Nora

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DOS » A: Un vals en Montecondeno

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Nos vimos por primera vez el verano más caluroso de mi vida, hace quince años. El termómetro marcaba 40 grados. Le dije al desconocido que se sentaba en el asiento del copiloto que quería ser fotógrafo, como el viejo que me contaba todos aquellos cuentos. La autopista resbalaba más que la realidad. Me preguntó qué clase de fotos quería sacar y me acordé de mi madre, enterrada como un secreto bajo la tierra. Me acordé de los misterios que solo se revelan en el papel de una polaroid. Me acordé de Elías.

—Fotos que cuenten cuentos —le dije—, me gustaría sacar esa clase de fotos. —Y entonces aquella frase que selló mi trato—. Daría mi alma por contar cuentos con mis fotos.

Era un coche viejo. Ni siquiera con las ventanillas bajadas entraba aire.

Qué clase de cuentos quiso saber el desconocido, con aquel timbre en la voz, de campana cansada, de funeral marchito en la flor del verano.

—¿Qué clase de cuentos por tu alma, Martín?

—Imposibles, —le dije—.

Sea, respondió y sentí una paz desconocida, mientras oía lo que sonaba en la radio, esa paz imposible de los que se saben condenados. Cuando salió del coche me fijé por primera vez en que tenía un ojo verde y el otro marrón. Todo lo demás ha cambiado desde entonces, la forma de su cuerpo, su aspecto. Ahora es un hombre pequeño, de dedos regordetes con los mismos ojos de entonces y la misma forma de respirar entre las palabras.

—He sabido de ti, Martín. Fotógrafo de profesión, mírate. Qué bien. —Habla para sí mismo o para mí, pero no sé qué responder—. Qué casualidad, venir a encontrarnos así. Creo que el día que inauguran tu exposición se cumplen quince años desde que nos conocimos, ¿te acuerdas?

Vacía la cerveza, se marcha con una sonrisa que, en apariencia, no esconde amenazas ni malas intenciones. Mis dos vasos siguen llenos, pero les tiembla la espuma porque me tiemblan las manos. Sé que cuando llegue a casa me quedaré mirando esa pared llena de fotos, frente a mi cama. Once veces, una misma persona, el cuento más imposible de los últimos quince años, todavía no le he encontrado explicación. Sé que me tumbaré y solo podré pensar en lo último que me ha dicho.

—Nos vemos en la exposición, Martín.

Han cambiado muchas cosas durante los últimos quince años, pero no se me olvida que el único ángel que he conocido en mi vida tiene un ojo de cada color.

Le llaman Orlyval al tren que separa París del aeropuerto de Orly. No tiene conductor, es un tren automático que hace el recorrido en apenas seis minutos. En el primer vagón, donde debería estar el asiento del conductor, hay un cristal panorámico y una serie de asientos reservados.

Para los niños menores de cuatro años dice el aviso,

para las mujeres embarazadas, para los lisiados, para los civiles y los militares con heridas de guerra.

Si el mundo supiera cosas que nunca sabrá, John Sebastian Navarre se sentaría en un reservado, vería pasar los aviones sobre su cabeza y estiraría la pierna izquierda, la que le duele si pasa mucho tiempo de pie.

Pero el mundo que ha creado trenes automáticos no sabe que, tiempo atrás, el lobo fue una plaga en Francia. Llegó con el hambre. Con la rabia que provoca el hambre, con la guerra que provoca la rabia y con la miseria que provoca la guerra. Se extendió por todo el país, con los dientes manchados de sangre, más zorro que perro, flaco y con los ojos amarillentos. Sucio lobo desarrapado, metiendo el hocico en los cuerpos de los soldados del rey. Francia juró desangrarlo, pero Francia entera se desangraba bajo el aullido de la bestia. De Norte a Sur. Francisco Primero, Rey de Francia, mandó crear un ejército especial, de hombres prestos para la caza. Tenientes de lobería. El vasco llegó de Baiona, se apellidaba Navarre. Un día se trajo a su primogénito a que viera la partida de caza.

—¡Teniente!

Le llama el oficial al mando.

—¡Aquí, señor!

Sus hombres están acostumbrados al olor de los cadáveres putrefactos, pero su hijo no.

Contén las arcadas le ordena su padre y caminan entre corderos muertos, espantando mosquitos con la mano. Los soldados insisten, ¡aquí, señor!, y al niño nunca se le olvidará el aspecto de un hombre abierto en canal, con el intestino fuera del cuerpo, las costillas abiertas como puñales y un brazo fuera de su sitio, lejos del cuerpo, con la mano rota. No quiere verlo, pero su padre le obliga a que mire qué están cazando y por qué es tan importante darle sepultura. De vuelta al campamento le explica que hay lobos que van a cuatro patas, “

pero también hombres que se comportan como bestias”.

—Esos son los más peligrosos, los que voy a exterminar. Y si yo no tengo fuerza suficiente, si me fallan los días, entonces lo harás tú, tu hijo y los hijos de tus hijos.

El niño aprenderá todo lo que sabe su padre sobre la caza, y se lo contará a sus hijos, a sus nietos, a los hijos de sus nietos. De generación en generación, los Navarre recordarán cómo se sigue el rastro de la Bestia, cómo se le da muerte (un tiro de plata en el corazón, la noche de luna llena). Aprenderán que hay tres maneras de que un hombre se convierta en desgracia para otros hombres: por su nacimiento (el séptimo hijo de un cura será un lobo), por su sed de sangre (el miserable que pruebe la carne humana estará condenado), y por la cólera del amor no correspondido (el corazón que llora demasiado sangrará sangre maldita). De padres a hijos, la historia del lobo se contará con detalle y de padres a hijos, se olvidará que es algo más que una historia y acabará siendo poco más que un cuento.

Pero los cuentos son perros salvajes que pueden destrozarte la vida a mordiscos. John Sebastian Navarre aprendió esa lección cuando todavía era joven. Había luna llena, se le mancharon las manos de sangre caliente, se le infectó el corazón de venganza.

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