Nora

Nora


Capítulo 28

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El final de recorrido fue guiado por la montura. El animal parecía conocer mejor el terreno, y eso le permitía a Nora pensar en lo hablado. Le traía cierta paz, aunque no del todo, saber que contaba con Amy, que su amiga no la juzgaba por querer ser feliz.

Nunca antes se lo había planteado, y en eso, la señorita Brosman llevaba la razón. Desde los quince años que iba por la vida con el corazón cerrado, la señora Grant se lo había recriminado: ni una palabra, ni una carta. Tampoco había mantenido contacto con la señora Monroe y con los Clark desde que había dejado Nueva York. Nadie, salvo Amy y Clarise habían atravesado sus barreras. Y ahora… Charles Miler. El motivo salía a la luz ante el giro de los acontecimientos, la desbordaba la culpa al saberse viva, al experimentar todo aquello que le fue vedado a Elisa. Lo que comenzaba a no estar claro era si con esa forma de llevar los años la había honrado, prácticamente muriendo a su lado, o había insultado el sacrificio de su hermana. ¿No era eso por lo que Elisa soportó todo, por brindarle una vida mejor?

De todos modos, le debía justicia. Aun si tomaba el camino de la felicidad junto a Charles, le debería justicia a Elisa. Analizó hacerlo de un modo que no implicara al editor siendo marqués. La idea le retorcía las tripas. La imagen que tenía del marqués de Aberdeen era la de un viejo asqueroso, libidinoso y sin escrúpulos. Un hombre que insultaba a Miler con su simple existencia. Contemplar la posibilidad de darle ese título, de tener que llamar a Charles milord la hacía sudar frío. Imaginarlo casado con una flor inglesa de renombre le propiciaba unas inmensas ganas de caer del caballo y quebrarse la nuca.

No fue consciente del giro que daba la montura. Estaban en los terrenos Grant desde hacía varios minutos, por lo que podía deambular sin miedo, algo que en las inmediaciones del pueblo no era buena idea. No se sentía lista para enfrentar a Charles, con el beso latiendo en sus labios y el sabor todavía endulzándole el paladar. Se daba cuenta de que no lo culpaba por necesitar espacio, ella se hallaba en la misma situación. El dolor de su distanciamiento era el eco del propio, el de saberse con secretos. Elevó la vista hacia el sol que estaba a mitad de camino del ocaso y sonrió con tristeza, debía agradecerle a Dios o a la deidad que rigiera esas tierras que Miler también guardara una parte de él, de ese modo, los remordimientos remitían. Le permitía mentirse ante la idea de estar en igualdad de condiciones. Igualdad… ese era el talón de Aquiles de Nora. No estaban en igualdad y lo sabía, era lo que escondía. América no había dejado su huella tan hondo como para que olvidara la división social británica.

El caballo se perdió en la espesura de los bosques y tuvo que ponerle fin a la diatriba mental.

—¿A dónde me llevas, bestia del demonio? —dijo con cariño, con el apodo que usaba Amy para los caballos—. La casa queda para el otro lado.

El animal no parecía perdido, ni molesto, solo dispuesto a ignorar a su jinete. Reconocía el lugar como uno frecuente. Nora descendió de la silla y tomó la rienda para avanzar por la parte apenas marcada entre los árboles. Un sendero natural, delimitado por el paso de caballo y hombre. La curiosidad la embargó y con ella, la magia de las fantasías de niña que tan pocas veces se permitía. Hadas, duendes… ¿qué criaturas mágicas tendrían lugar en esas tierras? Los ingleses estaban influenciados por la mitología celta y ella recordaba algunos cuentos alterados. Pero todos se trataban de espacios que distaban demasiado del escenario que ofrecía California. En aquellas latitudes, se imaginó, los duendes vestirían de marrón para perderse con el paisaje; no con el verde irlandés; y quizá la flor de buena suerte, en lugar del trébol, sería el girasol californiano.

Con esas absurdas ideas en mente, llegó a destino, para descubrir cuál era la magia escondida en esas tierras: Charles Miler.

Intentó no hacer ruido, no alterar el escenario de comunión entre hombre y naturaleza. Nunca imaginó esa faceta del editor, siempre escondido entre libros, en las sombras, tras páginas escritas. Allí, sumergido en el agua, nadando apenas con un pantalón arremangado y una camisa a medio abrochar parecía más un salvaje que un hombre de letras.

¿Prejuicios?, se reprendió; se obligó a cerrar la boca para que no entraran en ella las abejas que zumbaban. Ató al caballo en el árbol, y se debatió entre hacerse visible o aprovecharse un poco más de esa versión de Charles, una que presentaba más que la desnudez física. Conservaba el parche en el ojo, pero no los guantes. Las cicatrices no parecían molestarle cuando nadie las miraba, se olvidaba de ellas, como intentaba olvidarse de todo. Ese era el poder de las aguas del arroyo, el de limpiarlo de sus tormentosos pensamientos.

