Nora

Nora


DOS » A: Un vals en Montecondeno

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Enekuri es el purgatorio. El autobús se mueve prácticamente hacia atrás, embotellado en el atasco. La carretera suda cuesta abajo, hacia Deusto. Llevo la camisa mojada, no hay quien lea para distraerse, el aire acondicionado no funciona. El bochorno hace que pensar sea difícil, he traído un libro de poemas que no entiendo y cuando llegamos a San Ignacio la brea del suelo empieza a derretirse y delirar: en ese momento Bilbao se difumina, es la ciudad que no existe. Cuando el autobús suspira y para al fin, el camino a casa se hace largo. No me acordaba de la clase de calor que hace en esta ciudad. En agosto, Bilbao no tiene piedad.

La casa de Elías se mantiene fresca con las persianas bajadas. Dan ganas de pegar la cara contra las paredes.

—¿Qué? ¿Qué tal ha ido eso?

Me organizan una exposición. Oficialmente, por eso estoy en Bilbao. Serán quince años de fotografías a tamaño gigante. Faltarán las que más me importan. Once fotos en las que sale la misma persona. Elías y yo sabemos que la exposición no ha sido más que una excusa para volver.

—No ha ido mal. Hemos puesto fecha. Pero quieren una foto para la portada del catálogo y no nos ponemos de acuerdo.

Antes de seguir con las explicaciones necesito beber con la cara bajo el chorro del grifo, como los perros. Al viejo le hace gracia.

—¿Tenemos calor, eh?

—Ríete. Casi me fundo ahí fuera.

Se ríe todavía con más ganas.

Tú no sabes lo que es el calor, dice, mirando por encima del periódico.

—Tú no sabes lo que es el calor. Para saber lo que es el calor, hay que ver cómo se queman las ciudades en el desierto.

Sentado en su sillón favorito, casi a oscuras, a salvo de los tormentos del verano, Elías recuerda sus años en Oriente Medio. Entra la luz por los huecos regulares de la persiana y escribe un mensaje en morse en la parte derecha de su cara. Cojo la cámara que está sobre la mesilla sin pensarlo. Nadie es tan buen cuentista como el viejo. No sé si mi madre se enamoró por eso.

Yo sí. Sé que fue por eso.

Nos conocimos en Sukarrieta, Pedernales. De pequeños decíamos “¡Pedernales originales!”, pero es un pueblo demasiado pequeño como para que a nadie le haga gracia. Yo estaba sentado en la plaza. Tenía los dedos pegajosos, se me derretía el helado en las manos. Era uno de mayo, la brisa de la Ría olía a mar y mi madre llevaba una flor detrás de la oreja. Se la había puesto yo. Elías dijo “

buenos días” y le miramos los dos. Agachó la cabeza un poco, un gesto como de vaquero de las películas, aunque no llevaba sombrero. Durante mucho tiempo, cuando no tenía nombre, le hablaba a mi madre de él llamándole

el americano. Hacía una sombra enorme, más de metro noventa de largo.

—Buenos días —le respondió mi madre, poniendo una mano en la frente, para protegerse del sol y poder verle la cara. Después, me miró a mí y sentí el olor de su perfume. Ese olor que todavía hoy quiere decir

ama. Lo huela donde lo huela—, Martín, hijo. Dile a este señor “hola”, aunque sea.

—Hola, aunque sea.

Escuché su risa por primera vez. Le vibraba todo el pecho. Me gustaba eso de él, su risa. Que escribiera todo el tiempo, sudando historias, casi enfermo. Desde que dejó el periodismo, no ha vuelto a hacerlo. Abandonó de golpe y sin explicaciones. Dice que ahora está escribiendo una sinfonía, aunque nunca aprendió música. Silba cuando está de humor. Dice que le inspira el verano, que su música habla de nosotros, un par de desgraciados condenados. Le llama

El vals de Montecondeno. Planea dejarla sin terminar.

—Un poco de misterio, ya sabes. Para que la gente se acuerde de mi obra póstuma cuando muera y digan

qué pena, dejó sin terminar ‘El vals de Montecondeno’.

