Nox

Nox


VII

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VII

En el primer avión que aterrizó aquella mañana en el aeropuerto de Tegel regresaba precipitadamente a Berlín el obispo católico de la capital, monseñor Georg Sterzinsky, procedente de la ciudad eterna, Roma, donde esa misma noche había tenido noticia de la caída del Muro.

En ese momento las bacterias Proteus y las pseudomonas habían eliminado ya de mi cuerpo cualquier rasgo distintivo. Habían ido separando lentamente la epidermis de la membrana adiposa. Esta cubría la carne como si fuera un guante. En los muslos empezaban a formarse ampollas pubescentes, que hacían que mis piernas se separaran por efecto de la presión del gas. Hacia las cuatro de la madrugada, cuando se presentaron al conserje del ayuntamiento del distrito Tiergarten los primeros trescientos ciudadanos de la RDA para cobrar el subsidio de bienvenida, se me había hinchado tanto la piel que acabó por desgarrarse.

Subía del parque una brisa fría y húmeda. La temperatura había bajado en la ciudad hasta los tres grados bajo cero. En el centro de acogida del paso fronterizo de Marienfelde mil ciudadanos de la RDA habían realizado todos los trámites necesarios para solicitar un alojamiento de emergencia. En la aduana de Invalidenstrasse los coches procedentes del Berlín Occidental pasaban sin detenerse ante el punto de control. En la Puerta de Brandenburgo los aduaneros de la RDA, colocados en triple fila, obligaban a la gente a dar marcha atrás. En la avenida del 17 de Junio la cola de automóviles llenaba los nueve carriles. La policía tuvo que cerrar por motivos de seguridad las entradas de la estación del Zoo. Hacia las nueve el tráfico había colapsado toda la city del Berlín Occidental.

Cuando en la estación del suburbano de Friedrichstrasse cruzó entre los que hacían cola ante la oficina de pasaportes para solicitar un visado de diez días con validez para todos los países, sintió de pronto que alguien la llamaba golpeándola suavemente en el hombro. La deslumbró la violenta luz de un flash. Intentó seguir andando sin detenerse, pero el fotógrafo apartó sin contemplaciones a los que estaban en la fila y fue tras ella.

- Winter -exclamó-. Alexander Winter. Associated Press.

Llevaba un traje de verano muy fino, de un color claro, sobre el cual se amontonaban las correas de varias cámaras. La tela estaba sucia y a la altura del hombro mostraba un desgarrón.

- Lo llaman el palacio de las lágrimas -dijo señalando a la oficina de salidas. Extendió el brazo que llevaba doblado con el puro en la mano haciendo un gesto amplio, con el que pretendía abarcar a todas las personas que se agolpaban a su alrededor formando cola-. La Edad Media dura una eternidad.

Ella se arrebujó en su cazadora de cuero y le dejó que la condujera entre la multitud hasta llegar al Checkpoint Charlie, donde hubo de esperar un buen rato hasta poder pasar los controles. A la puerta del edificio Axel Springer

[11]repartían sopa, y como estaba hambrienta se tomó una ración. Al pasar ante un escaparate leyó sin prestar mucha atención el siguiente cartel escrito a mano alusivo al cambio entre marcos de uno y otro lado: hoy todo 1:1.

A esa misma hora, vía Londres, una marea de órdenes de compra inundó el mercado de valores alemán. Contando con las lógicas garantías y el crédito de la República Federal, se produjo una demanda masiva de valores inmobiliarios y de bienes de consumo, que proporcionó unas ganancias extraordinarias sobre todo al papel originario de Berlín. El Berliner Bank subió siete puntos, Berliner Kindl cerró a más cinco, Bertold a más trece, Bekula a más siete, DeTeWe a más doce, Kempinski a más cinco, Schering a más dos y Springer a más de seis. La cotización de la moneda oriental cayó de los 12,50 marcos por cada 100 marcos del Este a nueve. Algunos conductores de la empresa municipal de transportes tuvieron que volar hasta Munich y Frankfurt del Meno para traer más autobuses a la capital. Los pequeños comerciantes se aseguraron la llegada por vía aérea de más género y mandaron traer de Occidente sobre todo plátanos, naranjas y piñas, así como cosméticos, galletas, chocolate y café. Llamando al número 30312600, SFB, Radio Berlín Libre, se proporcionaban invitaciones para viajar a la Alemania Occidental. En las escuelas las clases quedaron suspendidas. En el crematorio de Rulend tuvo lugar el funeral de Heinz Albrecht, miembro de la Logia Odin, de la Orden de los Druidas de Alemania VAOD. Por causas aún sin esclarecer había disminuido rápidamente el contenido en oxígeno del lago Grob-Glienicker.

