Nora

Nora


Capítulo 15

Página 18 de 46

15

 

Si se consideraba a Nora Jolley como una jovencita desconfiada, no existía calificativo sinónimo que le hiciera justicia a Charles Miler. Toda su existencia se alzaba sobre la base de la clandestinidad, y las personas que lo rodeaban formaban parte de un íntimo círculo social. California era su refugio desde hacía un par de años, y las tierras Grant —con todo lo que ellas significaban: renombre, poder, seguridad y convenientes relaciones políticas— eran el lugar propicio para mantener el anonimato deseado sin relegar los beneficios de una activa vida laboral controversial. Su relación con Louis Grant, uno de los futuros herederos del imperio del oro californiano, que nació fruto del vínculo escritor-editor, se extendió más allá del simple contrato de derechos de publicación y distribución. La amistad conformada entre ambos hundió raíces hasta lo más profundo; la confianza era absoluta, y en algunos aspectos, la dependencia también lo era. Adjudicarle la tarea de darle la bienvenida a la señorita Jolley fue una decisión que no requería de mucho análisis. Además, a Louis, esa clase de mandados sociales, le calzaban como bota al pie; la única desventaja que el más joven de los Grant poseía era esa característica irresponsable tan típica de una mente bohemia. Conjugaba en pensamiento con Charles por ello, las extensas conversaciones de madrugada bajo la brillante luna de California eran parte de las actividades de los hombres. Por suerte, Louis contaba con sus hermanos para contrarrestar la balanza, y cuando de responsabilidades y buena imagen se trataba, Elton resultaba ser el mejor exponente.

—¿Podrías rasurarte, sabes? Es una actividad que los hombres civilizados solemos hacer una o dos veces a la semana.

Elton, que poseía una mente detallista, analítica y práctica —no en vano era reconocido como uno de los jóvenes arquitectos más visionarios de la región oeste del país—, era la perfecta combinación de la esencia americana con la delicadeza y pulcritud británica. Motivo que lo hacía perfecto para presentarse ante Nora Jolley.

—Prefiero invertir el tiempo en actividades más provechosas. —Louis lucía con mucho orgullo una barba crecida y un cabello ondulante rubio dorado que sobrepasaba el límite inferior de sus orejas.

Cabalgaban rumbo a Sacramento, junto a ellos avanzaba un carruaje perteneciente a la familia que serviría de coche y cobijo para la recién llegada.

—¿Cómo cuáles? ¿Vagar por los campos a sol y a sombra?

Nadie podía criticar en gran medida a Louis, considerarlo la oveja negra era una costumbre familiar teñida de broma. Nada más que eso. Si la mente de Elton era detallista, la de Louis era observadora y empática, capaz de captar la realidad de la vida desde una perspectiva única que trasladaba en sus escritos.

—Exacto, te sorprenderías lo que puedes llegar a ver si levantaras la nariz de tus planos y dibujos —refutó Louis.

—El techo que te cobija se construyó en base a esos «planos y dibujos».

Las tierras Grant ocupaban casi toda la extensión noroeste de California, gran parte de las construcciones que la constituían habían visto la luz gracias al trabajo de Elton.

—Te equivocas, el techo que me cobija... es este. —Soltó las riendas, elevó las palmas al cielo y expuso el rostro al sol. Así cabalgó, el control que tenía sobre el caballo era magistral—. Siéntelo, respíralo, vívelo.

Elton resopló a modo de burla. Louis no tenía cura.

—Dime... —retomó la conversación con seriedad—, ¿cuál es la hora de arribo estimada para la tal Joly?

—Jolley —corrigió Louis aferrándose de nuevo a las riendas.

—Como sea, su nombre no me quita el sueño... no puedo demorarme mucho, Amber me espera.

—¡Amber, Amber, Amber! ¿Es lo único que sabes decir?

Amber Foster era la prometida de Elton; en unos meses, una vez que finalizara con la construcción de la catedral de San francisco, se casarían.

—Que tú hayas decidido mantener tu vida al margen de los vínculos amorosos estables y —Lo miró de reojo, siempre era un buen momento para ese tipo de indirectas— adecuados... —Fue la única palabra que se le ocurrió, otra podría considerarse ofensa.

—¿Adecuados? —interrumpió Louis con irónica ofensa—. ¿A qué le llamas tú adecuado? ¿A Brithany Foster?

