Nora

Nora


CUATRO » A: Te queremos tanto, Lisboa

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—Es el director. Salimos juntos, un tiempo. Estaba vivo cuando empezamos. Pero se me murió, Martín. No tiene mirada, da miedo. Creo que me quedé con sus ganas de vivir. Que le maté yo. Eso es el vampirismo, Martín. Quedarte con algo de los demás sin dar nada a cambio, hasta que se secan. No voy a hacerte lo mismo. Me juré a mí misma que no te haría daño el otro día y te acabé mordiendo.

Baja la voz para decir “

bebí de tu sangre” y es curioso porque solo con mencionarla, —“

tu sangre”—, la remueve. Echo de menos el calor de su mordisco en el cuello. Le dejaría volver a hacerlo: partirme por la mitad, beberme un poco. Si lo pienso, me lleno de sangre de cintura para abajo. Me mareo.

—¿Te duele la herida?

Sí. Un dolor lento que late crudo y suave, si me toco con los dedos. Como si el mordisco hubiera dejado al descubierto la carne, sin piel. Si me toco, tiemblo. Le confieso que sí, que duele.

—Me duele porque me toco. Cuando hablo contigo. Me duele porque te echo de menos.

La oigo respirar. Solo yo, sin oyentes. Hace unas horas, ayer, respiraba caliente y en mi cuello y ahora es casi como si pudiera revivir esa sensación, a oscuras, en mi cuarto, escuchando. No sé desde cuándo tengo la mano dentro de los pantalones. Pero sé que ella lo nota, que lo sabe cuando dice “

Martín” e insiste, “

Martín, no lo entiendes”.

—No sabes lo que me pides. Si me dejaras te lo haría todas las noches. Un mordisco, pequeño, a oscuras. Despacio, para hacerte daño donde duele de verdad, muy despacio. Hasta que gimieras como gemías el otro día, en carne viva. Llorarías cada vez, Martín, para mí, cada vez. Te mordería donde más caliente estás. Todas las noches.

No me importa. Es lo único que pienso.

No me importa. Que sea una mujer vampiro,

me da igual. Vivir es una sangría y yo quiero que me desangre ella, a pedazos. El mundo está lleno de vampiros que no te dan nada a cambio de comerte vivo y Nora, con esa voz de miel y vino que promete

beberte gota a gota, me rompe en un largo estallido, con los pantalones puestos, sobre la cama, solo con escuchar su voz.

—Por favor —le suplico y le estoy rezando—, por favor, tienes que venir a mi exposición.

Sigo con el teléfono en la mano mucho después de colgar, pensando en su manera de decir “me lo pensaré”. Tengo la mano pegajosa y agria, me late el cuerpo entre los dedos.

Elías sigue escribiendo, latido a latido.

Sacude las teclas con demasiada fuerza, usa tres o cuatro dedos para sacudir las teclas, con demasiada fuerza.

—Pareces un elefante tocando el piano.

—Un poco de respeto,

fotógrafo. Cuando tú todavía no sabías ni hablar, yo ya escribía en el

New Yorker. —Ni siquiera cuando presume resulta presumido. Solo gracioso—. ¿Te critico yo cuando sacas fotos?

Si no lo hubiera hecho, nunca se me habría ocurrido mejorar.

—Constantemente.

—¡Naturalmente que sí! ¿Y por qué? Porque soy mayor que tú. Tú escucha y aprende, criatura. Y cómprate un traje decente para esa exposición tuya, que tampoco te vas a morir por no llevar playeras y camiseta un día.

—Me ponga lo que me ponga, si algo está claro, Elías, es que sí voy a morir.

Pierde todo el color de la cara, de golpe.

—Eso ni se te ocurra decirlo.

A pocos días de inaugurar la exposición, no es que a la mujer seria y profesional le haga especial ilusión cambiar nada, pero tampoco pierde la sonrisa cuando le pido lo que quiero. Le pone pocas pegas a mi petición, como si pensara

estos artistas, como si estuviera habituada a reaccionar a caprichos irracionales.

Si fuera tan fácil deshacer otras cosas, otros tratos.

