Nora

Nora


Capítulo 2

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En cuanto las despedidas se llevaron a cabo, Nora se sintió desamparada. La soledad que la abrumaba se hizo insoportable. Se permitió hacer aquello que no había hecho desde la muerte de su hermana Elisa: Lloró. Lloró a mares, lloró a océanos, lloró sueños rotos y vidas truncadas. Lloró la muerte de Elisa, la de sus padres…

Las lágrimas pasaron desapercibidas en el puerto de Nueva York; al alzar los ojos, descubrió, a su pesar, que no era la única presa de la melancolía. Había perdido hasta ese privilegio, el de sentirse la única cargando un dolor en el mundo.

Apoyó las maletas en el suelo, se secó las mejillas con la manga de la camisa, enderezó la espalda, alzó el mentón y emprendió el paso hacia la ciudad, dispuesta a hacer algo útil con el sufrimiento.

Justicia. Justicia por Elisa.

Tal empresa tenía un nombre: Charles Miler. Debía hallar al señor Miler.

No podía ser tan difícil. Caminó varias millas de ciudad, cargando las maletas, hasta que los brazos se le entumecieron. ¿Demonios, Nueva York parecía más grande que Londres? No era que ella tuviera gran experiencia en Londres, solo había visto el puerto; su vida, hasta entonces, se había limitado a las tierras de Aberdeen. De pronto, ese pensamiento le infundió fuerzas: ¿cuántas mujeres habían visto tanto mundo como ella? Sonrió. Ninguna de las que conocía.

En general, una muchacha como Nora nacía y moría en el mismo sitio. Así le había sucedido a Elisa…

—Tanto para ver, hermana —le susurró al viento—. Te han quitado tanto.

La sensación de injusticia le pareció aún mayor. Le habían arrancado la vida, robado la juventud y las posibilidades.

Agotada tanto física como emocionalmente, alzó la vista hasta hallar dónde sentarse. Un lugar le llamó la atención, parecía una posada, pero no lo era. Se trataba de algo que jamás había pisado: un café. Había escuchado que era algo parisino, y, de hecho, al leer el letrero lo confirmó: Café París.

Según la señora Godman, la esposa del vicario, ese era un vicio burgués, de personas que no conocían de buenos modales ni lugares en la pirámide social. A Nora le pareció fascinante. Café y pastelillos que eran servidos para cualquiera que pudiera pagarlos. Ella podía.

—Gracias, señor Grant —dijo, sonrió y buscó unos centavos de dólares. Su apariencia se ganó algunas miradas sorprendidas. Siendo casi una niña, de aspecto desalineado y sola, el camarero no tardó en acercarse.

—Disculpe, ¿habla usted inglés? —La pregunta la descolocó. ¿Qué otro idioma podía hablar?

—¿Acaso solo se atiende a franceses? —respondió con otra pregunta, con las mejillas ardidas por el bochorno—. ¡Oh, lo siento tanto, señor! Leí el letrero, pero pensé que era el nombre del lugar. Mis disculpas… —Atinó a ponerse de pie, el camarero la detuvo.

—No, señorita, lo pregunto por las maletas y la distancia al puerto. Supuse que recién arribaba, y a América llegan de muchos países.

—Soy de Inglaterra —aseveró, y el camarero le sonrió.

—Lo adiviné en cuanto pronunció palabra. Tiene usted un acento muy marcado. —El de él se evidenciaba irlandés, algo que no ajustaba con la imagen parisina del lugar—. Bien… diga, ¿qué le sirvo?

Nora no sabía qué pedir, la novedad le cerró el estómago, incluso ante la tentadora pastelería del local.

—Solo algo para beber.

—Disculpe usted la rudeza, pero… ¿tiene para pagar?

Nora asintió con la cabeza y refrenó el impulso de mostrarle los dólares para demostrarlo. La desconfianza había vuelto a ella, y todas las fábulas con las que asustaban a las niñas para que no hablaran con extraños o caminaran solas resonaron en sus oídos.

Como la muchacha no se decidía, el camarero, amable, le entregó un vaso de refrescante limonada que Nora bebió casi de un trago. Se sintió bien de inmediato, y le agradó constatar que el camarero era amable sin ocultar ninguna intención maligna detrás. Al parecer, lo dicho por el hombre era cierto, llegaban los inmigrantes a raudales, todos ellos nostálgicos, desorientados y con la necesidad de una voz amiga. Pagó con el dinero que el señor Grant le había dado, y el camarero se sorprendió al ver el dólar. Al igual que maldijo al tener que entregarle el cambio.

