Nora

Nora


CUATRO » A: Te queremos tanto, Lisboa

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La mayoría de sus pasajeros no se dan cuenta, pero el tren obrero de la margen izquierda que une Portugalete y Bilbao es un tren de ciencia ficción que viaja a través del tiempo. Atraviesa el corazón de las fábricas antiguas retrocediendo en la Historia hacia la Edad del Hierro y el Tiempo del Acero. En este tren no solo viajamos el estudiante que ha subido en Abando, las trabajadoras que vienen de limpiar oficinas en San Mamés y los obreros que trabajan de noche. En este tren viajan los niños que murieron en las minas, los hombres que prendieron el fuego del socialismo en los astilleros, los trabajadores que hicieron acero del carbón y oro del acero, los alquimistas, los herederos del hambre y de la pobreza. Este tren semivacío que sale a las seis de la mañana, un día de agosto, va lleno de gente. Algunos viajan muertos, un ejército de pobres a los que la ciudad les ha sacado la sangre. Otros viajamos casi vivos, mirando por la ventanilla, sin poder dormir, columpiándonos en las arenas del tiempo. Ni vivos ni muertos, a Portugalete, condenados.

Podría ir a casa. Hace horas que Nora se marchó y tengo sueño hasta en los huesos. La mandíbula cansada y ganas de dormir incluso en la piel. Pero son más fuertes las ganas de bajar en Portugalete y cruzar el puente de hierro en el transbordador. De ir andando desde Las Arenas a Erandio, deshaciendo el mismo camino del tren desde la orilla opuesta. Me acompañan los esqueletos de los Altos Hornos y creo que se acabó, esto que tengo con Nora, si es que alguna vez empezó. Probablemente tenía algún motivo para marcharse y probablemente no tenga ninguno para volver. En cualquier caso, si el juego consiste en perseguirla, es un juego suicida. Para qué.

Bajo el puente de Rontegi siempre hay algún que otro pescador. Les saco fotos, a veces. Algunos me conocen. “¿Paseando temprano, Martín?”. Les digo que sí, asintiendo. Qué les voy a decir. ¿Que es la segunda vez que se me escapa una mujer huidiza? ¿Que el tiempo también me rehúye? Que me quedan días, que le vendí mi alma a un ángel, qué.

—¿Pica alguno?

—De peces no hay nada. —Un vecino de Erandio con un ojo de cristal—. Pero estoy esperando que pique un pulpo de catorce metros de largo.

—¿Suele haber muchos por aquí?

Se ríe, le falta un diente. Le da un aspecto enloquecido.

—Aquí hay de todo.

Cuenta que hace tiempo solía venir al mismo sitio, con su padre. A pescar, los domingos. “¡Mejor aquí que a misa!”. Al parecer esa era la filosofía de su padre. Uno de aquellos domingos sintió que algo tiraba con fuerza del anzuelo. No era un pez grande.

—¿No sería un pulpo?

Al parecer no. Era un cadáver al que le faltaban los ojos. Tenía el anzuelo metido en una de las cuencas. El pescador del ojo de cristal se ríe con mala baba, se acuerda de su padre, que estuvo a punto de vomitar al verlo. La policía sacó el cuerpo y una bicicleta. Era un pobre desgraciado con los pantalones enganchados a los pedales. Nunca se supo quién era. Al menos él no supo su nombre. Otro de los pescadores cree que se acuerda,

un trabajador de Barakaldo, creo. Se le han olvidado los detalles.

Les dejo hablando entre ellos. Ahora tengo prisa por volver a casa. Al viejo le encantará la historia del cadáver y los pescadores.

Elías siempre quería una historia nueva. Tenía la mirada entrenada, los oídos atentos. Más historias, más cuentos, siempre. No tenía casa, no tenía a Sara, no tenía navidad. Tenía su exilio, sus secretos y nada más.

Tuvo cuarenta empleos distintos, después del circo, pero le acabó seduciendo el periodismo. Se dio cuenta de que escribir era escribirle cartas invisibles a Sara y descubrió que tenía un don natural. Se convirtió en periodista sin oficio, un periodista peculiar al que le importaban poco las noticias de última hora, que no sentía demasiada pasión por la verdad, que preferiría siempre la historia a la noticia. La notoriedad le disgustaba, la rehuía. Se negaba a prosperar en el periódico, se negaba a los ascensos, a la televisión, a firmar con su verdadero nombre. Les decía que sí a las oportunidades para salir a la calle, a los viajes, al mundo, a las huídas, a cualquier cosa que pusiera kilómetros entre Nebraska y su vida. Empezó trabajando en inglés, pero cuando sintió el gusanillo del primer libro lo escribió en euskera. Firmaba Eskilarapeko y nada más, docenas de libros, llenaban una estantería entera, no se publicaron durante años.

