Nora

Nora


Capítulo 38

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El día amaneció nublado, con una llovizna que no cesaba y que, la noche anterior, se había vuelto escarcha. Nora despertó desbordada de energías, mientras Charles escondía su rostro en las almohadas y demandaba de unos minutos más de descanso.

—Extraño el sol.

—Oh, Charles. Yo extrañaba esto, mira… se ve tan verde.

—Eso es gris, Nora. Gris, gris y más gris.

—Eres un aguafiestas…

—Aquí todo es agua algo. Estamos pasados por agua. —Ella se lanzó en la amplia cama y le hizo cosquillas para motivarlo a levantarse. Shropshire house era tan bello que cortaba el aliento. No se comparaba a los lujos Grant, modernos, tan acordes a la posición ganada en los últimos años. Allí se lucía el encanto de generaciones y generaciones de dinero y poder.

La marquesa madre era una mujer tan excéntrica como amable. Poco necesitaron para descubrir el secreto que esa mansión escondía, el de un romance penado por la sociedad. A Nora le había resultado una ventisca de aire fresco y de fuerza nueva para su corazón asustado, si un marquesado no había podido romper con ese amor, más inaceptable para la rígida élite británica, menos podría con el que compartían Charles y ella.

—Envejecer juntos, Charles, hay mejor sueño que ese. Toda la vida…

—Y lo lograremos, mi amor, con o sin título, y hoy daremos el primer paso para saber de qué modo será.

Lord Richmond les asignó doncella y ayudante de cámara que se hicieron presentes al segundo de hacer sonar la campanilla. La habitación estaba dividida por un biombo, para que marido y mujer respetaran sus espacios privados. La idea les resultaba absurda, y supieron que, pese a las formas, los actuales marqueses de Shropshire tampoco eran dados a esas costumbres.

Nora dio instrucciones precisas, Clarise le había diseñado un vestido especialmente para la ocasión, uno que iba a juego con el collar de perlas que Charles le había regalado en su fiesta de compromiso. Un traje sobrio y elegante, en un tono azul oscuro, con la sobrefalda que se abría para dejar ver la delicada tela blanca, bordada a mano. El escote era bajo, sin ser osado; lo suficiente para dejar ver el collar, e iba acompañado de un abrigo de piel sobre los hombros, que la cubría del frío. Los guantes blancos y el bolso de perlas completaban el atuendo. Charles no desentonaba, había optado por el mismo estilo sobrio, en negro, con sombrero de copa que ocultaba parte de sus facciones y lo hacía aún más enigmático. El único detalle en otro tono era la pañoleta gris plata, a la que Nora acomodó con sus manos y le agregó un alfiler de oro.

—Nunca me cansaré de admirarte, Charles. —Lo besó con ardor y la seguridad que le daba saber que decía la verdad. El amor que le profesaba no se extinguiría jamás.

—Mi bella Nora, intenta dejar palabras en mi boca, por si me corresponde hablar frente a los lores.

—No, es mejor quitártelas —bromeó entre sus brazos—, si hablas frente a ellos, los obnubilarás, y temerán tu inteligencia. Es mejor que dejes todo en manos de alguien más.

—¡Oh, no!, ¡han americanizado a mi pequeña Nora!, ¿qué es eso de hablar así de la nobleza?

Entre risas, bajaron a desayunar en compañía del marqués y su familia. Un coro de niños que no dejaba de preguntar por Amy y que prometían viajar a las lejanas tierras del oeste americano para ver con sus propios ojos a su hermana.

Finalizado el desayuno, los jóvenes Richmond se marcharon a cumplir con sus horas de estudio, y el marqués y la marquesa subieron al carruaje con el escudo de Shropshire para ir a la cámara en compañía de los Miler. Lo hicieron en silencio, todos estaban nerviosos.

En las puertas del Palacio de Westminster esperaba un tumulto de hombres poderosos, que comentaban los rumores y debatían sus consecuencias: Lord Sutcliff, Lord Thomson y Lord Witthall eran los culpables de los rumores, y sopesaban las reacciones generales.

