Nora

Nora


TRES » B: Huérfanos de escalera

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Son las once de la noche, pero hace calor. Casi medianoche, parece mediodía. Mi coche está aparcado junto a su casa. De camino, me cuenta que vio a Van Morrison en un aeropuerto, pero no le dijo nada. Solo

sorry cuando chocó accidentalmente con él.

—¿Accidentalmente?

—Accidentalmente queriendo. Para poder decir que le había tocado.

Tenía razón, las grúas de Deusto son dinosaurios. Los primeros habitantes de la ciudad, ahora a punto de extinguirse. Ya estamos aquí, ya podemos ver el coche, la casa. Diez pasos hasta la puerta, o me voy o me quedo. Nueve pasos, me oigo respirar, recuerdo Berlín, todo lo que podría salir mal, ocho, siete pasos, Martín dice “

el viejo debe estar en casa”, pero añade “

igual quieres tomar café” cinco pasos, cuatro, “

”, tres, “

podría tomar café” y dos, uno, estamos en la puerta de su casa.

La primera vez que Nora Busturi entra en casa de Elías Eskilarapeko, hay treinta y ocho grados en la ribera de Deusto y el viejo se ha pasado la última media hora oyendo los grandes éxitos de la Motown que han programado en la radio para sustituir el programa de Nora.

La primera vez que Nora Busturi entra en casa de Elías Eskilarapeko, el ascensor no funciona, la ducha pierde agua, los vecinos están hartos de las humedades, la televisión está estropeada, los libros llenan cada rincón, en la habitación de Martín hay once fotos de una chica que no conoce y la cocina huele a tortilla de patata. El viejo les oye llegar desde el baño, se sube la cremallera, se lava las manos.

—¡Llegas tarde! ¿Y la cena, qué?

—Hemos cenado fuera.

—¿Hemos? —todavía desde el baño—. ¿Tenemos visita y no les has traído a probar mi legendaria tortilla?

—¿Lleva pimientos verdes?

Las primeras palabras que le oye decir Elías Eskilarapeko a Nora Busturi son “¿

lleva pimientos verdes?”, mientras se seca las manos, sin saber que está a punto de conocer a la hija de Sara. Piensa

Martín debería casarse con esta chica. Piensa en su madre, en lo mucho que le gustaban los pimientos verdes y, al pensar en su madre, piensa en Sara, como piensa siempre en ella, con esa mezcla de culpabilidad y melancolía que acabará matándole más pronto que tarde. Se acuerda de la bruja del circo, de aquellas palabras que cambiaron su vida, aquella horrible verdad que dolió tanto. Se seca las manos y se dirige a la cocina sin saber que está a punto de reencontrarse con el pasado del que salió huyendo, que esa noche se acostará llorando, que Sara tuvo una niña.

Jesusama. —Se descompone al verla.

—Será

Jesusaita, en todo caso. —Es Martín. Martín, que ve lo pálido que está, pero no ve nada porque enamorarse perjudica la visión periférica.

Gabon —dice Nora—. Después de haber oído tantas cosas de ti pensé que no existías.

Cuando Elías la ve por primera vez tiene que aprender a respirar de nuevo. Esa cara.

Santo dios,

esa cara.

Rosa siempre le ha dicho a su nieta que nació con la misma cara de su madre. Como si no hubiera tenido padre, como si la voluntad de su madre hubiera sido suficiente, y Nora hubiera nacido solo de su sangre, de su carne, de su espíritu.

Sara se quedó embarazada en luna llena. Era un martes de noviembre, no había clientes en el hostal y Rosa había viajado a Omaha, a comprar una furgoneta nueva. El mago vivía con ellas, acostumbrado a la vida sin trucos de Nebraska. Rosa agradecía la ayuda en la casa, las manos de un hombre, la disposición que tenía con los clientes, su disciplina para el trabajo. Sara no podía entender que se hubiera adaptado con tanta facilidad, que no añorara los aplausos del público. El mago decía “

me bastas tú” y era lo peor que podía decir, “

si te quiero, qué más puedo necesitar, Sara”. Aprendió a quererle de un modo que resultaba difícil de entender, que solo tenía sentido bajo las sábanas. Un amor amargo, sin espacio para juegos de niños. Había nacido de la rabia y se mantenía por pura rabia, lleno de espinas.