Abandonar Nebraska le dejó un agujero en el estómago, pero cuando se movía, el agujero se calmaba. Cuanto más hondo era, más palabras usaba para llenarlo. Se calmaba escribiendo. Libros sin dedicatoria que siempre estaban dedicados a la misma persona. Sara le había dicho “¡escríbeme!” y era lo que estaba haciendo, no hacía otra cosa.

Escribir y viajar.

Vio Beirut en llamas. El París del Mediterráneo ardiendo bajo bombas de cilantro y menta. Escribió en Oriente Medio, más que en ningún otro sitio, durante una larga década en la que fue corresponsal. Yon Kipur, la guerra de los seis días, la embajada de Teherán, iraníes e iraquíes desangrándose, Jerusalén llorando, Cisjordania desnuda; los paisajes en los que tantos cuentos había imaginado llenos de niños armados hasta los dientes. Escribió las crónicas del desamparo y de la guerra. Para Sara. Siempre en movimiento.

Sus primeras vacaciones se las tomó por obligación. Escribía sobre la Intifada, una crónica telefónica. Y se quedó ciego, de pronto. El médico israelí le aseguró que los ojos estaban sanos, se trataba seguramente de la angustia, el estrés, tal vez, el miedo. Quiso reírse, hacer un chiste, decirle que no le tenía miedo a nada, pero no tenía ánimo para mentir y, después de pasar el interrogatorio legal en el aeropuerto de Ben-Gurion, se señaló a sí mismo Bilbao en un mapa que no llevaba encima y cogió un avión a una casa en la que no había estado nunca. Tenía media docena de libros metidos en un cajón, todos escritos en euskera, y con cuarenta años la única persona con la que había hablado en el idioma en el que no dejaba de escribir era con su madre. No le costó demasiado encontrar una editorial, era un gran cuentista. Dar con la cura a ese bicho que le llevaba comiendo las tripas desde Tel Aviv le costó más tiempo. En el hospital insistieron en que no tenía nada. Había recuperado la visión, seguramente el estrés, dijeron.

—Es como un nudo —le explicó a Samuel. Se habían hecho amigos solo con darse la mano, se conocieron en el periódico—. Lo tengo aquí desde hace meses, apretando.

Samuel le mandó a Busturia.

—¿Al médico?

A Elías no le gustaban los médicos. Había visto muchos y para qué. “

Un médico, no”, explicó Samuel, “

una bruja”.

—Bueno, una bruja. No sé, una vieja. Te saca los nudos de las tripas.

Con una especie de emplasto, o algo así, le dijo Samuel. Pero no era un emplasto. Lo único que hizo fue ponerle las manos sobre el estómago y murmurar algo parecido a un rezo, entre dientes. Estuvo así un rato, moviéndose y eso fue todo, adiós al nudo. Una cucharada de angustia, le llamó la vieja, poco importante, pero dolorosa. Elías quería darle las gracias, se sentía un poco avergonzado, como si fuera demasiado mayor para semejantes tonterías. La vieja se echó a reír. Había atendido a hombres mucho más grandes que él. Y más viejos.

—A veces viene uno —dijo—, uno que vive en Sollube. Un cazador. Dos veces más grande que tú. Un vasco de Francia. Vivió en América, un hombre fuerte. Y él también viene a verme.

—¿No sabrá cómo se llama? —Elías sintió un terremoto en la memoria, una agitación.

La bruja lo sabía.

Elías lo había pensado muchas veces, desde aquella noche en la que vio a su madre con la escopeta en la mano. Qué habría sido del cazador. Era imposible no visitarle. Pidió un día libre, recorrió por carretera los renglones del pasado hasta la casa de John Sebastián Navarre. Era todavía más grande que el hombre que recordaba haber visto de niño. No le sorprendió. Sabía que la memoria mentía tanto como la imaginación.

—Si no me equivoco, eres John Sebastian Navarre. Cazabas hombres lobo y viajaste hasta Nebraska, para matar al último licántropo americano.

