Nora

Nora


CUATRO » B: Nora vas, Nora vienes

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sí, cariño… nada. Un silencio de sepulcro. Supo que estaba hecho y que no tenía remedio. Se acercó a la cama, pero Rosa ya no estaba en aquella habitación. Cerró la ventana, le temblaba la mano. Sentía ganas de gritar, para acabar con aquel silencio absoluto. Tenía ganas de ir al servicio desde antes de salir de la radio, pero pensar en ello cuando Rosa acababa de morir, le resultó violento, le provocó náuseas.

Se sentó en la cama, la garganta llena de lágrimas. No le parecía justo tener que despedirse de su abuela, de su Rosa, que había sido principio y fin de su pequeño mundo.

—He tenido noticias del tío, abuela. Esta mañana. No sabía cómo contártelo y ahora… —Se le quebró lo que quería decir. Rosa tenía las manos frías y los ojos cerrados—. Creo que tuvo una buena vida, abuela. Y sé que os quiso mucho, a su hermana y a ti. Estuvo en Bagdad, no era exactamente como en tus cuentos.

Recuerda las últimas palabras que dejó escritas Elías.

Recuerda la historia del vasco de Bagdad.

“Nací en Nebraska y moriré en Deusto, pero el hombre que soy surgió en Bagdad, en las mil y una páginas de los cuentos que nos contaba mi madre. Se sentaba en nuestra cama todas las noches, con aquel libro que robó en el barco que la salvó de la guerra. Su voz eran milagros, ladrones, una cueva mágica, seres que viajan en sueños, hechizos. Vivíamos para aquel momento, Sara y yo. Para aquel momento que parecía más real que cualquier otro. La vida real era aquello: meternos en la cama y escuchar lo que había ocurrido en Ispahán, Arabia, Bagdad. Para mí, eran mundos inexistentes. Como América para tantos otros niños del mundo, no eran lugares reales, sino sitios donde todo era posible.

Fue eso. Bagdad y el deseo de los territorios inexistentes lo que me convirtió en periodista. Quería viajar lejos. Escapé de casa joven, de manera cruel, sin explicaciones. Pero en el fondo, allí donde he viajado he buscado ese hogar que abandoné. El calor de la cama en la que me leían, el cuerpo de Sara a mi lado, la voz de mi madre y un cuento.

Bagdad no me ofreció nada parecido. Solo guerra. La madre de todas las batallas en el noventa y uno y la madre de todas las madres doce años después. Bagdad me reveló el sinsentido de haber viajado sin rumbo, me enseñó a odiar los cuentos, me hizo dejar el periodismo. Todo por aquel niño desangrado al que vi muerto en brazos de su padre.

No era la primera vez que le veía. Le había conocido doce años antes. Bassim estaba a punto de casarse. No hablaba nunca de la guerra, de los que bombardeaban su país ni lo humillaban con mano de hierro. Era un trabajador sin opiniones, con las manos encallecidas y la mirada compasiva. Le enseñé media docena de palabras en euskera:

egunon, gabon, maitea, aprendía rápido. Tenía un inglés torpe, pero se apañaba, quería tener cinco hijos que le ayudaran en su casa del norte de la ciudad. Le pedí que me contara cuentos, los que le hubieran contado de pequeño, pero a él le gustaba más escuchar los míos. Su América era mi Bagdad.

Le conté todo tipo de historias, las bombas no dejaban mayor entretenimiento. Se tranquilizaba escuchando y a mí me pasaba lo mismo hablando. Su favorito era el del cazador de hombres lobo. “

Se llamaba Navarre, se lo conté muchas veces, provenía de una familia de tenientes de lobería que cazaban y daban muerte a los licántropos, pero, hasta que su propia mujer no fue asesinada por una bestia, no creía en la existencia de los hombres transformados por la luna”.

—Finalmente creyó. —Bassim escuchaba siempre con atención—. Viajó hasta América para vengarse y matar al lobo. Pero le dispararon antes de que pudiera hacerlo. Y cojeó toda la vida, lejos del desierto. En una montaña húmeda a la que llaman Sollube, retirado de la caza.

Le gustaba la historia de la mujer que le disparó. La que se enamoró del lobo en un barco que cruzaba el mar. La que robó en el casino y tuvo gemelos condenados a quererse como bestias. Era bueno escuchando. Bassim, el vasco de Bagdad. Era un buen hombre, no le gustaba llamar la atención. Quiso cinco hijos, pero su dios le concedió solamente uno. Me lo contó él mismo, en mi segundo viaje desde Jordania a Irak, para mi segunda guerra del Golfo. Faltaban un par de semanas para los bombardeos, les visité en su casa para saludarles y conocer al niño, Sayid, su regalo del cielo. Tenía el pelo rizado, le animé a que no tuviera miedo de las bombas, su padre me ayudó con la traducción. Le dije que podía inventar sus propias historias y contárselas a sí mismo cuando estuviera asustado. Le salvarían de todo, de las bombas y del miedo.