Qué otra cosa puedo necesitar” decía el mago y Sara se callaba la única respuesta posible, “¿

de verdad, te basta esto?”.

Si te conformas con esto no sabes lo que es el amor.

Cuando no podía dormir, Sara se sentaba en el porche y Rosa le repetía cuentos de

Las mil y una noches. El mago dormía, pero madre e hija siempre habían sido trasnochadoras. La noche que se quedó embarazada, su madre no estaba, así que Sara se limitó a quedarse mirando al cielo, durante mucho tiempo. Pensando con claridad, pero sin pensar en nada. La mente abierta y ni una sola respuesta. Era joven, pero no se sentía joven. Podía hacer lo que quería, pero no había nada que quisiera hacer. Escuchó un ruido en la oscuridad, pero no se asustó demasiado, siempre había ruidos en la oscuridad. Conocía el desierto.

Al lobo, sin embargo, no lo había visto nunca.

Tenía los ojos amarillos, era mucho más grande que un perro. Se movía en la oscuridad casi como los animales. Casi: no del todo. Era lobuno, sin serlo del todo. No distinguía su figura con claridad, notó que la miraba durante mucho tiempo. No sintió miedo, al contrario. Su mirada la tranquilizó. Era la calma más adulta de su vida, la más feliz. Lo que fuera, se marchó sin hacer ruido, se lo tragó la misma oscuridad que lo había hecho aparecer. Aulló una vez, un canto blanco a la luna. Y eso fue todo.

Sara volvió a su habitación en silencio. Oía la respiración del mago, pero era un sonido lejano. Acababa de encontrar la puerta de otro mundo y se sentía como una niña que tiene en la mano todos los misterios del universo. Se quitó el camisón, se quedó solo con las sábanas. Quería escribirle una carta a Elías, decirle que se había hecho amiga de un lobo. Decidió soñar con él y contárselo en sueños. Como cuando eran niños. En algún lugar del mundo, Elías vivía. Sara sabía que vivía. Vivía y pensaba en ella, podía verlo con claridad. Lo había leído en los ojos del lobo, esa noche creía en los cuentos de nuevo. Eran Elías y Sara, cómo no iba a creer en ellos, en lugares distintos del mundo podían soñar con lo mismo.

Desnuda, se aferró al cuerpo del mago, buscó una caricia a oscuras, humedad, la boca de su marido, la carne que había devorado, roto y curado tantas veces. Soñaba, aunque estaba despierta, y la boca del mago era más caliente que de costumbre, y sus manos eran realmente manos mágicas y Sara lloraba donde no duele, de cintura para abajo, lo necesitaba más que nunca, la llenaba más que nunca, se rompió como nunca, satisfecha, aullando.

No necesitó pruebas, ni un médico. Al despertar supo que estaba embarazada. El mago no la creyó. Recordaba haberse acostado temprano, había pasado la noche durmiendo plácidamente. Cuando los análisis confirmaron el resultado, pidió el divorcio en un tribunal de Omaha. No quiso darle su apellido al niño, no le parecía justo.

—Le bastará con tu apellido. —Había envejecido diez años de golpe, parecía desquiciado—. Dijiste ese nombre en sueños. Toda la noche.

Sara se mordió la lengua para no preguntarle a qué nombre se refería, pero el mago se lo dijo sin que ella se lo pidiera. Se lo dijo, dio un portazo y se marchó en el primer autobús que pasaba.

Siempre he sabido que no me querías como a un marido, no me importaba. Pero es demasiado saber que tampoco querías a tu hermano como a un hermano. Tenías que haberte oído. Cómo gemías en tus sueños. Ese nombre. ‘Tontorrón’. Tenías que haberte oído.

Durante todo el embarazo, soñó con el océano, con una ciudad en la que todas las casas miraban a la mar. No había estado nunca, pero visitó todas sus calles, hasta la más alta. De día paseaba, dormía, pensaba en nombres para su hija, sin decidirse por ninguno. Una tarde, volviendo de una larga caminata, vio un coche viejo alejarse del hostal. Dentro, el que sería su último cliente. Su madre miraba al vacío. Sentada en el porche, anunció que se había cansado de su pequeño negocio y de las vastas extensiones del desierto. Quería volver al sitio donde había nacido.