*

En la estación de Anhalt bajó al andén del suburbano. La gente esperaba apelotonada en los pasillos abarrotados. Con aquellos techos tan bajos hacía un calor sofocante, y en los rostros anidaba algún que otro resto de la euforia de la noche anterior. Tuvo que dejar pasar varios trenes atestados de gente antes de llegar al borde del andén y meterse a empujones en un vagón. Sujetándose a la barra, cerró los ojos. Tenía la sensación de llevar la piel forrada con todas las miradas y palabras que se habían condensado en ella para escribir su nombre. Se dejó mecer por el bamboleo del tren y notó que se quedaba dormida. Entonces empezó a llover.

Vio que los regueros se desbordaban y que en los cruces se habían formado charcos; escuchó el gorgoteo de los sumideros al llenarse y el ruido de las gotas al caer de los tejados sobre los coches aparcados y luego desde éstos a los adoquines del suelo, sobre el plástico verdoso de las farolas y sobre algunos toldos olvidados, cuya tela iba empapándose cada vez más de agua. Abrió los ojos y miró a su alrededor. Se inclinó, como si quisiera mantener la vista clavada en la lluvia, o más allá de ella incluso, en la luz de los tubos de neón.

Un viejo miraba al suelo como buscando algo. La mirada obtusa de una mujer que había a su lado se animó. Sacudió la cabeza a un lado y a otro y arrimó a su costado al niño que llevaba de la mano. A lo lejos podían escucharse aún los truenos sordos de la tormenta cada vez más lejana, suspendida en lo alto; no tardó en dejar de llover. Los rostros de la gente pasaron a toda velocidad por delante de la ventanilla y el tren se detuvo.

Cuando volvió a ponerse en marcha y a acelerar una vez dentro del túnel, una ola, una ola baja de resaca en una playa poco profunda y muy extensa, pasó rodando sobre las cabezas de los pasajeros. El niño tiró de la mano de su madre igual que un animal asustado. Ahí estaba el siseo de las ondas al acercarse, para luego romper y derramarse, con un sonido semejante al del aire que se deja pasar entre los dientes, sobre la arena seca. Cubriéndola hasta la altura de las ventanillas y los carteles publicitarios. Se retiró dejando pequeñas roderas que lamían su mano agarrada a la barra, y por un instante ésta pareció ceder a la presión del agua, como si fuera un alga o una rama descolorida, arrastrada y volteada entre las rocas por el oleaje.

Sintió el frescor de la espuma entre los dedos. Vio los labios del hombre. Cómo gesticulaban y se movían, como si musitara algo con ella. Entonces lo reconoció.

Ocupaba uno de los asientos y llevaba unas latas de películas sobre las rodillas y las manos cruzadas sobre ellas. Al hacerle un gesto de saludo, se levantó y vino a su encuentro, siempre con las latas pegadas al cuerpo, en medio del vagón atestado de gente. Le ofreció jocosamente un cigarrillo. Sacó un paquetito de cerillas y se lo dio. phÅnomen-werke, leyó antes de prender el fósforo y, protegiendo la llama con una mano a modo de biombo, le dio fuego y se encendió ella también su pitillo. La mujer que iba con el niño protestó, pero no hizo caso.

- Más. Más, por favor.

El humo se rizaba en el aire viciado del vagón en torno a los húmedos labios del imitador de ruidos cada vez que abría la boca y exhalaba por ella un viento mudo que, como si el hombre no se atreviera a tocarla, retrocedía al punto.

- ¡Más! -exclamó de nuevo.

Y volvió a levantarse el viento, colándose entre los abrigos y chaquetas de la gente. Ampliaba el espacio existente entre los viajeros convirtiéndolo en un paisaje que crecía y crecía y desde el cual contemplaba asustada al niño. Volvió a decirse su nombre. El polvo se arremolinaba con un ligero rumor granuloso en las esquinas de las casas, disipándose y depositándose en las zonas resguardadas. Una papelera de metal golpeaba movida por el viento contra la barra metálica a la que estaba sujeta. Los papeles salían volando -el más fino de los sobres de correo aéreo, el papel cebolla o las hojas de un periódico extranjero-, flotaban por el aire durante un rato y acababan arañando sonoramente la chapa de madera de un portal. El vidrio de una ventana, cuya masilla estaba algo suelta, repiqueteaba contra el marco.