Cada noche, me pego a la radio, Elías continúa su vals arrítmico de teclado viejo, y sueño con almas voladoras, el sabor de la sangre y ángeles con ojos de dos colores. Cuando despierto, el teclado ha dejado de sonar y Elías no está. Hay un taco de folios mecanografiados en un sobre amarillo. Y el sobre está encima de la caja cerrada que vi hace varios días en su regazo.

Cuando Elías muera, Martín abrirá la caja, leerá sus últimas palabras, tomará demasiado whisky y enviará las postales, una a una. Cuando Elías muera, será Martín el que atienda las llamadas de sus amigos (el que llame a Samuel, con el cadáver todavía caliente, la voz rota, incapaz de decir

Elías ha muerto, diciendo en cambio, “

su corazón, el corazón no… Elías, Samuel, Elías”). Llamarán periodistas, todos con un mismo problema, poca información sobre Elías y ni una sola foto, alguna entrevista suelta en televisión y solo una en la radio, grabada más de treinta años antes, en una pequeña emisora local. Le preguntaron sobre sus artículos, su último viaje a Portugal.

—Volví hace unos meses —dijo.

Y habló de la belleza de Lisboa. “

Desde el castillo de Sao Jorge se ve el mundo”, dijo. Charlaron sobre Pessoa y el Atlántico hasta que el locutor dio paso a la información del tráfico. Eran malas noticias. Un accidente mortal, una mujer joven, un golpe contra un camión, en la rotonda de Arrigorriaga. Fue una bonita entrevista, sobre la libertad y el mar. Cuando Elías muera, la repetirán en muchas emisoras.

Ese día, Martín

Martín, ese día…

No tendrá un solo pensamiento que no sea hielo. Estará salvado en cuerpo y alma de su trato mefistofélico, pero no sentirá ningún consuelo. Pensará en Elías, que pasó la víspera de su muerte fuera de casa. Cuando Martín le preguntó de dónde venía, dijo

del billar y no dio más explicaciones.

Parecía cansado.

El billar olía a tabaco. Le faltaba mucho más que a Paul Newman para ser como el de aquella película y le sobraban los cuatro adolescentes que jugaban a las tragaperras. Elías no sabía, cuando entró, cuánto tendría que esperar, pero sabía que tarde o temprano se encontraría con el ángel. Tenía tiempo, tenía cerveza, no necesitaba nada más. Se sentó en la barra, leyendo el periódico y esperando.

—Yo ya no leo la prensa. Son todo malas noticias. Te da la sensación de que el mundo se acaba.

No tuvo que esperar mucho. Mejor así.

—El mundo siempre se está acabando.

—Sí —tenía una risa seca, un poco dura—. Supongo que sí. Un día de estos igual se acaba del todo.

A decir verdad le gustó el ángel, le pareció fiable, alguien con quien se podían hacer buenos tratos.

—En mi caso espero no vivir para verlo. Si me ayudas un poco.

Pidió cervezas para los dos. Cuando llegó a casa estaba exhausto. Martín se dio cuenta, le pidió que se sentara, se ofreció a hacerle la cena.

—Fríe unos pimientos verdes, criatura.

Hijo

estaba diciendo, fríe unos pimientos verdes, hijo.

Se quedó en el sillón, escuchando el ruido de la cocina. El olor de las patatas en la sartén le recordó a su madre. Como tantas otras veces, le pidió perdón con el pensamiento. Pensó en Sara, en el cuento que había dejado sin terminar. En los hermanos, en los juegos del presente con el futuro. Se quedó dormido unos minutos, roncando. Antes de que le venciera el sueño se acordó del hijo que no era suyo (pero lo era), de la hija que no era suya (pero como si lo fuera).

Serán ellos, pensó,

serán ellos los que terminen nuestro cuento, Sara.

Ocurre justo después del desayuno.

Martín lleva todo el verano durmiendo poco. Trasnocha y madruga. Le da tiempo a prepararle el desayuno a Elías antes de que despierte. Hoy ha hecho zumo, leche caliente, y un café que despertaría a un difunto. Prepara la mesa del salón, sirve tomate, aceite y pan tostado. Elías lo celebra,

“mmm”, “aaahh”, con todos los sacramentos. Amanecen grúas anaranjadas en Deusto. Bilbao se despereza y tiembla. Elías es generoso con la sal, sonríe.

