Nora

Nora


Capítulo 6

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Si restaba recibir algún golpe para comprender que todo lo que sabía de nada servía allí, era divisar la mansión de los Clark en Nueva York.

El vestido que llevaba, que era el más bonito que jamás hubiera poseído, parecía un trapo sucio al lado de la majestuosidad del lugar.

Y pensar que Edward Clark no era aristócrata, ni provenía de buena familia. Por el contrario, hasta hacía un par de años era pobre y analfabeto, con mucho menos en su haber que la misma Nora.

La fachada de piedra, con altos ventanales, un jardín frontal cuidado y tres pisos de alto —más el altillo— era impresionante. Por poco, la muchacha da media vuelta y arroja a la basura todos los consejos brindados sobre la humildad, aceptar ayuda y mirar la vida de otro modo. Lo peor: ponía en manifiesto algo que, hasta el momento, había decidido ignorar, que los Grant eran así o más ricos.

Al conocerlos en un barco, lejos de las propiedades reales que poseían, se había dejado llevar por la simpleza de la familia, los modales francos y cariñosos y lo abiertos que eran a tratar con personas por debajo de ellas en estrato social. Pero los Grant eran los reyes del oro, y era sabido que sus ingresos excedían por varios dólares —miles probablemente— a los Clark. Tragó el nudo que se le hizo en la garganta, alisó una arruga imaginaria e hizo el intento de llamar a la campanilla.

¿Le correspondía la puerta principal?, quizá debía ir a la de servicio. Rodear la mansión en busca de dicha puerta no fue una buena idea, cada metro de inmensa construcción le menguaba la determinación. Maravillada, con la vista a lo alto, terminó de bordearla por completo para percatarse de que se había distraído tanto que volvía al punto de inicio.

Hubiese seguido con esa infructífera actividad que le agarrotaba el cerebro si no fuese que la voz de una mujer la hizo detenerse.

—Buenas tardes, ¿está usted perdida? —A Nora le resultó poco habitual la amabilidad de la mujer. Por su vestido, se adivinaba que era una sirvienta. El traje era gris perla, confeccionado con un lienzo noble, ligero, acorde a las temperaturas veraniegas de la época. Llevaba un delantal blanco, con dos grandes bolsillos y una cofia que se perdía entre los pulcros mechones castaños de la mujer.

—No… o eso creo. Me han informado que aquí vive el señor Edward Clark.

—Así es…

El ama de llaves, ese era su puesto, no desconfió de ella ni de su humilde presencia. Parecía estar acostumbrada a tratar con invitados por debajo de lo que la ostentosa mansión parecía sugerir.

—Me… Me… —Las palabras se trababan en la lengua de Nora—, me gustaría, si no es mucha molestia, hablar con el señor. Supongo que debo solicitar una cita y acordar… pero verá, si pudiera ser con premura, porque…

—Niña, ven, pasa. Te estás poniendo pálida. Espero que no te moleste el tuteo… —dijo la mujer al tiempo que abría la reja que daba a los jardines y la invitaba a adentrarse en ese paraíso en el medio de la ruidosa ciudad.

—No, no me molesta. Me llamo Nora —se presentó con la confianza abriéndose camino en su interior.

—Violet, o como me dicen por aquí, la señora Harman.

—Un gusto, señora Harman. ¿Es usted el ama de llaves?

—En efecto. Permíteme preguntarle al señor si tiene tiempo de recibirla o si debe coordinar una cita previa. Sabe, ambos están siempre muy ocupados.

—¿Ambos?

—Sí, el señor y la señora. El matrimonio trabaja a la par.

La idea la descolocó por completo. ¿Una mujer que trabajara de igual a igual con su marido?