—Si a ti te parece bien, Sara, dar a luz a ese niño en otro sitio.

Sara pensó que viajar al otro lado del mar sería una forma de acercarse a la ciudad imposible de sus sueños.

—Sí. Vámonos.

El día que dejaron América, Rosa no lloró, pero asomaba a su mirada una pena infinita. Era como si dejar aquella casa la hiciera enviudar. Le quedó para siempre una forma demasiado suave de pronunciar las eles y la costumbre americana de llamar

friser a las neveras.

Resulta que el viejo de Martín no es viejo, ni de Martín.

Es mayor, eso sí, pero no un anciano. Eskilarapeko, el escritor que apenas se deja fotografiar, al que todos hemos leído en la facultad. No ha sido el cuenta cuentos de Martín, ha sido el de todos. Le vi una vez, en los pasillos de la radio.

Eskilarapeko me dijo una compañera,

ya le habrás leído. Le había leído de noche, sí, con los ojos ardiendo, metida en la cama. Parece fuerte, más alto que Martín, conserva casi todo el pelo, tiene cejas pobladas, mirada traviesa, palidece cuando nos ve. Se le pasa enseguida.

—Perdón si me he sorprendido. —Mira al suelo para recuperarse—. Me recuerdas a alguien y os he confundido.

—De hecho, creo que nos conocemos —digo. Vuelve a palidecer. No sé si he dicho lo que no debía o estoy donde no debería—. De la radio, quiero decir. Mi voz, al menos.

Se queda totalmente quieto. Martín, que hasta ese momento parecía tranquilo, se tensa. La cocina está llena de cosas y en silencio. Me asusta la claridad con la que noto lo preocupado que está. Hasta que el viejo habla, “

bueno, habrá que presentarse como dios manda, cualquiera diría que a este chaval lo criaron en una cuadra”.

—Encantado, Nora.

Le cambia la voz. Como les cambia a algunos hombres cuando hablan con algunas mujeres. Tiene unas manos enormes, podría caber yo dentro.

—Creo que Martín te llama viejo para tomarte el pelo, no dice nunca que seas Eskilarapeko.

—No lo hago por desmerecerle, es para hacerle un favor. Alguien tiene que recordarle cuántos años tiene, para que se mantenga alejado de las jovencitas.

Kabendie. Te asusta la competencia. —Me guiña un ojo. Está tan lejos de ser un viejo pervertido que la comparación resulta graciosa—. Y ni siquiera te ofreces a preparar un café. Lástima de juventud, francamente.

Lo prepara él y lo sirve con tortilla de patata, para acompañar. Insistirle con que ya hemos cenado es totalmente inútil. Si te sientas a su mesa, toca café, tortilla y algunas de esas anécdotas con las que ha llenado tantos libros, tantas columnas, tantos artículos. Entrevistas con dictadores, aquella vez que le encarcelaron en Praga, cómo conoció a Martín.

—Alquilé una casa en Sukarrieta y Martín vivía allí con sus tíos. El pobre crío pensó de verdad que yo había llegado de la cueva de Santimamiñe.

Delagruta. Así que es ese el origen de su seudónimo. Un apellido inventado para honrar a un padre que no lo es.

—Era un niño pequeño. Y Nora se va a aburrir con tantas historias.

Me miran los dos.

—Tranquilos. Cuando Nora se aburra, ya os lo dirá.

Martín se tranquiliza, pero el viejo me sigue mirando, como si volviera a sorprenderse con la misma intensidad con la que se sorprendió nada más verme. Como si viera algo en mí que es invisible para mí misma. Si cualquier otra persona me mirara así, me haría sentir incómoda.

—La verdad es que yo, personalmente, preferiría que Nora nos contara algo. La invitada eres tú y en esta casa, para cruzar la puerta, hay que traer algún cuento.

—Siempre me ha parecido que hay gente que cuenta historias y gente que las escucha, Elías. Yo soy de las que escuchan.

