Nora

Nora


TRES » B: Huérfanos de escalera

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Hacía un frío que partía los dedos y Manu pidió chucrut con las salchichas. Nora le señaló un vaso humeante en un puesto callejero. Vino caliente. No le gustó demasiado, pero le calentó las manos. Quería abrasarse. En Postdamer Platz el termómetro señalaba siete bajo cero. Manu dijo ¿una vuelta? y Nora asintió. Bufanda, guantes, gorro, abrigo, sí, una vuelta para disfrutar del ambiente navideño y pasear por el mercadillo que parecía una feria medieval. Le sorprendieron los alemanes, más que ninguna otra cosa. No les importaba el frío. Compartían con las manos desnudas trozos de salchichas partidas tan picantes que sacaban lágrimas. Eran las siete de la tarde, pero parecían las siete de una madrugada de dolores. Le salían los dientes a la oscuridad, ladraba en penumbra. Los niños llevaban patines de cuchillo, daban vueltas en la misma plaza donde tiempo atrás se quemaban libros. A la izquierda, una larga avenida con luces tenues. Un viento duro, cortante, un paseo hasta la puerta más conocida de todas: Brandenburger Tor. Copos espesos de nieve, de abajo arriba, arremolinándose. Un árbol de Navidad en la plaza y un candelabro de siete brazos, de Alemania para los judíos,

shalom.

Sonó el teléfono. Manu se quedó helado, escuchando la oferta de la radio. “¿Yo, director?”. Colgó, se quedó mirando a Nora, “

me quieren a mí de director”, les dio un ataque de risa, siguiendo a un grupo de turistas hacia el Reichstag, el palacio del gobierno. Risa y besos, una cúpula de cristales con luces y una ciudad que estuvo separada hace tiempo, pero ya no. Nora no sentía ninguna barrera. Estaba allí, con quien quería estar, Este-Este, Oeste-Oeste, qué podía importar. El mundo era un sitio feliz, capaz de ofrecerle al trabajador más ruidoso de todos el puesto más gris de todos. Era gracioso, Manu quería chucrut con sus salchichas, pero Nora solo le quería a él, sin nada para acompañar.

Le llevó a la cama del hotel, calentándole la boca. Tenía tantas ganas que estaba casi enfadada. Dejó saliva en todos los recovecos de su cuerpo y cuando la saliva se mezcló con el sudor, los lamió uno a uno, como los gatos, con toda la lengua. Quería su sangre y se la sacó despacio. Sangre espesa y blanca, Manu se le rompía en la boca, en la mano, lloriqueando. Le hizo todo lo que quería durante un par de horas, moratones en el cuello, dentro de las piernas, en el culo. Cuando vio aquella mirada suya, la que decía

no puedo más, por favor y estaba líquida de fiebre, le dio un beso en los labios y antes de apartarse le mordió la punta de la lengua. Manu se quejó por el mordisco, pero Nora se comió sus protestas y sus quejas, mezcladas con su sangre, calor y hierro. La sangre no miente, era el sabor de un hombre bueno, sonriente, incansable. Estuvieron desnudos mucho tiempo, la piel hirviendo y Nora pensó

soy un vampiro, pensó

siempre habrá veces en las que quiera tu sangre pero qué más daba,

solo es un poco de sangre, cariño, y qué importa si me la das así, cuando estamos los dos calientes y contentos.

Despertó horas después, era de día, estaba sola. Había una nota “

necesitaba airearme, ven cuando desayunes”. Una dirección. Adjunta, un palacio llamado Charlottenburgo. Le dio indicaciones al taxista. Era bonito, muros imperiales, estatuas de ángeles que parecían niños petrificados y en los jardines, puentes helados llenos de lágrimas detenidas por el frío. Las ramas de los árboles se agitaban por el viento y Nora se agitó de miedo. Un miedo de nieve, intenso. Manu sonreía.

—Les he dicho que sí, Nora.

—¿Qué?

A la dirección. Parecía contento. Un sueldo mejor, después de tantos años, al fin. Ya era hora. Un turno decente, entrar de mañana, salir por la tarde, sin esa locura de los horarios nocturnos y los madrugones. La oportunidad de estar en el puesto en el que se pueden cambiar las cosas y no solo gritarles a las paredes. Todo ventajas, no podía quedarse quieto solo por el miedo a no hacerlo bien. Nora notó que el mundo se dividía, Este y Oeste.

No vas a cambiar la radio supo,

la radio te cambiará a ti.

—Por ti, mi amor —le dijo Manu—. Para que tengamos una casa, un sitio para los dos, para que estemos siempre como ayer. Por ti.

Fue lo peor que podía haber dicho. “

Para que tengamos una tranquilidad, una vida juntos”. Lo peor. Nora podía llorar o podía besarle, negar lo que estaba pasando. Un beso desesperado, sucio, mal dado. Pero no estaba, el hombre cuya sangre había probado no estaba, no quedaban más que cenizas, un rastro, el pasado. Quedaban ángeles de piedra emitiendo un juicio de piedra con sus ojos de piedra y Manu hablaba solo. Decía que algunos compañeros —“ya sabes quiénes”— eran unos vagos y las cosas tendrían que empezar a cambiar y Nora se dio cuenta de que estaba enamorada de un hombre muerto y peor,

lo he matado yo.

Gota a gota, lo he vaciado yo, lo he cambiado, le he robado su vida, como le robé las últimas gotas de vida a mi madre, porque todo el que se acerca a mí acaba condenado cuando me quedo con sus últimas gotas de calor.