—¿Es eso común? —se atrevió a inquirir. Había seguido los pasos de Violet hasta la entrada principal de la mansión. El hall era circular, con una gran escalinata central de mármol blanco que se bifurcaba hacia ambos lados.  El círculo estaba rodeado por puertas, dos de doble panel y dos más de paneles simples. Sobre la cabeza de Nora pendía una gran lámpara de cristales que en ese momento tenía todas las velas apagadas. El sol entraba a raudales por los ventanales y por la cúpula superior, acristalada, construida con vitreaux que formaban imágenes de aves exóticas. Si fuera capaz de bajar la mirada, descubriría que sus pies pisaban una costosa alfombra rojo sangre y que había una gran variedad de plantas de interior decorando cada rincón del lugar.

—¿Qué cosa es común? —La cabeza llena de ensoñaciones de Nora volvió a fijarse en la señora Harman. La mujer le sonreía, cómplice del estado de estupor que la paralizaba.

—Que las mujeres trabajen a la par de los maridos. He visto mujeres como empleadas y comerciantes, pero…

—Oh, no, querida. No es para nada habitual. Ni siquiera las muchachas que has visto lo son, suele hablarse muy mal de ellas. —El rostro de Nora mutó, las ilusiones volvieron al lugar que correspondían: sus talones—. Los Clark son… peculiares.

A Nora le pareció que sería de mala educación preguntar a qué se refería con eso, del mismo modo que remarcar que un ama de llaves jamás hablaría así de sus empleadores. Pero, si debía ser honesta, una ama de llaves jamás le hubiera abierto la puerta a una extraña sin solicitar una tarjeta de presentación, ni la hubiese hecho pasar por la puerta principal y, mucho menos, recurrido al tuteo y a la confidencia con tanta facilidad. Supuso que a eso se refería con peculiares.

Mientras seguía presa de un estado de ensoñación ante la belleza de la mansión —ni siquiera la casa del marqués, a la cual había avistado de lejos, le había parecido tan atractiva—, la señora Harman la acompañó hasta una sala, tan hermosa como cualquier otro recinto de allí, la invitó a sentarse y, a los pocos minutos, tenía en sus manos una taza de té y una galleta de limón.

La dejó a solas, aunque Nora sabía que en el pasillo estaba de pie una sirvienta, atenta a cualquier necesidad que tuviera, y tras pocos minutos, regresó con las órdenes de Clark.

—El señor y la señora preguntan cuál es el motivo de la visita. —Violet sonrió—. Le recomiendo la mayor de las franquezas cuando trate con los Clark.

—En ese caso, no me queda más que decir que vengo a solicitar su ayuda. Un buen amigo me ha dicho que, si necesitaba de alguien en la costa este, ese alguien era el señor Clark.

La señora Harman pareció conforme con la honestidad de Nora, que no dibujaba la necesidad ni intentaba impresionar. En ese sentido, la educación británica prevalecía sobre la americana, y los años de inculcarle solemnidad y austeridad daban por fin su fruto.

Nora no podía saberlo, pero allí, en Nueva York, los Clark eran tan venerados de frente como criticados de espalda. Ricos e influyentes, todos querían hacer negocios con ellos; brutos e ignorantes, nadie quería que los vieran en su compañía.

La señora Harman la abandonó una vez más, tiempo que Nora aprovechó en degustar la galleta de limón, y reapareció a los minutos con un temple que adelantaba las buenas nuevas.

—El señor y la señora la esperan en su despacho, por favor, sígueme. —Nora se puso de pie de inmediato y acompañó a la señora Harman por los lujosos pasillos. Durante el trayecto, observó su reflejo en cada objeto brillante del decorado para comprobar su aspecto. Era aceptable. Alisó las arrugas, acomodó los mechones y se pasó la lengua por los dientes para asegurarse de no tener restos de alimento.

En general, la juventud y la buena infancia que tuvo antes de la orfandad habían dejado una buena impronta. Tenía todos los dientes, blancos y sin caries, la piel era lozana, carente de pecas si no se exponía al sol, el cabello castaño oscuro, brillante por la buena alimentación, y una figura delgada por naturaleza, no por penurias.

