Nora

Nora


UNO » A: Der Bilbao song

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Tres vuelos, más de veinte horas de viaje. Enciendo el móvil bajo las alas del aeropuerto de Loiu y ahí está, la primera llamada. Elías. Un trueno de voz, una pregunta. “¿

Ya estamos en casa, criatura?”. Le sonrío, aunque no me ve. “

Ya estamos”. Tengo treinta y tantos y subiendo, pero su manera de llamarme

criatura me devuelve inmediatamente a casa. Se ríe. “

Qué, ¿cansados?” y nos estamos riendo sin motivo. “

Estoy que reviento, viejo”. El taxista tiene una de esas miradas quemadas que dicen cansado, harto, de mal humor. Escucha Radio Euskadi, pero yo todavía oigo la risa de Elías al otro lado del teléfono. “

Date prisa, criatura, todavía me puedo morir antes de que llegues”.

No conozco los desvíos ni las variantes. Bilbao aparece sin avisar, de la nada, con su piel de titanio recién encerada. Plazas que no sé de dónde han salido, hoteles de fachadas rojas, líneas de ferrocarril entre calles. Donde casi no había agua, ha brotado una larga orilla de paseantes y ciclistas, y un puente con brazos de araña en la puerta de la universidad de Deusto. Donde faltan los astilleros, hay museos de gris astillado y, quince años después de que la dejara atrás, la plaza Moyua es, al menos, medio kilómetro más ancha que entonces. Como si alguien hubiera movido los edificios con un

soplaré y soplaré y tu casita derribaré. Como si alguien hubiera empujado hacia el Ensanche el Hotel Carlton y, apoyando la espalda contra el edificio del Gobierno Civil, lo hubiera movido Gran Vía abajo hasta dejarlo quieto, unos metros más al fondo. El taxi lleva media vuelta en la rotonda cuando me doy cuenta de que nada ha menguado ni crecido. Es la luz la que ha mutado. Da risa pensarlo, es un pensamiento de niño pequeño y, sin embargo, lo pienso.

A Bilbao le ha crecido el cielo.

Mientras yo no miraba. Mientras yo no estaba.

En los Jardines de Albia, trozos de ese cielo recién nacido aparecen y desaparecen entre palmeras cabizbajas, jugando al escondite inglés con los viejos conocidos que un día la abandonamos. En la radio, el locutor anuncia que quedan tres minutos para las señales horarias. No necesita anunciar la canción que está a punto de poner. Sé cuál será antes de que empiece a sonar.

He mirado los libros sagrados dice la letra

buscando el misterio de Jesús, nuestro salvador.

Ya estoy en casa.

Cuando se lo cuento, Elías se ríe con ganas. Una risa de la cabeza a los pies que le dura tres días. Empieza a reírse nada más vernos, en un bar-restaurante que suda mayonesa grasienta y que le parece tan bueno como cualquier otro para una comida de bienvenida. El cartel de entrada dice Eme y hacen sándwiches, solo sándwiches: muy buenos y ni remotamente saludables. Revienta a reír en la mesa del fondo y se ríe durante días cada vez que se acuerda. Mientras tanto, yo me adapto a volver —“

con paciencia, criatura, hace falta una vida entera para ser de donde somos”—. Elías fríe pimientos verdes a diario —“

te quedas en mi casa y se acabó, para hacerle compañía a un viejo que chochea”—. Es ese olor —los pimientos verdes— lo que me transporta constantemente al pasado. Los olores son máquinas del tiempo, agujeros de gusano que unen distancias cósmicas, atravesando presente y pasado con un golpe de nostalgia.

Hace más de veinte años yo apenas levantaba medio metro del suelo, y Elías me resultaba largo y flaco, fibroso y fuerte. Tenía los bolsillos llenos de aventuras, mil historias que contar y una risa contagiosa. Elías el viajero. Elías el periodista. Elías y ese “¡vamos, criatura!” que hacía temblar las paredes con el eco de su voz. Hace más de veinte años vivíamos en una casa en Sukarrieta, Bilbao no tenía cielo y mi madre era un espectro enfermo de amor. Se moría lentamente y, aunque no lo sabía, iba a darle a Elías su primer y único hijo.

