Nora

Nora


Capítulo 23

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Despertó creyéndose víctima de una cruel pesadilla. Charles era el fantasma que la acosaba, le susurraba las palabras más dulces al oído, y luego huía, la abandonaba en la peor de las soledades solo para recordarle que era inalcanzable. Crueldad, sí, ningún otro calificativo lograría calzarle tan perfecto al hombre que le daba la bienvenida a su vida con promesas idílicas de respeto y admiración, solo para desterraba al minuto siguiente con una severidad tan intensa que hacía temblar al suelo bajos sus pies.

Estaba fallando, equivocando los planes, reformulando estrategias, tratando de proyectar un final en el que ella no tuviese que marcharse de allí, de su lado. Los resultados de ese cúmulo de pensamientos —una práctica nueva en Nora— la arrojaban a las fauces de un infierno personal que ensanchaba su boca y profundidad durante las noches. Bajo el manto de las estrellas, con la melodía lejana de la vida salvaje que vagaba por la inmensidad del desierto californiano, y con las libélulas traviesas que jugaban a trazar formas hipnóticas sobre la nada, la irremediable cercanía entre Charles y ella no era más que distancia, una que mutaba a melancolía helándole el cuerpo. Sentía un paradojal frío, temblaba de ausencia, y la poderosa vehemencia del calor de las tierras que la cobijaban no podía hacer nada al respecto.

Charles...

El nombre volvió a salir de sus labios como si de un exorcismo se tratara. Abrió los ojos. La blanca luz de la luna cubría cada centímetro de la habitación, invadía todo y, a la vez, se alzaba como un testigo silencioso que se guardaría para sí la identidad de los brazos que la habían cargado hasta la habitación.

El sudor no le dio tregua, posiblemente porque la sensación de frío nacía del pensamiento más que de una manifestación del cuerpo. La realidad que la rodeaba seguía siendo ardiente, lo suficiente como para hacer que la tela de la enagua y el vestido se adhirieran a su piel. Los alambres del miriñaque, amoldados a la forma del colchón luego de un par de horas de reposo, dejaron el rostro de su existencia en sus piernas. Desvestirse nunca antes le resultó una tarea tan agobiante. Un pequeño fragmento de la consciencia de Nora se encontraba flotando en el mundo de los sueños, mientras todo lo demás luchaba por despertarse. Sintió un cosquilleo en los dedos cuando hizo uso de ellos, desabotonar el vestido requirió de una destreza fuera de lo común; para cuando terminó con el último, el estado de vigilia primó sobre todo lo demás.

Contaba con el privilegio absoluto de la privacidad, y el hecho de que las cortinas estuviesen abiertas de par en par no se lo robaba. Fue libre de desnudarse sin recaudos, con la noche como única espectadora.

Si quería volver a forjar amistad con el sueño debía convocarlo de la manera correcta. No contaba con agua suficiente para tomar un baño de tina, pero sí para refrescar cada centímetro de su piel. Kaliska solía dejarle un aguamanil con unas flores silvestres que, según la mujer, dotaban con sus propiedades todo aquello que tocaban. Hundió una toalla de manos y la estrujó; primero se humedeció el rostro y el cuello, luego hizo extensiva la caricia a sus pechos y brazos. Cuáles eran las propiedades de esas flores, no lo sabía; le bastaba gozar del perfume que poseían y se impregnaba a ella. Respiró profundo, sintió una inexplicable sensación de paz. Finalmente recuperaba la calma perdida. Perdida de hace días, desde el primer día que había puesto un pie en esa casa. Desde que Charles dejó de ser un nombre, una idealización, para convertirse en la perfecta combinación de un ángel con faceta de demonio.