De vuelta al hotel, Nora sintió el muro. Ese muro que separa a unas personas de otras. El muro en la ciudad, el muro entre Manu y ella, el muro del corazón de Manu, todos esos muros entre lo que se quiere y lo que te cierra el paso.

—El muro —le dijo a la tempestad.

Manu preguntó “¿qué?” y los ángeles respondieron

siempre, Nora, siempre el mismo muro. Volvió de Berlín tres días antes de lo previsto. Ni siquiera le había dado tiempo a deshacer la maleta. Recogió sus cosas del baño y, como siempre, no se vio la cara en el espejo. Solo vio la cara de Manu, que empezaba a descomponerse, la cara amoratada de un cadáver. Cuando le pidió perdón, él entendió otra cosa.

Perdón por abandonarte supuso, pero no era eso.

Te he matado y lo siento.

Nora construyó su propio muro, de camino al aeropuerto de Schiphol, un muro entre su corazón y el mundo, que la mantuviera a salvo de la gente y a la gente, a salvo de ella.

La mañana después de cenar con Martín, Nora se levanta con hambre de desayuno y se encuentra a Rosa en la cocina. Su abuela no le pregunta sobre el programa que no se emitió la noche anterior y Nora agradece la oportunidad de no hablar de ello. Necesitará muchas oportunidades parecidas para seguir no pensando y espantar a Martín de sus pensamientos. Mientras se calienta la leche, Rosa mira por la ventana, con ojos ciegos que no ven nada.

—¿Qué miras, abuela?

—El desierto, cariño.

Se puede ver el jardín desde la ventana. Tan verde como siempre.

—No veo ningún desierto.

—Todavía no. —Suena endurecida—. Pero ya viene, cariño.

Nora se acerca y le da un abrazo. Rosa siempre ha tenido la costumbre de acariciarle el pelo y siempre que lo hace se siente tranquila, respira mejor.

Era una costumbre de Sara. En la cama, de niña, le metía a Elías los dedos en el pelo mientras Tontorrón le contaba un cuento y cuando estuvo embarazada de Nora, le hacía lo mismo a su madre y la niña dejaba de moverse dentro de su cuerpo. Rosa se dejaba hacer y, de vez en cuando, la dejaba elegir.

—¿Cuál quieres hoy, cariño?

Anochecía en Nebraska.

—La noche que me quedé embarazada, vi al lobo delante de casa. Un lobo grande, de ojos amarillos, que miraba como un hombre. Creo que conoces la historia de ese lobo, esa es la que quiero escuchar.

Rosa se la contó.

—En un pueblo muy, muy pequeño, a un día de camino de Baiona, en una casa a las afueras del bosque, nació un niño. En el séptimo mes, de la séptima noche. El séptimo hijo del cura del pueblo. El único chico, después de seis hijas. Nació en luna llena, un niño tan grande que casi acaba con su madre en el parto. Tenía manos pequeñas y gorditas y ojos grandes y rápidos que miraron a la luna a través de la ventana, nada más nacer. El médico aseguró que había nacido perfectamente sano, pero, aquella noche, todos rezaron en casa del cura. Siete avemarias, siete padrenuestros, por el alma del recién nacido, amén. Cuando el niño tenía siete años empezó a hacer preguntas. “

Ama”, preguntaba, “

los niños del pueblo, ¿por qué no quieren jugar conmigo?”. Envidia, le dijo su madre, “

hemos sido bendecidos con siete niños y por eso nos tienen envidia, pero nosotros tenemos que dar las gracias, amén”. El niño cumplió ocho años y le salió pelo en las palmas de las manos. Nueve años y no le dejaron salir en carnaval con los otros niños. “

Ama, ¿por qué no?” y le respondieron “

porque el carnaval es la fiesta de la carne y alguien tiene que quedarse en casa para que el mundo no sea solamente de los pecadores”. El niño cumplió once años, era más alto que sus hermanas, le había cambiado la voz. Parecía que gruñía cuando le preguntó a su madre “¿

por qué soy más alto que los otros niños?”. Y su madre respondió “

porque se lo pedimos al señor y el señor nos lo concedió, amén”. El niño cumplió doce, trece, catorce y tenía demasiadas preguntas sin respuesta. “

Ama”, quería saber más que ninguna otra cosa, “¿

por qué tengo que quedarme en casa con la luna llena?”. Tenía dieciséis años y cuando entró en la cocina era tan alto que su sombra asustó a su madre. Estaba fregando, enfadada con la sirvienta, que no había aparecido aquella tarde. Al darse la vuelta, vio las manos de su hijo. La sangre. “

Qué has hecho, cariño” y se le rompieron los platos contra el suelo. “

En nombre del padre —rezó— y del hijo y del espíritu santo, ¿qué has hecho?”. Su hijo lloraba, con la cara manchada de barro, manchada de sangre, manchada de culpa, “

ama, ¿por qué tengo que quedarme atado en luna llena, por qué la cadena estaba suelta, por qué necesito la carne y la sangre que hay bajo la carne?”. Su madre le lavó la sangre de la sirvienta de las manos y enterraron juntos el cuerpo. “

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”. El séptimo hijo del cura no rezó. Lloró, fue lo único que hizo. Lloró todo el tiempo hasta que partió rumbo a América, lejos de su familia, de su crimen y de su pueblo.

Sara hizo sonar un largo suspiro y siguió acariciándole el pelo a su madre. Cuando Rosa terminó de hablar, lloraron las dos en silencio, terriblemente despacio.

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