—Valiente tontería —dice, cada vez que se acuerda—, mira que decir que Bilbao no tenía cielo. —Conserva esa mirada suya, de buen corazón y malas intenciones—. Tenía un cielo bien grande, criatura, sucio y rico, pero cielo

azken baten.

Dirá lo que quiera pero, hace veinte años, yo era un niño miedoso, mi madre me traía en tren a la ciudad cuando tenía dentista o había que comprarme ropa (en rebajas, dos veces al año) y recuerdo lágrimas de porquería en la fachada de los edificios, el arco iris de petróleo y los colores tóxicos en la superficie de la Ría, la manera en la que las casas echaban el aliento encima con el calor del mediodía en el puente del Arenal. Recuerdo que, al final del día, sentía las manos pegajosas y decía

ama, tengo los dedos como si los hubiera untado de caramelo. Recuerdo la Ría, el humo, el bocho: No recuerdo el cielo.

Ha aparecido ahora. En algún momento de este paréntesis entre entonces y esto.

—¿

Azken baten quiere decir al fin y al cabo, Elías?

Sigue salpicándolo todo de euskera. Palabras sueltas, guiños de

euskañol que le divierten, por algún motivo. Le gusta que le corrijan, rebelarse sin mal humor, jugar a juegos de niños.

—Crío de mierda. Se pasa quince años fuera de casa y lo primero que hace al llegar es ponerse a pontificar.

—Es porque vive con un viejo de mierda, que no hace más que protestar.

Sesenta y no se sabe cuántos años. Elías será y sigue siendo ese gamberro que nunca fue. Si tuviéramos la misma sangre no necesitaríamos códigos secretos, pero no somos familia y tenemos un idioma escondido, una manera de decir

criatura porque es más fácil que decir

bienvenido a casa, hijo. Tenemos deudas pendientes y pimientos verdes fritos y

viejo de mierda porque da menos pudor que

ya estoy aquí, aita.

Siempre existe la posibilidad de que me llame por teléfono alguien a quien no me apetece atender. Por eso se inventó el buzón de voz en los teléfonos móviles y por eso lo tengo siempre puesto. Elías se pregunta para qué sigo teniendo móvil “

si nunca lo coges”; yo me pregunto para qué tiene una máquina de escribir que ya nunca usa.

—Lo de estar retirado es una cosa, pero no puedo creer que no escribas.

Contesta con una mirada tirando a hostil.

—Ya he escrito todo lo que tenía que escribir.

Es una bienvenida inesperada este Elías que no escribe. Con su máquina de escribir que no suena y su ordenador que no enciende y su televisión que no funciona.

—¿Sabías que no te funciona la tele?

—Sí.

No parece que le preocupe.

—¿Desde cuándo?

—Qué sé yo. ¿Diez años? Lo último que vi fue cómo cerraban Euskalduna.

La idea de que podría tirarla le resulta del todo sorprendente.

—¿Tirarla?

Bai, zera! Pero si desde que no la veo hasta me gusta.

Tampoco es que yo la vea mucho, pero echo de menos ese rato de Euronews antes de acostarme y la emisión internacional de la BBC. No es por las noticias, es por el parte del tiempo. Me gusta desayunar pensando que llueve en Johannesburgo o irme a la cama mientras amanece nublado y con riesgo de precipitaciones débiles en Buenos Aires. Saber si es temporada de huracanes en Florida… esas cosas.

Sin tele, Elías se pasa el día escuchando la radio, aunque lo que más le gusta es la noche. Se ha enamorado de la chica del programa nocturno.

—Siempre he querido una, ya sabes. —Setenta y tantos años, todavía le sale bien esa expresión de niño malo que no lo es, en realidad—. Una novia vampira.

La ducha pierde agua. El viejo se resiste, pero tendrá que arreglarla si no quiere acabar inundando a los vecinos. La cisterna del retrete no desagua bien y no vendría mal que alguno de los electrodomésticos de la cocina funcionara dos días seguidos. Pero la casa de Elías no es eso: una ducha triste, un retrete ciego y las baldosas que dejaron de fabricarse en los setenta. Es el amanecer, esa cuchillada de luz impenitente a primera hora de la mañana. Es eso, una cocina que tarda media vida en calentarse y paredes que se chivan de todas las conversaciones del edificio. Es Deusto, un ascensor que se estropea a menudo y la luz que te asesina cada mañana cuando te levantas a mear y se tropiezan los pies si te quedas ciego un segundo.