Una vez en el umbral del despacho, aspiró una gran bocanada de aire, se llenó el pecho de valor y se adentró en la habitación, secundada por la señora Harman.

—La señorita Nora —fue anunciada.

Por costumbre, y también porque la elegancia parecía demandarlo, Nora realizó una delicada y bien coordinada reverencia ante el señor y la señora Clark. Gesto que pareció enternecerlos y divertirlos en iguales dosis.

Mientras aguardaba a que la invitasen a sentarse, o a avanzar, o lo que fuera, la señora Harman hizo sonar la campanilla y, sin demoras, tres sirvientas que vestían similar a ella, entraron con bandejas de plata, tetera de porcelana y tazas a juego. En lugar de dejarlas junto a la señora Clark y retirarse, sirvieron la infusión. Luego, por órdenes de Violet, abandonaron el despacho tan silenciosas como habían llegado. Tras ellas, la señora Harman hizo un asentimiento de cabeza silencioso y siguió los pasos de las muchachas. Nora se sintió huérfana una vez más. La señora y el señor Clark la observaban con ambas cejas alzadas, como si esperaran algo de su parte. A su vez, la joven aguardaba a ser invitada. Transcurrieron varios segundos hasta que el señor Clark viera agotada la paciencia.

—Siéntate —ordenó y señaló la silla frente a él. Una vez más, el tuteo surgía de manera natural, algo que en esas circunstancias incomodaba a Nora. Era una Jolley, podía estar al nivel de un ama de llaves, en cambio, jamás a la altura de un empresario. Acató de inmediato, con movimientos lentos y silenciosos ocupó el espacio indicado. Al parecer, mientras más demostraba la pulida educación de señorita, más se alzaban las cejas de los Clark—. Tengo entendido que un amigo le ha dicho que viniera a verme… ¿un amigo de Inglaterra?

—Así es, señor. —Nora buscó entre los pliegues de la falda, pues el vestido tenía unos discretos bolsillos que se disimulaban con la amplitud de la tela, y expuso la carta que Lord Colin Webb le había dado. La extendió con mano temblorosa, y palideció por completo cuando vio que el señor Clark no reconocía ni el sello, ni el nombre. Tampoco parecía impresionado por el título.

—¿Y dime, pequeña, por qué este amigo no se presentó él mismo a solicitar lo que sea que vengas a solicitar?

—Porque ha viajado a California, señor. Contrajo nupcias, en el mismo barco en que yo viajaba —Recordar esa boda le iluminó el rostro y la hizo soñar despierta—, con la señorita Emily Grant, ahora Lady Webb…

—¿De los Grant del oro?

—Sí, se…

—¡Pero si nuestra Miranda nos habló de Emily! —exclamó la señora Clark, interrumpiendo la conversación. Tenía un acento muy marcado, de bajos fondos, y la emoción demostrada al poder hablar de su hija no era propia de una dama. Mucho menos, el golpe cariñoso que le dio a su marido en el brazo, como reprimenda por reconocer el dinero de los Grant antes que la relación que estos tenían con su adorada hija—. Miranda es nuestra hija —explicó para la desconcertada Nora—, ha viajado a Inglaterra hace unos meses e hizo un gran matrimonio con un noble…

—Lord Bridport… —adivinó Nora. Colin le había hablado de su buen amigo y del matrimonio de este con otra acaudalada señorita americana. Recién en ese instante unía los puntos de la amistad.

—¿Lo conoces? —preguntó Edward, con la ansiedad en la voz.

—No, señor, no tuve el gusto. Pero tengo entendido que Lord Colin Webb es un íntimo amigo.

—Oh, siento mucho que te abrumemos con nuestras preguntas —se disculpó la señora Clark—, es que hace meses que no vemos a nuestra niña, y recibimos cada noticia de ella como un hambriento las migajas de pan. Pero si no estás aquí con Lord Webb, ¿con quién has viajado?

