Nora

Nora


UNO » B: El ladrón de Bagdad

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Ocurre demasiado rápido y muy despacio.

Rosa se asoma a la cocina. Le tiemblan los dedos y el cuerpo de pura ancianidad. Camina despacio, buscando un vaso de gaseosa. Pasitos cortos hasta la cocina, hasta el armario y, finalmente, hasta el frigorífico. Rosa le llama

friser, un recuerdo de sus años americanos. Coge un vaso, se sirve y, en ese momento,

fíjate, entra el sol por la ventana, abriéndose paso entre las nubes.

Fíjate, piensa,

me acabo de quedar completamente ciega. Porque Rosa ya sabe que quedarse ciego no es negrura y vacío. Quedarse ciego es una llanura blanquísima, el destello de la nieve, el flash eterno de una cámara de fotos.

Es eso, primero

fíjate y luego

mis piernas. Se le han quedado sin fuerza las piernas y está sorda, completamente. No puede sostener su propio peso, el suelo está frío, y la voz suena lejísimos. Esa voz que dice “

abuela” y dice “

Rosa” y dice “¿

abuela, dónde estás?”. Le contesta

estoy aquí, cariño, tendida en el suelo de la cocina, pero nadie la oye porque no tiene voz. Lo último que recuerda es el ruido. Una sirena. Algo así. A ratos está despierta, a ratos no. Quiere hablar, pero la mayor parte del tiempo no recuerda qué es hablar. En la ambulancia, cuando la ingresan por urgencias, querría coger la mano de su nieta y decirle, “

no te preocupes, cariño, no es nada”.

No es grave. Se está muriendo, eso es todo.

Empieza a soñar antes de perder la conciencia. Los minaretes de las mezquitas son azules y ella vuela entre las torres, a bordo de una alfombra mágica, atravesando las puertas de la ciudad en llamas.

Les atiende un médico joven. Nora tiene la sensación de que ahí, detrás de las gafas, oculta una expresión estúpida. No le gusta hablar con los pacientes o, peor todavía, con sus molestos familiares. Es un médico de enfermedades, le disgustan las personas.

—Pero, entonces, mi abuela está bien.

—Para tener noventa y cuatro años…

Lo dice como si tener noventa y cuatro años fuera una enfermedad, en sí misma, o un pecado. Como si dijera

mira que tener noventa y cuatro años, menuda ocurrencia. En ese momento no, porque las cosas importantes nunca se piensan en el momento justo pero un rato después, cuando el médico ya ha reptado a su despacho, Nora piensa en lo que le tenía que haber contestado.

Eh, le tenía que haber dicho,

la abuela Rosa come cebollas crudas, aprendió a conducir trenes en América, sabe cómo curar los males de los recién nacidos solo con las palabras, tuvo un par de gemelos sin médico, los crío sin marido, perdió a ambos y sobrevivió, sabe lo que es la guerra, el hambre, la enfermedad, la soledad, perder un hijo, hacer trampas en el casino de Atlantic City, ver morir a una hija y escribir cartas con el agua de las lentejas cuando no le quedaba dinero para un bolígrafo.

Se lo tendría que haber dicho, al estúpido médico que se esconde detrás de la bata. Que los noventa y cuatro años de su abuela no son una enfermedad y mucho menos una derrota. Son noventa y cuatro victorias seguidas, una detrás de otra.

El olor del hospital le da náuseas. Intenta recordar lo que le enseñó Rosa cuando era pequeña para casos así.

Hay unos sitios que se llaman salinas, le explicó,

donde se deja secar el mar para recoger la sal que suda el agua. Cuando te dé vuelta el estómago, piensa en eso. Nora se imagina montañas enteras de sal en mitad del desierto y la imagen la ayuda a recuperarse.

De niña, Nora solía pensar que su abuela podía curarlo todo con un cuento. Treinta años después, sigue pensando lo mismo.

A las tres de la mañana, los pasillos del hospital están casi vacíos. No es la mejor hora para visitas, pero Rosa tiene una habitación individual, Nora tiene el turno nocturno en la radio y las enfermeras ya saben que no son las visitas fuera de hora lo que perjudica a los enfermos, sino el hospital.