Cambiará pronto este paisaje asesino que se ve desde el salón. No le queda nada al otro lado de la Ría. Dentro de unos meses, puede que un par de años, las grúas que resisten se pondrán en pie y desfilarán hacia Barakaldo, Santurtzi, Portugalete, hasta el fondo del mar. Zorrozaurre se muere, puede que lleve tiempo muerta y solo falta deshacerse del cadáver. Será un funeral sin campanadas, unas pocas grúas levantando sus cabezas prehistóricas y dando pasos mortuorios hacia el Abra. Elías se refiere a ella como “la ciudad mutante”. Suelta sermones larguísimos con pasión de ermitaño, se caga en los especuladores. Son el doctor Frankenstein de la Ría y quieren una ciudad-producto, asegura. Usa mucho esa expresión. “Producto”. Como si fuera un insulto. Tiene gracia, pero no se lo digo. Se toma Bilbao en serio.

—Esta ciudad no sabe a dónde va, criatura, y le importa un huevo de dónde viene.

En eso, Bilbao y yo nos parecemos y puede que Elías lo sepa y cuando lo dice con rabia, esa rabia no tenga nada que ver con la especulación urbanística. Puede que yo también lo sepa y cuando le digo

ya lo sé, me esté diciendo

quince años sin verme, ya te vale y yo esté asintiendo,

tienes razón, ya me vale. Puede que cuando defiendo la nueva ciudad que emerge, no estemos hablando de Bilbao.

—Bueno. Por lo menos ahora puedes verla. Avanzar sin saber a dónde vas también es avanzar.

Elías asiente casi sin asentir. Se levanta a la cocina, hace un gesto que podría no tener importancia, pero la tiene. Me pone la mano en la nuca, justo donde empieza la espalda, un dedo calloso y anciano que dice sin rencor

te he echado de menos y que dice sin amargura

ya era hora de tenerte en casa, hijo. Elías cierra heridas sin reconocer que han estado abiertas, justo antes de que empiecen a sangrar. Algún día alguien contará su historia y, si cuenta todo lo que dijo, no estará contando la verdad.

Porque lo importante de Elías es todo aquello a lo que no pone palabras, lo que no cuenta y lo que acabará no contando.

Después de comer. Algo me tira de la sangre y pide cafeína. Elías dice “bueno”.

—Bueno, —tiene el plato lleno de rabitos verdes de pimientos recién comidos—, mujer no has traído —suena vasco y bandido—, pero unas cuantas historias ya tendrás para contar. Un poquito verdes, si puede ser, que soy viejo verde y… —si quiere las historias que podría contarle, las que no tienen importancia, necesitaríamos siete días sin comer, siete noches sin dormir y siete calles solo para que cupieran la mitad de las explicaciones. Elías ya lo sabe. Y no quiere historias, quiere una historia, la historia. La que explica por qué estoy aquí—. Habrá algo que me puedas contar.

Sonrío. De vuelta de muchos sitios.

—Algo. Puede. Puede que algo.

Puede que algo más. Puede que mil y un algos. Mil y una fotografías que he hecho durante estos años y solo once que importan. Ni mil ni una ni diez: once. Las que me han robado el sueño, las que me han traído de vuelta a Bilbao. En todas aparece la misma persona, la misma mujer desconocida. No sé cómo se llama. Podría llamarla

ella. La llamó

. La llamó

a dónde. La llamo

no sabes.

Quién eres. Tú, que no sabes a dónde vas.

Quince años de exilio voluntario. Quince años en fotos, tamaño 13x20. Elías mira con atención las que importan. La mesa está llena de marcas de tazas de café que sudaron la madera hace tiempo. Las fotos están llenas de ciudades.

