Nora

Nora


Capítulo 22

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Necesitaba ir a su remanso. La paz, la calma, volver a encontrarse consigo como le había sucedido en ese mismo lugar cuatro años atrás. Necesitaba dejar de pensar en Nora.

Era imposible, estaba grabada en su mente, en cada pensamiento, a cada segundo. No podía quitarla de su cabeza, incluso cuando se obligaba, no hacía más que repetir la imagen de la muchacha, como un eco en una cueva sin fin.

Se dirigió dos millas sobre la colina, la montura conocía el camino de tantas veces que lo habían recorrido juntos. Era el punto exacto en que el arroyo hacía una pequeña cascada en las piedras. Volvía a circular con todo su caudal, ahora que las minas de allí ya estaban vacías de oro. Ató al caballo a uno de los árboles, cerca del agua para que bebiera y él se sentó unos metros más allá. Se quitó las botas, los guantes y desabotonó el chaleco y la camisa, hasta sentir el frescor acariciarle la piel oculta.

Se odio y se maldijo. Nora… Nora… Nora…

Sabía que Kaliska lo había presionado a una confesión, a que dijera con sus palabras lo que ella ya conocía. Lo había hecho con la esperanza de que, al liberarlo de la carga, se sintiera liviano. No lo había conseguido, porque Charles no fue honesto del todo.

No le dijo que, en las primeras misivas, no había necesitado imaginarla de ninguna manera, como no lo hacía con los hombres que trabajaban para él. Nada podía importarle menos que la apariencia de Frank u Olsen. Del mismo modo que le sucedía con sus escritores. Corría el rumor de que Lady Witthall era bella, y, sin embargo, él no había destinado ni un minuto a pensar en el posible atractivo de la escritora. Le bastaba con el contenido de sus obras y ya.

La señorita Jolley había roto eso mucho antes de presentarse. No sabía cómo ni por qué, las cartas entre ellos cambiaron de matiz. Empezó a escribirle a la mujer al otro lado de la correspondencia, y no a la empleada. Cuando lo notó, cuando al fin reconoció su estupidez, ya era tarde. En vez de cambiar el tono, cambió la idea que tenía de ella. Era fácil, sencillo. La distancia colaboraba, de modo que, como un acto de defensa personal, le agregó años a la señorita Jolley. Años, canas, barriga y hasta un posible bigote. También arrugas, ¿por qué no?, y una mirada de águila.

Una imagen que se desmoronó la primera noche. Sintió el dolor en el pecho al rememorarlo.

Le había pedido a Kaliska que dejara algo de leña en la cocina para que él le preparara el té a la señorita Jolley cuando llegara. De seguro estaba cansada, una mujer de su edad, tras semejante viaje. Pidió a José que lo ayudara con las prendas, de modo que su camisa estuviera almidonada y su chaleco bien abrochado. El cabello, peinado hacia atrás, sin dejar que los mechones rebeldes que se ondulaban cayeran a su frente y la barba perfectamente recortada. Sí, tenía que darle una buena impresión a esa matrona con la que trabajaría de sol a sol. Ya podía saborear la primera noche, con té, incluso podía ofrecerle un coñac o un whisky, estaban hablando de una mujer hecha y derecha, y comentarían las novedades de Boston, las publicaciones y la situación política del norte. Confiaba en el criterio de la mujer, sabía que teñiría el relato con sus precisas observaciones. Luego irían a dormir, él le ofrecería la posibilidad de contratar una doncella. Podía dedicar un par de horas al día a entrevistar a algunas muchachas de la zona, aunque él recomendaría a la esposa de José de manera especial.

Sí, un buen plan. Uno que se desmoronó en cuanto oyó los caballos de los Grant. ¿Quién demonios era esa muchacha?, acusó a los bribones por sus andanzas y, cuando la llamaron Nora, pensó en salir hecho una furia, tildar de irresponsables a los hermanos y decirles que volvieran de inmediato a Sacramento a traerles a su señorita Jolley.

Se detuvo a un paso de revelarse. Tan solo a un paso. Cayó en cuenta de su error en el instante en que la señorita Jolley se giraba y exclamaba: ¡Qué bella casa, señor Grant! Tiene usted mucho talento. El brillo en la mirada de Nora era genuino, la sonrisa amplia. Tenía la boca algo ancha, que descubría una gran porción de dientes. Nada del recato agrio que él esperaba. La nariz pequeña, los ojos de almendra y un cabello que se movía bailando al ritmo de la brisa nocturna. La blanca luz de la luna le bastó para comprobar que la belleza de Nora Jolley no tenía igual, no para él, porque venía acompañada de una pesada maleta de otros atributos, dones, virtudes… porque era el empaque de una mujer que él ya adoraba, y que se había empeñado en desfigurar.