—Oh —exclamó con fingida emoción William Witthall—, ¿será ese el tal señor Miler?, pero si viene acompañado del marqués de Shropshire. No, no debe de ser, de seguro Richmond apoya a Gordon.

Arthur Webb simuló toser para tapar la risa. Las declaraciones de Witthall levantaron un eco de susurros y conjeturas. ¿Quién más poderoso que Lord Richmond?, solo se les ocurría el duque de Weymouth. Todas las miradas buscaron la roja cabellera del hombre, y la hallaron junto a la de su hijo, Lord Bridport.

—Elliot, pss, Elliot… —Lo llamó en confianza Arthur Webb. La amistad entre Elliot Spencer, hijo del duque, y Colin Webb databa de la época de Eton, y eso le otorgaba al conde la confianza para llamarlo de ese modo—. ¿Tu padre…?

—Lo he arreglado puertas adentro. Se abstendrá…

—Es mejor que en contra —acordó el conde. No podía pedir más, Weymouth era un conservador a toda regla, aceptar a un americano como marqués le debía provocar ardor estomacal, aunque no tanto como ser acusado frente a todos de tener él mismo hijos no reconocidos que pudieran reclamar el ducado.

La cámara de lores abrió sesión, y lo hizo con un discurso del marqués de Shropshire en el que expuso, con solemnidad y firmeza, la importancia que tenía para Gran Bretaña y sus colonias el rol de los nobles, de la jerarquía de los mismos y de la legitimidad. Habló de todas las cámaras, de las de los comunes y de las de ellos, y las responsabilidades que debían afrontar. Condimentó el relato con los riesgos y las amenazas a las que se enfrentaban a diario, y cómo estas se acrecentaban cuando la corrupción tocaba las puertas del poder y ensuciaba las nobles bancas que tenían el honor de ocupar.

Sus palabras allanaron el camino, marcando una línea moral entre los que apoyarían su moción y los que no. Y Lord Richmond había forjado su nombre como un hombre ético, que cambió la vida de los huérfanos y de los más necesitados de Inglaterra. Weymouth rechinaba sus dientes, y maldecía a su hijo por amenazarlo con otro escándalo en caso de manifestarse en contra. El duque detestaba a los americanos y despreciaba el secreto que escondía el apellido del marqués.

—Pues bien, honorable cámara, tenemos, entre nosotros, a un vil impostor. A un hombre que ostenta un puesto que no le pertenece y que, como cualquier persona indigna del poder que abraza, lo ha usado con fines viles y perversos, poniendo en peligro el poder de la Corona Británica y con ello, a nuestra reina Victoria. Este hombre es Simon Gordon, cuyo nombre no debe ser jamás antepuesto con la palabra Lord, salvo que nuestra alteza así lo disponga. No obstante, tal decisión será libre solo ante la verdad, y la misma será expuesta en este mismo instante. Frente a ustedes, solicito que se le autorice el ingreso a la cámara para atestiguar al señor Charles Miler, el legítimo heredero del marquesado de Aberdeen.

El murmullo creció hasta hacerse griterío, e hicieron falta varios minutos para recuperar la calma. Una vez en silencio, quien presidía la sesión hizo entrar a Charles y su imagen fue de gran impacto para los presentes.

—Buenos días, honorable cámara de lores. Me presento ante ustedes con las pruebas irrefutables de mi legitimidad. —Las mismas fueron entregadas de manera numerada ante el secretario de la sesión y fueron analizadas una a una.

