Nora

Nora


Capítulo 14

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Extrañar a Clarise formaba parte del equipaje que Nora cargaba consigo, al igual que Amy. Con cada milla dejada atrás, la sensación del desarraigo las atacaba sin piedad. Y pensar que años atrás habían vivenciado el mismo sentimiento al dejar el hogar que las había visto nacer al otro lado del océano. Era comenzar de nuevo, lejos, demasiado lejos; casi como si volviesen a cruzar el mar, solo que, en este caso, era suplantado por la extensa tierra americana. El tenerse la una a la otra convertía al viaje en más placentero, y a la vez, en breve. Pensar en separarse, cosa que harían más temprano que tarde, les anudaba el estómago con más fuerza. Les hubiese encantado echar de menos a la señora Saint Jordan, es más, lo deseaban con todas sus fuerzas. El anhelo no pudo ser llevado a cabo gracias a que la mujer se había encargado de enviarles a la chaperona de viaje perfecta: la señora Sullivan. Pertenecía al mismo club de viudas que Stephanie, mismo pensamiento, misma actitud casamentera. Ni bien puso el pie en el tren, trazó un mapa mental de los hombres solteros que viajaban junto a ellas. La nostalgia, mezclada con las ansias de anonimato, impulsó a Nora y a Amy a un silencio absoluto la mayor parte del trayecto. La realidad era que no requerían de frases para comunicarse, contaban con un secreto lenguaje de señas y miradas que valía más que mil palabras.

—Muchachas, no han probado bocado desde que subimos a esta máquina infernal. —La señora Sullivan detestaba los ferrocarriles, decía que le dañaban los oídos y le contaminaban los pulmones con la tierra que levantaban a su paso. A pesar de ello, había aceptado la tarea que su fiel amiga le había encomendado.

—Lo siento, señora Sullivan, mi estómago no suele ser un buen acompañante en momentos como estos. —Nora intentó ser lo más cordial posible, sabía que, si aceptaban uno de los bocadillos que la mujer había llevado, le daría pie a improvisar una velada vespertina con los caballeros de los alrededores. Robert Maxwell, oriundo del sur de California, se alzaba como un candidato perfecto para Amy según su opinión.

—El mío tampoco, los nervios suelen traicionarme y me roban todo apetito posible.

—Lo sé, lo sé —dijo la mujer tomando un emparedado de queso de la canasta de tentempiés—, suele sucederme lo mismo —Le dio un gran mordisco, masticó, y a sabiendas de que hablaría con la boca llena, continuó sin importarle—, pero los años te dan una experiencia que la juventud de ustedes no posee, no es bueno estar con el estómago vacío. —Las examinó sin mucho detalle, sus ojos estaban clavados en el sabroso sándwich—. Mírense... —Les indicó el reflejo de sus rostros sobre el cristal de la ventanilla—, están pálidas, necesitan color en sus mejillas.

Necesitaban llegar a destino y librarse de su compañía. Lo único que les levantaba el humor era el saberse juntas hasta el fin del trayecto. El destino de Nora no se hizo esperar hasta Missouri, un telegrama de último momento le puso en claro el alto definitivo en su camino: California. Estarían más cerca de lo esperado con Amy, y estaban felices ante la noticia. Pero el simple hecho de pensar que todavía les quedaba el viaje en carreta hasta ese lejano estado les borraba del rostro la sonrisa de complicidad.

—Tal vez después, cuando lleguemos a Missouri, señora Sullivan.

Ahí descenderían del tren para emprender la última parte del recorrido.

—Sí —convino Amy—, después, cuando nuestros cuerpos recuperen la quietud sobre el suelo firme.

—Así será, tengo una responsabilidad con ustedes que pretendo cumplir, y eso incluye que no se desmayen en pleno viaje—finalizó devorando por completo el emparedado.