Nora no podía adivinar que el eco de su nombre resonaba en la cabeza de él mientras la sumergía en el agua y luego, al sacarla, la sacudía para secarla. Mesó su cabello, alisando los bucles hacia atrás y recién ahí advirtió la silueta del caballo. La buscó entre los árboles, y Nora se vio en la obligación de descubrirse. Lo hizo con las mejillas ardidas y los labios rojos de tanto morderlos. La intensidad en la mirada de Charles no ayudó a serenarla, no parecía incómodo ni indignado por el atrevimiento de la muchacha, sino excitado.

—¿Hace cuánto que te escondes? —La pregunta sonó ronca, sensual. Más un juego que una amonestación.

—Unos minutos. El caballo me trajo aquí, no conocía el lugar.

—Me temo que te tuve encerrada demasiado tiempo… —Seguía haciendo uso del tuteo, aunque ella se hubiese ido enfadada.

—Te… tenemos mucho trabajo. —Se giró para darle el espacio para salir del agua y vestirse hasta estar presentable. Sintió el chapoteo de Miler a sus espaldas y aguardó.

—Si sigues allí, te perderás toda la diversión. No pienso salir, Nora. Aquí está fresco… —Una mentira a medias, no podía salir sin que las prendas, pegadas a su piel, delataran el efecto que ella tenía en él. Era inocente, lo sabía, pero ¿tanto como para no conocer eso?

—En ese caso, volveré a pie y…

—Perdón, Nora, por poner distancia sin explicaciones. ¿Lo entiendes, verdad?, ¿me entiendes? Dime que lo haces, que comprendes el martirio, que por ese motivo fuiste al pueblo, y que no te alejas de mí porque me desprecias, sino porque no puedes con los sentimientos que te provoco. Dime que te quito el sueño, Nora, que te preguntas a cada instante si prefieres la paz vacía de antes o el tormento de ahora. Dime que te sucede lo mismo. Y si no es así, quizá te apiades de mí y me mientas una tarde. Solo una…

Nora se volteó para observarlo. A la orilla del arroyo, el agua le llegaba hasta las pantorrillas, las prendas claras estaban adheridas sobre cada músculo de su cuerpo y la camisa, casi transparente, revelaba la firmeza de su pecho, la estrechez de la cintura y el tono dorado de su piel. Indagó en su mirada, que no veía afectada la intensidad por el parche. Era igual de profunda, de sincera, decía todo lo que un hombre podía decir.

—No necesitas de mentiras, Charles, y lo sabes.

Él salió del agua, la tomó de la mano y le besó los nudillos. Sintió la palma desnuda de él, una caricia sincera, sin miedo a generar repulsión. Nora le devolvió el gesto, alzó las manos de él y las besó. En cada nudillo, en aquellos que terminaban en largos y finos dedos y también en los amputados, en los que mostraban un muñón. Para ella eran manos tan perfectas como las de un ángel. Se contemplaron unos instantes, hasta que ambos sonrieron con entendimiento.

—Kaliska dice que esta cascada es mágica, aunque siempre creí que me tomaba de tonto.

—¿Sabes?, mientras caminaba por aquí pensaba en qué cuentos mágicos podría retratarse la belleza de esta zona. Este lugar parece un escenario perfecto para inventar historias.

—Inventemos una —fue la propuesta de Charles—. Hace tiempo que intento algo, según dicen, aquí es el mejor lugar para pescar. Solo hay que esperar a los peces en la cascada y atraparlos cuando caen. Nunca lo logré.

—¿No sería mejor con una caña, un anzuelo y un cebo?

—¿Y dónde estaría la magia para nuestra historia? —Charles regresó al agua, se acercó a la cascada, que era baja y de poco caudal y esperó a divisar algún pez.

—¡Allí! —chilló Nora, desde la orilla, y rio a carcajadas cuando el hombre intentó agarrarlo. La situación se repitió un par de veces, hasta que le dolió la panza de tanto reír.

—Tus chillidos y tus risas me distraen, estoy seguro de que a ese último lo hubiese podido agarrar. Si hasta llegué a tocarlo.

—¡Oh, por favor! No tengo nada que ver con tu fracaso, Charles. Ya admitiste que no lo conseguiste jamás, así que no es mi culpa.

—Pues te desafío a que lo intentes. Vamos… una travesura no ha matado a nadie. —Nadó hasta el borde y le extendió la mano. Nora vaciló unos segundos, y luego sonrió. Se quitó los botines, una de las enaguas del traje de montar, y lo acompañó por completo vestida al agua.