Le mató el fuego de un mortero, al final de la guerra.

Bassim caminó con el cadáver en brazos hasta el hotel de los periodistas. Quería enseñarnos a su hijo muerto, su tesoro derramado. Si quería una respuesta, no la teníamos. Soy hijo de un hombre lobo. Habría tomado a mi propia hermana por esposa. Pero no tenía un cuento para aquel hombre que le proveyera consuelo y por eso dejé el periodismo. Si he vuelto a escribir, ha sido por vosotros. Por ti, Martín. Por ti, Nora. Porque me habéis hecho creer de nuevo en la importancia de ese cuento que les contamos a los niños antes de que se queden dormidos. No les salvará a todos, pero los pocos que sean salvados no podrán imaginar su vida sin ellos”.

Primero, Nora se despide de Rosa. Luego, llama a urgencias. Espera a la ambulancia a oscuras. Y al juez, sentada en la cocina. No duerme. El médico no cree que sea necesaria la autopsia y organiza el entierro para la mañana siguiente. Por la tarde, una misa corta. Rosa le pidió que todo fuera rápido. Pero antes, un rato antes de que se ponga en marcha el protocolo despiadado de la muerte, Nora abre la caja de las postales, saca el anillo de plástico con el ojo casi borrado y se lo pone a su abuela en el dedo.

Apenas se distinguen los detalles, pero ahí está, el ojo mágico que todo lo ve.

Durante el funeral, Nora piensa en Rosa, en lo que querría que le enseñara el anillo, si pudiera pedirle cualquier cosa. “¿Qué querrías ver, abuela?”. Escucha su respuesta con los oídos del corazón. “¿Y tú, cariño, qué querrías ver tú?”. El cementerio es pequeño y huele a tierra. Durante mucho tiempo Nora no ha sabido la respuesta, pero ahora sí, ahora lo tiene claro.

A mí misma, abuela, quiero verme a mí misma.

Quiere mirarse en un espejo y verse reflejada.

Lo que consigue no es exactamente lo mismo. Pero se parece. Ocurre mientras está en casa, deshaciéndose de todo lo que ya no le hará falta para la radio, tirando papeles a la basura. Necesita darle un sentido al duelo, aprovecharlo para cambiar de vida. Encuentra una foto de Elías, en la invitación que le mandó Martín, y eso, decide que lo que quiere hacer es eso, ver todas las fotos de Martín. No puede quedarse en casa, dejando que la consuma la ausencia de su abuela.

En realidad, esa es la única decisión que toma. El resto vienen dadas. El aeropuerto, el avión y el Atlántico, al fin, a primera hora de la mañana. Todo parece lógico, una cadena de acontecimientos que tienen el peso de lo inevitable. Y su misma urgencia.

Lisboa es el metal del tranvía y los ascensores de hierro. El olor a mantequilla de los pasteles que venden en las cafeterías y el óxido de los palacios que no se han restaurado. Pero, sobre todo, Lisboa es la luz del océano que separa América y Europa. Nora aterriza con el amanecer. Llega de Bilbao en un avión de Portugália en el que solo caben ocho personas y descubre una ciudad europea que parece caribeña, restaurantes donde sirven cerdo con almejas y taxistas que dicen todo el tiempo

obrigado. Descubre la ciudad de la que habló Elías en uno de sus libros de viajes,

A Lisboa, obrigado.

En el mundo hay ciudades separadas por comas, que se pueden visitar una tras otra escribió,

Bilbao, Baiona, Berlín. Hay ciudades de punto, Londres, París. Y hay una, solo una, en Europa que merece un punto y aparte y es la única capaz de provocar sonrisas llenas de tristeza. Lisboa metal y mantequilla, Lisboa piedra y óxido, Lisboa luz”.

La primera postal que envió Elías desde la ciudad tenía la foto de un ascensor en la calle que une los barrios de Rossio y Alto. El taxista que la recoge en el aeropuerto lo reconoce enseguida, “

elevadouro de Santa Justa”, dice asintiendo. Los últimos pisos hay que subirlos andando, siguiendo los escalones casi a ciegas. Cuando avance el día, el bar de la terraza se llenará de gente pero, de momento, solo hay tres o cuatro personas y a Nora le salen las lágrimas cuando distingue a Martín entre ellas, sentado en una de las mesas, con cara de haber dormido poco.

Egunon, Martín.

Se sorprende, pero la sorpresa le dura poco. Tiene la sonrisa de un hombre que le vendió su alma a un ángel a cambio de cuentos imposibles.

—Lo dices tan bien como

gabon.

