentía el frío de la tarima bajo sus pies desnudos. Apartó con la mano los visillos del gran mirador y echó un vistazo a la calle tranquila. Pasaron dos oficiales soviéticos, con sendas carteras bajo el brazo. Una anciana había sacado a pasear a su perro y se detuvo ante una farola -como si nada hubiera cambiado, pensó, todo seguía igual- situada en diagonal frente al letrero en cirílico de la librería rusa. El adoquinado, restaurado de trecho en trecho con una capa de asfalto, relucía por efecto de la humedad. Soltó la cortina, que quedó meciéndose de nuevo ante los cristales.

Todo ha cambiado, volvió a pensar cuando se detuvo en la puerta del cuarto de baño. Al punto sintió que la humedad recorría su cuerpo por debajo de la delgada tela del albornoz. En el calentador situado junto a la bañera, que había encendido en cuanto llegó a casa, el agua hirviendo borbollaba suave y acompasadamente. De unas cuerdas de plástico verde tendidas sobre la bañera colgaban toallas y ropa interior. El aroma a pino del badosan penetró en su nariz. El espejo estaba empañado. Cuando se sentó en el canto de la bañera y recogió la esponja del agua totalmente cubierta de espuma, David abrió los ojos.

- ¿Has llamado a Carl?

La pelirroja sacudió la cabeza.

- Calla -replicó.

David se incorporó y agachó la cabeza. Ella empapó de agua la esponja y la dejó escurrir por el cuello y los hombros del hombre. ¿Qué iba a pasar ahora que habían abierto el Muro? Lara no respondió. Se quedó oyendo cómo el ruido del agua resonaba en las altas paredes alicatadas del cuarto de baño y siguió lavando a David.

Cuando por fin éste se levantó, la mujer se quedó mirando desde el borde de la bañera cómo el agua y la espuma resbalaban por su cuerpo. El chapoteo y el ruido de las gotas al caer anulaban cualquier otro sonido. De repente se hizo el silencio. David se detuvo ante el espejo empañado, retiró parcialmente el vaho con la mano y se miró la cara. Lara le secó la espalda con una gran toalla blanca. Al pasársela por los omóplatos, la humedad volvió a condensarse sobre la piel. Cogió del armario un tubo de florena y empezó a untarle de crema todo el cuerpo. Sus manos seguían el recorrido de las cicatrices, como si fueran un dibujo o una melodía que tarareara con las yemas de los dedos.

Fue palpando las letras tatuadas en sus nalgas y volvió a leer aquel mensaje grosero escrito sobre su piel. DEJO QUE SE CAGUEN Y SE MEEN EN MI BOCA. pegadme fuerte. Untó de crema las cavidades enrojecidas de las palabras, las rudas redondeces de las «O», las «S» y las «B», y los trazos picudos de las «A», las «F» y las «M». utilizadme como si fuera vuestra perrita. Se le desabrochó el cinturón del albornoz al inclinarse ante él. tengo la BOCA Y EL CULO ABIERTOS.

David intentaba mirarse al espejo una y otra vez. Limpió un poco el vaho que cubría su superficie con el canto de la mano y se quedó observando cómo desaparecía su rostro cuando el espejo volvía a empañarse.

- Date la vuelta.

*

En un extremo de Potsdamer Platz cogió un autobús que iba al centro. Los cristales estaban completamente entelados por el aliento de la gente que se apiñaba en los asientos y en los pasillos abarrotados. Familias enteras con criaturas muertas de cansancio cogidas de la mano. Borrachos que, cada vez que se detenía el vehículo, eran apartados suavemente de la salida por las puertas provistas de cierre neumático.

- Sólo vamos a dar una vueltecita al otro lado. Nuestras mujeres siguen en casa. A las cinco de la madrugada tengo que estar otra vez en el trabajo.

Sentía en la nuca el aliento de los extraños.

Más allá de la bruma que empañaba los cristales pasó un taxi del Berlín Oriental tocando el claxon. Unos pasajeros asomados a las ventanillas agitaban una bandera de la RDA. La gente hacía cola ante el puesto de salchichas Kudamm-Eck 186. Enormes aglomeraciones a la puerta del Cafe Kranzler. Se quedó mirando unos pollos ensartados en unos espetones que iban asándose y dando vueltas ante las espirales incandescentes de un puesto callejero. Junto a las ruinas de la Gedächtniskirche

[7] una enorme caravana de coches tocaba el claxon ante las alambradas. Bajó del autobús.

Vio a mucha gente durmiendo ante los escaparates iluminados de los grandes almacenes y en los pasajes y galerías que permanecían abiertos durante toda la noche. Sorteando los cuerpos de los durmientes, pasó ante la entrada del Europa Center y, como si de pronto penetrara en un mundo en el que el tiempo había dejado de correr, se hizo el silencio en torno suyo. La gente que desfilaba lentamente ante los escaparates caminaba en silencio en medio de aquella luminosidad, como si no pudieran dejar de andar. Muchos se quedaban con la mirada perdida contemplando el gran reloj de agua. Observaban cómo el líquido verde pasaba de una cubeta a otra y así transcurría el tiempo.

*

En su piso de la zona sudoeste de la ciudad el imitador de ruidos apagó la lámpara de la mesilla, cuyo pie de latón se hallaba medio escondido en el suelo de tarima junto a la cama. La brasa del cigarrillo describía en la oscuridad una órbita elíptica que iba de su boca al cenicero, situado sobre la colcha, y de allí otra vez a sus labios, cuya humedad brillaba cada vez que daba una chupada al filtro.

Como estaba cansado imitó un pájaro para sí mismo, que salió volando de sus labios con un aleteo sordo. Y luego frotando las uñas sobre la tela basta de la sábana remedó el murmullo de las hojas, sobre cuya rama se posaba el animalito. El ruido se coló por debajo de la puerta y corrió a refugiarse, espantado por la luz, en los rincones en sombra de la casa. Oyó cómo el pájaro salía volando; escuchó el rumor de las hojas, al saltar de la rama, y luego, ya muy bajito, el susurro de la hierba estival, larga y reseca, que crecía al pie del árbol, muy lejos de su boca, casi imperceptible.

No quería que por su cabeza siguieran pasando las imágenes de las películas que unas semanas antes viera en el Berlín Oriental. Las bañeras de zinc en las que yacían los cuerpos. El reloj intercalado. Los diversos estadios de la putrefacción. Oyó cómo en la habitación contigua el pajarito golpeaba con su pico un tubo de la calefacción que sonaba a hueco. Sabía que estaba allí, lo mismo que los demás instrumentos, junto a la mesa de montaje, junto a los micrófonos y los aparatos de grabación que yacían por el suelo.

Se coló entonces por debajo de la puerta una ráfaga de viento. El hombre de los ruidos se imaginó cómo pasaban solas las páginas y salían volando los folios, las fotocopias, las cartas y los recibos, y se imitó unos cuantos ruidos que tenían resonancias eléctricas. Transformadores, acumuladores, generadores, pensó, y de pronto en la habitación vacía se detuvo un tren; las tablas del suelo vibraron y tuvo la sensación de que algo se venía abajo con un estrépito de hojalata. Como si hubiera un niño jugando con quincalla en medio de la oscuridad.

Se acordó de la muchacha de la cazadora de cuero y pensó que le gustaría saber qué sería de ella aquella noche. Se cobijó en sus propios brazos y se quedó dormido.

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