—Sola, señora. Me hospedo en…

—¡¿Sola?! ¿Cómo sola?, ¿desde Inglaterra? —Las voces del matrimonio resonaron al unísono.

—S…

—¡Eso es inadmisible! —Edward golpeó el escritorio, y Nora saltó de su silla. El susto fue inmenso, y tardó un segundo, un segundo horrible que casi le provoca un infarto, comprender que el hombre no estaba enojado con ella y que su furia iba dirigida a la situación de penurias en la que se encontraba—. ¡Pero si eres más joven que nuestra Miranda!, que ya de por sí es una niña de diecinueve años. ¿Cuántos tienes tú?

—Quince… —Nora se limitó a susurrar su edad, de nada valía decirle a ese señor que su hija ya no era una niña, que diecinueve años eran tres más de la mayoría de las damas casadas de Inglaterra.

—Señorita… —El título sonó a paternal reprimenda en labios del hombre. La mujer, a su lado, tenía una expresión que coincidía con la de su esposo—. Es mejor que expongas qué te ha traído aquí, qué hace que tus amigos sean tan particulares y, sobre todo, que tranquilices a este buen hombre, que teme que todos los británicos sean unos mequetrefes dispuestos a abandonar niñas a la buena de Dios. Que, si es así, ten por seguro que ya mismo me subo a un barco y voy a rescatar a mi hija de las manos de ese…

—Cariño, tranquilízate, que te va a dar una apoplejía —intervino la señora Clark—. Estoy segura de que las palabras de la señora Monroe son sinceras, y nuestra hija ha hecho un buen matrimonio, no solo en lo económico, sino también, en lo afectivo.

—Señor… —Nora se vio presa de su orgullo inglés y sintió la necesidad de defender a sus compatriotas—, estoy segura, sin necesidad de conocerlo, que Lord Bridport es un buen hombre. Sin duda, Lord Colin Webb no prestaría amistad con un par que no fuera digno de él y su bondad. Y debo decir que Lord Webb ha sido todo lo bondadoso que alguien puede ser con una desvalida como yo. Me ha ofrecido su apoyo, como verá en la carta que tiene en sus manos, me ha pagado el pasaje a América, en un camarote de primera clase, y me ha ofrecido su protección y hospedaje en California…

—Y si es así, permíteme la rudeza, ¿por qué demonios no estás con él? Nueva York no es una ciudad gentil, jovencita, se lo dice alguien que ha conocido la peor cara de ella.

—Porque… porque… —La verdad no quería abandonar sus labios. Recordó el rostro de Sor Mary y Sor Magdalena, y la recriminación de ambas. La desconfianza es también una muestra de orgullo, de soberbia. Es creer que las demás personas no obrarán con tanta bondad y espíritu cristiano como uno haría. Nora descendió la mirada a su regazo, con la intención de encontrar valor para exponer sus planes y miedos. Los Clark la miraban con fijeza, en sus miradas se traslucía la preocupación, un sentimiento que nacía de pechos severos. La consideraban una niña, y no serían capaces de consentirla si creían que tal acto la llevaría por el mal camino. No le sorprendió, pues, ante tal muestra de carácter, que Colin la hubiera mandado con ellos, ni que los Grant hubieran acordado en tal decisión.

—No temas —La señora Clark era tan severa como su marido, pero de modos más amables, maternales—, puedes confiar en nosotros. ¿Sabes?, no siempre hemos sido ricos. Hemos pasado penurias en el pasado, y comprendemos el temor que puede embargarte.

Sí, lo hacían. Y Nora pudo sentir que la empatía de ambos la confortaba y le aflojaba las cuerdas vocales.

—Vine a América en busca de un hombre: Charles Miler. Tengo unos papeles muy importantes para él, documentos que no puedo confiarle a nadie más y que podrían costarme la vida.