La relación familiar entre los Grant y los Foster estaba alcanzando el peldaño más alto en la escalera de la obsesión. Megan Foster se había casado con Jonathan cinco años atrás, y fruto de ese matrimonio, nacieron Dorothy y Stephen. No satisfechas con la unión, las cabezas maternas de las familias continuaron tejiendo su red hasta conseguir que Elton cayera a los pies del encanto de la segunda hermana de Megan, la mencionada Amber. Pero ahí no terminaba todo, no, todavía contaban con Brithany, una joven bella y encantadora que cotizaba alto en el mercado casamentero del desierto californiano, y como Zachary, soltero empedernido sin motivo —nadie le conocía siquiera una amante—, había proclamado un no rotundo ante la unión, las fuerzas femeninas se habían unido contra Louis.

El silencio de Elton fue sospechoso. No solía guardarse opiniones. Louis presionó.

—Te hice una pregunta... ¿Brithany Foster es lo adecuado? —Su hermano se mordía la lengua, podía notarlo, estaba condicionado por el embrujo Foster. Debía espabilarlo—. ¡Vamos, Elton, habla... compórtate como un maldito Grant!

—¡Ok! ¡No, que la boca se te haga a un lado! —Fue libre, estalló— ¡No necesitamos de más Foster’s en la familia! De todas maneras, una cosa no quita a la otra...

—¿A qué te refieres?

—Ya sabes a lo que me refiero.

Era de conocimiento popular la afición que el joven Grant sentía por una de las prostitutas del pueblo.

Louis le puso fin a lo que podría llegar a convertirse en una discusión sin sentido. Nadie en la familia comprendía el motor que movía a su corazón con respecto a esa muchacha. Tal vez Zachary, que por momentos se mostraba abierto a comprender esos sentimientos, pero no era un hueso fácil de roer, y sacarle palabra era una odisea. Con la única que podía hablar al respecto era con su hermana Emily, que en esos momentos se encontraba al otro lado del mundo con su esposo. La extrañaba.

—Volviendo a lo anterior. —Elton intentó recuperar el hilo de conversación que le era relevante—. ¿Estás al tanto de su hora de arribo?

—No, Elton, no… una hora más, una hora menos.

—¡Es fácil decirlo cuando no se trata de tu tiempo! —gruñó por lo bajo. No se enfadaría con su hermano, sabía con la clase de buey que estaba arando. Había aceptado ser su compañía a sabiendas de eso.

—¡Tiempo! ¿Dime, qué es el tiempo al fin de cuentas?

—Maldición... —resopló Elton—, no de nuevo.

—¿A quién le pertenece tal concepción? ¿Acaso algo que no puede siquiera tocarse puede considerarse real? Dime, Elton... ¿qué es lo real?

—¡Ya cállate, quieres! Sé lo que pretendes... Ya te lo he dicho, tus reuniones de madrugada con Charles te están afectando el juicio.

Espoleó el caballo y se lanzó al trote. Louis no tuvo más alternativa que imitarlo. Al cabo de un cuarto de hora, llegaron al centro de Sacramento.

 

El calor era sofocante, en especial cuando la vestimenta de tela pesada de invierno bostoniana te aprisionaba el cuerpo. La señora Sullivan estaba a minutos de desmayarse, tenía las mejillas ardidas, y los mechones rebeldes, que se escapaban de su rodete en lo alto, se le adherían al rostro consecuencia del sudor. Nora mantenía el porte a causa del fastidio que le envenenaba la sangre. ¿Cuánto tiempo llevaban a la espera? ¡Ya había perdido la cuenta! Quería maldecir al estilo americano, vociferar por lo alto. Amy había sido bendecida, el matrimonio Williams, que le daba alojamiento momentáneo, se había hecho presente de inmediato y, para esas alturas de la tarde, de seguro, ya gozaba de la tranquilidad de un techo, un buen baño y un cambio de ropa.

Otra era la historia para Nora, que intentaba mediar su humor con el malestar de Joan. Lo único que le faltaba era que la mujer se desvaneciera.

—Tenga, señora Sullivan. —Le entregó un pañuelo humedecido en los bebederos para caballos, era la única fuente de agua cercana—. Refrésquese un poco... —La mujer se encontraba despatarrada en el interior del carruaje.

—¿Muchacha, estás segura de que quieres quedarte en este infierno? —Medio día en California fue suficiente para la Sullivan, no volvería a poner un pie en el condenado lugar. Hizo uso del pañuelo, se humedeció el cuello y la frente—. Pasado mañana regreso a Boston, tienes tiempo para pensarlo... Creo que, viendo y considerando la descortesía a la que te están sometiendo, es la decisión más adecuada.