Navarre no dijo que no.

No del todo.

—Viajé para matarle, pero vuestra madre me esperó en el bosque. Me disparó antes de que yo disparara a la Bestia.

—¿Por qué querías cazarle?

—Para vengarme.

Elías se sentó en su cocina, se tomó su café sin leche. Nada de lo que escuchó podía perturbarle ya. Solo sirvió para confirmar lo que había dicho la bruja del circo, tantos años antes.

—Sara y yo… Nos queríamos como hermanos. Pero no como los hermanos se quieren los unos a los otros.

—No.

—¿Por el lobo?

—Sí.

Era 1980. En la ciudad de Nueva York un tiro sin nombre acababa de matar a John Lennon con una pistola de fresa. Elías acababa de entender la historia de su familia y en la radio pusieron una vieja canción de los Beatles. La letra era triste y muy oportuna.

He visto antes esta misma carretera y siempre me lleva a este mismo sitio, a tu puerta. Estuvo a punto de tener un accidente en Sukarrieta, perdido en las curvas del pasado. Conoció a Martín en la plaza del pueblo, le recordó a sí mismo, otro huérfano envenenado por los cuentos.

Pensó que se habían terminado sus días de huida. No había sido un buen hijo, desde luego no había sido un buen hermano. Pero tal vez como padre… quién sabe. Puede que se le diera mejor.

Después de hablar con Navarre, respondidas todas las preguntas que podía responder, le dijo adiós a Tontorrón, a Sara, a su madre, a Nebraska y a ese nudo del estómago.

Adiós, hasta luego, lo que fuera.

No se esperaba volver al pasado. Ver los ojos de Sara, de nuevo, en la mirada de Nora. Eso no se lo esperaba.

Se pasa toda la noche sin dormir.

Al volver de Erandio, espero encontrar a Elías dormido pero a él también le ha picado el bicho de la vigilia y trasnocha. En el mismo sillón en el que pasa las horas, con las gafas de leer puestas, medio vaso de whisky y muy mal color en la cara.

Está nublado, pero no quiere hablar de ello. Se encuentra bien, dice. Cansado. Le pasa algo más porque ha sacado sus propios libros de las estanterías y Elías lee mucho, pero jamás relee nada que haya escrito. Elías el escritor es puro instinto, nada de edición, alguien que no piensa en el siguiente paso, solo lo da cuando no tiene el primer pie en el suelo. Elías no es nostalgia, ausencia, la memoria de los años. Nunca habla del pasado. Y de pronto, aquí está. Rememorando.

—¿Buenos recuerdos?

Niega con un gesto.

—Asfixiantes. —Medio trago de whisky—. He sido muy buen fugitivo, Martín. Sin mirar atrás, siempre huyendo, pero al final te atrapa lo que sea que te persiga.

Está medio bebido, solo medio. Se pone así a veces. Una borrachera de dos vasos de algo fuerte, sin alegría, sin enfado. Una borrachera que mira hacia dentro, más amarga que otra cosa, tranquila. A veces una borrachera poética. Como hoy.

Me he dedicado a jugar al no me pilles, Martín, con el pasado, como los niños, pero no sabes cómo me ha dado caza, qué final de juego tenía preparado, no te lo imaginas.

—Qué veneno tan dulce, Martín. Y tan duro.

No le lloran los ojos, pero le llora la voz. Tiene sobre las piernas una caja que yo no había visto nunca y en la mano, un anillo que no conozco. Está oxidado y es enorme. Lleva una piedra verde nada preciosa a la que le han dibujado algo que se está borrando. Bolígrafo o rotulador. Un juguete de niños, no sé qué hace con él, de dónde lo ha sacado.

—Iba a acostarme, pero me quedo contigo, si quieres.

No hace falta, dice. Quiere saber qué tal me ha ido con Nora.

—No tienes que contarme el programa completo. Lo que pasa entre los enamorados es asunto suyo, pero ya sabes, un titular.

Si lo tuviera.

—No lo sé. Se me ha vuelto escapar y ya van dos. Sin explicaciones. Buscarla por tercera vez parece una idea demasiado dolorosa.

—Ya. —Suspira—. Tú verás, hijo. Pero me hace ilusión pensar en veros juntos en alguna foto. Alguna vez.