—¿Charles Miler?, ¿el editor?

—El mismo, señor. ¿Lo conoce usted?

—Lo conocía, ha muerto…

La noticia le cayó a Nora como un baldazo de agua helada. Los labios le temblaron, al igual que el pulso, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Estaba perdida, estaba sola y sin esperanzas. La última era ese hombre, que ya estaba reunido con el Creador. La pena era tan profunda que la señora Clark se acercó a consolarla, le dio un abrazo y le pasó la mano por la espalda hasta que consiguió hacerla respirar de nuevo.

—Siento mucho darte la noticia —se lamentó Edward—, lleva varios años muerto.

—Pe…Pero, no lo entiendo… No, yo…

La campanilla sonó, y en pocos segundos, Nora tenía entre los dedos un vaso de agua fresca y la señora Harman la abanicaba con ahínco.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó la señora Clark, y despidió a Violet.

—Sí, lo siento. Es que he estado en las oficinas de Miler & Miler, y me dio la impresión de que Charles Miler vivía. Es decir, pregunté por él y los empleados…

—¡Oh, claro! Te refieres a Charles Junior, al hijo de Charles. —Edward sonrió.

—Creo que no, el hombre que yo busco debe rondar los cincuenta años… Pero, ¿tuvo un hijo?

—Sí, sí, el actual editor, antes de que muriera ya trabajaban juntos. Por eso pasó de llamarse Editorial Miler a Miler & Miler. Charles hijo ronda los veintitantos años en estos momentos.

—Señor Clark… perdone mi pregunta tan descortés y poco apropiada, ¿es Charles Junior hijo legítimo?

La carcajada del matrimonio resonó al tiempo que ardían las mejillas de Nora. La incomodidad de la muchacha, tan educada para sus estándares, los divertía.

—Sí, por supuesto. Es hijo de Miler con una Roosevelt. Un joven que ha heredado lo mejor de ambas familias, la inteligencia Miler y la ambición Roosevelt. Lástima que sea tan propenso a las ideologías radicales…

—Eso no le va a traer más que disgustos —coincidió la señora Clark.

Nora, mientras el matrimonio compartía detalles menores de los dos hombres Miler y la ponían al corriente de algunos rumores, era víctima de una gran desazón. Podía, por supuesto, presentar ante él los documentos que traía; al fin de cuentas, era el heredero de Charles y beneficiario del secreto protegido por Nora, pero no creía que, tratándose de una historia tan ajena al nuevo editor, se sintiera afín a los anhelos de justicia que a ella le pesaban.

—Entonces —dijo Edward al terminar con las anécdotas—, lo que deseas es que te ponga en contacto con Charles…

—Señor, me temo que me encuentro en un aprieto ante la noticia del fallecimiento de Charles Miler padre. Sí, me gustaría hablar con el hijo, si es que existe tal posibilidad. Al parecer, es inaccesible y en el mes que llevo en Nueva York no he podido dar con él…

—No puedo prometer nada, pequeña —La voz de Clark estaba cubierta de cariñosa pena—, si bien tengo mis influencias y puedo presionar algunos hilos aquí y allí, debo advertir que Charles Junior es algo… díscolo. Si no desea ser hallado, pues, ni el presidente dará con él.

—Eso me temo… Por tal motivo, y ya que estoy aquí, me atreveré a tomarme atribuciones con su generosidad y… —Nora sonrió y las mejillas se le colorearon al comprender que la educada diatriba era lo que provocaba esa mirada socarrona en sus interlocutores. Los Clark consideraban que tanto palabrerío cortés quitaba tiempo importante a los asuntos. A punto tal que, si no fuese por la extraña circunstancia en que esa visita se había llevado a cabo, Edward ni siquiera la hubiese invitado a sentarse. Una persona de pie suele ser más expeditiva que una en la comodidad de un sofá—. Es mejor ir al grano, ¿verdad?