El terremoto sacudió Lisboa en 1775. Era 1 de noviembre, día de Todos los Santos. Primero tembló la tierra, luego la mar: un tsunami. Antes de que las olas se calmaran, el fuego: incendios. Murieron cien mil personas. Entre ellas, todas las que asistían a misa en el convento O Carmo. Rezaban y se les cayó encima el techo. El resto sigue en pie, un puente entre el Rossio y el Alto. Paredes en arco que no sostienen ningún peso, la iglesia más conmovedora del mundo tiene la belleza cruel de los desastres. Si existen los dioses, piensa Nora, debe gustarles este lugar de culto más que ningún otro. Aquí llueve en primavera y se ven las estrellas desde el altar. En esta pequeña iglesia de Lisboa que lleva más de dos siglos sin techo, la santidad significa otra cosa, el cielo es un paraíso al alcance de los hombres.

Martín tiene los dedos templados, le da la mano a Nora cuando cruzan el umbral.

Hablarán mucho los próximos días sobre el viaje que les ha llevado hasta ese sitio, en ese momento. Hablarán sobre postales y sobre el documento de Elías. Nora le dirá

“no sé qué hacer, he dejado la radio”, “no sé qué hacer, mi abuela ha muerto”. Martín le dirá

puedo hacer lo que sea, le debía mi alma a un ángel, pero ahora sé que no era mía para entregarla, que el alma no es de uno porque está en los demás. Desharán la cama, dejarán las sábanas transparentes de sudor. Pero de momento, caminan en silencio por una iglesia convertida en museo que no tiene techo y en la que perdura el frescor de la mañana, al abrigo de los muros. Es el sitio favorito de Martín en todo Lisboa. Siente que debería hablar más bajo. A Nora, especialmente.

—Ya lo sabes, pero, antes de volver a Bilbao, descubrí que había una persona, una chica, que se repetía en once de mis fotos. La más antigua la saqué en Londres. Cerca del Covent Garden.

En un rato, hará calor. Es una mañana tranquila, Nora recuerda un viaje a Londres y lo mucho que le gustó el Covent Garden.

—Fui con mis amigos de la radio. Nos pasamos la noche escuchando un cuarteto de cuerda en la calle.

—La chica aparecía también en otra foto, en Venecia.

Llovía. Nora se enfadó con Ainhoa, su compañera de viaje. Y salió a dar un paseo a pesar de la lluvia. Comió pizza, ella sola, en algún lugar cercano a la plaza de San Marcos.

—La mejor pizza que he probado nunca. Con brócoli y tomate casero.

—También la vi en Atenas, en una foto de Praga, en Estocolmo.

A Manu le gustaba viajar. El viaje a Estocolmo fue una sorpresa de fin de semana, el de Praga también. Atenas fue una visita con amigos. Cogieron un barco en El Pireo, les encantó Santorini.

—Me pareció el paraíso.

—Hay una foto en Barcelona, Nora.

Fue allí con Rosa, que había empezado a perder la vista. Disfrutaron de la luz estrepitosa del Mediterráneo. De plaza Catalunya, del mar, de un paseo a media tarde. Años antes había sido Roma, también con Rosa, parte de un largo viaje por Italia. Les gustaban las ciudades con plazas, Turín, Viena. Martín tiene la voz casi quebrada, le duele el mejor dolor posible.

—En la foto de Berlín la acompañaba un hombre. Les fotografié en la puerta de Brandenburgo.

Temporal de nieve y Manu. Berlín no le gustó. Se agarra con fuerza a la mano de Martín.

Martín, Martín, Martín, su fotógrafo de la radio, su oyente preferido, su espejo. Cuando termina de hablar y de narrarle once fotos, le brilla la mirada.

—Sales en todas mis fotos, Nora.

Veinticuatro horas antes. Nora entra en la galería. Han florecido las fiestas de agosto y las calles están llenas de gente. Es el divorcio total entre el duelo de Nora y la alegría de Bilbao. La entrada es gratuita, le han dado un folleto en la puerta, el prólogo se titula

Ciudades heridas. La foto de primera página ya la conoce. Se llama

El viejo. Ahora que Elías ha muerto tiene otra fuerza.

Lleva más o menos la mitad de las fotos vistas cuando se da cuenta de que hace lo mismo en todas, intentar entender la mirada de Martín. Descubre a un hombre que se emociona con las pequeñas fealdades, que busca la alegría de las cosas que envejecen e indaga en las miserias de la juventud. Le gusta jugar, le apasiona mirar. Descubre lo que esperaba.

Y en la última de las salas de la galería, lo que no esperaba.