 

La ruta en carruaje se les hizo eterna, pero más amena. El hecho de no viajar con otros pasajeros les quitaba el peso de tener que lidiar con las intenciones de celestina de Joan Sullivan. La desventaja fue que el lenguaje silencioso del que Nora y Amy hacían uso no podía ser utilizado con tanta liviandad; una mueca de labios o una ceja en lo alto en ese espacio reducido no pasaba desapercibido, lo que hizo que la comunicación verbal saliera a flote, y junto a ello, las anécdotas de Joan en dónde veneraba los matrimonios con grandes diferencias de edad. Según la mujer, treinta años de disparidad en una pareja no hacía más que garantizar una perfecta unión. Por supuesto, se tomó la molestia de enumerar uno a uno los motivos y argumentos que consideraba adecuados a la hora de avalar ese mensaje subliminal que pretendía apaciguar las pretensiones de las muchachas. Nada más lejos de la verdad, si de pretensiones se hablaba, las únicas presentes en Nora y Amy era la de la conquista suprema de la independencia femenina. Para cuando la noche cayó, y la primera posada de alojamiento les dio la bienvenida, Los estómagos de las señoritas británicas decidieron hacerse presentes en la travesía.

Joan se sintió satisfecha, las muchachas no se desmayarían bajo su guardia. Todavía les quedaban días de trayecto, y si continuaban ingiriendo mínimos bocados, llegarían a destino con varias libras de menos, y eso no las beneficiaría en lo absoluto. Una mujer sin curvas perdía posibilidades ante las que sí las poseían.

Los días en el camino fueron poniendo obstáculos en la lengua de la señora Sullivan, el agotamiento la tomaba como prisionera, y el calor, característico de las regiones aledañas a los desiertos californianos, la abofeteaba hasta dejarla rendida al sueño.

—¿Prométeme que en cuanto tengas confirmada tu dirección definitiva me escribirás?

Amy no podía ocultar la preocupación, ella conocía cada detalle del lugar en donde iniciaría su nueva aventura, y había memorizado uno por uno los nombres relevantes que marcarían la diferencia en su vida de ese momento en adelante. Nora se lanzaba a la más grande nada, y no comprendía cómo podía mantener la calma.

—No hace falta tal promesa, sabes que lo primero que haré será ponerme en contacto contigo.

—Te tomo la palabra, Nora Jolley... y te advierto que, si no tengo noticias tuyas a la brevedad, recorreré California de punta a punta hasta encontrarte.

Nora estaba tranquila, primero porque no podía negar que el nombre de Charles Miler, ante todo, le inspiraba confianza. Estaba preparada para recibir sorpresas, porque las habría; eso lo daba por hecho, no era tonta, inspirar y ser eran dos cosas muy diferentes. Había oído que el hombre tenía un carácter volátil, y la severidad era un rasgo distintivo, al igual que lo era el pensamiento altruista que lo gobernaba y la reconocida bondad que guiaba cada una de sus acciones y decisiones. Cualquier otra muchacha se hubiese negado a la dinámica del viaje, una que mantenía el anonimato del destino hasta la última legua. Nora no; se sentía ansiosa, intrigada. Ni mención hacer de la sensación que le recorría el cuerpo, una que le murmuraba al oído la posibilidad de justicia para su hermana. Debía ser cuidadosa, recorrer el territorio Miler con paciencia, evaluarlo, saber cuáles eran sus áreas rocosas y cuáles eran calma llanura. Y ahí, solo ahí, compartir la verdad con él, esa que la había llevado a cometer la mayor de las locuras, atravesar el océano en la búsqueda de su padre.

—Tranquila, ya te lo he dicho, dudo mucho que el reconocido Charles Miler tenga intenciones de secuestrarme —se burló de su amiga.

—Eres demasiado confiada —le reprochó Amy dejando escapar un suspiro.

—No, no lo soy. —Nora no pudo contener sus ganas de reír.

El cuerpo de Joan, que se había acurrucado contra unas de las portezuelas para gozar de la cálida brisa, se movió. El cochero ya les había informado que estaban a un par de millas de Sacramento, lugar en donde daba por finalizada la labor de transporte. Querían esos últimos momentos para ellas. Se limitaron al susurro.

—Es verdad, no lo eres, pero en este caso en particular, desconfío de tu... —Dudó, no hallaba la expresión correcta.