No se acordarán.

Cuando Elías muera, los periodistas subrayarán sus crónicas sobre la guerra. “Un viajero incansable”, dirán, “el último aventurero, si es que alguna vez hubo realmente algún aventurero”. En el periódico se publicarán muchas esquelas llenas de elogios y una raquítica, la que más le habría gustado. Dirá Elías Eskilarapeko

Este cuento se acaba demasiado pronto

Sin firma, sin pésame, nada.

Jugamos al billar, un par de veces por semana.

A Elías siempre le ha gustado y a mí me entretiene ver cómo jura cuando pierde o se le escapa la negra en el último momento. A veces, usa insultos conocidos, “

kasuen riau!”. Pero, normalmente, se los inventa. A veces “¡la mierda de la vieja!”, “¡coyotes en vinagre!”. Ha viajado por medio mundo, robando palabras de un idioma y otro, pero, cuando está realmente contento, o todo lo contrario, Elías habla Elías. Un dialecto suyo, fabricado.

—El desgraciado que se cagó en la playa, ¡no te jode!

A diez minutos de casa, media docena de personas se giran para mirar a Elías cuando falla su tiro en el único bar de Deusto que tiene mesa de billar. Se reirían de lo que oyen si no fuera porque Elías no parece la clase de persona que se toma bien las bromas. No es que no lo sea, simplemente, no lo parece.

Cuando se mudó a Sukarrieta, generó todo tipo de rumores. Tomasa tenía una tienda de ultramarinos. Le contó a Karmele, su vecina del tercero, que “

el nuevo” era periodista, bastante conocido, al parecer; había alquilado una de las casas de la plaza, una especie de aventurero, no sabía si pensaba quedarse mucho tiempo. Bien plantado, pero bastante sinvergüenza.

—¿Te puedes creer? Le pregunta mi hija la pequeña, Miren, que de dónde viene y no va y le dice que de Santimamiñe. Y le pregunta mi hija,

ah, entonces será usted de Kortezubi y el muy descarado se ríe y le dice a la pobrecita que no, que de las cuevas de Santimamiñe.

Me metí en una gruta en el otro lado del mundo y salí aquí, le dijo. Será posible.

—Elías, coges el taco con demasiada fuerza. Si tratas así a las mujeres no me extraña que no te casaras nunca.

No tiene ningún talento para el billar. Lo sabe, pero se esfuerza como si no lo supiera. Y es esa, en realidad, la mejor manera de definirle que se me ocurre.

—Habló la vaca y dijo “yo también doy leche”. No te jode, el Casanovita de Sukarrieta. ¡Pero si empiezas a sudar solo con oír la voz de tu novia en la radio!

Hay un cincuentón viudo que llama de Munitibar, cuenta historias sobre criar vacas, y despotrica contra sus hijos porque no le ayudan con el negocio familiar. Necesita una mujer, alguien que se ocupe de las cosas, dice. Paquito llama desde Soraluze, está fatal de lo suyo, le han cambiado la medicación, pero no le va muy bien con los nuevos diuréticos. Hay una señora que llama dos veces por semana y siempre habla a gritos, debe ser sorda de un oído. Las dos primeras semanas me engañé bastante bien. ¿Yo? No, yo no era como ellos, pobres adictos compulsivos, ¿quién llama a la radio todas las noches? ¿Para qué? ¿Para perderme en las curvas de su voz y preguntarme cómo sonríe? Yo no, qué va. Yo nunca quería llamar. Y sin embargo.

Gabon, Nora.

Y sin embargo…

—La llamada de media noche. —Sin embargo, tiene esa voz que me obliga a llamar—.

Gabon, Martín. —Siempre saludando con ese tono que da ganas de encontrar un pliegue en las señales horarias y perder la ropa en él.

Llevo seis semanas llamando de lunes a viernes. Seis por cinco, treinta llamadas. Parecen siempre la misma conversación.