De repente plazas y calles se quedaron en silencio y escuchó cómo el sol se erguía sobre el aire inmóvil calentándolo. El calor se concentraba en las paredes avivando los colores, y se acordó de David. Su mirada fue a caer en los ojos asustados del niño y le sonrió.

El tren fue aminorando la marcha como a empujones; al detenerse, el paisaje se vino abajo solo y todos se precipitaron a la salida. Antes de que las puertas volvieran a cerrarse con un bufido sordo, vio cómo el hombre se abría paso entre la multitud, con las latas de las películas apretadas contra el pecho.

*

Lo que quedaba de mí lo había momificado la gangrena seca. La piel, negra y apergaminada, estaba encogida y cubría mi carne como una fina lámina de plástico llena de arrugas y agujeros. Se había formado entonces una colonia de moho blanco sobre la mejilla izquierda para ir creciendo luego en derredor. No tardó todo el cuerpo en cubrirse de una especie de vello finísimo, tras el cual desaparecían los ruidos de la ciudad. Y cuando el moho me llegó hasta los ojos secos y empezaron a salir de las cuencas los filamentos micélicos, como un césped húmedo y descolorido, desaparecieron también las imágenes.

Las moscas se me colaron por los agujeros de la nariz y los resquicios de los ojos, entre los dedos de los pies, los de las manos y en las axilas, y pusieron sus huevos dentro de mí. Luego, abriéndose paso por las costuras de la ropa y por todos los orificios de mi cuerpo, los gusanos lograron separarme los párpados, resquebrajar mis labios y abrirme así de nuevo los ojos y la boca.

*

La luz palpitaba sobre la almohada filtrándose a través de las cortinas. Me encendí un cigarrillo y, al acariciar las manchas de luz que cubrían las sábanas, noté lo caliente que estaba esa zona. Me quedé mirando los remolinos que formaba el humo en la luz y el breve fulgor de la brasa. Palpándome una y otra vez el cuerpo con incredulidad, lo sentí cálido y vencido por el sopor. Me quedé mirando el humo y me olvidé de fumar.

Cuando por fin me levanté y me vestí, sentí verdadero placer de poder moverme. Pero era consciente de que aquello ya no tenía nada que ver conmigo. Bajo las altas copas de los añosos árboles, bajé a toda prisa la empinada cuesta hasta llegar al lago y me senté en el banco de piedra de la orilla que se abre en semicírculo a la vera del agua.

Sobre la balaustrada seguían las dos copas de vino. Entre los posos flotaban unas cuantas hojitas amarillas. En el suelo, colillas de cigarros. Hasta mediodía el sol habría de brillar ininterrumpidamente y la temperatura alcanzaría los nueve grados centígrados. No se oía más que el tintineo del cable metálico contra los mástiles de aluminio del velero. Hasta que de repente una voz profunda, que se arrastraba de un modo extrañísimo, me llamó por mi nombre.

Me levanté, miré a mi alrededor y al fondo, donde acaba la parcela, rodeada por una alambrada de tela metálica y un seto de maleza, al pie de dos copudos robles vi al perro.

- ¿Me reconoces?

Asentí con la cabeza. Estaba tumbado al sol, sobre las hojas secas, pasándose la lengua por el pelo cubierto de suciedad y quitándose con los dientes la porquería que tenía entre los dedos. La herida de la pata izquierda de atrás empezaba ya a echar costra. Fui hacia él y me agaché a su lado. Exhalaba un olor fortísimo por la boca.

- ¿No habrás olvidado que estás muerto?

Negué con la cabeza.

- ¿Pero por qué?

- Piensa en lo que ha sucedido -gruñó apenas.

- ¿A qué te refieres?

- Recuerda la noche en que estuviste aquí con ella. Lo que viste en su rostro.

- ¿Sólo por eso?

- No tenías derecho. Entonces empezó todo. -Levantó el hocico y por la boca asomó su lengua temblona. Se reía del modo en que se ríen los perros-. Acuérdate.

Las nubes se levantaron en la margen opuesta del lago, sin que yo me diera cuenta. Recordé cómo me había matado. El dolor y el posterior silencio. Cómo yacía desnuda sobre la mesa del café. La piel cubierta de cicatrices de David. El barco bajando por el Landwehrkanal y cómo había atracado junto a la frontera. Me acordé de Kirchberger, Schween, el profesor Matern y el teatro de anatomía. De la risa en el rostro del senador Ewald Roll. Del imitador de ruidos y aquellas películas que yo no conocía, y de cómo las habían pasado aquella noche del sector oriental al occidental. Vi la mesa de hierro y las criaturas monstruosas que en cajas y toneles llegaban a la ciudad procedentes del Este. La cicatriz y cómo había vuelto a abrirse.