Estaba en lo cierto, era una descortesía sin parangón. Nora quería pensar que existía un aceptable motivo que justificara la demora. Comprendía que los tiempos estimados de llegada siempre estaban sujetos a modificaciones accidentales o climáticas, pero la demora se estaba extendiendo por demás.

Recorrió los alrededores con la mirada, estaban en la entrada de Sacramento, cerca de la plaza principal del pueblo, y a un par de metros se encontraba la oficina postal.

—Quédese aquí, señora Sullivan, mientras yo voy a ver si obtengo algún tipo de información en el correo.

Tal vez le habían dejado un recado ahí. Todo podía ser posible. O por lo menos, eso quería pensar. No esperaba que Charles Miler se presentara como un caballero andante para llevarla a las instalaciones correspondientes, pero sí esperaba que éste tuviese la responsabilidad de procurarle asistencia y seguridad.

Le iba a informar al cochero sobre su improvisada iniciativa, pero lo desestimó al darse cuenta de que el hombre roncaba con la cabeza hacia tras y el rostro al sol. ¡Vaya locura! Siguió camino en dirección al correo.

La pobre Joan recuperó superficiales fuerzas, las suficientes para reactivar las piernas. A un par de metros se encontraba una cantina de dudosa higiene y llamativa clientela; dadas las circunstancias actuales, no le importaba, hasta en ese lugar de mala muerte deberían de ofrecer un vaso de agua. Una limonada era mucho pedir, no quería esperanzarse.

Asomó una pierna por la puerta y, cuando el tacón de su bota hizo contacto con la escalerilla de madera, tomó impulso con los brazos hasta conseguir que su húmedo trasero se despegara de la acolchonada butaca. Lo consiguió, su otro pie le hizo compañía a su miembro hermano, y luego de una profunda inspiración, tomó coraje y descendió.

El ruido de los cascos de caballos fue la sinfonía que la acompañó, se llevó la mano a la frente para poder mirar a lo lejos. Un carruaje y dos hombres jóvenes se acercaban. Ni bien estuvieron a un par de metros, abandonaron las monturas, uno de un salto, y el otro, con total calma y elegancia. Joan tosió, la polvareda que habían levantado se filtró por su garganta, lo que le hizo imposible el habla por unos cuantos segundos.

Louis hizo un análisis general sobre la mujer que tenía ante sí, de caderas anchas, cerca de la quinta década de edad y con lo que parecían modales refinados. La pobre mujer se abanicaba con guantes; estaba claro que el calor de esa región no era de su conocimiento, es más, si se valía por su vestimenta podía asegurar que estaban ante la mujer que habían ido a buscar. Sin duda, la descripción que Charles le había dado era perfecta.

—Has visto, Elton, eres un quejoso... —le murmuró a su hermano—, hemos llegado en el momento justo.

—¿Ustedes vienen en nombre de Miler & Miler? —Ni bien pudo recuperar la voz, Joan los interrogó, se dirigió al llamativo muchacho de cabellera rubia dorada y barba. Lucía como un empleado de poca monta a simple vista, pero su actitud demostraba lo contrario.

—De un Miler... —bromeó Louis—, creo que con eso basta, ¿no? —El carruaje que traían consigo se detuvo en la cercanía de la improvisada reunión—. ¡Bienvenida a California, señora Jolley! —dijo acercándose a ella con una amable sonrisa.

—¡Señorita Jolley! —lo corrigió una voz femenina a la distancia.

El sol les jugaba una mala pasada a los ojos de Louis, tuvo que forzarlos y entre cerrarlos para divisar a la figura que se acercaba con la fuerza de un toro salvaje dispuesto a embestir todo a su paso. Sin pensárselo dos veces, retrocedió.

—Ya la ha oído, es señorita Jolley —agregó Joan haciendo uso de su rol de chaperona—, y espero que se la respete como se debe.

El encuentro entre Louis y Nora finalmente alcanzó su cenit. Casi que el muchacho Grant tuvo que abofetearse para reacomodar la idea equivocada de «señora Jolley» que Charles había hecho germinar en su cabeza.

—¿Usted es Nora Jolley? —preguntó con sorpresa.

—Sí, ¿algún inconveniente?