Es un viejo asqueroso, en el fondo. Siempre sabe dónde se encuentra, esa verdad que más duele. La señala y aprieta, diciendo siempre lo que hay que decir. Siempre me ve, con el flash de su cámara invisible, escondido bajo la escalera. Cómo no voy a prepararle el desayuno, con unos pinchos de tortilla y unos trozos de pan del bar. Café con leche, zumo de naranja, se olvida del whisky y come de todo. Antes de acostarse, me hace una única pregunta. En la sombra del pasillo.

—He hecho tantas cosas, Martín, que no tenía que haber hecho y de las que me arrepiento. —Esa tristeza que he visto otras veces asomando un segundo en las grietas de su voz lo ocupa todo en este momento y rompe el corazón verle vulnerable, sin saber por qué—. Pero, para que sepa que he hecho al menos una bien, dime que cuando te fuiste de casa sabías que podías volver cuando quisieras, sin dar explicaciones.

Lo sabía. Que tenía una casa, sin preguntas, sin juicios, sin condiciones.

—Lo sabía.

Parece aliviado.

—Entonces a la cama. Y límpiate la sangre, se te ha secado.

Antes de que pregunte

qué sangre señala la herida que tengo en el cuello y que no había visto. Delante del espejo apenas me veo la señal, solo un par de gotas de sangre que se han quedado resecas. Justo en ese sitio en el que parecía que Nora me estaba rompiendo, para comerme vivo.

—Parece que tu chica huidiza es una vampira de verdad, Martín.

Vampira.

Le doy tres, cuatro vueltas a la idea, a la palabra: vampira, mujer vampiro, vam pi ra. Le doy vueltas en el corazón,

la palidez de la piel, las horas en la radio, la manera en la que sentí que la sangre se arremolinaba cuando nos tocamos cuerpo contra cuerpo. Le doy vueltas con la razón (los vampiros no existen), vueltas posibles e imposibles (los ángeles tampoco). Me miro en el espejo del pasillo. Nos refleja a los dos. Yo, en primer plano. Elías detrás, esperando mi reacción, en esta casa agujero de Deusto. Estoy enamorado de una vampira, no sé qué reacción se espera de mí, o qué puedo decir aparte de:

—ángelamaría.

Elías responde con una risotada de las que no le oía hace tiempo. Me da una palmada en la espalda y parece divertirse como un niño pequeño, travieso.

—Tú lo has dicho, hijo, tú lo has dicho.

Desaparece camino a su habitación, aunque no creo que ninguno de los dos duerma mucho hoy. Elías tiene una biblioteca llena de libros raros, busco y leo todo lo que aparece sobre vampirismo. Maldiciones, bendiciones, leyendas, brujería, teorías médicas, parapsicológicas, literarias. Algunos dicen que beben sangre, otros que chupan el alma; que los mata la luz, que solo les molesta; que odian el ajo, que acaba con ellos; que son inmortales, que solo son longevos y, en resumen, que existen tantos vampiros distintos como historias distintas hay sobre ellos. Mientras leo, de la habitación de Elías me llega un sonido que hace tiempo no se oía en esta casa, tic tac, el sonido mecánico de las teclas, tac tac tic tac, en una Olivetti vieja. Cuando oscurece, los libros no han conseguido ayudarme mucho pero tic tac tic tac, el viejo sigue escribiendo y me descubro sonriendo porque no puede ser, es imposible que el vampirismo sea una condena para el alma si ha conseguido traer a esta casa ese sonido de nuevo.

Después de tantos años, Elías, el periodista retirado, está escribiendo de nuevo.

El acontecimiento merece celebrarse. Aunque sea una celebración un poco suicida.

—Quedan diez minutos para las doce de la noche. Era

The long and winding road, a petición de uno de nuestros oyentes. Una de las últimas canciones de los Beatles, publicada poco antes de que anunciaran su separación. Suena triste, como si McCartney cantara aguantándose las lágrimas. Una despedida anunciada, dicen algunos fans. Tenemos a alguien esperando al teléfono, no sé si un fan de los Beatles.

—No mucho.

Se le corta la respiración, un segundo. No, no esperaba oírme.

—Martín.

Gabon, Nora.

—Hace tiempo que no llamabas.

Incómoda. ¿Culpable?

Por mí no, Nora, no te sientas culpable por mí.

—He estado entretenido. Me han pasado muchas cosas. Esta misma mañana he tenido que salir a la mar, a capturar un pulpo de catorce metros.