—Cuando te mareas o tienes malagana, tienes que pensar en las salinas en pleno agosto, para aliviarte. Se pasa el mareo. —Come sin prisa, a Martín le gusta escucharle cuando está de buen humor—. Lo decía mi madre.

—Nunca hablas de ella.

Desayunan restos de la cena. Un poco de tortilla, con un poco de pan. Elías pronuncia el nombre de su madre en voz alta por primera vez en años —Se llamaba Rosa—. Y el de su hermana. Sara.

—Creo que les hice mucho daño. Es lo que he estado escribiendo estos días. Su historia.

—¿Su historia? —Martín se sorprende, retira los platos sucios—. ¿Para publicarla? —pregunta desde la cocina.

—No —dice Elías—. Para vosotros dos.

Martín abre el grifo, pregunta “¿nosotros?”, pero en lugar de contestarle, Elías eructa con fuerza. El zumo de naranja, pan tostado, tomate con sal, el amanecer en Deusto, lo eructa todo y Martín no se aguanta la risa, “¡Jesús, qué ha sido eso!”.

—Te habrá partido el corazón, como mínimo.

Unas horas más tarde, el médico lo confirma. Que se le partió el corazón, un tercer infarto, que vino a rematar lo que los otros dos no pudieron. De vuelta del hospital, con lágrimas en los ojos, Martín se encuentra con sus hojas mecanografiadas y docenas de postales, dentro de una caja. Estalla en hipidos de llanto y de risa. Es lo último que ha oído del viejo. Un eructo. Tiene gracia, Elías sería el primero en reírse si no hubiera muerto en ese salón, en ese sillón, en esa casa en la que Martín no puede pasar más tiempo.

El teléfono no deja de sonar, periodistas y pésames. No puede con todo. Camina hacia la galería, sin pensar exactamente en lo que está haciendo.

La galería está vacía y todas mis fotos colgadas, en su sitio, listas.

Alta, con su sonrisa profesional, la organizadora quiere saber si todo está bien. Tiene esa mirada de lástima y distancia, “

no sé qué decir en estos casos, lo siento”. Se lo agradezco, sobre todo cuando me deja solo con la llave, cierra la puerta y se gira para mirar el retrato de Elías, “

le habría gustado”. Se lo agradezco.

Agradezco el silencio, que las fotos no hablen, la quietud. Es la única compañía que necesito. No quiero ninguna otra, mucho menos la suya.

—¿Puedo pasar? —asoma la cabeza como si fuera alguien que va de paso.

Putos ojos de dos colores, puta sonrisa sosegada. Puto ángel de la muerte.

—Si has venido para llevarme me quedan cuarenta y ocho horas hasta que se cumplan quince años. Y la exposición no está abierta, así que fuera.

No me pasa a menudo, estas ganas de hacerle daño a alguien, pero me gustaría ver su cara si le pegara un tiro. Calmar mi duelo con su muerte. Es insoportable que venga así, con su disfraz de lástima y cordero. No tiene más negocio que la muerte, es un ángel y un demonio, mirando la foto del viejo, como si tuviera derecho.

—Vete de aquí, por lo que más quieras.

Pero no se marcha.

—Vino a buscarme —dice—, ayer.

Me baja el corazón al estómago. Elías. A verle. ¿Ayer? Prefiero no pensar qué pudo querer. Me revuelve el estómago.

—Para qué.

—¿Para qué crees? Se sentía viejo y cansado, Martín. Se sentía culpable.

Si es verdad. Si lo que dice es verdad, tengo que matarle. No sé cómo se mata a un ángel, pero tengo que saberlo.

—Quiso vender su alma por la mía. Quiso hacer un trato y lo aceptaste.

Hay un cenicero de mármol sobre el mostrador de entrada. Me pesaría en la mano, sonaría como madera rota si lo estampara contra su cráneo. Pero él caería al suelo y dejaría de sonreír. Al fin. Sé que puedo hacerlo. Es mejor que tragarme las lágrimas. Saben como a adrenalina, como a desconsuelo.

