Nora

Nora


Capítulo 8

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Trabajar en el subsuelo de Miler & Miler no había estado en los planes iniciales, en especial si quería estar en alerta ante el arribo del hombre que se catapultaba, en el silencio de su mente, como el más anhelado de los objetivos. Supuso que Carrington tenía motivos para adjudicarle la tarea de trabajar bajo el comando de Clarence Weisbord en el sector de imprenta de la editorial. En ese lugar no volaba ni una mosca, era una realidad aparte que combinaba el sonido de las prensas de impresión con los ruidos molestos de la ciudad. Ni mención hacer del aroma que embalsamaba a el ambiente, olor a papel nuevo, tinta y pegamento. Al principio había considerado la labor como un castigo, ahora lo consideraba un privilegio. Como fuese, Mathias Carrington se había cerciorado de mantener a Nora lejos de los entornos en los que podía llegar a obtener información. Desconfiaba, con justa razón. El apodo de «husmeadora» recorría las oficinas cada vez que se referían a ella. Después de casi cinco meses bajo el riguroso yugo de Clarence, los rumores en su nombre comenzaron a dejar de tener importancia. Junto al hombre había aprendido el mejor de los oficios, el cosido y encuadernado de libros. El trabajo era puramente artesanal, lo que les atribuía un valor superior a los libros. ¿Cuántas veces había tenido en sus manos libros sin apreciar el arte en ellos?

Las habilidosas manos de Nora, con dedos delgados y ágiles, se ganaron los mejores trabajos. Las tiradas de los ejemplares eran pequeñas considerando todo el trabajo que demandaba. Algunos se encargaban de las cubiertas, conseguir un grabado perfecto en el cuero era una prioridad. Luego le seguía el acabado interno, y ahí entraba en juego su destreza. La experiencia del bordado la adquirió gracias a la esposa del vicario, la paciencia era una característica propia; juntas, lograban la admiración muda de Weisbord, que había hecho de Nora una especie de pupila.

—¡Maldición! —Lo oyó gruñir por lo bajo.

—¿Se encuentra bien, señor Weisbord? —Lo evaluó de reojo, estaba colocando la cola en el lomo de hojas ya cosidas, se requería de extremo cuidado para no saturar el papel y evitar desbordes al colocar la cubierta de cuero.

—Sí, lo mismo de siempre, pequeña... lo mismo de siempre. —Resopló con fastidio mientras se masajeaba los nudillos y los dedos. Era un hombre con más de seis décadas encima, y la vida dedicada al trabajo de imprenta y producción de libros estaba dejando una dolorosa secuela en él.

—¿Ha estado utilizando el aceite de manzanilla que le traje?

—Sí —respondió dejando escapar un leve quejido.

—Creí que estaba cumpliendo con su cometido. —No le agradaba verlo sufrir, era un hombre serio, reacio, pero amable, respetuoso, y dispuesto a compartir con otros sus conocimientos que, contrario a lo que él pensaba, no eran pocos.

—Lo hizo, lo hizo... el problema es que abusé de él.

Nora abandonó la tarea por unos minutos, la cola ya estaba distribuida, debía dejar que se aireara. Giró sobre la banqueta para enfrentarlo.

—¿No le ha quedado más?

Clarence escogió no responder. Nora sabía que el hombre era incapaz de mentir, y a la vez, era un terco como ella, prefería tolerar el dolor antes de molestar a otros con ayuda.

—Esta tarde voy por más —emitió como un decreto, y retomó la labor.

—No, señorita Jolley, no es necesario. Además, no quiero importunarla.

Sabía por ella que obtenía esos preparados de aceites medicinales de las Hermanas de la Caridad.

—No lo hace en lo absoluto, señor Weisbord, tengo que hacer un recado cerca del convento...

El tan característico andar de Nicholas Tuli, uno de los empleados administrativos de la editorial, resonó a las espaldas de Nora. Se limitó al silencio, casi nunca se dirigían a ella, ni siquiera se tomaban la molestia de desearle un buen día.

Esa vez no fue la excepción, Tuli fue directo a Clarence, le murmuró algo al oído, y así como llegó, se marchó; sus potentes pasos sobre la madera, producto del notorio exceso de peso, se oyeron a lo lejos por unos cuantos segundos. Cuando la interrupción del hombre fue un recuerdo, Clarence habló:

—Nora...