Se ríe. He llamado por eso. Para oír esa risa. Escuchar cómo dice “

parece peligroso” y se tranquiliza. Para eso, ahora lo tengo claro.

—Soy un aventurero, me apellidan Peligro. Anoche, por ejemplo, cené con una vampira.

Hace el silencio más largo que se puede hacer en la radio. Y luego lo alarga, hasta que lo corto.

—Y ahora estoy preocupado, porque no sé si después de cenar con un vampiro, tienes que llamar tú al día siguiente o esperar a que te llame. Estoy esperando, pero no sé, ¿crees que llamará?

Otro largo silencio. Esta vez le oigo respirar, sé que se muerde los labios, suena una canción. La ha elegido para mí.

—No sé qué decirte, Martín. Aparte de que en Viena hay diez muchachas y un hombro donde solloza la muerte.

Con eso, pincha una canción. Leonard Cohen, con fondo de poeta malagueño. Es bonito, pero casi no oigo su pequeño vals. Solo oigo su voz, dos palabras, más que suficientes:

—Te llamará.

Me llamará.

Dejo de escuchar el sonido de la máquina de escribir de Elías. El viejo entra al salón con un par de cervezas. Brindamos con las señales horarias, oyendo la canción más elegante que se ha escrito nunca. Habla de la luna, sudando en la cama, lamentándose

ay,

Ay. Ay, ay, ay.

—Y bien, ¿qué estás escribiendo, viejo?

Su testamento.

Cuando Elías muera, Martín lo encontrará sobre la mesa del salón. La explicación, al fin, después de tantos años, de por qué se fue de casa. Por qué dejó el periodismo, quién era Elías Eskilarapeko, si es que fue alguien y no la suma caleidoscópica de muchos hombres buenos.

Su deuda.

Eso es lo que está escribiendo.

La deuda que siente con la vida. Después de haber contado tantas cosas y haber ocultado tantas otras, está escribiendo lo último que le queda por contar. Se ha dado cuenta, al ver a Nora, de que su vida no es solamente suya, sino una parte de las vidas de los otros. Necesita entregar ese trozo, contar su pieza, para que no se extinga en el misterio.

Su testamento, su deuda, su penitencia, su última voluntad. Eso es lo que está escribiendo, pero no quiere molestar a Martín con verdades miserables que no quiere escuchar. Está viejo, nota que cada latido es más caro que el anterior. Se muere, eso es todo.

—Qué voy a estar escribiendo. Una carta de amor, criatura. Qué, si no.

Bien mirado, no es mentira. Bien mirado, es lo único que ha escrito nunca.

Elías compró la primera postal en Lisboa. Un ascensor metálico unía las dos alturas de la ciudad, le subió del Rossio al Alto. Un mediodía brillante, atlántico, prólogo de claveles, en los estertores finales de la dictadura. En la terraza del ascensor al que los lisboetas llamaban

elevadouro había un bar desde el que se veía una catedral sin techo. El tabernero le explicó que era una iglesia (Del Carmen, “

do Carmo” dijo, con un portugués errante que le raspaba las consonantes), que se derrumbó por culpa de un terremoto. Tenía paredes y arcos, forma de cruz, un crucero con altar. Faltaba el techo, que cayó sobre la gente y los aplastó mientras rezaban. Elías la miró un buen rato y pensó en ella mientras paseaba por la ciudad, de tranvía en tranvía. Cuando llegó al castillo, la luz ya temblaba y Elías se imaginó lugares sagrados sin techo, mientras resoplaba por el esfuerzo de subir las últimas cuestas. A lomos de la ciudad, le pareció que veía el mundo por primera vez. Este y Oeste, Norte y Sur, casas apelotonadas y calles tirándose en picado a los brazos abiertos de las plazas. A izquierda y derecha, la ciudad se despeñaba al Atlántico, sin pies ni cabeza, con alegría. Atardeció yema de huevo y “

la dictadura ha terminado” escribió Elías en su crónica del periódico, ese mismo día, “

y si no lo ha hecho, debe estar a punto porque hoy, a esta hora, Lisboa es ya la gran antesala de la libertad”. En el periódico no lo escribió, pero el mirador del castillo le sacó las lágrimas porque ahí estaba, la ciudad que le había prometido a Sara, tantas veces. Un mirador para verlo todo, para sentir que el mundo cabe en la palma de una mano.