Era del todo impropio, pero, ¿quién se enteraría?, ¿quién podía recriminárselo?

Si creía que no existía algo más revelador que la ropa de hombre empapada, era porque no había contado con las leyes de la física sobre su falda. La misma, liviana y no tan permeable, se infló y ella debió empujarla con ambas manos para cubrir las enaguas. Todo a su alrededor era un mar de telas que pesaban y le impedían los movimientos, sin hacer nada por menguar las risas de ambos.

—¡Ni se te ocurra, Charles! —amenazó al ver que el hombre la acercaba demasiado a la cascada.

—¡Vamos!, no seas mojigata.

—Detesto ese término.

—Por eso mismo lo he utilizado, ya conozco el poder del desafío en usted. Es la mejor forma de tentarla… mojigata.

—No lo soy. El hecho de estar sumergida en un arroyo dispuesta a pescar con las manos siguiendo las instrucciones de una nativa de dudosa palabra debería bastar como prueba.

—¿Dudosa palabra?, ¿Kaliska?

—No hace más que bromear a mi costa.

—Es gracioso bromear a su costa, señorita Jolley —dijo Charles y simuló una de sus coordinadas reverencias. La hizo exagerada, y Nora aprovechó para hundirle la cabeza en el agua. Miler salió fingiendo enojo, con todos sus cabellos sobre la frente, brindando una imagen tan graciosa que Nora no contuvo las burlas.

Al ver que el hombre iba a cobrárselas, corrió todo lo rápido que las faldas se lo permitieron, sin darse cuenta de que quedaba a unos centímetros de la cascada. Charles solo se acercó a ella, un paso, otro, obligándola a retroceder… o a besarlo. Nora tomó la primera opción, la equivocada, porque terminó bajo el agua de la cascada, y uno de los peces golpeó su cabeza para más bochorno.

—Eres un chiquilín, Charles. Un completo chiquilín. No sé cómo has logrado engañarme con tu imagen de hombre serio.

Él no dijo nada, Nora no se daba cuenta de la sensual imagen que daba bajo la cascada, con la parte alta de su vestido pegada a cada curva y la parte baja flotando a su alrededor.

—Lo mismo digo, señorita británica. Vamos, inténtalo. Pesca uno y será nuestra cena.

—Bien, pero nada de que lo cocine Kaliska, te encargarás tú de quitarle las vísceras y cocinarlo.

—¡Trato! —Se dieron la mano para pactar las reglas del juego, y Nora se puso frente a la cascada.

Uno, dos, tres… varios peces pasaron por sobre ella. Charles seguía con sus risas, y Nora se figuró cuán graciosa sería la escena que le brindaba con sus intentos de agarrar uno con las manos.

Lo pensó mejor, sonrió y juró que quien reía último lo hacía mejor. Atravesó la cascada y se refugió en el pequeño hueco que quedaba contra la roca.

—Dios bendiga la moda, señor Miler —exclamó y dejó que la falda de su vestido se ampliara por completo a su alrededor. Esperó unos segundos y, cuando vio que un pez llegaba, retrajo la tela como si de una red se tratara. Para su sorpresa, la falda era tan amplia que logró pescar dos—. Espero que su cuchillo esté afilado, señor Miler, pues tenemos cena.

—¡Eso es trampa!, no has usado las manos.

—Por supuesto que lo he hecho, solo que mejor que usted. Sepa perder, señor. —Nora arrastró el botín hasta la orilla y los arrojó sobre la tierra. Los brazos de Charles le impidieron salir, la retuvieron a un metro.

—Tenemos un acuerdo, Nora. Nada de señor… —La hizo girar entre sus brazos y quedaron enfrentados—. ¿Cómo debes llamarme?

—Charles… —susurró—. Charles. —Alzó la mirada reclamando lo que los labios de Miler ofrecían. Él no la decepcionó, la besó desesperado, con la pasión renacida por el juego, por la diversión y las confesiones tempranas.

Las bocas se devoraban, las manos se recorrían y las prendas húmedas les permitían ir más lejos de lo que creyeron. Podían sentirse, cada centímetro de sus cuerpos estaba en contacto con el del otro. El agua funcionaba de conductor del deseo, y aunque estaba fresca, no lograba enfriar la pasión que les hacía arder la piel.

Charles la arrastró fuera del arroyo, la enagua seca de Nora olvidada en el césped junto al chaleco de Miler les sirvió de resguardo contra el suelo. No detuvieron la exploración de sus bocas, lucharon con sus lenguas por apropiarse más y más del otro, reclamarlo como suyo.