Siempre que Nora viene de visita, lleva una tartera de plástico.

—Buenas noches, abuela.

Rosa nunca se duerme hasta que Nora termina su programa.

—Ay, qué bien. Hueles a tortilla de patata. —Le basta el olor para que se le alegre la mirada. Come un trozo todos los días y nunca tiene suficiente—. ¿Le has puesto pimientos verdes?

El médico lleva años diciendo que no le convienen.

—Claro.

Nora siempre se los pone. Noventa y cuatro años le dan derecho a comer lo que quiera. A las tres y media de la mañana ven infomerciales absurdos que duran horas. ¡Llame ahora! ¡No puede dejar de comprar la fregona de cuatro metros! ¡El pelador maravilloso! ¡Un bañador que quema calorías!

—¿Sabes qué me compraría en la Teletienda, abuela? Una fregona mágica de cuatro metros que pelara fruta mientras quema calorías.

—Sería una buena compra —dice Rosa—, ya lo creo.

A veces hablan del programa de radio. “

Ese que te ha llamado está enamorado de ti”, dice Rosa,

“se le notaba en la voz”. “Crees que todos los que me oyen se enamoran de mí, amona”.

—Cómo no se van a enamorar. Con esa voz.

Del programa sí, pero del trabajo apenas hablan. Cuando Rosa pregunta, Nora resopla en otra dirección, tratando de desviar la conversación tan lejos como pueda.

En realidad, a Nora le gustaba la radio. Apagaba el despertador sin pensarlo, no tenía que armarse de argumentos para levantarse de la cama. Durante mucho tiempo la radio no fue un sueldo, dolores de cabeza y esa voz interior que dice

y ahora qué cada vez que suena el teléfono. Durante mucho tiempo no fue una prisión, y ese momento de fichar en el que siente que está vendiendo barato algo que no se debería vender a ningún precio. Durante mucho tiempo fue trabajo, pero no costaba tanto trabajo, parecía más que pagar con sangre una hipoteca, más que una trampa para ratones hecha de paredes invisibles.

Durante mucho tiempo le gustó. Así que, a lo mejor, el problema no es la radio y tenía razón aquel personaje de televisión, de aquella serie, cuando dijo que convenía cambiar de empleo cada diez años. Lleva once y, a lo mejor, ya es hora de sacar valor y dejarlo. El problema es que lleva el trabajo en las venas y ya no sabe si existe fuera de la redacción. Necesita algo más que coraje para dejarlo, necesita un exorcismo.

En casa, no habla nunca de ello. Los problemas se quedan en el felpudo. Los contratos cada vez más cortos, las horas cada vez más largas. A la abuela no le dice

creo que me ha salido concha en vez de piel, pero me da miedo estar vacía por dentro, pero no hace falta porque Rosa tiene orejas para el silencio y, a las cinco de la mañana, cuando Nora dormita junto a su cama de hospital, le acaricia el pelo y murmura.

—La voz, cariño. Les has prestado tu voz y ellos te han sacado el corazón por la garganta.

—No se puede vivir sin corazón, abuela.

—Vaya si se puede, cariño. Vaya si se puede.

No es un reproche, no suena agrio, sino dolorido. Nora piensa en su madre, en su tío, en perder dos hijos. Si alguien sabe vivir sin corazón es Rosa, pero no quiere obligarla a pensar en ello.

—Sigo teniendo corazón, abuela.

Malherido, pero eso no se lo cuenta. No hace falta. Desde que no ve mucho, Rosa ve todo lo que importa.

Fue de repente. Rosa se levantó un día y dijo “

a que no sabes”. Era domingo, olía a tormenta. Nora cerraba persianas y ventanas y desenchufaba el ordenador. Por los rayos.

—¿A que no sé qué, abuela?

—Pues que me estoy quedando ciega.

Los médicos lo confirmaron. Le pusieron nombre y les dieron una explicación bastante larga. Los especialistas que les recomendaron en Barcelona dijeron que con noventa años tampoco merecía la pena operarla. Nora quiso protestar, pero Rosa estaba de acuerdo.