“Seguro que lo dice todo el mundo, pero nunca había querido llamar a la radio hasta ahora”. “¿De dónde llamas?”. “Bilbao, el viejo tiene una casa en Deusto”. “Siempre hablas de él, voy a pensar que no existe”. “Existe, le gustan las jovencitas y el billar”. “No sé si le hará mucha gracia que le llames el viejo”. “Se lo he preguntado, dice que le han llamado cosas peores”. “Dile que tengo una canción para vosotros, creo que le gustará aunque no es muy apropiada para morir”. “Se ven dinosaurios desde nuestra ventana”. “¿Dinosaurios en Deusto?”. “Son dinosaurios de hierro, en realidad, vivimos en Montecondeno, el viejo está escribiendo un vals”. “Pregúntale cuál es el tema”. “El alma, dice, y que me busque algo que hacer en lugar de molestarte tanto”. “No nos has dicho en qué trabajas”. “Saco fotos, preparo una exposición, deberías venir, soy un artista condenado, no puedes perder esta oportunidad única”. “No puedo ir, los locutores radiofónicos solo existimos en antena, pero me gustaría saber qué fotografías”. “El mundo y gente que no conozco. Fotografío a una chica que se repite en muchas fotos, pero no la conozco, ni sé cómo se ha colado en tantos de mis retratos”. “Si aparece en tantos, no son tus retratos, son suyos”. “Eso es verdad, le daré las fotos si la veo alguna vez”. “Dile al viejo que escuche con atención la canción de esta noche, trata sobre el alma”.

—¿Si se lo digo vendrás a la exposición?

Seis semanas. Siempre le pido lo mismo. Siempre dice que no. Todas las conversaciones terminan igual, con su voz.

Gabon, Martín.

Con su manera de decir

gabon, Martín. Martín, gabon.

—Es mi palabra preferida. De todas las palabras que hay en euskera, es la que más me gusta.

Gabon. La dices muy bien.

Tiene esa risa.

Esa risa.

—No sabía que se pudiera decir mal.

Siempre pienso que no voy a llamar, antes de llamar. Cómo voy a hablar con ella cuando hay un montón de desconocidos escuchando. Cientos, tal vez. O miles. Pero siempre llamo y cuando hablamos se me olvida que nos comunicamos a través de la sintonía de la radio. Ella me lo recuerda, a veces.

—Los que nos oís ya sabéis que Martín llama cada noche. Quiere encontrar una canción para los moribundos. Cree que si morimos escuchando la canción correcta, sobrevivimos en ella.

—Me lo dijo mi madre. —No sé por qué lo confieso. O lo sé, pero no sé por qué lo confieso delante de todo este grupo de desquiciados que deben estar escuchando—. Me lo dijo mi madre, hace tiempo.

Recuerdo casi todo lo que me dijo, pero he olvidado su voz.

Recuerdo los olores, lo templadas que tenía las manos cuando me tocaba la fiebre de la frente, el delantal amarillo que se ponía en la cocina. A última hora del día, se sentaba junto a la ventana, mirando cómo se deshacía la tarde. Sentía esa mirada vigilándome cuando corrí calle arriba para tocar la puerta del americano que había llegado atravesando la gruta de Santimamiñe. Subí hasta la plaza corriendo, nueve años, la cara roja, los pulmones ardiendo. Elías tenía unas manos enormes, me fijé cuando abrió la puerta. En sus manos, en el olor a pimientos verdes fritos, en las fotos que había por todas partes. Elías les llamaba “retratos”, aunque no fueran fotos de personas. Tenía miles. Por todas partes, colgadas de las paredes, en el dormitorio, la cocina, sin orden, en blanco y negro.

—¿Has venido de Santimamiñe? —le pregunté—. ¿De la cueva? Fuimos a la cueva con la profesora y le pregunté qué había al final del todo y dijo “nada” pero tiene que haber algo, algo sí tiene que haber. ¿Qué crees que hay? Yo creo que el otro lado del mundo, pero los otros niños dicen que me invento las cosas.

Puso esa cara que se les pone a los niños.

Entiendo tu juego, decía esa cara y

vale, sí, me apetece jugar contigo un rato. Era una buena cara, me gustó. “

Voy a contarte un cuento”, dijo y, a lo largo de los años, lo diría siempre con el mismo tono. La mirada traviesa, seriedad teatral, exagerada.