—Todos tenemos al menos una historia que contar, Nora. Cuando la encuentres, me encantará escucharla.

Hay algo en este hombre.

—Lo tendré en cuenta.

Algo.

[“Hacía un frío que partía los dedos, en Berlín, y Manu pidió chucrut con las salchichas…”]

En la cocina. Alargando la noche.

—Nunca me he creído esa historia, Elías.

—¿Y eso?

—Tres mujeres. No una, ni dos, ¿tres?

—La envidia es una cosa muy triste, hijo.

—Eso dicen.

Son un par de jugadores de historias. Las lanzan, las recogen, podrían seguir así toda la noche.

—Anda, cuenta otra de esas historias. Si no te lo pido, no nos vas a dejar en paz.

El viejo disfruta alargando el silencio antes de empezar.

—Voy a contaros la historia de Bassim —dice—. El vasco de Bagdad.

Bagdad, guerra del Golfo, 1991.

Bombas a medianoche, el desierto en llamas, minaretes estallando. Me enviaron como corresponsal, pero era un corresponsal bastante malo. Me pasaba el día metido en el hotel, escuchando la propaganda del ejército y bebiendo whisky para poder dormir. Os digo una cosa, hasta que no has oído el ruido de las bombas no sabes cómo asusta.

Una noche me pasé con el whisky, me quedé dormido en el

lobby del hotel. Tenían sofás y no era mucho más incómodo que la habitación, la verdad. Me acompañaba un grupo de periodistas americanos, todos acostumbrados a pasar guerras bañadas en alcohol. Ninguno tuvo fuerzas o ánimo para llevarme a mi habitación cuando me quedé seco. De pronto, noto que alguien se acerca a oscuras. Me desperté al momento, demasiado deprisa, ni idea de dónde estaba. Se me olvidó incluso la guerra. Solo vi que había alguien ahí al lado, una sombra, y como había perdido la noción del tiempo y el espacio dije “

gabon!”. Dando una voz, casi gritando. Como para asustar a cualquiera. Sabe dios con qué estaría soñando.

Lo sorprendente fue la respuesta. Quien sea que me miraba se quedó quieto y respondió “

gabon!” en el mismo tono en el que lo había hecho yo.

Era de Faluya. Se llamaba Bassim, el vasco de Bagdad.

Naturalmente, el pobre no hablaba una palabra en euskera. Era uno de los empleados del hotel, un hombre callado y listo con mano para los idiomas. Me explicó en un inglés un poco ortopédico que se asustó al oír aquel

“¡¡gabon!!” de ultratumba y como no sabía lo que significaba lo repitió de manera automática, por si acaso. Nos hizo gracia a los dos, una extraña clave de guerra. Le hizo más gracia aún que yo le hablara de

Las mil y una noches, que le dijera “

durante mucho tiempo, pensé que Bagdad era un lugar inventado, ficticio”. Estalló en risotadas. Tenía planes para casarse, cuando terminara Um M’arak, la madre de todas las batallas.

Nos quedamos en la cocina hasta la madrugada.

Es agradable ver a Martín y Elías juntos. Discuten para llevarse la contraria, para decidir quién es mejor al billar. Elías se ríe a carcajadas, Martín termina sus frases. Elías se hincha cuando Martín menciona la exposición y luego se afila, dice “

bueno, bueno, lo importante es seguir trabajando”.

—Un consejo curioso, viniendo de alguien que dejó el periodismo sin dar ninguna explicación, de la noche a la mañana.

El viejo se queda quieto, Martín se arrepiente de haberlo dicho, se miran un rato largo y, aunque no me ven, me están mirando también a mí. De pronto, soy la desconocida que ha puesto un pie en sus asuntos de familia. Me toca decir algo, creo. Cambiar de tema.

—Después de haber visto el mundo entero, Elías, ¿cómo llegaste a Sukarrieta?

Con eso, el deshielo.