Louis se echó a reír. No pudo evitarlo. ¿Cuántos años tenía esa muchachita británica? ¿Acaso Charles lo sabía? ¡Por los cielos, moría de ganas de ver la expresión en el rostro de Miler cuando la viera! Ni hablar de sus rasgos delicados y femeninos, o su cutis blanco no apto para el sol que los gobernaba.

—Ninguno, ninguno... señorita Jolley. —El tono burlón coronó lo último, y no hizo más que enfadar a Nora.

—¿Y su nombre es...? Si se puede saber —demandó, hasta que no tuviese una presentación decente no movería ni un solo dedo, menos que menos se iría con él, que parecía un forajido salvaje. Por suerte no estaba solo, y el hombre que lo acompañaba destacaba por su pulcritud y elegancia.

—Oh, lo siento, qué cabeza la mía... en mi defensa, no suelo ser un emisario de bienvenida tan a menudo. Mi nombre es Louis Grant, Charles me ha enviado por usted. —Señaló a Elton quien, en ese momento, inclinaba su cabeza en un gesto de saludo sosteniendo su sombrero—. Aquel encantador hombre es Elton, mi hermano… y tras él, se encuentra a su disposición el carruaje familiar para hacer más cómodo su traslado.

—¿Traslado? ¿De cuánta distancia más estamos hablando? —intervino la señora Sullivan.

—Tan solo un par de millas más, señora... eso es todo —respondió Elton.

—De ser así, no nos demoremos más, muchacha —Joan se dirigió a Nora—, pretendo estar de regreso en la posada antes de que caiga la noche. ¡Cochero, por favor, el equipaje!

Cuando Louis comprendió la intención de la mujer, la interrumpió:

—Lo siento, pero me han encomendado la tarea de trasladar a la señorita Jolley, y nada más que a la señorita Jolley.

—¡Eso es absurdo! —protestó haciendo un gesto de mano que desestimaba lo oído.

El encuentro de miradas entre Nora y Louis se dio dentro del marco de una dinámica impensada. Coincidieron en silencio, hablaron sin palabras. A su manera, los dos conocían a Charles Miler, y eso incluía a sus manías y costumbres.

—No, no lo es, señora Sullivan. —Nora lo libró de explicación a Louis—. No se preocupe por mí, ya ha cumplido con su labor, se lo agradezco, de aquí en más queda todo bajo mi entera responsabilidad.

Louis y Elton intercambiaron miradas. La señorita Jolley, en apariencia, era una joven que no había alcanzado la madurez suficiente, pero bastaba oírla hablar para darse cuenta de que era todo lo opuesto. Con razón Charles la había idealizado de la manera equivocada.

—¡Pero tú estás loca, muchacha! ¿Piensas marcharte con dos hombres desconocidos?

—Sí... sí a ambas cosas.

Joan refunfuñó. Evaluó el asunto una vez más, observó el carruaje, se notaba que el vehículo era de gran calidad, y por lo que podía ver del vestuario del hombre llamado Elton, los tal Grant no eran unos muertos de hambre, aunque el que tuviese delante de ella lo pareciera.

—Esto no es correcto, Nora... si hasta me atrevo a decir que no trajeron consigo a ninguna chaperona.

—Bueno, en eso se equivoca, si hemos traído a una —intervino Louis—. ¡Dorothy! —gritó.

Todos se quedaron a la espera de ver aparecer un rostro tras el cortinal de la ventanilla. No sucedió. Elton se apretujó el rostro. Louis resopló.

—Lo siento, creo que nuestra acompañante se ha dormido, permítanme.

En un par de zancadas estuvo junto al coche. Golpeó la portezuela.

—¡Dorothy!

A los segundos, el rostro de una niña, que no superaba los cinco años de edad, se asomó sonriente liberando un gran bostezo.

—¡Es una niña! —recriminó Joan.

Para Nora, la sonrisa de la pequeña fue como una brisa de aire fresco. No pudo evitar retribuirle.

—¡No lo soy! —se defendió la aludida.

—Yo que usted, no la ofendería, tiene más carácter que tamaño —alegó Elton conocedor de su sobrina.

—¿Qué me dice, señorita Jolley? —Louis intentó templar la situación y poner en movimiento a la recién llegada—. ¿Dorothy es suficiente compañía para usted?

La niña le volvió a sonreír, y el mal humor del eterno viaje y las horas de espera se esfumó en un abrir y cerrar de ojos.

—Es suficiente, por supuesto que lo es.

 

Ir a la siguiente página

Report Page