Existe, Sara, la ciudad que imaginamos. Y podría ser nuestra, si el mundo fuera otra cosa y nosotros fuéramos otra clase de hermanos.

Alquiló una habitación a pocos metros del mirador de Santa Lucía. En la puerta del hostal, un chico joven vendía postales y a Elías le gustó la del tranvía amarillento. Pagó, se la guardó y no pensó en ella hasta que el periódico le mandó al siguiente destino, después de la revolución. Recogía la habitación, se la encontró entre la ropa. Quería escribir algo, pero se quedó sentado en la cama. Solo podía escribirle a una persona, pero no tenía mucho que decir. No hay muchas explicaciones que dar cuando abandonas a alguien. No podía decir “me arrepiento”. No se arrepentía.

Cenó en el hotel. Cerdo con almejas. Un plato rebosante. Se metió en la cama lleno y dejó la ventana abierta, para que entrara la inquietud de la luna.

Voló en sueños. Tenía una alfombra mágica y escuchaba el aullido del lobo, cerca, bajo las nubes. Atravesó el océano y despertó a la bella durmiente, que se había metido en la cama de un desconocido. Entraron juntos en la cueva del tesoro y se besaron con los ojos cerrados, el rey y la reina de un mundo mágico. Se acariciaron a oscuras, como cachorros que juegan, bajo la ropa, sin piel, a mordiscos.

Escribió la primera postal al despertar. Más tarde escribiría otras mil. Nunca las envió. La dirección de su hermana no había cambiado: Nebraska, El Hostal de los Imposibles. Sara se acababa de quedar embarazada, pero Elías no lo sabía. La quería, era lo único que sabía. La quería y no podía ser.

Algunos cuentos son imposibles y no dejan de repetirse en el tiempo” escribió. Pensaba en su madre, en Navarre. En Sara. “

Algunos cuentos son imposibles y no dejan de repetirse en el tiempo. Algunas ciudades arden y yo quiero verlas mientras estén en llamas. Te escribo desde aquí, donde termina el mundo, para que sepas que nacimos en un cuento desesperado, para que sepas que somos hermanos de cuento y algún día seremos otros, en otro cuento, pero seguiremos siendo los mismos. Seremos nosotros o serán otros, pero lo importante, es que siempre habrá un cuento. Somos eso que ni somos y te prometo que es lo que siempre seremos”.

Nora nació nueve meses después, del cuerpo sin vida de una madre muerta.

Tal y como le ha prometido, Nora llama, una hora después de que acabe el programa. No es que lo esté contando, pero es una hora larga. Cuando suena el teléfono, al fin, tengo esta sonrisa maníaca que no necesito ver. Lo cojo a oscuras, con la radio encendida y el volumen bajo, tirado en la cama.

—Son las dos de la mañana, Nora. ¿Te parecen horas de llamar a una casa decente? Estaba en la cama.

—Si fuera una casa decente, no habría llamado. —Se pueden ocultar muchas sonrisas, pero esta que llevo puesta y no se ve, no la puedo esconder—. ¿Te he despertado? —Niego con un gesto sin darme cuenta de que no me está viendo. Suena tan cerca—. ¿Qué haces despierto a estas horas, Martín?

—Pensar en el vampirismo. ¿Sabías que hay todo tipo de vampiros? Hay cientos de leyendas locales. —Está nerviosa, no tiene por qué—. ¿Te gusta el ajo?

—En las ensaladas de tomate. Si la carne del tomate está rota, sobre todo. Para que sude la sal. Con un poco de cebolla y aguacate.

—O sea, que lo del ajo es mentira. Ya me parecía. También he leído que el vampiro no se refleja en los espejos.

—Se refleja. Pero él mismo no puede verse.

Nora tiene una cara templada, como de luna pálida, y labios rojos que se llenan cuando besa. Es una pena que no pueda verse. Me gustaría regalarle eso, un espejo mágico, para que se viera con mis ojos. Si pudiera.

—Las leyendas no dicen por qué las mujeres vampiro son tan huidizas.

Cuando contesta, suena distinta, con otra voz que nunca aparece en las emisiones de la radio. “

Viene muerto a trabajar”, confiesa. Le pregunto “¿quién?”, contesta “

Manu” y se explica con una voz cortante que deja arañazos en la piel.

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