Nora

Nora


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Las semanas siguientes se dieron entre un sin fin de eventos que dejaron al matrimonio exhausto. El primero fue el recibimiento de la reina Victoria; el segundo, la misa conmemorativa en nombre de Elisa Jolley y la bendición de su tumba, que al probarse que no fue un suicidio, les correspondía consagrar; la tercera: la reunión de Charles Miler, marqués de Aberdeen, con Lord Palmerston, el primer ministro de Gran Bretaña.

El hombre los recibió en su despacho, lo felicitó por la justicia obtenida y lo invitó a dialogar sobre las responsabilidades a las que ahora debía hacerle frente.

La reunión fue breve y concisa. Lord Palmerston estaba preocupado por las disputas al otro lado del océano y el impacto diplomático que eso provocaba en tierras británicas y, en sus palabras, quién mejor que un hombre nacido en América para mediar. La oferta no podía ser mejor, Charles Miler desarrollaría tareas en la embajada de Inglaterra en Estados Unidos en nombre del país y de la reina Victoria.

—De ser así, permítame brindarle mi primer consejo diplomático, milord… —dijo Miler, sin amedrentarse ante el poder que tenía enfrente—. Permítame decirle que lo que se disputa en América es más que un modelo de industria y comercio, es un tema ético, moral, humano…

Dejó en el despacho del hombre dos libros que determinarían la decisión del primer ministro algunos años después: La cabaña del tío Tom y Dios no fuma tabaco.

Se marchó satisfecho, había logrado lo prometido sin renunciar en ningún momento a sus principios. Era tiempo de regresar a su amada California, el lugar en donde encontró la serenidad y el amor.

Nora esperaba por él en una casa de alquiler, se había negado a pisar las tierras de Aberdeen, y Charles no podía culparla. Había dedicado el tiempo libre a dos tareas: trabajar en los borradores del nuevo libro de Vanessa Witthall y hacerle publicidad a Clarise Eastwood, la creadora de los hermosos diseños que comenzaban a dar qué hablar en la sociedad inglesa.

—¿Y bien, cariño?, ¿ya podemos marcharnos? —Nora también se expresaba ansiosa de regreso.

—Sí, en unas semanas… aún nos queda un pequeño asunto por resolver.

—¿Ah, sí?, ¿cuál?

—Algo sobre señoritas enamoradas que huyen de sus amados… en particular, una tal Thelma Ferrer.

—Oh, déjamela a mí, Charles, por favor. Las señoritas enamoradas pueden ser muy esquivas… yo la convenceré —prometió—, o, en su defecto… —La picardía brilló en su mirada, y Miler supo que su esposa conseguiría subir a la señorita Ferrer a un barco con destino a América.

—¿Es cierto lo que dices?, ¿las mujeres enamoradas pueden ser muy esquivas? —Intentó rodearla con los brazos y Nora escapó de él—. Pues yo recibí un sabio consejo, siempre hay que ir detrás de ellas…

—Entonces, ¿Qué esperas, Charles? Ven a buscarme —y corrió escalera arriba, a su recámara matrimonial. Les quedaban un par de semanas en Londres, y ya habían encontrado un reemplazo para el remanso del arroyo. Allí, en esas sábanas, también podían creer en la magia.

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