Congeladas en el tiempo y sobre papel. Como seres prehistóricos en ámbar fotográfico. Las he visto todas, son los rincones de una Europa fosilizada en imágenes. Desaparecí hace quince años en el aeropuerto de Bilbao y cuando aparecí en Berlín supe que un aeropuerto es siempre el mismo aeropuerto, una puerta con dos caras, separando una misma ciudad en dos lugares. He cogido aviones con luz mediterránea en Barcelona y aterrizado en Roma con las plazas abiertas y las calles revoloteando turistas. Mil fotos, mil ciudades, 13x20, mil trabajos, mil catálogos, guías turísticas, flashes, clicks. Sacar fotos es robar la luz. Ver fotos es arquitectura pura, se trata de reconstruir las ciudades de nuevo. Viena, Dublín, París. Las fotos no son más que flores muertas, esa es la verdad, anuncian la desaparición del instante, nos convierten en necrófilos a la búsqueda de algo tan bello que morirá en cuanto lo alcancemos. Los fotógrafos somos cazadores cazados, parte de una fotografía que no vemos.

Londres, Lisboa. Y Elías ve lo mismo que vi yo cuando ordené las fotos, sin creerme del todo lo que estaba viendo. Una misma cara. Atenas, Estocolmo. Una misma persona. Al principio, el viejo sonríe, cree que no es posible, tiene que ser una broma, “

qué me estás contando, criatura”. Al principio, se ríe y luego no, porque a Londres y a Lisboa les siguen Venecia y Berlín y no, no es una broma. Hay una misma persona que se cuela en once fotos, a veces desenfocada, a veces al fondo del plano. No es una broma sino once casualidades imposibles porque no la conozco, nunca me fijé en ella. Se tiran tantas fotos, se cazan tantas cosas que no se quieren que nunca la vi hasta que la vi por primera vez.

Ahí está, en Berlín, la foto más antigua de todas. La puerta de Brandenburgo empañada de niebla, cubierta de nieve. Lleva las orejas metidas en un gorro, se le ve algo de pelo rojo debajo, entre la bufanda y el abrigo. Después, en Londres. El encuadre es malo, pero la luz es buena. Era una foto para una de esas guías,

Un Fin de Semana en Londres o algo así. Tiene ojos marrón café. Amables. El pelo no tan rojo. Está quieta, mirando durante un segundo a algo que está fuera de plano.

A alguien. Al fotógrafo. A mí.

La foto tiene diez años y no recuerdo el momento en el que nos cruzamos la mirada. Si me vio, yo no la vi. No la he visto nunca. Praga, Frankfurt, nunca. Once fotos, once ciudades, jamás. Cuando vi las dos primeras, repasé todas las fotos que tenía. Me llevó más de ocho horas pero al ver la primera repetición supe que habría más. Tres, cuatro, siete, hasta once.

Elías las cambia de orden, las ordena de viejas a nuevas, de pelo más largo a diferentes tonos de rojo, primavera, verano, invierno, pero no importa cuántas veces las cambie, la chica es siempre la misma. No existen casualidades así.

—¿Sabes lo que es esto, Martín?

Hace tiempo que ha anochecido. Es una pregunta retórica. Aún así, “

lo sé”.

—Un cuento.

Se le nubla la mirada, parece anciano, bajo el peso de una responsabilidad enorme. Parece estricto, decepcionado, solemne: un padre.

—¿Pero, qué has hecho, criatura?

Da pudor contarlo. También es una liberación. Quince años huyendo de un secreto son muchos años y ponerle palabras es lo más difícil y lo más fácil del mundo. Es como descargar bidones de acero en el puerto, deshacer el nudo de una sombra terrible que amenazaba con explotarme en la boca del estómago. Si alguien puede entenderme tiene que ser este hombre viejo y poderoso que hace diecinueve años me ayudó a matar a mi madre y a enterrarla con sus propias manos.

—Hice un trato, Elías.

No me obligaron. Me gustaría que quedara claro.