- Se acabó -dijo el perro.

- ¿Qué?

- Todo lo que conoces.

- ¿Y yo?

Volvió a echarse a reír y la baba que chorreaba de su boca cayó sobre las hojas secas.

- ¿A qué te refieres?

- ¿Qué va a pasar conmigo?

- ¿Contigo? Se acabó, ¿qué otra cosa iba a pasar?

- ¿Qué es lo que se acabó?

- ¡Pues si ya te lo estoy diciendo! -gruñó. Su pelo exhalaba aún el olor de la noche. Por un momento yo también creí sentir el olor de ella y recordé aquella pizca de ternura, cuando hundí mi cabeza en su garganta.

Y apoyando la cabeza en una de sus patas, el perro dio inicio a la narración. Le habló de las pudibundas plantas sensitivas del Brasil, como la Mimosa punica L., cuyas hojas se cierran al menor contacto. De Hiperión, la luna de Júpiter de forma irregular y rotación caótica, cuya órbita no es calculable ni susceptible de ser descrita; y habló también de las ranas-buey del desierto de Arizona, que se pasan el año entero sepultadas bajo tierra, salen del barro con las únicas lluvias que caen en todo el año a fin de aparearse y, el mismo día en que desovan, vuelven a enterrarse en el suelo.

- ¿Lo entiendes?

- No -respondí, y me abracé a su pelo-. ¿Cómo se llama la mujer?

Volvió la cabeza de tal modo que sus ojillos amarillos se clavaron en los míos.

- ¿Sigues sin saberlo?

Sacudí la cabeza.

- Nosotros tres -dijo-, tú, ella y yo, formamos parte de una historia. De una vieja historia, que se repite una y otra vez. ¿Por qué? ¡Quién sabe! A partir de esta noche, nada de lo que conoces seguirá siendo como era. Y sólo las historias que se cuenten de ella determinarán lo que pueda pasar.

- ¿Por ejemplo?

- Por ejemplo, desde 1798, año en que James Rennell los incluyó en su carta geográfica, en todos los mapas del África occidental aparecen los montes Kong. Según la leyenda incluida en ellos, sus cumbres se hallan coronadas por nieves perpetuas. Sin embargo, nadie los ha pisado. ¿Te das cuenta?

Volví a decir que no con la cabeza.

- ¡Nunca existieron! -El perro se echó a reír de nuevo y dio la sensación de atragantarse con su risa-ladrido, del mismo modo que se atraganta uno cuando tose.

- ¿Y tú?

- ¿Qué quieres decir?

- ¿Tú quién eres?

- Yo soy del otro lado de la frontera.

- Cuéntame algo de allí -le rogué.

- Cuanto más corría uno para librarse del pitido estridente que hacen los rollos de acero en contacto con el cable metálico al deslizarse de un tope a otro, más penetrante se hacía el pitido -comentó el perro-. Siempre había alguno que se colgaba de la correa. A otros les ponían una inyección letal, porque se pasaban el día acurrucados en sus casetas o no estaban hechos a prueba de balas. Otros, por su parte, que no soportaban haber sido olvidados, desechados, por ser inadecuados para el adiestramiento, se precipitaban a la muerte atados del dogal.

Le habló del camión del ejército que diariamente recorría la frontera con un depósito de comida y de agua. En verano se evaporaba el agua de las escudillas, sujetas a una estaca clavada en el suelo por medio de un anillo de hierro.

- A fuerza de escarbar en la arena nos construíamos una especie de bañera para protegernos del sol. Únicamente por la tarde echaban un poco de sombra las casetas, fabricadas según el modelo estándar de las TGL, las normas oficiales de las fuerzas armadas, con entrada lateral al abrigo del viento.

Y contó cómo, cuando llovía, la sed los obligaba a lamer todo lo que pillaban, piedras, palos, sus propias patas, el tejado de las casetas, y cómo se torcían el cuello en su afán por alcanzar el agua que goteaba de su lomo. En invierno, por el contrario, la humedad les ablandaba tanto las pezuñas que las almohadillas se ponían a sangrar en medio de la nieve.