—¿Cualidad?

—Dudo mucho que la desconfianza sea una cualidad; como sea, creo que estás comprometida emocionalmente —La historia secreta que involucraba de manera directa a Charles Miler padre con el marqués de Aberdeen era como un ancla que estaba atada al pie de Nora. Llevaba años luchando para mantenerse a flote, y ahora eso se ponía en riesgo. Podía liberarse o hundirse de manera definitiva— y puede que tal vez, eso te nuble el pensamiento. Sé cuidadosa, Nora, y si no te sientes a gusto...

—Y si no me siento a gusto —la interrumpió—, preparo mis maletas con destino directo a Amy Brosman.

El cuerpo de Joan Sullivan reaccionó como si hubiese sido atacado por una convulsión febril. Abrió los ojos de repente y enderezó la espalda contra el respaldo del asiento.

—¿Maletas? ¿Destino?... —El estado de confusión producto del sueño profundo no le permitió elaborar una oración coherente. Respiró profundo, y luego de un prolongado bostezo, continuó—: ¿Hemos llegado? —Asomó la cabeza por la pequeña ventana de la portezuela. No soportaría ni una hora más de viaje—. ¡Dios quiera que así sea! ¡Cochero! —gritó para llamar la atención del hombre que estaba al mando del carruaje—. ¡Cochero! —insistió asomando parte del torso por la diminuta abertura—. ¡Hombre, por los cielos!

El hombre se hacía el sordo. No repetiría dos veces la misma información, ya les había indicado el tiempo estimado de arribo a las muchachas.

—¡Señora Sullivan! —Nora tiró de la falda de su vestido para hacerla regresar al interior del vehículo—. ¡Por favor, señora Sullivan!

Ni aunque lo mujer lo deseara lo conseguiría, se había quedado atorada, y el traqueteo de las ruedas sobre el irregular camino no ayudaba.

—Oh, no... —gimió Joan cuando intentó echarse atrás descubriendo que sus grandes pechos quedaron del lado equivocado de la portezuela.

Las mejillas de Amy estaban en llamas, contenía las ganas de reír a carcajadas. El trasero de Joan se movía de un lado al otro, y estaba a centímetros de la nariz de Nora.

—Ayúdame. —Más que una palabra, fue una gesticulación por parte de Nora. Conservar la compostura y la seriedad no era posible, presentía que, si decía algo más, reiría hasta el fin de los tiempos.

Amy tomó a Sullivan por la cintura, y Nora se aferró a ambos lados de su falda. Contaron hasta tres y tiraron sin resultado alguno. Volvieron a intentarlo. Nada.

—Colabore, señora Sullivan —sugirió Amy—, utilice los brazos para darse impulso.

—A la cuenta de tres... —le indicó Nora.

—Esperen, esperen. ¿Con «a la cuenta de tres» se refieren a que al «tres» empujo, o después?

Amy y Nora se miraron, los ojos comenzaban a manifestar el deseo de empujarla hacia fuera, sería más fácil arrojarla al camino.

—Tiene razón, tu indicación no fue clara —bromeó Amy.

Nora resopló. Se hizo de paciencia. La última dosis de paciencia que le quedaba.

—Después del tres, señora Sullivan. ¡Después del tres!

—¡Perfecto!

Iniciaron la cuenta y, al llegar al final del conteo, tiraron con la ayuda del impulso de Joan. Lo lograron, y como consecuencia del brusco movimiento, Amy y Nora cayeron de nalgas sobre el piso de madera del carruaje.

La caída coincidió con el golpe del cochero en el techo:

—¡Bienvenidas a Sacramento, señoritas!

Ayudándose, se incorporaron ansiosas para poder contemplar su nuevo escenario de vida. Asomaron los rostros por la ventanilla, a lo lejos se vislumbraban las formas de las casas que conformaban el pueblo. El intenso sol, que calentaba con otra intensidad en esa región de país, les encendió las mejillas. Sonrieron en complicidad. Sacramento olía a tierra seca, y con ese poco habitual perfume, las recibía.

 

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