El desconocido me preguntó “¿entonces, estarías dispuesto a vender tu alma?”. Asentí. Dijo “

a qué precio, qué querrías a cambio”. No lo pensé, dije “

cuentos”. Preguntó “

qué clase de cuentos”. La pregunta más difícil que podía haber hecho porque los quería todos. Largos, cortos, inacabados. Ese del niño que comía dragones. Ese en el que el rey que no lo es encuentra la espada en la roca. Cuentos de hadas, cuentos que no te dejan dormir. Cuentos subterráneos, de esos que dejan agujeros en la piel y cavan túneles bajo las sábanas, a la luz de la linterna. Quería cuentos kamikazes y atómicos, cuentos que se toman o te toman, que se quedan a medias, en un cruce de cuatro caminos. Cuentos sobre interrogantes, sin puntos suspensivos. Cuentos agridulces, podridos, idiotas, cuentos sobre cuentistas que lloran por las esquinas, que mojan la cama, que lloran de puertas para adentro, de piernas para fuera. Tantos cuentos, tantas posibilidades. Pero cuando preguntó “

qué clase de cuentos” solo cabía una respuesta y después de pensarlo tanto dije, claramente y bien pronunciado, para que no cupieran trampas en el espacio entre las vocales:

“quiero cuentos imposibles”.

Tres palabras a cambio de mi alma, de no volver a estar solo, de no despertar asustado, de no perderme en la superficie resbaladiza de todo lo que no es mentira ni sirve para nada en este mundo. Lo repetí con convicción, era lo primero que hacía bien en mi vida. Era, en realidad, lo primero que hacía con mi vida.

—Imposibles —le dije—. Vendería mi alma por unos cuantos cuentos imposibles.

El desconocido me midió con la mirada. Respiró largo y tendido, era una larga digestión, parecía que le dolía tener que complacerme, incluso haberme oído. No pensé que diría lo que dijo y me equivoqué. Aceptó con una palabra muy corta que aún dura en el tiempo.

—Sea.

Era agosto profundo, ardía todo el coche. Pusieron en la radio una canción que yo no conocía.

He mirado los libros sagrados decía la letra

buscando el misterio de Jesús, nuestro salvador. Nick Cave. Pero yo era un huérfano perdido y no lo sabía. Me quedé pensando en nudos de siete cabezas que te ahogan sin que te des cuenta. En el amor y la horca, en el olor a otoño que tiene a veces la primavera. Esas cosas en las que suelo pensar. Poemas hechos con humo, labios más espesos que el agua, la canción que salvará al mundo, un ángel al que has recogido en un peaje de autopista, el precio de tu propia alma. Esa clase de cosas.

Seis meses después:

Nora, en casa, preparando el desayuno de la abuela Rosa. No se puede quitar de la cabeza la canción de Cat Stevens que alguien pidió anoche en la radio. Oye al cartero y, descalza, le sale para así tener algo que leer durante el desayuno, aunque sean facturas o un catálogo. Le da vueltas a la letra mientras abre, se le ha atascado la música. La carta que le llama la atención no es una factura ni un catálogo, tiene la dirección correcta y le falta remitente. Cuando mira a quién está dirigida, le salta el corazón en el pecho. Si pretende ser para quien dice llega veinte años tarde. Veinte años y un accidente de tráfico tarde. La madre de Nora nunca volverá a abrir una carta. Lee sin poder contener un escalofrío morboso. El sobre es nuevo, pero el papel no. La caligrafía es barroca, antigua.

“Algunos cuentos son imposibles y no dejan de repetirse en el tiempo. Algunas ciudades arden y yo quiero verlas mientras estén en llamas. Te escribo desde aquí, donde termina el mundo, para que sepas que nacimos en un cuento desesperado, para que sepas que somos hermanos de cuento y algún día seremos otros, en otro cuento, pero seguiremos siendo los mismos. Seremos nosotros o serán otros, pero lo importante es que siempre habrá un cuento. Somos eso que ni somos y te prometo que es lo que siempre seremos”.

Ocurrirá seis meses después:

Nora pasará media hora releyendo, se le quedará la leche fría y, mientras las preguntas la atosigan, escuchará en su mente una canción que ni siquiera le gusta tanto, pero que alguien le pidió en la radio. Una canción de Cat Stevens que habla de padres e hijos y dice

hay un camino y sé que tengo que marcharme lejos.

Eso es (más o menos) lo que pasará. No ahora. Sino que dentro de seis meses.