Nunca antes la había tuteado. La piel del cuello se le erizó.

—¿Sí, señor Weisbord?

—Carrington quiere verte.

La sensación de escalofrío recorrió todo su cuerpo. Las palabras se le atascaron en la garganta. Llevaba semanas esperando ese momento, el prudencial, el necesario. El hombre ya había cumplido, Edward Clark debía de sentirse correspondido. Ahora, Carrington podía decir que no tenía la pasta necesaria para el trabajo, o que sus servicios no eran necesarios. Cualquier cosa con tal de librarse de la «husmeadora».

La palidez fue notoria en su rostro. Clarence fue hasta ella, desde donde la contemplaba, parecía una frágil muñequita de nieve.

—Ey, pequeña... todo va a estar bien.

—¿En verdad lo cree así, señor Weisbord? —dijo apenas moviendo los labios. Para Nora, ese llamado era una sentencia.

—Por supuesto que sí, este no es lugar para ti.

Las palabras fueron mal interpretadas por ella. O tal vez, mal expresadas por él. Como fuese, Nora reaccionó.

—¡Pero yo necesito este trabajo! ¡Este trabajo es todo lo que tengo!

Era verdad, lo era todo. La posibilidad de independencia, la sensación de autosuficiencia y, en especial, una silenciosa búsqueda de justicia para su hermana... y también para Charles Miler. Si es que algún día podía llegar a él.

—Tranquila, tranquila… con lugar me refería a esto. —Abrió los brazos para abarcar el alrededor—. No a Miler & Miler, confía en mí. Deja eso y ve con el señor Carrington.

 

La ansiedad la hizo subir los escalones de dos en dos. El corazón le bombeaba con una fuerza indescriptible. Confiaba en Clarence y en sus palabras, estaba ante una nueva oportunidad, no una despedida. Aun así, la combinación de sentimientos positivos y negativos solo consiguió arrastrarla a un nerviosismo para nada funcional, que se potenció cuando quedó a solas, a la espera, en la oficina del hombre. Sus tacones parecían cascos de caballos retumbando en las aceras a pleno trote, y sus dedos se movían como si estuviesen ante un piano imaginario. Sin darle un minuto de piedad, la primera gota de sudor le recorrió la frente.

Mathias Carrington era comparable a un vendaval; iba de un lado al otro, sin detenerse en realidad en ningún lado, alterando a cuanto individuo se le cruzase. Según él, siempre corrían contra el tiempo, nunca daban abasto. Si a ella le habían puesto un sobrenombre, el de todos los demás debía de ser «murmuradores». Tras los pasos del jefe, solo quedaba eso, murmullos. Para suerte de Nora, los mismos resultaron ser el preámbulo de la llegada de Carrington.

Cerró las manos en puño para evitar que sus dedos tamborilearan y se levantó de la silla para apaciguar la actividad inquieta que poseía a sus piernas. Derecha, bien erguida, con el mentón en perfecto ángulo. No había arrugas, ni pelusas, ni rastros de suciedad en su vestimenta, ya lo había comprobado. Quedaba relajarse, respirar...

—¡Vaya, vaya! —La estampida Carrington finalmente llegó—. No me acordaba de que estaba aquí. —En un par de zancadas estuvo al otro lado del escritorio, frente a ella—. ¿Qué hace de pie, señorita Jolley?

—Lo esperaba, señor Carrington —respondió una vez que se aclaró la garganta.

—Podía esperarme sentada.

—Lo sé, así lo hice.

Comentar el hecho de que llevaba más de un cuarto de hora a su espera no le pareció correcto dado su estatus laboral, pero en otra circunstancia, lo habría hecho. La impuntualidad americana era incompatible con Jolley.

—¿Y por qué se levantó?

—Porque lo oí llegar, señor.

El tiempo corría contra reloj para Carrington, cada segundo valía, y no lo invertiría en absurdos protocolares que no tenían espacio ni sentido. Se dejó caer en la silla. La tal señorita Jolley necesitaba moldear sus costumbres.

—Pues ya estoy aquí, tome asiento que me desespera.

Nora aplanó su falda, y retomó el lugar en la silla que había abandonado segundos atrás. Lo hizo con calma y elegancia, invirtiendo más trabajo del necesario. Para Carrington eso era un despropósito.

—Seamos breves, señorita Jolley... y, sobre todo, eficientes. Estoy hasta la coronilla de los comentarios de Clarence.