No merece mucho la pena, no, yo ya he visto demasiado. Se lo tomó bien. Tal vez mejor que bien. Estaba casi segura de que se iba a morir pronto, de todos modos.

A la salida, cogieron un taxi y se acercaron a Plaza Catalunya para dar pasitos cortos Rambla abajo, para ver el mar. A izquierda y derecha, animales callados y gritones, flores de todas partes, artistas de circo, actores, un olor como a curry y verduras, inmigrantes, emigrados. En la puerta del mercado de La Boquería, le pidieron a un turista checoslovaco que les sacara una foto.

Todavía la tienen en la cocina. Rosa vestida con pantalón y pañuelo en la cabeza, con ese aspecto de haber bajado de una avioneta de entreguerras. Nora la sujeta con suavidad, como si tratara de sostener también su ceguera y alejarla de ellas un rato. Nieta y abuela, bajo la puerta de La Boquería y esa luz mediterránea, que es alarmantemente generosa en Barcelona.

—La vista, cariño, no es el primer sentido que pierdo. —Rosa sonaba contenta en el viaje de vuelta—. En nuestra familia el primer sentido que se pierde es el de la realidad.

Imposible decir lo contrario. A Nora siempre le ha parecido que la realidad no es más que la piel de naranja que cubre la carne, el zumo y los múltiples gajos de otras realidades.

Sin embargo, lo que para Nora siempre fue normal, resultaba raro para los otros niños. Las historias de su familia, lo que pasaba en casa, los ires y venires de la abuela Rosa, sus cuentos diarios, todo.

—¡Abuelaaaa! —De pequeña la llamaba siempre con ímpetu. Abuela era su palabra favorita. Aaaa bueeee laaaa, se le llenaba toda la boca; era como una palabra que ayuda a dormir, como un abrazo fuerte y seguro, aaaabueeelaaa—. Abuela, ¿yo por qué no tengo madre?

La abuela le explicó que su madre había tenido un accidente. Embarazada de Nora. Los médicos la sacaron del coche (sin cabeza, pero eso no se lo dijo) y Nora nació allí mismo. Al contrario que el resto de recién nacidos, no lloró. Según Rosa, era un síntoma de sabiduría. Sabía que solo tenía un rato con su madre y que ese rato tendría que durarle toda la vida. No iba a estropearlo llorando.

—Si no hubieras nacido me habría muerto de pena. Tu pobre madre. Me salvaste tú, que naciste mágica.

Nora nunca se extrañó de sus respuestas. Le hizo miles de veces las mismas preguntas.

—Abuela, ¿y tu marido?

Sabía lo que iba a decir. Le gustaba oírlo.

—Rosa Busturi nunca tuvo marido.

Usaba un castellano ceremonial, ortopédico, demasiado ortodoxo. “Rosa Busturi nunca tuvo marido”, un salmo.

—¿Cómo tuviste a los gemelos sin marido, abuela?

Otros padres, otras madres, otra abuela le hubieran dicho “

no hace falta marido para tener niños”. O “

eso, cuando crezcas”. Una mentira piadosa, tal vez, “

tuve, pero murió, el pobrecito”. Pero Rosa Busturi no tuvo ni quiso marido y no pensaba mentirle a su propia nieta cuando la niña le había salvado la vida solo con haber nacido.

—Leía demasiado, cariño. Eso fue lo que me dejó embarazada. Ese es el único cuento verdadero y cualquier otra cosa, no sería más que un cuento.

Rosa tuvo gemelos, niño y niña. A su madre, Nora la conoció un segundo. A su tío, solo en fotos. Se marchó de casa casi sin cumplir los veinte. Desapareció como el humo, sin más.

—¿A dónde crees que fue, abuela?

—Desde muy pequeño, soñó con tener una casa con ventanas a los cuatro lados del mundo, Este y Oeste, Sur y Norte. Creo que fue a buscarla. Si es que existe.