Ayudándose de un bieldo, un soldado les echaba la comida desde un camión en marcha, pero a menudo los trozos de carne caían lejos del alcance de sus correas. Durante horas se les oía dar saltos que en último término eran frenados por el tirón de la correa. Por las noches, cuando un animal rozaba desde fuera la alambrada indicadora, el cable se ponía de pronto a silbar y toda la frontera se inundaba de luz. Los aullidos iban propagándose de trecho en trecho, y cada uno entraba en el coro de ladridos con un tono cada vez más prolongado, que se perdía en las alturas.

- No había más que historias -dijo el perro-. Ya no sé quién fue el que trajo una que corrió tanto entre nosotros, yendo de caseta en caseta por toda la frontera, que al final volvió al punto de partida y empezamos a contárnosla de nuevo. Se trata de esa que habla de unas criaturas de forma esférica que vivían en la tierra antes de que hicieran su aparición los seres humanos y que sólo poseían un sexo. Seres que no se reproducían entre sí, sino en el seno de la tierra. Como hacen las cigarras.

- ¿Qué fue de ellos?

- Los dioses, que envidiaban la forma perfecta que poseían, cortaron un día a aquellas criaturas esféricas por la mitad. Después, durante mucho tiempo, no hicieron más que abrazarse una mitad a otra. Muchos murieron de hambre y de tristeza, hasta que los dioses se apiadaron de ellos. A la mitad de aquellas criaturas mutiladas les embutieron el sexo dentro del cuerpo.

- ¿Y qué más?

- Su loca pasión se transformó y moderó convirtiéndose en lo que llamáis amor. Ese interminable intento de curar la herida -dijo el perro.

Y guardó silencio.

- Esa historia nos gustaba mucho -añadió en voz baja al cabo de un instante.

*

Miré de reojo hacia la balaustrada, sobre la cual seguían las dos copas de vino. El perro clavó su vista jadeando en el sol, que desaparecía por detrás de la nubes, cada vez más numerosas, y allá lejos, en el lago. De repente levantó las orejas y husmeó en dirección a la casa. La vi aparecer entonces y empezar a bajar por la pendiente.

El perro le lamió la mano a modo de saludo y se sentó pegado a sus piernas. Como si estuviera fatigada de una cacería, apoyó suavemente su regazo en mí, la presa, que yacía a sus pies con todo mi calor. Tenía la frente pegada a su vientre. Sentí su respiración bajo la piel y me quedé escuchándola. Su olor me envolvía y me transformaba.

- Ahora tienes que irte.

Me sonrió mirándome por encima del hombro y sacando del bolsillo la barra de labios dorada y las cerillas, me hizo entrega de ellas, phänomen-werke, leí en la solapa. El perro se levantó de un salto.

La última luz procedente del lago, antes de que el sol desapareciera por detrás de las espesas nubes, era un resplandor chillón y penetrante, que se enredaba en su melena negra, como si estuviera mojada. Se pasó la mano por el pelo y, antes de que me fuera en pos del perro, me dijo su nombre.

[1] Se trata de la agresión de que fueron objeto los judíos alemanes por orden del gobierno nacionalsocialista el 9 de noviembre de 1938.

(N. del T.)

[2] Alusión a Salmos 23, 5.

(N. del T.)

[3] Se trata de la Volkskammer, el órgano que ostentaba el máximo poder del Estado en la antigua RDA.

(N. del T.)

[4] Se llama «Senado» al Gobierno de las ciudades-estado de Berlín, Hamburgo y Bremen. El término «senador», pues, no tiene la misma significación en alemán y en español.

(N. del T.)

[5] Otra marca de coches típica de la RDA, relativamente más «lujosos» que los Trabants.

(N. del T.)

[6] Desde 1952, esta estrofa es el himno nacional de la República Federal de Alemania, y en ella se habla de unidad, justicia y libertad, conceptos de especial significación histórica en el contexto de la división del país y la caída del Muro.

(N. del T.)

[7] Se trata de la Iglesia Conmemorativa, destruida parcialmente durante los bombardeos de la segunda guerra mundial, y que nunca reconstruida ha quedado como símbolo de la ciudad.

(N. del T.)

[8] Literalmente, «Ya es de noche, así que salta», paráfrasis de una fábula de Esopo, utilizado proverbialmente con el sentido de «¡Ahora es el momento!», «¡Demuestra lo que vales!».

(N. del T.)

[9] Alusión a Juan 19, 4-11.

(N. del T.)

[10] Alusión a Lucas 23, 42.

(N. del T.)

[11] Axel Caesar Springer, editor y fundador de un importante grupo empresarial dedicado a la comunicación.

(N. del T.)

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18/07/2010

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