—Ah, sí. —Nos llena las tazas de café—. Iba a visitar a un viejo amigo. Tenía un cuatro latas viejísimo, le costó subir Sollube, ya lo creo. También las pasé canutas para bajar, se aceleraba en las curvas y tenía que ir pisando el freno. —Cuando se pierde en el placer de recrear algo para contarlo, le brillan los ojos—. Cuando llegué a Sukarrieta, casi me mato en una de esas curvas. Paré para que se me pasara el susto en un restaurante que se llama Ramona, un sitio estupendo. Con mesas de piedra y un jardín a la fresca. Creo que ahora lo han cerrado. Comí y me hablaron de una casa que se alquilaba, allí al lado. Así fue como conocí a Martín. Gracias a un coche viejo, una carretera de mierda y un restaurante mejor que bueno. Le llaman la curva de la muerte, no os creáis que es broma.

Murmura para sí mismo “

cosa más peligrosa que los malditos coches…” y sin pensarlo, en el calor de esta cocina, les cuento lo primero que me viene a la cabeza.

—Mi madre murió en un accidente de tráfico. Entró demasiado rápido en una curva y se dio contra un camión que perdió la carga. Le cayó encima y murió en el acto.

La expresión del viejo se desfigura completamente.

No fue la velocidad.

Fue la radio lo que mató a Sara.

La policía les dijo que fue la velocidad, “

debió entrar demasiado rápido en la rotonda” pero la policía no sabía que Sara cambiaba constantemente de emisora cuando conducía, ni que aquella tarde en la que murió una pequeña radio que emitía a pocos kilómetros de distancia tenía como invitado especial un joven periodista que volvía de Portugal. No sabía que Sara conocía a aquel periodista y que, al oír su voz por primera vez después de tantos años, se le olvidó conducir. La policía le dijo a Rosa “

lo sentimos mucho, no guardó la distancia de seguridad” y en eso sí, en eso tenían razón. Sara no guardó ninguna distancia de seguridad con el pasado y con la memoria. Le cegó la radio y no vio el camión.

El último pensamiento que tuvo, antes de que la plancha de acero le viniera encima, fue una cadena de pensamientos, más que un pensamiento. A un segundo de la muerte, dejó de pensar como las personas y entendió cómo piensan los animales. Sentido, sensación, instinto, se confundió todo, con una claridad envuelta en la paz de lo absoluto. No pensó

Elías porque pensar era demasiado elaborado y se quedaba pequeño. Se rió de todos los océanos del mundo porque sintió la existencia del órgano invisible que la unía a su hermano, que no tenía principio ni fin y burlaba las distancias. No solo con Elías, también la unía con la niña que tenía dentro. Se vio a sí misma embarazada y a su hija llevándola a ella dentro, para siempre. Su hija y su madre, las quería con un amor distinto que era el mismo. Ama-América-hermano-hija-doliente claridad-muriente alegría y fin. Sara murió aterrada y feliz, en un silencio carente de misterio.

Cuando Elías conoce la noticia de su muerte, espera a que Martín salga de casa para acompañar a Nora al coche y luego piensa en Sara, sin aguantar las lágrimas. Un lobo triste que llora porque ha perdido la luna, en una triste casa de Deusto.

Recordó lo que le había dicho la bruja como si la tuviera delante. “

Siempre os seguiréis el rastro, como las bestias, como los lobos. Cuando un animal tiene un hijo, a la cría se le olvida quiénes son sus hermanos y si no se les separa pronto, empiezan a buscarse. Y vosotros estáis malditos, porque es ya demasiado tarde y, aunque separados, siempre estaréis condenados, persiguiéndoos hasta en sueños, solo por el olor de vuestros pecados. Aunque escaparas al fin del mundo, aunque no volvieras a verla, sería en vano”.

Las cuatro de la mañana. Martín me acompaña al coche. La calle se ha tranquilizado, no quedan azules en el cielo. Solo gatos sobre los coches y en las esquinas. Cuando nos ven, salen corriendo.

—Un hombre interesante, tu viejo.

—Anda un poco… flojo de salud. —No quiere decir enfermo o débil. Y aunque le conozco desde hace pocas horas, yo tampoco quiero que lo diga—. Estaba raro, esta noche. Me ha parecido que se desmayaba, un par de veces.

Respira hondo, para no pensar en ello. Creo que ha sido un error contar lo del accidente. Parecía que Elías se moría allí mismo. En ese momento sí, en ese momento parecía viejo, roto, perdido.