—Al otro lado del mundo hay un pueblo. Muy parecido a Sukarrieta. Se llama Ekarrisua[1]. En ese pueblo vivía un niño, muy parecido a ti. Un día fue con el colegio a una cueva que se llamaba Santamina y preguntó “¿qué hay al otro lado?” y le dijeron “

nada”, pero cuando creció lo suficiente quiso descubrirlo por sí mismo. Cogió algo para comer, algo para beber y una mochila. Pasó muchos meses dentro de la gruta, bebiendo de las rocas de la pared. Y al cabo de ese tiempo, vio una luz al final del túnel, sacó la cabeza y encontró la salida de la gruta, que no era más que otra entrada. En lugar del pueblo llamado Ekarrisua, se encontró con Sukarrieta y decidió quedarse a vivir allí, donde conoció a un niño llamado Martín al que le contó el secreto de la cueva.

Se acercó a la mesa, me dio un par de fotos. Eran de un niño de nueve años que caminaba a la deriva por el pueblo, solo. Las tengo guardadas, como tantas otras, todas suyas.

—Perdóname, Martín, te las he sacado por ahí.

—¿Cómo sabes cómo me llamo?

Porque este pueblo es muy pequeño era la verdadera respuesta.

Y la historia de tus padres es muy triste. No dijo eso. Le dijo,

—porque sé muchísimos cuentos, criatura.

Tantos años. Y nunca le he dado las gracias por abrirle la puerta tarde tras tarde a un niño de nueve años que necesitaba todo lo que quisiera contarle. Porque cuando le dije “¿quieres pasear conmigo y mi madre?” asintió despacio, porque cuando le dije “

ya no tengo padre” él dijo “

yo tampoco”, porque me regaló mi primera cámara de fotos, porque cuando le dije que tenía que casarse con mi madre, respondió “

son las mujeres las que deciden esas cosas, criatura”, porque cuando me marché de casa solo dijo “

cuídate mucho” y ni una sola pregunta. Un abrazo largo, una pequeña confesión. Sin reproches.

—Culpa mía,

cabendió. Te contagié la fiebre de la cueva.

Fue exactamente lo que hizo.

Nunca le he dado las gracias.

Tampoco se las dará.

No va a tener tiempo.

Cuando Elías muera, la televisión le dedicará un minuto y diez segundos en el informativo del mediodía. Minuto y veinte por la noche. La radio recuperará una entrevista antigua, habrá elegías en la prensa. Fotógrafo aficionado, periodista de carrera. Se hablará del último libro que publicó, una serie de viajes fantásticos localizados en Bilbao. En una de sus últimas entrevistas, le habló del argumento a un periodista, “

Bilbao puede ser Bagdad, Jerusalén, Kosovo, Beirut, pero hay que saber mirar”.

Cuando muera, Martín mirará las fotos que le hizo Elías a lo largo de su vida. En la más antigua tiene nueve años, en la última, menos de veinte. No hay ninguna de Deusto. Solo le sacó una con su madre, pero esa no va a encontrarla en casa. Tenía once años, ella llevaba el delantal amarillo. Martín ya sabía sacar fotos, pero esa en concreto tenía que sacársela Elías. Paseaban cerca de la cueva, Elías, Martín, su madre, como siempre.

—Sácame una foto —dijo Martín.

—Ponte —Elías.

—Pero con ama.

—¿Seguro?

—Sí —tenía la voz bien sujeta para que no le llorara—, a los dos.

Dejaron la foto en la cueva, enterrada cerca de la entrada, en la tierra umbría del suelo.

Cuando muera Elías, llamarán a casa. Querrán hablar con Martín de una revista mensual. No tendrá muchas ganas de hablar, le dirá a la periodista que no es un buen momento. Al otro lado de la línea, una chica joven, tal vez una becaria, contestará que no pasa nada, que lo entiende perfectamente y siente haberle molestado. Sabía que eran amigos, tenía que intentarlo. Martín tendrá delante la urna con las cenizas y cuando oiga muchos “

lo siento” y “

mi más sentido pésame” y esas cosas que se dicen dirá

un segundo, y le contará algo sobre Elías, solo una cosa.