Retrocedió, se ocultó en las sombras y dejó que sus planes ardieran junto a la tetera. Lo demás… lo demás era sabido. Desde esa noche, las sombras eran su único refugio ante la luz de Nora.

Se refrescó en el arroyo, en un intento de que esa calma le atravesara la piel y le serenara el espíritu. Eso no ocurriría.

Debía dejarla ir, conseguir que regresara a Boston. Sí, pero no hallaba el modo de hacerlo. Humedeció su nuca y, en un último intento, sumergió la cabeza por completo bajo la suave cascada. ¡Al diablo con sus prendas y con el polvillo del lugar que se volvería barro sobre ellas! No podía pensar en cosas mundanas cuando Nora ocupaba su mente.

Tenía que subsanar el problema que había generado con su estupidez. Podía decirle que retornara a su puesto anterior, claro, pero todos en Boston asumirían que el cambio se daba porque la señorita Jolley no había cumplido con las expectativas. La haría volver con el rabo entre las patas, cuando no había hecho nada, nada, menos que la excelencia a su lado. Perdería el respeto que se supo ganar, y, comprendía, que semejante logro no era algo que se pudiera pasar por el fango. Joven, bella, un derroche de virtudes. Conseguir el respeto de los bostonianos para que él, con su falta de profesionalismo, lo arruinara todo. No. No le haría eso jamás.

Podía enviarla a otra oficina, pero ¿a qué?, a que volviera a remar a contracorriente para ganar algo que ya merecía. Eso era injusticia, y Charles Miler odiaba las injusticias.

Lo correcto era conservarle el puesto o comunicar que la haría jefa de edición, abrirle una oficina en algún lado y ponerla a leer manuscritos. Sí, esa era la mejor opción, crearle un puesto acorde a sus capacidades y, a la vez, lejos de él.

Entonces, ¿por qué no lo hacía?, ¿por qué dudaba?, ¿por qué quería volver a su despacho, a ocupar el sillón de espaldas a ella y escucharla, solo escucharla un poco más? En pocos días se había acostumbrado al sonido de sus delgados pies sobre el suelo, al de las hojas cuando ella las manipulaba y al de la pluma rasgar el papel. El de su voz, cuando leía con pasión, incluso cuando leía con fastidio —esos momentos lo divertían hasta la risa—. Las horas en las que ambos olvidaban que se daban la espalda y se relajaban, se trataban de igual a igual, y compartían pensamientos, ideas y sentimientos.

Debía renunciar a ella, pero no podía.

Esperó a que el sol bajara, a que la noche le sirviera de escudo. Ya debía haber vuelto del pueblo, la imaginó comiendo en el salón, conversando con Kaliska y José, poniéndolos al tanto de las novedades. Más tarde recibiría su vaso de leche, que bebía de igual modo que él, y se iría a su recámara. Sabía, por el ardor de la vela, que leía un poco antes de dormir. La imaginaba en camisón, ¿qué más podía hacer un hombre que imaginar?, en uno blanco, simple, sin puntillas ni encajes; con el cabello negro trenzado como la primera mañana, todo a lo largo, hasta la mitad de sus omóplatos, con los mechones más cortos enmarcando su dulce rostro; y los ojos almendras devorando las palabras, haciéndolas pensamientos. Los mejores pensamientos, porque eran los de su mente.

Charles Miler conocía de torturas, aunque nunca una había lacerado tan profundo.

Regresó más tarde de lo esperado, dejó la montura en el cobertizo y rodeó la casa para ir a la cocina y comer lo que encontrara. No era justo molestar a Kaliska. Se detuvo en el porche, Nora dormía en el banco con un libro en la mano y el vaso de té frío a su lado.

—Se durmió esperándolo —le dijo Kaliska. Charles no pudo contestar, batalló sus temores por minutos ante la penetrante mirada de la mujer Miwok. Ella veía los demonios que lo asaltaban con la misma claridad con la que podía ver la luna.

Esa noche, ganaron los ángeles. Charles enfrentó el temor y corrió el riesgo de ser descubierto.

Tomó el cuerpo de Nora en sus brazos con la misma delicadeza con la que uno tocaría el más fino de los cristales y la alzó contra su pecho. Al resguardo de su fuerza, la cargó hasta la recámara. No podía desvestirla, ni quitarle ese ridículo miriñaque. La acomodó entre almohadones y le brindó la mayor comodidad que fue capaz antes de abandonar la habitación.

—Charles… —lo llamó Nora.

—¿Qué? —preguntó con el corazón desbocado. No tuvo respuesta, el llamado fue en sueños, y Miler pensó que jamás se recuperaría de ese golpe.

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