Acostumbrada a vivir con sus cuentos, Nora no se extrañó cuando Rosa despertó un día, poco después de haber empezado a perder la vista. Habían vuelto de Barcelona, desayunaba su trocito de tortilla y dijo

hoy estoy feliz. Le brillaban los ojos,

no sabes lo feliz que estoy. Lo parecía. Tenía en la mirada sonrisa de niña, una especie de felicidad interior. Pelo canoso brillante, mil y una arrugas, todas relucientes.

—¿Y eso, abuela?

Puso voz de secreto; medio cantando, medio jugando confesó “

es que, desde que veo peor, cada vez que me quedo dormida empiezo a volar en sueños”.

—¿A volar?

No tengo alas, pero no las quiero porque vuelo en alfombra mágica. Voy de un sitio para otro. He visto nuestra casa en América. Está casi rota, pero sigue en pie. He visto Bilbao. Ha cambiado tanto, casi no sabía lo que estaba viendo. Pero lo que más hago es viajar cada noche al mismo sitio, al otro lado del mar. Me entra sed de desierto, voy más lejos que las montañas, la ciudad está ardiendo, tiene torres azules, tejados en forma de campana, iglesias como huevos de pascua y diamantes. Voy todas las noches, cariño, a lomos de una alfombra voladora, para verla desde el aire.

—Estoy peor de los ojos, pero puedo ver Bagdad, cariño.

La desmedida afición lectora de Rosa había empezado más de ochenta años atrás, precisamente en Bagdad. En la escuela robó sin motivo un libro de la mesa de la profesora. Se llamaba

Las mil y una noches y desde que leyó por primera vez ese nombre —Mesopotamia— siempre le sonó a cuento.

—Y ahora voy todas las noches, ¿te das cuenta qué regalo? Voy cada noche.

Niños que nacen de madres muertas, tíos que desaparecen, gemelos sin padre, viajes nocturnos a Bagdad. Nora se acostumbró desde niña a vivir en una familia de imposibles. “

En esta familia”, decía Rosa, “

somos lo imposible posible”.

La realidad es solo la piel de la naranja. Hay que pelarla. Para comerse la carne, para beberse el zumo.

Tres días de hospital, alta médica, recetas, Rosa vuelve a casa pensando

no me he muerto, qué raro. Contratan una enfermera de día, Nora trabaja de tarde, hace el programa nocturno y, a veces, lo comentan de madrugada. Cuando hace tortilla de patata (a menudo), le echa pimiento verde. A veces, Rosa calla durante horas. A veces, retoma conversaciones que empezaron hace diez o veinte años.

—Creo que tu madre había pensado algún nombre para ti, pero no me lo dijo nunca. No le pregunté, me parece. No sabía qué nombre ponerte, no me acordé de eso hasta el colegio. Te llamé

cariño, hasta entonces. Luego te puse Nora. Es un buen nombre. Significa

a dónde en euskera. Te valdrá durante toda la vida porque nunca sabemos a dónde vamos.

Nora no tiene nombre, tiene una pregunta. A lo mejor, por eso se siente sin rumbo, a la deriva.

Ocurrirá dentro de seis meses.

A primera hora de la mañana, Nora entrará en el cuarto de Rosa. La encontrará en la cama, pero despierta. Le contará que ha soñado, como cada noche. Bagdad, el cielo nocturno, la alfombra mágica. Pero esa noche será diferente. Al final, Rosa sabrá qué es lo que busca tan lejos, en sueños.

—Busco al ladrón de Bagdad. Creo que sabe dónde está tu tío. Pobre hijo mío, se fue cuando no tenía ni veinte años. —Lo dice como si Nora no lo supiera—. El ladrón de Bagdad sabe dónde está. Tiene un anillo mágico que lo ve todo.

Nora le dirá “

claro que sí, abuela”. Un beso, “

ahora te traigo el desayuno”. En la cocina, escuchará el ruido del cartero. Saldrá descalza y la leche se le acabará quedando fría. Leerá más de una vez la postal que llega con más de veinte años de retraso para su madre muerta.

