Nora

Nora


Capítulo 7

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Debía culpar a Sor Magdalena, con certeras palabras, había alzado una invisible muralla entre sus pensamientos; era menester para ella recordar que la bondad asistencial existía y nada tenía que ver con la ayuda forzada, cuya intención era la del propósito personal. Tal vez, su carácter requería ser forjado de nuevo considerando esa premisa como base fundamental. Estaba llegando a comprender que la desconfianza y el recelo podían convertirse en arma de doble filo. Sin apartar por completo a la cautela, hizo lo sugerido por la monja, abrió una ventana para darle paso a esa agradable brisa de bondad. Por ahí se colaron los Clark a su vida —aunque la visión de los sucesos indicara lo contrario— y tras ello, con esa amable ventisca transformada en cálido viento, no tuvo más alternativa que abrir una puerta, una que la llevó a un apartamento ubicado en la zona comercial de la ciudad, hogar de Grace Monroe.

—¡Vamos, niña... ábrelo! —la instó la señora Monroe, no comprendía cómo Nora podía mantenerse tan inexpresiva ante el obsequio que estaba frente a ella.

Para Nora era sencillo el porqué, no tenía experiencia en ellos. Por lo menos no de la manera tan protocolar y elegante en la que se presentaba. Ante sus ojos se encontraba una gran caja gris, con lazo de seda, y una nota. Llevaba el tiempo suficiente en Nueva York como para reconocer dos cosas: una, la caja era el distintivo de una de las modistas de la ciudad, y la otra, la letra y firma de la nota que acompañaba al regalo pertenecía a Eva Clark.

—¡Por los cielos, Nora! —Grace desanudó el lazo para motivarla a reaccionar—. Te aseguro que no hay ninguna fiera salvaje aquí dentro —dijo colocando las manos de Nora sobre la tapa de delicado cartón.

—Lo... lo sé —titubeó invadida por una sorpresa que todavía no había podido calificar como buena o mala. Esa duda no hizo más que potenciar su falta de acción.

—Tic, tac, mi niña. Tic, tac —repitió la mujer golpeando el piso con los tacones—. Te recuerdo que en menos de tres horas tienes la entrevista en Miler & Miler, y presiento... —dijo tomando la nota entre sus manos— que esto tiene que ver con ello. —Ajustó sobre su tabique nasal las gafas que llevaba, colocó la misiva a una altura prudencial y leyó en voz alta—: Si quieres sobrevivir a los neoyorquinos, no tienes más alternativa que convertirte en una. ¡Vaya que tiene razón! —agregó Grace para volver a retomar la lectura—. Espera, hay algo más... Y recuerda, nada de reverencias —finalizó sin poder contener la carcajada.

La señora Monroe suponía a qué hacía referencia, las costumbres británicas se le escapaban por los poros a Nora, y para desgracia de la muchachita, las mismas carecían de sentido en ese lado del mapamundi, al punto de convertirse en motivo de burla.

Las mejillas de Nora se enrojecieron por la vergüenza mezclada con un dejo de furia que no involucraba de forma alguna a las mujeres que estaban decididas a ayudarla. El sentimiento era para consigo, arrancar las raíces de su educación y creencias sería una ardua tarea que tenía que llevar a cabo con la mayor celeridad posible. Cada día que pasaba en esa ciudad la ponía en evidencia, la exponía como lo que era, una auténtica extranjera de pura cepa británica. La señora Clark, sin conocer el verdadero trasfondo de su misión allí, había dado en el clavo: debía convertirse en una neoyorquina más si quería mantenerse fuera del radar del marqués. Todavía no sabía hasta dónde se extendían los tentáculos de maldad del hombre, y de algo estaba segura, él no cedería hasta encontrarla si la consideraba una amenaza. Y lo era. Por su lado, Nora tampoco se rendiría, ni bajaría los brazos hasta lograr la justicia y la paz que la silenciosa muerte de su hermana reclamaba.