El hombre mencionado expuso:

—Prueba número uno: acta de matrimonio entre Lord Christopher Gordon y Anastasia Miler, año 1803. —El murmullo volvió a recorrer la cámara, el secretario alzó la voz para hacerse oír—. Prueba número dos: acta de matrimonio de Lord Christopher Gordon y Lady Stanmore, año 1806. Prueba número tres: acta de defunción de Anastasia Miler, América, 1841. Prueba número cuatro… —el griterío era ensordecedor, y al secretario le ardía la garganta—. Acta de nacimiento de Charles Miler, Eastbourne, 1804. Queda en manifiesto, sentado en los registros de la cámara, que hablamos del padre de quien hoy tenemos presente, difunto en Virginia, Estados Unidos de América, en 1850. Prosigamos… —Resonó el impacto de golpes en la madera para pedir silencio—, Prosigamos… Prueba número cinco, acta de nacimiento de Simon Gordon, Easbourne 1808. Prueba número seis, legitimidad del demandante: Charles Miler, hijo de Charles Miler y Natalie Roosevelt, casados en la iglesia protestante, bajo la santa bendición de la iglesia, de Dios y de nuestra fe. Bautizado en nuestra fe. De probarse la legitimidad de estos documentos, verdadero heredero del marquesado de Aberdeen.

Un cuarto de hora fue lo que se tardó en conseguir que la calma retornara a la cámara. Nora y las demás mujeres aguardaban afuera. Se encontraba contenida por Lady Richmond, Lady Webb, Lady Bridport, Lady Thomson y Lady Witthall. Lord Bridport y Lord Colin Webb esperaban en la antesala, pues no podían entrar a la cámara sin ser invitados, y allí recibieron a Charles Miler cuando se le solicitó abandonar el recinto. Tendría entonces, lugar el debate.

Shropshire no tenía intenciones de dejar librado al azar ni al conservadurismo el tema del legítimo reclamo, de modo que apostó más fuerte.

—Agregaré una última prueba, una que no es de legitimidad, sino de la importancia de limpiar la cámara de la corrupción que el poder robado arroja sobre ella. Tengo en mis manos una carta, escrita por Elisa Jolley a su hermana, Nora Jolley, que fue acompañada de la mayoría de las evidencias que ustedes tienen en sus manos. En esta misiva, además de exponerse el engaño de quien se proclama como marqués, el conocimiento del mismo sobre lo ilegítimo de su situación, también pone en manifiesto la esencia amoral de Simon Gordon.

—¡No se dejen convencer por habladurías! —espetó Gordon, fuera de sí—. Ya escucharon la declaración de un simple burgués…

—Un burgués que ha demostrado ser un hombre íntegro —intervino Arthur Webb—, la clase de hombre que necesita esta cámara. Dispuesto a pelear por las causas justas, como ha hecho su padre, Lord Gordon, al luchar por la corona en las guerras napoleónicas, y que usted ha ensuciado con su mentira y comportamiento.

—No se dejen engañar, las malditas zorras Jolley solo desean la destrucción del marquesado.

—Entonces, admite usted haber tenido una relación con Elisa Jolley… —La voz de Witthall sonó serena, algo raro entre tanto griterío—. Y, dígame, milord… o señor, como prefiera, ¿llama usted zorras a todas sus empleadas?, ¿o solo a aquellas de las que abusa?

—¡Esto es inadmisible!, ¡no tienen nada contra mí!, menos pueden escuchar las declaraciones de este loco, demente, ya sabemos que casi arruina el condado de Dorset, no es digno de que tengamos en cuenta su opinión.

—¡Qué pena, pues iba a votar a su favor, Gordon!, en ese caso, ya lo oyeron, no tengan en cuenta la opinión de este loco.

Los gritos pasaron a ser un incómodo coro de risas, que se cortó cuando Gordon se descompensó y tuvieron que levantar la sesión. Se votaría una vez que las fuerzas de la ley al servicio de la reina investigaran la veracidad de cada prueba presentada.

Los lores dejaron el recinto sumidos en conjeturas, y más que eso, en alianzas. Durante el periodo de revisión, los nobles tejerían una nueva red de favores y poder, una que excluiría con facilidad a Simon Gordon para darle cobijo a Charles Miler.

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