“Algunos cuentos son imposibles y no dejan de repetirse en el tiempo. Algunas ciudades arden y yo quiero verlas mientras estén en llamas. Te escribo desde aquí, donde termina el mundo, para que sepas que nacimos en un cuento desesperado, para que sepas que somos hermanos de cuento y algún día seremos otros, en otro cuento, pero seguiremos siendo los mismos. Seremos nosotros o serán otros, pero lo importante, es que siempre habrá un cuento. Somos eso que ni somos y te prometo que es lo que siempre seremos”.

Ocurrirá dentro de seis meses. La carta estará firmada por un hijo desaparecido, el tío de Nora. Mientras su madre vuela a Bagdad para buscarle, será Nora la que dé con él. O él el que dé con ella.

Es lo qué pasará, dentro de seis meses.

Ahora, ocurre esto:

La última hora del programa está abierta para las llamadas de los oyentes. Piden canciones. Las dedican. A mi mujer, mis amigos, mis desconocidos, lo que quieran. A veces, no dan un nombre. Solo “

te llamo desde Gernika, desde Ordizia”. Esta noche llama una voz de hombre. Dice “

me llamo Martín”. Y luego,

—buenas noches, Nora.

Un “buenas noches” cercano, sin los nervios de “

es mi primera vez en la radio, me encanta tu programa”. Nora contiene un escalofrío. Calor en las mejillas. Es absurdo.

—Te llamo de parte de un amigo que se ha enamorado de ti. Habría llamado él, pero es un viejo muy tímido, está enamorado de verdad, se ruboriza con el programa. Te oye todas las noches, dice que siempre ha querido una novia vampira.

Nora no le conoce, pero sonríe, con los cascos puestos, al micrófono.

—Ese viejo tímido, no será tu padre.

—No. Pero como si lo fuera. Hace tres días que vivimos juntos. He vuelto de un viaje muy largo, Nora.

Sí que debe ser largo, sí. Se oye un eco lejano en su voz.

—El viejo y yo tenemos una pregunta para ti.

Nora deja pasar un segundo y toma aire. Un segundo, eso es todo lo que tiene para calibrar quién ha llamado. Puede ser un loco; uno de esos enfadados perpetuos; alguien que cree que la radio es su casa y puede hablar sin freno; un suicida; alguien que no encuentra número para llamar a un taxi; el que ha matado a su mujer y no sabe qué hacer. A las dos de la mañana, están despiertos los exiliados del día, los insomnes, los fugitivos, los náufragos. En ese segundo, Nora se prepara para la pregunta que van a hacerle en antena, Martín oye lo que está pensando y se adelanta con un “

no es una pregunta indiscreta, lo prometo”.

—Aunque seguro que al viejo se le ocurre más de una inconveniencia que decirte.

Alguien brama, a lo lejos. Protesta, risa, o ambas cosas. Le parece que puede verle. Alguien alto y flaco, vestido en sombras, en una casa con muchas ventanas.

—Las buenas preguntas suelen ser inconvenientes, pero adelante.

Se oye una risa corta y auténtica, o que parece auténtica, al menos. Nora se olvida de los oyentes, solo oye esa voz,

Martín. Es una pregunta más que difícil, prácticamente imposible, va a pasarse meses dándole vueltas.

—Buscamos una canción para morir, Nora. Una última canción, para poder escucharla cuando nos estemos muriendo. Alguien me dijo, alguien a quien quiero mucho, que si escuchas una canción cuando te mueres, te quedas dentro de ella para siempre. Pero hay demasiadas y no sabemos elegir. Así que te hemos llamado a ti porque el viejo está enamorado y porque no nos queda mucho tiempo para decidir.

Cuando cuelga, se siente desnuda. Sola con el micrófono. Despide el programa dando la hora, volverá al día siguiente, quedan un par de minutos largos para las tres y no sabe cuál es la canción más apropiada para morirse, pero a ella siempre le ha gustado Tom Waits y pone esa en la que dice

la luna sale hoy de amarillo, para hacer un agujero en la oscuridad de la noche.

—No creo que haya contestado vuestra pregunta, Martín. Pero prometo seguir buscando si vosotros seguís escuchando. Al menos, hasta dar con una mejor.