Nora barrió con esos besos las culpas y los resquemores. No podía perderlo, no era capaz de permitir que la sociedad con sus estúpidas reglas, esas que ella fue educada para seguir, se lo quitara. No a él, rogó, rezó y confió en que ese remanso albergara la magia que Kaliska le adjudicaba. Esperaba que los seres poderosos que allí habitaban escucharan sus deseos y se los concedieran. Entre ellos no existían las leyes, no eran jefe y asistente, ni marqués y plebeya… eran hombre y mujer. Tan simple como eso.

Charles la tomaba del cuello, enredando los dedos en los cabellos empapados de Nora; le impedía huir, escapar de él. La deseaba tanto que no podía contenerse, y notaba que ella no se lo demandaba. No se horrorizaba de las caricias, de lo osado del beso.

Desafío… Cada movimiento de él era un desafío para Nora, como los del juego anterior. La incitaban a demostrar que ella también podía dar tanto como recibía. Si la mano de él bajaba por la cintura, la de ella ascendía por la espalda. Si la lengua de él ahondaba en su boca, la de ella exploraba los labios. Los dientes de Charles mordieron el labio inferior de Nora, tiraron de la carne, consiguiendo un gemido ronco de la muchacha. Luego bajaron por el mentón, juguetearon con el lóbulo de su oreja hasta llegar al cuello y dejar ahí su marca. La quería devorar, saborear, apoderarse de esa tentadora piel. Ella le retribuyó con las uñas, dejando su impronta en líneas rojas que le surcaban la espalda.

—Nora… —El nombre escapó como una advertencia. Existía una última línea, como los límites de los estados de ese país, una línea dibujada por ellos. No era real, no era natural, solo un tratado, un convenio de paz. E iban a atravesarla, lo sabían—. Nora… no hay retorno, no lo hay. Dime que aun así me seguirás.

—Sí, Charles.

Volvió a besarla, sabedor de que sería un beso eterno. Con pausas, sí; con noches de descanso, con horas de trabajo, con momentos de distancia, pero sería un beso para siempre. Era el inicio de algo que duraría hasta la muerte y, quizá, hasta después de ella.

Quitarse la ropa húmeda fue todo un reto. Charles, además, contaba con la desventaja de sus manos mutiladas. Había aprendido a manejarse bien, pero esa misma moda que había resultado útil a la hora de pescar, se presentaba como un obstáculo mayor a la hora de amar. Nora vaciló unos segundos, un instante en que volvió a ser una educada señorita británica, pero eliminó ese lapso en un parpadeo. Si debía elegir entre la Nora que fue y la mujer que Charles la invitaba a ser, elegiría siempre ser la versión de esa tarde mágica.

Se puso de pie, ante la mirada ardiente de Miler, y emprendió la tarea de desnudarse. Él se puso de rodillas, con la cabeza inclinada hacia ella. Porque así era como los mortales se postraban ante los dioses, y Nora acababa de convertirse en su diosa personal. La adoró, la amó. Ella se quedó solo con los pololos, y Charles se quitó las prendas húmedas hasta igualarse a ella. Volvieron a recostarse sobre los ropajes, que ahora eran puro barro, sin que eso les molestara.

Charles besó cada rincón del cuerpo de Nora, cada centímetro de su piel recibió la atención de los labios ardientes del hombre. Le apartó los pololos y acarició el monte de venus hasta saberla lista para él. La saboreó y exploró, hasta satisfacer el deseo que lo abrasaba. Los gemidos que escapaban de los labios de Nora lo embriagaban al igual que el néctar femenino, prueba de la pasión compartida. Intentó hacer del momento algo eterno, extenderlo hasta que la razón lo abandonara y se mezclara la realidad con los sueños. Pero los cuerpos eran terrenales y demandaban de un alivio urgente.

—Charles… Charles… —¿Podía negarse a ese reclamo?, ¿llegaría el día o la noche en que pudiera decirle No a algo que su Nora solicitara? Sin duda no sería esa tarde, ni en temas de pasión. No, allí él era un mero sirviente de los deseos de su amada.

Ascendió por el cuerpo de la muchacha, maravillándose con su piel blanca, con los lunares que hallaba en el camino, con la tersura y suavidad de ese cuerpo que se le era entregado con tanta pasión. Las bocas volvieron a unirse, a buscarse y saborearse. Las piernas de Nora lo rodearon por la cintura, haciendo que el miembro de Charles ocupara el lugar en la entrada de su más secreta intimidad.

Gimió su nombre: Nora… a medida que avanzaba y profanaba el cuerpo virgen. Lo reclamaba como suyo y, a cambio, le brindaba el de él, ese que cargaba con heridas, con secuelas y cicatrices.

Y para ella, no existió entrega más valiosa. Tomó todo lo que él tenía para dar, y le retribuyó en igual medida. Se amaron en ese lugar mágico y escribieron la primera página de la historia de los dos.

 

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