Desde hace un rato la noche se ha vuelto agujero y no se ve nada a través de los ventanales. Ni Elías ni yo hemos encendido la luz mientras le contaba mi historia y ahora casi no puedo verle los ojos (de viejo cazador compasivo, de alegre mentiroso lleno de elocuentes, elegantes silencios). En la radio, la locutora de la que se ha enamorado pone una canción que le piden por teléfono. La costumbre de tantas cosas que no pueden ser hace que no me sorprenda la letra.

He mirado los libros sagrados dice,

buscando el misterio de Jesús, nuestro salvador.

Elías se levanta a por café. Es evidente que ninguno va a dormir esta noche. De pie en el salón, no es más que una sombra difusa. Suena melancólico por primera vez en días.

—Me dijeron hace tiempo que si escuchamos música al morir, morimos en esa canción y nos convertimos en música hasta el final de los tiempos. Esta es buena para morirse, ¿no te parece?

No está mal.

Elías sube, curva tras curva, en un

cuatrolatas rojo que hace un ruido aparatoso. Es casi el último día del otoño, hace frío y el viento que se cuela por las ventanillas que no cierran bien corta la cara como el filo de una hoja de papel bien afilada. El coche es viejo, pero con las marchas cortas se apaña. Sollube, a esa hora y en esa época del año, son rincones húmedos, árboles que caen sin hojas sobre el coche y una niebla densa cuando el vehículo alcanza los seiscientos metros sobre el nivel de mar y gira a la izquierda tres veces por un camino estrecho y mal asfaltado. La casa es un caserío sin huerta, sin perro en la entrada, sin timbre. Toca dos, tres, cinco veces. Aldabonazos primero, con los nudillos después. Tiene la clara impresión de que cuando le abren, le abren por hartazgo.

Pero allí está.

Esperaba un hombre fuerte y lo que tiene delante es… un ser geológico. Desprende la fuerza muda de las cordilleras. Mirada de cueva, la clase de nariz que ha ido creciendo a golpes, huesos como hachazos, más tectónica de placas que anatomía. Cuando habla, lo hace con pausas de sismógrafo entre cada frase, como si extrajera las palabras de una mina en el fondo del subsuelo. Es seco, yermo, más que parco, enorme. Kilómetros cuadrados de espalda, el Gran Cañón entre las manos, desierto sobre los hombros. Elías tiene la sensación de que no está mirando a un hombre, sino un accidente geográfico del que solo emerge una parte. El resto está escondido bajo la tierra, larvándose lentamente, a kilómetros de profundidad. Si este hombre gritara, piensa, habría cambios en la distancia entre los continentes. Incluso alguien alto y fuerte como él se siente empequeñecido y frágil en su presencia. El cuello es inabarcable, tiene manos como herramientas de labrar.

—Me llamo Elías. —Es invierno, mil novecientos ochenta y cinco—. Elías Eskilarapeko. Vengo de Sukarrieta.

El dueño de la casa le mira desde tan lejos que Elías siente la tentación de dar media vuelta y salir huyendo. No le pasa a menudo y ahora puede pasarle menos que nunca.

—Me gustaría que habláramos. Llevo tiempo buscándole.

Está más o menos seguro de que le va a cerrar la puerta en las narices y no sabe de dónde va a sacar el valor para llamar de nuevo. A lo lejos oye algo que se parece al disparo de un cañón, pero deben ser pájaros. Es el silencio el que les da un eco de cierto espanto. Sujetando todavía la puerta, el gigante con cuerpo de hombre pregunta “¿quién se supone que soy?”. En lugar de en los labios, parece que la voz se forma en su pecho y resuena directamente desde allí. Elías toma aire para tranquilizarse y dice “

bueno, si no me equivoco…”. Si no me equivoco eres tal persona, tenías tal oficio, para esto y para esto te necesito. Hay un segundo de espera, luego Elías escucha “

pasa” y le recibe la densa oscuridad de la casa.

—Si no me equivoco, eres John Sebastian Navarre —el eco de las palabras de Elías se ha quedado en la puerta—. Cazabas hombres lobo y viajaste desde no muy lejos hasta Nebraska, para matar al último licántropo americano.

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