—¿Qué creías, Martín? —está tranquilo. Como si no sospechara que está a punto de morir, como si no le importara—. ¿Qué crees que es el alma, eh? ¿Una feria de abastos el día de San Isidro? ¡El alma no son tomates a mitad de precio y una docena de pimientos, hijo!

No sé si quiere hacerme reír. Lo estoy viendo en el suelo con la cabeza abierta y sangrando, a lo mejor quiere hacerme reír. Le vendí mi alma y la aceptó, pero cuando se lo recuerdo, sacude los hombros. Sin más.

—Bueno, vender, lo que se dice vender… en fin. —Le quita importancia, como si no la tuviera—. Tú estabas perdido, Martín y yo soy un ángel. Ese es mi trabajo, darle a cada uno lo que necesita. Tú necesitabas cuentos y solo empezaste a buscarlos cuando pensaste que te iba el alma en ello. —Mira fijamente la foto del viejo—. Es bonita, tienes talento. Pero el mérito es tuyo, todas tus fotos las has hecho tú, yo no hice nada. Aparte de recordarte que la vida vale mucho, que dura poco.

Es demasiado para asimilarlo. Elías acaba de morir, yo debería morir pasado mañana. ¿Qué me está diciendo?

—¿No te debo mi alma?

—No, hijo, el alma no. —Sonríe, metro y medio de ángel y sonríe—. No. No. Si me invitaras a un poco de sidra me conformaría con eso.

Sidra. Quiere…

sidra.

—No lo entiendo. Elías vino a vender su alma por la mía y ha muerto. Si no has sido tú, ¿por qué ha muerto?

Suspira. Como un padre paciente que hace un esfuerzo por un niño que no le está entendiendo.

—Un infarto, ¿no? Se lo expliqué a él. Lo mismo que te estoy diciendo a ti. No me dedico a condenar a nadie, hijo. Se alegró al saberlo, no sabes cuánto. Pero tenía el corazón roto, Martín. Nadie vive eternamente con heridas así. —Me da un golpe en la espalda, de amigos que se conocen de toda la vida. Quiere saber dónde podríamos tomarnos esa sidra—. A lo mejor prefieres whisky, ¿eh? Un funeral irlandés, claro que sí. Te lo mereces, es un día triste. Pobre Elías. Contaba buenas historias. Brindaremos por él, ya lo creo que sí. Se lo merece.

Brindamos una, tres, muchas veces. En un bar que no se llama de ninguna manera. Se nos engorda la lengua, nos mata la pena, se nos va la mano con el alcohol.

—O sea, que mi alma es mía. Para siempre. Es lo que quieres decir.

El whisky le afloja la risa. El ojo verde se pone más verde, el marrón más marrón. El contraste se vuelve casi irreal.

—¡Qué tontería! Habrase visto. Es muy triste pensar que nuestra alma es solo nuestra, Martín. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

En eso tiene razón. Si el alma existe no es algo que se pueda esconder bajo siete llaves. Se tiene que dar, gota a gota, como se dan los cuentos, a aquellos a los que hemos elegido. Hay que compartirla y rezar para que la hayamos dejado en buenas manos.

Brindamos.

Por los viejos testarudos y mentirosos.

Brindamos tristes y borrachos, hasta que cae la madrugada. Y después seguimos brindando.

Martín llega a casa al amanecer. Los papeles de Elías están sobre la mesa. Se sienta en el sofá que le vio morir y lee. Primero, los papeles mecanografiados; después, sus mil y una postales.

Nací en Nebraska y moriré en Deusto dice la primera frase.

Pero el hombre que soy surgió en Bagdad, en las mil y una páginas de los cuentos que nos leía mi madre antes de dormir. Era una mujer llena de historias. Solo así se puede entender la historia de amor de la que fuimos fruto, mi hermana y yo.

El documento no se publicará nunca, pero Martín lo leerá muchas veces.

Las postales llegarán a casa de Nora los días siguientes.

Para entonces, las campanas estarán llamando al funeral de Rosa.

Aunque pudiera pensarse lo contrario, Rosa jamás tuvo miedo.