—Ya lo creo —bromeó la señora Clark.

—Bien, lo que me gustaría solicitarle es ayuda para conseguir un empleo que me permita subsistir. Y quizá, si no es demasiado, de ser así… —Tuvo que sacudir la cabeza de lado a lado para no empezar de nuevo con las volteretas verbales—, un posible alojamiento.

—¿Solo eso? —se extrañó el hombre, y la esposa, a su lado, le sonrió con maternal orgullo.

—No me parece poca cosa, señor.

—Pues lo es, teniendo en cuenta que, al parecer, un gran amigo de mi yerno dice que le has salvado la vida y que está en deuda contigo. Bien, dalo por hecho. —La señora Clark se acercó al oído de Edward para susurrar una sugerencia, a la que él respondió a viva voz—: ¡Excelente idea, cariño! Mataremos dos pájaros de un tiro. —Ante el desconcierto de Nora, se explicó—. Te conseguiremos un empleo en la editorial Miler & Miler. Eso sí puedo hacerlo, pues las contrataciones de personal están a cargo del señor Carrington. De ese modo, si Miler se digna a aparecer, podrás hablar con él. Y respecto al hospedaje, podrías alojarte aquí sin ningún problema, dudamos que Miranda vuelva a utilizar su cuarto…

—¡Oh, no, por favor! —exclamó Nora. Se lamentó de inmediato por lo que podía considerarse descortés—. Acepto el empleo, por supuesto, por tal motivo, me parece excesivo que tome su hospitalidad, sobre todo cuando está… tan por encima de mis posibilidades.

—¡Patrañas!

—Cariño… —intervino la señora Clark, conciliadora. Lograba sentir la incomodidad de Nora como suya. La muchacha creía que jamás había conocido una mujer tan empática como la madre de la actual vizcondesa de Bridport—, nosotros nos tenemos el uno al otro. Quien se encuentra sola y con necesidad de una estimulante compañía es la señora Monroe…

—Brillante, querida —coincidió el señor Clark—. De todos modos, hasta que hablemos con ella, no podemos dejarla en la calle.

—No lo estoy, señor. Me hospedo con las Hermanas de la Caridad. Sor Mary me ha dado un día, pero estoy segura de que extenderá el plazo ante el inminente cambio de planes.

—¿Las Hermanas de la Caridad? —A Edward le parecía casi insultante que prefirieran una celda de convento a la palaciega habitación de su amada Miranda. Sin embargo, ante la mirada de acero de su esposa, accedió. Ella luego le explicaría que había leído el orgullo herido de esa pequeña señorita británica, un orgullo que había aceptado rebajar un poco en pos de salir adelante, pero no tanto como para sentir que recibía limosna—. Bien, creo que no nos quedan más temas por discutir.

—No, señor. Le estaré eternamente agradecida. —Se puso de pie y, sin importarle la diversión en la mirada del matrimonio, ejecutó una reverencia digna de un rey—. En caso de tener que comunicarse…

—Momento, momento —interrumpió la señora Clark—, eso suena a despedida, muchacha. —Nora demostró el embarazo en sus mejillas escarlatas—. ¡De ninguna manera!, a cambio de esto, exigimos el pago. —La señorita Jolley pasó del rojo al blanco, y en ese segundo, todos los temores se materializaron. Por supuesto que nadie es tan bueno, claro que debes pagar, ¿de verdad creíste en buenos samaritanos? Las advertencias de su cerebro cruel fueron acalladas por la voz de la mujer—: No aceptamos un no por respuesta, nos acompañarás a la cena. Nos interesa mucho conocer la anécdota de ese amigo de nuestro yerno a punto de ahogarse por amor.

El alivio fue tan grande que le desinfló los pulmones en una exhalación y la hizo aceptar sin chistar.

—Por supuesto, señora, señor… será un placer cenar con ustedes.

 

 

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