—Me mintió, cuando más necesitaba que me mintieran.

En la foto que está enterrada cerca de Santimamiñe aparece un niño, solo, mirando a la cámara. Si alguien la desenterrara podría leer en el reverso, “

Martín y su madre, en la puerta de la cueva”.

Nadie lo hará.

—La radio no funciona.

Último viernes de julio. Cuando llego a casa, son más de las once. Los organizadores de la exposición querían hablar conmigo del catálogo, hemos tomado demasiado vino. Para cuando me he dado cuenta, el mundo daba vueltas de viernes noche y vino blanco. Antes de encender la radio, oigo la voz de Elías en penumbra. Tiene la cara metida en una pequeña lámpara de mesa. Está leyendo, como siempre.

—¿Qué?

—Que no hay programa esta noche.

El vino me da un par de vueltas de campana. No hay programa. Le doy dos o tres golpes al transistor, Elías mira por el rabillo del ojo, como si mirara a un gato que se ha vuelto loco con su propia cola.

—Deja en paz ese pobre trasto. Se les ha estropeado la emisión. Tendrás que vivir con el ardor en el corazón hasta el lunes.

El lunes, claro. Solo son tres días. Puedo aguantar tres días, ya son bastantes semanas haciendo el ridículo, llamando a un programa que únicamente oyen cuatro chiflados. En realidad es bastante vergonzoso, ridículo, imaginarse a alguien de determinada manera solo por su modo de decir

gabon. ¿Cómo no voy a aguantar hasta el lunes? Tengo más de treinta años, por el amor de dios, hace quince le vendí mi alma a alguien a las afueras de Bilbao solamente porque me prometió cuentos imposibles. Desde entonces he visto demasiadas cosas que no deberían poder verse. La más extraña es la cara de una persona que se repite en once fotografías, en once ciudades, la prueba de que nos hemos cruzado once veces sin conocemos.

Cómo no voy a aguantar sin llamar a la radio una noche.

Gabon. —No iba a llamar. Iba a acostarme, me he tumbado en la cama para acostarme, no para coger el teléfono. Dejo pasar un tono, dos, tres. Oigo una voz ¿sí? y se me encoge el corazón—. ¿Nora?

Silencio. Noto que trata de identificar mi voz. Oye muchas cada día, no debería esperar que conociera la mía. No debería pero…

—¿Martín?

Pero, cuando lo consigue, noto esta pequeña inundación de agua templada en el pecho. “

Hoy no hay programa” dice, y yo “

sí, ya me he dado cuenta” y más silencio porque no tengo nada que decir, porque lo único que puedo decir

(no puedo dormir si no me das las buenas noches)

no puedo decirlo.

Va a despedirse y colgar. Seguro.

—Tenemos problemas con la antena. —No ha colgado—. La están arreglando, pero parece que necesitarán toda la noche.

—Claro, sí. Llamaré el lunes.

—Cuando quieras.

Sigue sin colgar.

—Se oye una canción de fondo.

—Sí, alguien se ha dejado la música puesta en su despacho.

Quiero preguntarle qué canción es, pero no hace falta. Cuando presto atención, se calma el vaivén del vino y noto la sangre quieta, un segundo. Cuando vuelve a bombear, lo hace al ritmo de esa melodía que he oído tantas veces,

he buscado en los libros sagrados, tratando de encontrar el misterio de Jesús, nuestro salvador. Si fuera cualquier otra canción, seguramente no diría lo que voy a decir.

—¿Quieres oír el cuento de mi madre, Nora?

No me dice que no y no habla hasta que termino. Después, un largo latido de silencio, hasta que me parte el corazón.

—No vuelvas a llamar —es lo único que dice—, no voy a volver a contestar tus llamadas.

Luego, esa dulzura suya, tan llena de espinas, esa única palabra que pronuncia mejor que nadie.

Gabon, Martín.

¿Quieres oír el cuento de mi madre, Nora?