El programa se queda siempre grabado. Esa noche, Nora hace algo que no hace nunca y vuelve a escuchar el final, sola en redacción. Todavía no sabe si le ha llamado un loco, un suicida, un enfermo. Ha colgado él, era un número privado. Aunque quisiera, no podría llamarle. A veces, pasa eso en la radio, que las llamadas se quedan dentro de los locutores. A veces, no muy a menudo.

—El tiempo se nos echa encima, Nora. —No sonaba borracho, ni suicida, sino sincero y un poco desesperado—. El viejo hace tiempo que es viejo y yo tendré que devolver lo que hace tiempo me dieron a cambio de mi vida. Esta es la llamada de dos moribundos, Nora.

Se lo cuenta a Rosa al llegar a casa.

—Me ha llamado un chico. Dice que tendrá que pagar con su vida el precio de un trato que hizo.

—Pobre —se apena Rosa—. ¿No será un desgraciado que vendió su alma?

—Es lo que me ha parecido.

—Vaya por dios.

Se sube a la cama de la abuela y se tumba un rato. Ven la televisión sin voz. Los mismos infomerciales de siempre. Al menos, podrían cambiarlos.

—Dice que tiene un amigo, mayor que él. Y que está enamorado de mí porque siempre ha querido una novia vampiro.

—Vaya —se sorprende Rosa—, ¿y cómo sabe que eres vampiro?

Nora suspira al calor del cuerpo de la abuela.

—No creo que lo sepa.

Truenos como tambores en el desierto alto de Nebraska. Cuando se pone al volante de la furgoneta, el conductor todavía tiene la mirada inyectada en sangre. Al encender el motor, se enciende también la radio. Ponen música

country, apenas entiende la voz del locutor dando la hora. Lo único que todavía escucha es el ulular del lobo y el sonido de los tiros, trepanando un agujero en lo profundo de la noche. No le ha dado esta vez, pero lo hará la próxima luna llena. Cuando la Bestia caiga al suelo le sacará el corazón para quemarlo. Ya le parece sentir el fuego.

Quedan veintisiete días de espera hasta que las mareas del mundo se pongan en pie de nuevo, embrujadas por la luna llena. Hasta entonces, necesita un sitio donde dormir. Algo de comida, sábanas limpias. Algo barato, aseado. Hay una gasolinera cerca, quiere parar y pedir indicaciones, pero no hace falta. Antes del letrero de la Shell Oil Company, hay otro que indica

Rent-an-Apartment. No es un Holiday Inn, uno de esos Motor Lodge que abundan. Es una casa de huéspedes y el subtítulo del cartel dice

El Hostal de los Imposibles.

El nombre original está en euskera.

Ezinen Ostatua.

¿En Nebraska?

Para sin pensarlo. Lee

Sartu en el felpudo de entrada,

Welcome. En recepción atiende una mujer que pasa de los treinta. En inglés, aunque con un acento fuerte. Hablan un rato. Se llama Rosa. Tiene dos niños, chica y chico. Unos siete años, gemelos. La niña tiene la cara llena de ojos, son enormes y se fijan en todo. El niño es flaco como una corriente de aire, todo dientes y nariz afilada. Se hacen los mayores y le dan la mano.

—No tenemos padre —dice la chica. Niños, siempre diciendo lo primero que se les ocurre—. No nos hizo falta.

—Vaya —contesta. Qué va a decir.

Los gemelos le miran sin descanso, quieren saber de dónde viene (“

Baiona”, les dice) y para qué (

para cazar, pero no lo dice). Críos curiosos que quieren estrujarle con preguntas hasta dar con algo que les interese, morder en su concha y marcharse con algo de verdad. Un cuento, dicen que quieren, su madre les lee cuentos, es lo que más les gusta en el mundo. Mocosos insoportables que no levantan un metro del suelo, Navarre no ha viajado hasta Nebraska para hablar con ellos.

—Lo siento, no me sé ningún cuento.

Mentira. Conoce uno, es el único que le importa. Comenzó hace tiempo, en un lugar muy lejano, y terminará dentro de veintisiete días, justo como empezó, con un baño de sangre.

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