Una vez que sus piernas y vientre experimentaron la misma relajación que el resto del cuerpo, cubrió su desnudez con uno de los camisones que había adquirido por la tarde. Vivenciaba la ilógica sensación de estar flotando en una elipsis temporal. A pesar de que las manecillas del reloj no habían alcanzado a dar una vuelta completa, la tarde parecía un pasado lejano. La conversación oída entre Charles y Kaliska fue lo que logró el efecto de eterno para Nora, porque tras ella, lo esperó... lo esperó dispuesta a confrontarlo, decidida a arrancar de raíz el absurdo recelo que el hombre sentía por el simple hecho de romper sus esquemas imaginarios.

¿Cómo si la belleza física importase? ¿Cómo si los valores, las palabras y los sentimientos no tuviesen supremacía sobre todo?

Quizás era tiempo de romper otros esquemas para Nora; aquellos que se imponían como normas y modales establecidos aprendidos a rajatabla. Quizás debía de abofetearlo sin dudarlo, hacerlo entrar en razones. Eran lo que eran. Eran eso que combinaba en pensamientos y que los hacía emitir la misma respuesta al unísono. Perfecta sincronía. Hasta un ciego lo podría ver. Hasta un niño lo podría entender. Sin embargo, Charles prefería repelerla, privarla de la absoluta cercanía.

 

Pensar no era la alternativa adecuada para conciliar el sueño, y si lo que pretendía era lidiar con lo que quedaba de la noche en los brazos de Morfeo, debatir frente al espejo sobre lo que debía o no debía decirle al hombre que la había arrastrado al otro extremo del país no le traería buenos resultados.

Estaba con el estómago vacío, no había cenado a pesar de la insistencia de Kaliska. Utilizó el agotamiento como excusa, no podía decirle que las palabras de Charles le habían quitado el apetito hasta el fin de los tiempos. La ausencia de sólido no era un inconveniente, la verdad era que el calor de la región solía forzarte a pequeñas cenas, eran preferibles los tentempiés ligeros entre comidas, y había disfrutado de uno de estos junto a Amy. Lo que su cuerpo necesitaba era recobrar la temperatura, compensar el frío interior con el fuego exterior. La nueva costumbre impuesta por Kaliska, la de beber un vaso de leche tibia con vainilla antes del descanso, demandaba su momento.

Un vaso de leche tibia, en su defecto, un té. Cualquier infusión sería bien recibida.

Comprobó su imagen en el espejo, el camisón blanco, simple, le daba el resguardo conveniente. Dudaba mucho que alguien se atravesara en su camino a esas horas de la noche, comenzaba a conocer la dinámica interna de la casa. Desarmó el recogido de su cabello para dejar caer la trenza a su espalda, y sin proveerse con ninguna fuente de luz, abandonó la habitación rumbo a la cocina. Sabía que Kaliska dejaba siempre un par de leños ardientes, que se convertían en cenizas justo cuando el sol se elevaba en el horizonte.

Los mechones rebeldes que enmarcaban su rostro, comenzaron a danzar movidos por la suave ventisca, las ventanas de los corredores siempre se encontraban abiertas, al igual que las cortinas, para permitirle a la noche refrescar a la vivienda. Llegar a destino sin el importuno de un obstáculo, no le fue difícil. Intuía que faltaban un par de horas para que despuntara el alba, lo que le permitía la libertad de andar a sus anchas sin pudor.

Los leños ardían, y la calidez del lugar equilibró la sensación de fría soledad que la inundaba. Las pequeñas llamas que todavía luchaban por mantenerse vivaces le sirvieron como luz; la luna, se escondía en ese lugar de la casa. Estaba descalza, y aunque el suelo de la habitación era más irregular que las del resto, no le molestó. Se encontraba a gusto, como si perteneciera allí.

Buscó el recipiente de acero que Kaliska utilizaba para calentar agua para infusiones, lo halló de inmediato; se sorprendió al notar que contaba con agua ya tibia. Encontró el resto de los elementos sobre la gran mesada central, parecía que el destino de esa noche estaba decidido a confabular con sus deseos, y la tarea de prepararse un simple té sería, justamente eso, una simpleza. La situación, dados los acontecimientos del día, fue comparable a una caricia al alma. Sonrió.