Es triste, pero la mayoría de los cuentos son crueles. Normalmente empiezan como el mío, con un niño que se queda huérfano. Tenía tres años cuando murió mi padre. Pescaba y el barco se hundió, más allá de Izaro. No sé dónde, mi madre siempre decía “

más allá de Izaro”, con esa mirada perdida. En Sukarrieta

más allá de la isla de Izaro significa

lejos, muy lejos, donde se acaba el mundo. Cuando murió, mi madre empezó a enfermar.

La conocí así, enferma. No importaba qué nombre le pusieran los médicos, todos sabíamos que estaba naufragando, que cada vez nos miraba más y más desde el fondo del mar. Con su delantal amarillo, a veces entraba en la cocina y no la veíamos. Era buena, pero apenas estaba conmigo. O con nadie. Cuando el viejo llegó al pueblo, sentí toda esta esperanza. Pensé que aquel hombre podría ser mi padre, que se llevaría bien con mi madre. Solía decirle “

ama, cásate con el americano”. El viejo sabía magia o, al menos, me parecía que sabía magia, que podría curarla, traerla de vuelta del fondo del mar, conmigo. Vivíamos en casa de mis tíos, pero yo pasaba mucho tiempo con el viejo. Era difícil mantener viva a mi madre, pero me esforzaba, Nora, no sabes cómo me esforzaba. Hasta que sentí que no me quedaban fuerzas. Un día, nos acercamos a Santimamiñe, en el coche del viejo. Me encantaba aquel sitio, lleno de misterio. Elías iba a todas partes con una polaroid americana. Le pedí que me sacara una foto con mi madre. La foto que más necesitaba. Cuando salió el papel me vi en la entrada de la gruta. Huérfano de madre.

Estaba solo en la foto, Nora. Era lo que necesitaba y no quería ver. Le dije al viejo

ama no aparece, recuerdo que dijo “

no, hijo” y me eché a llorar, las últimas lágrimas de crío, las que no me habían salido tres años antes, en el funeral de mi madre. “

Pero yo la veo”, le expliqué, “

y la oigo, y la huelo”. No sé cuánto tiempo nos quedamos allí, nos miraba todo el mundo, pero yo tenía que enterrar a mi madre. Cuando paré de llorar, Elías me dio la mano, “

a tu madre”, dijo, “

la has tenido guardada en un cuento, Martín”. Los otros niños de la clase se burlaban de mí, pero, según Elías, eran solo unos pobres niños sin cuento, “

es una pena”, dijo “

nunca sabrán que los cuentos imposibles son los más bonitos”.

Enterramos la foto allí mismo, Elías se convirtió en mi padre y aquello fue el comienzo de todo lo que me ha traído hasta aquí, incluido este amor enfermizo por las cosas que no pueden ser.

La bola blanca roza la naranja, la naranja choca suavemente con la amarilla y la amarilla cae al agujero. Elías grita de felicidad, ¡la pera de oro! No se lo cree ni él. No ha dado un golpe mejor en su vida, por mucho que diga que siempre ha tenido mano para los misterios del billar.

—Esto se merece una cerveza, criatura, y me la vas a traer tú, ya lo creo.

En la barra, la chica que pone las copas tiene una sonrisa que brilla tanto como el anillo que lleva en el ombligo. Habla con todos los clientes, se le ve una tachuela en la lengua. Duele un poco la energía casi deslumbrante que desprende.

no volveré a coger una de tus llamadas.

Hoy no he venido a jugar al billar, he venido por las bebidas. A por ese consuelo de la botella que solo se siente si llegas hasta el fondo de cada vaso. Estoy en ello.

—Se te ve triste, Martín, descentrado.

Es una voz desconocida. O, mejor dicho, conocida, pero poco familiar. Está sentado junto a mí en la barra, aunque no lo había visto hasta ahora. No le había visto desde hace quince años, en realidad. Pero es inconfundible, tiene un ojo marrón y el otro verde. Si existiera la manera de adelantarse a lo inesperado, no existiría la palabra inesperado. Creo que esto es lo que se siente cuando tienes un infarto.

—¿No me habrás olvidado, Martín?

No. Claro que no.

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