—Me ha gustado esa historia de Irak.

—No la cuenta nunca, pero como es un viejo pervertido, no quería desperdiciar la oportunidad de engatusar a una jovencita.

Estamos otra vez en mi coche. Ahora sí, sin excusas. Tengo las llaves en la mano, tendría que marcharme. Estamos todos aquí, la Ría, las sombras de las grúas y nosotros. Desconocidos, eléctricos, los dos.

—Tengo que irme. Vivo con mi abuela y estará preocupada.

Me lo estoy diciendo a mí misma. Si quisiera marcharme ya estaría dentro del coche. O en casa. En mi cama. Sola. No aquí, a una hora de distancia de todo lo que debería estar haciendo. Aquí, con Martín.

—Me dijiste que no volviera a llamarte a la emisora.

Sí, eso le dije.

—No es un reproche. O sea, lo entendí. O sea, quería llamarte pero lo entendí. Pero has venido y no sé si te arrepientes de lo que me pediste o te arrepientes de estar aquí.

Me arrepiento de todo. Pero arrepentirse no sirve de mucho. No se puede comparar estar arrepentida y querer besar a alguien. Arrepentirse es humo y Martín está aquí, latiendo a pocos centímetros. Tragando saliva, mojándose los labios, acortando las distancias.

—No puedo besarte, Martín.

Estamos a una respiración de distancia. Una respiración coja, caliente. El uno sobre el otro, prácticamente. Quiero y no puedo,

no puedo, Martín, no puedo. No puedo aunque siento esta cosa, este damequiero que lo anula todo, que no me deja ver otra cosa. Martín tiene una mirada parecida a la mía, eso es lo peor. Menos mal que estoy apoyada en el coche y el coche me sujeta o me caería a la Ría. “

Por favor”, pero no sé a quién se lo estoy pidiendo. “

Por favor”. Martín se acerca más y suena como azúcar quemado, “

en realidad no quiero besarte”, mentiroso, horrible, desgraciado mentiroso, “

no me gusta besar”. Tantos quiero y no puedo, los tiraría todos a la basura. Está sudando y le brilla la piel en esa curva de la muerte entre la camisa y el cuello. Es verla y sentir la cabeza llena de líquido, las pestañas pesadas. Tengo que buscar su cuerpo para sostenerme, para esconderme en su cuello. Huele caliente, está caliente, su piel, desde la garganta hasta el oído. Qué estoy haciendo, no sé lo que estoy haciendo. No soy yo, es otra persona la que hace que Martín se agite de esta manera. Es otra persona, seguro, pero él murmura “

Nora” y qué puedo hacer, tengo que morder con la fuerza necesaria para sacarle sangre y luego tengo que lamerle el mordisco, con el calor de la boca. Suavidad, humedad, como esas canciones que no se acaban nunca, le estoy haciendo un daño suave y húmedo, buscando su cuerpo con el mío. Sus manos en mi cintura, nada de espacio entre nosotros, ni siquiera para respirar. Se queja con quejidos de ternero recién nacido, abre las piernas. Donde más duro está, más blanda estoy yo, resbalamos. Quiero frotarme, una, dos veces, sin quitarme la ropa, en mitad de la calle, como ahora, sin quitar la boca de su piel para seguir notando cómo le laten las venas, pero paro, de pronto, porque pensar en lo que le haría, pensar en todo lo que le haría tiene que hacerme parar, porque se lo haría

todo, despacio y sucio y caliente.

Todo.

—No puedo, Martín, no puedo.

Me voy. Hace frío al separarme de su cuerpo, me meto en el coche, me voy. El motor está sonando, me estoy yendo sin mirar a los semáforos.

En la radio se escucha una canción que dice

no la conozco, pero podría quererla, creo, podría hacer cualquier cosa, qué sentimiento tan bonito, rojos y tréboles, una y otra vez. No tiene demasiado sentido, pero yo tampoco tengo sentido. Me meto en la cama desnuda, los dedos entre las piernas hasta que consigo sacarme de dentro un aullido, una canción larga, casi dolorosa.

Sueño con Berlín.

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