Once fotos. Praga, Viena, Berlín, Estocolmo, Turín y ella, en todas y cada una. Venecia, Londres, Roma, Barcelona y en cada una, en todas, ella. Dublín, ella. Atenas, ella. Mirando al ojo de la cámara. Once fotos. Once pruebas de que alguien la ha visto. Incluso cuando el espejo le negaba su imagen,

alguien me estaba viendo.

Ninguna tiene título. A veces, se ve en primer plano, a veces está desenfocada, más lejos. Casi escondida. Están numeradas, de uno a once. Y un solo nombre para todas en la entrada de la sala.

Tú, que no sabes a dónde vas.

Si hubiera alguien para escucharla, Nora le diría

ahora lo sé, ahora ya sé a dónde voy.

El anillo la ha llevado a su espejo.

El avión la lleva a Lisboa.

Esparcen las cenizas en el Tajo. Al anochecer, cerca de la Plaza del Comercio.

—¿No será ilegal? Creo que hace falta un permiso para esparcir cenizas humanas en el agua, Martín. Lo leí, en alguna parte.

—Si lo hiciéramos todo legal, el viejo no me lo perdonaría nunca.

Vacían la urna y lo que queda de Elías pone rumbo a la mar. Lo miran hasta que no le ven y luego un rato más. Es un atardecer agridulce. Huele al duelo de los que no están. Y a la esperanza de no sentirse solo.

Cenan arroz con bacalao. Se hospedan juntos, en la misma habitación de hotel. Antes de entrar, en el ascensor, Martín no puede resistir las ganas. Le da un beso suave. Solo un beso en los labios, pero Nora pone la lengua y cuando llegan a la habitación tienen las bocas en carne viva, rojas de sangre.

Desnuda, Nora es más delgada que vestida. Y tiene los ojos más grandes, como el lobo que se comió a la abuela.

—Sigo siendo un vampiro —dice, y más tarde, al oído—, todavía puedo beber de tu sangre, podría vaciarte hasta que dejaras de ser el hombre que eres. El vampirismo no se cura, Martín.

Martín le sonríe, desde el sitio en el que se termina la tripa de Nora. Le enseña los dientes.

—No quiero que te cures.

No vas a desangrarme” le asegura, con los labios mojados de saliva y la lengua caliente, “

por cada gota que bebas de mí, beberé una de tu sangre”. Baja la boca, le saca un maullido que llevaba escondido entre las piernas. Y luego otro, y un tercero.

Se quedan en la cama hasta que se les irrita la piel de todo el cuerpo, hasta decirse todo lo que se puede decir solo con saliva. Dejan las sábanas mojadas y sucias, con manchas de alegría y semen. A media mañana, cuando salen de la habitación, el sol está arriba y tienen que ponerse gafas. Cogen el tranvía en dirección al mirador de Santa Lucía. Nora mira por la ventana y sonríe. Tuvo un buen sueño anoche, cuando se quedó dormida, en algún momento de la madrugada.

Soñó con mezquitas.

Minaretes azules, contra un cielo árabe rojo-yema. Nora vuela a lomos de una alfombra mágica pero Nora no es Nora, sino Rosa, disfrutando de los mil colores del desierto. Sopla el viento y la alfombra vuela cada vez más deprisa, pero Rosa no tiene miedo porque tras la línea del horizonte puede ver Bagdad. Lleva puesto el anillo que todo lo ve, únicamente tiene que seguir el rumbo que le indica y encontrará lo que le ha pedido que le enseñe. Las calles han sido destruidas, pero Rosa solo ve palacios de piedras preciosas, el genio que aparece al frotar la lámpara y el barco marino de Simbad.

Con el sol todavía estriado y la mañana dormitando, aterriza en la terraza del palacio más bello de todos y entra, más joven de lo que ha volado. En el salón del rey de las mil y una noches, suena música de colores y huele a tortilla de patata. Cuando se acerca a la mesa, no ve comida, así que levanta el mantel y se agacha.

Elías es mayor que la última vez que lo vio, pero sigue teniendo esa mirada del niño que quiso aprender a ser travieso.

—Mira dónde estaba mi ladrón de Bagdad. ¿Me das un trozo?

El sueño se llena del olor de los pimientos verdes fritos.

—Sí, ama.

Nora se despierta sonriendo, envuelta en un abrazo. Oye “¿quieres desayunar?” y responde

luego, apretando el nudo que la ata al cuerpo de Martín.

Un par de horas más tarde, el tranvía número catorce resopla, mientras sube al castillo de Sao Jorge. En el cristal, Nora Busturi ve su imagen reflejada: lleva gafas de sol y sonríe. En el cuello, asoma una mordedura de su novio vampiro. Es una mañana luminosa y en el bar que eligen para desayunar, suena una canción de Nick Cave.

He mirado los libros sagrados, dice la letra,

buscando el misterio de Jesús, nuestro salvador.

(fin)

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