—¿Algo más, señorita? —inquirió al retirar el vaso vacío. Nora tenía la vista perdida en la calle, sorprendida del movimiento constante de carruajes, jinetes, carros, calesas, vendedores ambulantes.

Volvió la mirada hacia él, iba a decir que nada más. Aunque el dinero le quemara en las manos y en esos momentos comprendiera que la suma que le habían dado era muy grande, decidió seguir con el plan de austeridad. La costumbre a la desgracia no se va de un día al otro, ni se cura por la amabilidad de un camarero.

—Nueva York es una tentación, con razón la señora Godman decía que era cosa de satán… —dejó escapar en un murmullo. El hombre rio por la ocurrencia.

—Puede que satán ande por estas calles, pero también los ángeles.

—Amén. Doy fe de eso, ¿sabe?, tuve la suerte de encontrarme con varios desde que emprendí este viaje. Pero hay que estar atento, no siempre llevan alas.

Era un halago para el empleado del Café París, uno que le hizo nacer una sonrisa y una gran predisposición a la ayuda.

—¿Y bien?, ¿algo más?

Nora caviló la posibilidad de marcharse con la hermosa sensación de haber conocido a alguien bueno y conservar la dulzura de la limonada en la boca. De todos modos, optó por ir al grano, retomar la amargura de su travesía.

—Sí, ¿conoce usted a Charles Miler?

—No… —El camarero se tomó el mentón y frunció el ceño, en un esfuerzo por rebuscar en la memoria.

—Me lo temía. Tanta suerte junta era imposible. —Se puso de pie, el hombre la detuvo.

—No sé el nombre ni tengo tratos con él, pero quizá ese tal Charles Miler esté relacionado a Miler & Miler.

Era algo. Volvió a sentarse.

—¿Miler & Miler? —inquirió, en busca de más detalles.

—Sí, una gran editorial e imprenta de aquí.

La palabra editorial la llenó de euforia. Sí, tenía que ser él. Poseía poca información sobre la persona que buscaba: nombre y profesión. Sabía que era editor, no pensó que se tratara del dueño.

—Puede ser él. ¿Cómo puedo encontrarlo?

—Soy un simple camarero, señorita —explicó al recuperar el aire tras una risotada—, no me relaciono con los grandes empresarios de América. —Frente al desánimo de ella, agregó—: Si le sirve a usted, puede dirigirse a las oficinas que Miler & Miler tienen en Nueva York.

Le dio las indicaciones necesarias, y Nora hizo el esfuerzo de recordarlas. De nuevo, la sensación de que América era inabarcable le quitó una pizca de esperanzas.

—Muchas gracias, señor. De verdad, ha sido muy generoso. Que el Señor le brinde el doble de lo que ha dado —saludó al marcharse con la bendición aprendida en casa del vicario, y cargó ambas maletas.

Ya en la acera, el grito la hizo detenerse.

—Señorita, señorita. Sé que no debería meterme en sus asuntos, pero… tengo una hija de casi su edad, no debería andar sola. Puede que la tal señora Godman tenga razón, sí anda satán por esta ciudad, y sale de noche.

El miedo la hizo persignarse. El hombre hacía alusión a la guerra de pandillas que se cobraba muertos cada noche y se disputaban el territorio inexplorado. No era de sorprender, demasiadas personas desesperadas emigraban a esas tierras, y no todas conseguían cumplir el sueño americano, muchas se veían encerradas en una pesadilla.

—Gracias por la advertencia.

—A unas tres millas de aquí, hacia el oeste, se encuentran las Hermanas de la Caridad. Dígales que va de mi parte, de Ernest Lawson, y pida asilo.

—De nuevo, muchas gracias. —Le retribuyó con una sonrisa.

Esperaba no tener que usar esa ayuda, esperaba no tener que pasar la noche sola en la ciudad de Nueva York. No… iría a Miler & Miler, se presentaría ante el tal Charles, le exigiría justicia y sería al fin libre de volver a su hogar.

¿A qué hogar?, pensó, pero se obligó a desestimar el pensamiento. Lo reemplazó por otro, mientras avanzaba por las calles de esa gran ciudad.

¿Por qué Miler & Miler, si hasta donde ella sabía, había tan solo un Charles Miler?

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