Sonreír le estaba resultando una labor opuesta a la del té, y si seguía dándole cabida a las intuiciones, era muy posible que perdiera la práctica de la sonrisa de un instante a otro. ¡Detestaba que Charles huyera de ella! ¡Que no le permitiera el placer de la conversación en silencio, fruto del encuentro de miradas!

Quería conocer todo de él, las muecas que eran el preámbulo de su malhumor, las arrugas en su ceño, resultado de la testarudez que, no era muy difícil suponer, lo acompañaba desde la primera juventud. Ni hablar del brillo en sus ojos, uno que le revelaría cuándo se encontraba satisfecho.

El vapor le hizo presuponer que el agua estaba en un punto óptimo, y puso en pausa a las insustanciales cavilaciones. Capturó entre sus manos la tetera para colocar las hebras de té en ella. Sintió la porcelana tibia, y no solo eso, pesada. La destapó y la acercó junto a las llamas. El olfato le ganó a la vista, el aroma a té y miel se coló por su nariz.

El corazón se le aceleró al descubrir que no estaba sola. Cayó en cuentas de que el fuego se movía en una dirección particular, y conseguía ese movimiento gracias a la brisa que ingresaba por una de las ventanas. La sombra de un cuerpo se dibujó sobre el suelo cortando la respiración de Nora. Dio un paso atrás y las llamas se sumaron al juego del descubrimiento. Lo que pudo ser un cuerpo diminuto, desde la posición en que se encontraba, aparentó ser gigantesco, poco familiar, irreconocible.

Un ahogado grito, nacido en lo profundo de sus entrañas, resonó en el ambiente como si el espanto fuese el que la gobernara en ese momento. La tetera se resbaló de sus manos y se hizo trizas contra el piso.

—¡Suficiente, señorita Jolley!

Reconoció a la voz de Charles en ese extremo oscuro de la habitación. Se llevó las manos a la boca, presa de la culpa por su torpeza y su comportamiento de niña asustada.

El rostro de Charles, y lo que parecía ser una extensa cicatriz en su lado izquierdo, se realzó ante los ojos de Nora gracias al color naranja rojizo del fuego que lo iluminó.

—¡Regrese a su habitación! —Le ordenó levantándose como si una tempestad impulsara a su cuerpo.

—Pero... —No iba a marcharse, no quería alejarse de él. Utilizó otro argumento—, la tetera, he hecho un desastre. —Se lanzó de rodillas al piso para juntar los pedazos.

La mano de Charles hizo presión en su brazo, y la sensación fue más que extraña. Una mirada de reojo fugaz expuso la verdad en la debilidad de esa mano que la sostenía: le faltaban dos dedos.

—Oh, no... —balbuceó dejándose guiar por el instinto que le decía que era tiempo de romper la barrera que los separaba. Quiso acariciar esa mano desvalida, ir en busca de su mirada por primera vez.

Él se lo impidió. La empujó para obtener el espacio que le permitiera alejarse de ella. El cuerpo de Nora lo privaba de la huida.

—¡Vuelvo a repetir, señorita Jolley, regrese a su maldita habitación!

Las pesadas piernas de Charles se elevaron por sobre su torso encorvado para darse espacio a la fuga. Nora se incorporó de repente sin recordar que tenía los pies descalzos y que el piso estaba cubierto de trozos de porcelana. Utilizó las manos para recobrar la verticalidad consiguiendo que el primer fragmento se incrustara en su palma derecha. La planta de su pie izquierdo sufrió una herida similar. El dolor físico no fue un impedimento para reaccionar.

—¡Charles! —Perdió el control del tono de su voz y de las formas— ¡Charles!

Fue un grito desesperado, demandante, que se escabulliría en la noche y desaparecería al igual que él.

 

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