—¿Disculpe, señor? —interrumpió—, ¿Clarence?

—Sí, Clarence, al parecer, según él, usted es un diamante en bruto. —El escepticismo fue bien directo—. Y no me queda más alternativa que comprobarlo para refutarlo. —Desplegó un abanico de hojas ante él, desde la distancia en que se encontraba, Nora supuso que estaba ante un manuscrito—. Ve con Coleen...

Para Nora, Carrington utilizaba la estrategia del enigma cuando hablaba. No era así, el hombre simplemente apelaba a lo importante, invertía las energías en las labores editoriales y en los empleados funcionales. De momento, ella no lo era.

—¿Disculpe? —repitió sin comprender la indicación.

Los ojos de Mathias abandonaron el análisis literario para trazar un camino directo a los de Nora.

—«Disculpe», ¿es acaso lo único que sabe decir? —No esperó respuesta, regresó a la lectura—. La recordaba más parlanchina —murmuró por lo bajo.

—Usted me dijo que me guardara mis intenciones y mis palabras...

En la primera entrevista lo había dejado bien en claro: «No quiero oírla haciendo preguntas, ni metiendo las narices donde no debe».

Carrington sonrió manteniendo la atención en la lectura.

—Me alegra saber que lo recuerda y que lo sigue aplicando, tal vez no todo está perdido con usted. Vaya con Coleen...

—¿Quién es Coleen?

—Averígüelo, Jolley, y salga de mi oficina. Sentada o parada, me desespera por partes iguales.

Al otro lado de la puerta, la realidad editorial cotidiana que apenas percibía desde las inmediaciones de la planta baja —lo que podría llegar a considerarse un entorno laboral tranquilo y organizado—, se transformaba en un escenario dantesco.

Apenas reconocía un par de rostros. Coleen podía ser cualquiera de las mujeres que trabajaba allí. Sin pudor alguno, detuvo al primer muchacho que pasó a su lado.

—Perdón, ¿quién es Coleen?

—¡Coleen! —Alzó la voz el interrogado—. ¡Te buscan!

Una mujer, de casi unos treinta años, levantó la mano a lo lejos.

—Ahí la tienes... —Le sonrió—. A propósito, yo soy Jon —dijo alejándose de ella, pero sin darle la espalda.

—Yo soy Nora... Nora Jolley.

—Ya sé quién eres. —Le guiñó un ojo, volvió a sonreír, giró y se marchó hasta desvanecerse en uno de los corredores laterales.

Un par de minutos y ya extrañaba al silencioso señor Weisbord y a la aturdidora melodía de las prensas de impresión. Los nervios le hicieron sudar las manos. Con disimulo, las secó en la tela de la falda. ¡Si pudiste cruzar el océano sola, puedes con esto!

Atravesó el salón esquivando los inquietos cuerpos, uno... dos... tres... al quinto escritorio, llegó a destino. Coleen se hallaba sumida en un intenso trabajo de escritura, la pluma danzaba sobre el papel al compás de su mano. La tinta en sus dedos confesaba que llevaba horas realizando la misma actividad.

—¿Coleen?

Cada cual estaba sumergido en lo suyo, y la mujer ante Nora no era la excepción.

—¿Quién pregunta?

—Me llamo Jolley... —Los nervios le hicieron olvidar su nombre—. Nora Jolley, el señor Carrington...

—Ahórrate las palabras, Jolley.

—Nora... Nora Jolley.

La tal Coleen pasó por alto el detalle del nombre completo.

—Ten... —Le entregó un manojo de cartas—. Llévalas al correo —le indicó para luego manifestarse en voz alta—. ¿Alguien tiene correspondencia para ser enviada?

—¡Yo! —confirmó uno.

—¡Y yo! —confirmó otro.

—Si me das unos minutos, yo también —agregó la mujer cuyo escritorio era contiguo al de Coleen.

—Perfecto... —respondió Coleen—, entréguenselo a Jolley.

En segundos, sus brazos se llenaron de cartas y sobres que reenviaban manuscritos.

—Aquí tienes, Jolley.

—Jolley, ten...

Jolley esto. Jolley lo otro.

Se quedó en silencio, a la espera, contemplando como las fieras de la jungla editorial disfrutaban de la nueva presa. El sobrenombre que se había ganado meses atrás era reemplazado por «Jolley».

 

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