No porque no supiera lo que era el miedo. Lo sabía. Tenía miedo de la guerra y de los hombres que matan a otros hombres. Miedo del hambre, de verse sin nada que comer durante semanas, de hacer lo que fuera por comida. Tenía miedo de que las voces que escuchaba en su mente desde pequeña se callaran algún día, de vivir sin los cuentos que se contaba a sí misma por la noche. Tenía miedo incluso del océano. De noche, la oscuridad del mar se convertía en una succión que la atraía y tenía miedo de ese deseo más que de ninguna otra cosa.

Pero nunca tuvo miedo de la Bestia.

La primera vez que la vio, en el corazón del barco, tenía los ojos amarillos y caminaba agachado, como los animales. Pero no había nada salvaje en él, miraba amarillo-niño, sin rabia, más asustado que ella. Tenía una voz dulce, espesa, tan bonita. Dijo “

soy una bestia” y Rosa quiso acariciarle el pelo. Lo llevaba largo, enredado, sucio. No le importó, quería tocarlo. Se fijó en sus manos. Llenas de heridas. Se había hecho daño al encadenarse él mismo para pasar la luna llena.

—Estoy enfermo, —confesó—, soy un licántropo. —Rosa no sabía nada sobre licantropía pero quiso abrazarle. No sentía el suelo bajo los pies, tenía la garganta seca—. Me voy a América para que no me encuentren. He hecho cosas horribles. Si me encuentran, querrán matarme.

América tenía grandes extensiones deshabitadas y montañas rocosas. Valles tan largos que ningún hombre podría recorrerlos a pie en el curso de una sola vida. Dos océanos, picos nevados y de piedra. Su casa de Baiona era demasiado pequeña, le contó. Le dolían las heridas y había sabido atarse, pero no sabía soltarse. Rosa le vio llorar, confesarlo todo y aullar. Se enamoró allí mismo.

—Yo también voy a América —dijo.

Yo también voy a América y te quiero fue lo que quiso decir. Era un pensamiento algo ridículo, de niña pequeña, pero le duró cuarenta años. Le soltó de sus cadenas y se las volvió a poner en la siguiente luna llena. Se lo pidió la Bestia, con su voz suplicante.

—¿Seguro?

—Las necesito. —El licántropo estaba seguro—. Le hice daño a nuestra sirvienta, en la casa de mi familia. En Baiona.

Bastó su forma de decir

le hice daño. Rosa no necesitó más para saber que había sido un daño mortal. Irreversible. No le pidió más explicaciones, pero la Bestia le contó toda su historia. Era el séptimo hijo de un sacerdote, nació condenado a la licantropía. Podía vivir con ella durante veintisiete días seguidos pero en luna llena la necesidad de comer carne humana le resultaba invivible.

Luna tras luna, Rosa le ató. Se mudaron a la ciudad, pero la ciudad hacía que el lobo enfermara. Aullidos lastimeros cada noche, no podían tener vecinos, no podían vivir entre la gente. Explicar las heridas, evitar la locura de estar encerrado. Era demasiado difícil. El lobo era demasiado grande para el mundo de los humanos. Demasiado torpe. Le gustaba la noche, correr entre los edificios. El olor de la hierba, el bosque. Tenía buena vista y un oído mejor que el de cualquier persona. En el pequeño apartamento de Nueva Jersey era capaz de escuchar la respiración de todos los vecinos, “

puedo escuchar sus latidos”, le lloraba a Rosa, “

voy a volverme loco”. Antes de que perdiera la razón, se marcharon a Atlantic City y Rosa consiguió trabajo en un hotel que parecía hecho de oro puro. Tenía las llaves de todas las habitaciones. Cuando los clientes volvían del casino y guardaban las ganancias en la caja fuerte, el lobo pegaba el oído a la pared y adivinaba la combinación solo con el sonido. Ganaron dinero suficiente para pagarse un edificio solitario, en el corazón desarmado del estado de Nebraska. Cuando le preguntaban cómo había conseguido pagarlo, Rosa siempre decía la verdad.

—Lo gané en Atlantic City.

Le preguntaban “¿jugando?” y entonces mentía.

—Sí. Jugando.