Un fingido carraspeó resonó a centímetros de su oído. Grace Monroe no desistiría, se había comprometido a ser más que un simple lugar de alojamiento, pretendía ser aquello que, podía notar, Nora Jolley no había vuelto a tener desde la muerte de sus padres: un hogar. Con todo lo que eso implicaba, afecto y amables demandas. Si fuese por Nora, el obsequio permanecería hasta el fin de los tiempos sin ser abierto; pero dado su origen, y la inquisición gestual de Grace, no tuvo más remedio que abrirlo.

—Oh... ah… oh. —La inquisición gestual de Grace fue reemplazada por una repetitiva cadena de onomatopeyas que hallaron su fin cuando Nora exhibió la totalidad del contenido—. ¡Es indiscutible el buen gusto de Eva!

Un conjunto de dos piezas en tono ocre oscuro, falda recta y ancha, y chaqueta con mangas abullonadas a la altura de los hombros. La tela hablaba por sí sola, era de altísima calidad, los dedos de Nora parecían estar acariciando nubes, si es que las nubes podían llegar a tocarse. Como si eso no bastara, una camisa de cuello alto con delicados pliegues y lazo que se entrelazaba para conformar un moño le hacía juego.

—Es demasiado —murmuró sin disimular el embeleso, algo poco habitual en ella.

—No, no lo es. —Grace sentía la necesidad de espabilarla a diario, en todos los aspectos—. Es perfecto. Es tu carta de presentación, niña. ¡Ve, póntelo! Muero de ganas de ver cómo luce en ti.

Nora no contaba con mucho, poseía tan solo un par de vestidos, uno lo había obtenido de Lady Webb, y era imposible negarlo, ostentaba riqueza. El otro, el que llevaba en ese momento, se lo habían entregado las hermanas de la caridad, un vestido simple, de estampado escocés, sin mucha más pretensión que la de cumplir con su función.

—Ya me he vestido, señora Monroe.

—Grace... —le remarcó sin un atisbo de severidad—. Ya te lo he dicho, llámame Grace. Y sí, ya veo que te has vestido, para postularte a un puesto de institutriz... lamento decepcionarte, dudo que lo consigas. Por lo menos, no aquí. Ahora, si lo que pretendes es un empleo en Miler & Miler... —Dejó el comentario en suspenso para que Nora lo finalizara en silencio.

El apellido actuó como un detonante, recordándole su más importante misión. No podía fallar. No podía confiarse solo de la recomendación de Edward Clark. El resultado final quedaba a su cuenta.

En pocos días había conseguido mucho más de lo obtenido en un mes, y eso caía a manos del amparo del matrimonio. Desestimar esa ayuda o toda posible sugerencia —inclusive la indirecta que traía consigo esa nueva vestimenta— era una tontería.

—Miler & Miler —susurró casi como una lejana proclamación.

Grace sonrió cuando Nora tomó entre sus brazos las piezas del delicado conjunto.

—Pues ve a prepararte, muchacha. Tic, tac... —repitió sumándole el golpeteo de palmas—. Tic, tac.

 

Conocía la fachada de memoria, había pasado horas, días en la acera de enfrente contemplándola como una, poco sutil, acosadora. La perspectiva estaba por cambiar. Le fue difícil dar el primer paso. Tenía la absurda idea de que iba a ser echada a patadas como un perro callejero, aunque eso era un pensamiento absurdo, había visto en más de una oportunidad cómo alimentaban a los animales callejeros. Y no se limitaban solo a eso, cuando determinados sucesos sociales lo ameritaban, distribuían folletería informativa utilizando a niños vagabundos, y a modo de pago les llenaban los brazos con alimentos junto con un par de centavos de dólar por los servicios.

Dio un paso, tomó coraje. Antes de dar el segundo comprobó el estado de su peinado en la vidriera de la florería. ¡Ni ella se reconocía! Su cabello ya se había olvidado de las trenzas para darle lugar a los recogidos americanos, más voluptuosos, con un rodete bien en lo alto. Llevaba un aplique que la señora Monroe le había dado, una horquilla con un pequeño pajarillo de nácar. Por puro nerviosismo, se acomodó el cabello. Respiró profundo, y sus manos enguantadas se aferraron a la manija del pequeño bolso que traía consigo, también propiedad de Grace. Dentro llevaba un soporte extra: sales para ayudarla a mantener la calma. Se vio tentada a usarlas. No lo hizo para no brindar un gratuito espectáculo a los transeúntes. No se convertiría en esa clase de mujer, era fuerte, independiente. ¡Había atravesado el océano hasta llegar al otro lado del mundo! No debía olvidarlo. Ya no era una niña, finalmente había enterrado esa imagen. Bajo esa creencia cruzó la calle convencida de que nadie la reconocería y que iniciaría de cero en ese lugar.

Tal convencimiento fue exiliado de inmediato.

—¿Otra vez tú?

El rostro redondo y bonachón del hombre mutó a una expresión opuesta. Nora comprendió que su boca se tensaba porque sus canosos bigotes se movían de un lado al otro. Ese no era el recibimiento que esperaba.

—Te he dicho que, si te volvía a ver husmeando por aquí, llamaría a las autoridades.

El hombre tenía una memoria envidiable.

—No estoy husmeando, señor... tengo una entrevista.

—¿Tú? ¿Una entrevista? —No hubo intención de burla, solo sorpresa.

—Sí... —Nora disfrutó del inesperado triunfo, alzó el mentón para darle más ímpetu a sus palabras—. El señor Carrington me espera.

—¿Con qué el señor Carrington? —Nora asintió con énfasis—. A ver, dime, ¿cómo te llamas?

—Nora... Nora Jolley. —El orgullo vibró en su voz.

La actitud defensiva del hombre se desvaneció, y bajo la sombra de su bigote, Nora vislumbró lo que podía ser el inicio de una sonrisa.

—Pues de ser así, adelante, Nora Jolley —dijo haciéndose a un lado para permitirle el ingreso.

Las manos de Nora apretujaron la manija del bolso. Exhaló el aire contenido en su pecho con disimulo. Los nervios la abandonaban al sentir que el primero de los obstáculos había sido sorteado.

—Primer piso, señorita Nora Jolley... —le indicó él—, yo voy tras sus pasos.

El orgullo ante la satisfacción de conquista se le escapó de la garganta para expandirse de manera despiadada.

—¿Mi nombre ahora le dice algo? —La pregunta hizo reír al hombre.

Sí, él no era el único con buena memoria allí. Nora recordaba cada palabra que le había dicho.

—El suyo no, solo el de Edward Clark... —dijo alcanzándola en el mismo peldaño de la escalera.

—Piensa decirme su nombre en esta oportunidad —demandó como si tuviese derecho alguno.

Un hombre joven se hizo presente en lo alto de la escalera, y vociferó:

—¡Señor Carrington, Clarence lo necesita!

Nora tragó saliva, al tiempo que sus piernas se estacaban sobre la madera crujiente bajo sus pies.

—¿Eso responde a su inquietud, señorita Jolley?

La sonrisa de Carrington venció las barreras de su bigote, la incomodidad que Nora expresaba le resultaba óptima para el disfrute. Retrocedió sobre sus pasos, cambiando de dirección.

—Thomas —se dirigió al muchacho—, hazme el favor de acompañar a la señorita hasta mi oficina. —Luego hizo extensiva la indicación a Nora—. En unos minutos estaré con usted, póngase cómoda... —descendió un par de escalones, se detuvo para girarse a ella—, pero no demasiado cómoda, lo de llamar a las autoridades sigue en pie. —Fue una broma, aunque ella no la percibió así.

Pensar que segundos atrás se consideró victoriosa por sortear el que, creía, era su mayor obstáculo. Necia. Tonta y necia. Todavía le quedaba lo peor.

 

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