Eligió Nebraska porque no lo conocía, porque parecía enorme y deshabitado, porque estaba lejos de la ciudad y no tenía nada que ver con ella. Cuando terminaron de reformar la casa la luna llena asomaba en el horizonte y Rosa se negó a atar al lobo. “

Corre”, le dijo, “

no voy a volver a atarte”. Él suplicó hasta que le lloraron los ojos,

por favor, Rosa. Tenía la misma voz de radio que heredaría su nieta, “

por favor, átame”. Pero Rosa se deshizo de las cadenas, las puso al fuego para que ardieran.

—Serás libre —le ordenó. Le quería demasiado para verle encadenado, tratando de encajar en un mundo que se le quedaba pequeño—. Vivirás en el desierto, en la montaña y en el bosque y nadie volverá a atarte porque a nadie volverás a hacer daño.

—Cómo —se lamentó—, cómo lo hago, Rosa.

—Lo harás porque me quieres. —Fue todo lo que dijo.

—Porque te quiero —fue todo lo que se dijeron y tuvieron dos hijos gemelos.

La cama de Rosa le curó de su hambre de carne humana. Se salvó aullando en su calor, alimentándose del contacto con su carne. Cuando los niños eran pequeños, se quedaba en la ventana y lloraba. La habitación se llenaba de cuentos, el desierto de aullidos. Tenía manos demasiado grandes: nunca pudo coger en brazos a los gemelos. De joven había sabido caminar erguido, pero se le olvidó con los años. Le creció pelo por todo el cuerpo, pero se le cayó el de las palmas de las manos. Dejó de meterse en la cama de Rosa pocos meses antes de la llegada del cazador. Caminaba sobre cuatro patas, pasaba por delante del porche, atraído por el olor de su familia. Cuando vio el ojo del rifle se quedó quieto. Primero escuchó un tiro, luego un grito de dolor. No era suyo, sino de un cazador de apellido Navarre. Rosa le había atravesado la pierna. Sangraba mucho.

—Es un aviso. Si no dejas el rifle, el segundo te atravesará el corazón.

El cazador la miró, dejó la escopeta, se agarró la herida. Al lobo le resultó familiar, pero apenas tenía la memoria del hombre que había sido y no lo reconoció. Le costaba entender la conversación entre Rosa y el hombre herido, se le estaba olvidando el idioma de los hombres.

—No sabes lo que me hizo esta Bestia.

Sonaba partido de dolor, pero Rosa no bajó el arma.

—Tú tampoco lo que me ha hecho a mí.

Le había dado gemelos y una fortuna en Atlantic City. Le enseñó que la luna llena cura el dolor de cabeza y que la bestia de un cuento es el príncipe de otra historia. Rosa no pensaba dejarle morir. Ni por justicia.

—Merece la muerte. —El cazador tenía los ojos rojos de cólera—. Morir —repitió—. Morir como mató a mi mujer. —Rosa sintió una punzada en el estómago, pero siguió sin bajar el rifle—. Era sirvienta en casa de esta… cosa, pero una noche de luna llena no volvió a casa. La enterraron en el patio, como a los perros. Hasta que encontré el cadáver no creía en los hombres lobo. Pensaba que eran historias de mi abuelo, cuentos de familia. Pero ahora creo. Él me convirtió en cazador y se merece que lo mate con mis propias manos.

—Tu mujer no volverá. Aunque te hayas vengado.

Lo echó de casa, con la herida abierta, y rezó por él, por su mujer muerta en Baiona, por las mujeres que aman a las bestias.

—Perdón —rezó—. Pero le quiero.

El embarazo de Sara era ya muy evidente cuando la Bestia visitó el hostal por última vez. Ni siquiera Rosa podía creerse que hubiera sido un hombre, tiempo atrás. Era un lobo, con pelo gris y suave. Murió en brazos de Rosa, a cuatro patas, con los ojos amarillos, envejecido. No podía hablar, pero de haber podido le habría dado las gracias a Rosa Busturi, que le salvó de un cazador de Baiona y entendió, en aquel barco, tantos años atrás, lo que nadie hasta entonces ni después de aquel día habría entendido. El lobo le hacía libre.

La única condena de la licantropía era adaptarse, vivir en el mundo incómodo de los hombres, torpe y desheredado, como si fuera uno de ellos.

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