Nora

Nora


DOS » B: Éramos una vez, en América

Página 9 de 23

B

:

É

R

A

M

O

S

U

N

A

V

E

Z

,

E

N

A

M

É

R

I

C

A

La carta que llega a la radio está manuscrita. Donde debería aparecer el remitente, alguien ha escrito

Nora. Y la dirección de la emisora. Hay una invitación para la exposición y una foto en la portada titulada

El viejo.

Muestra un hombre que podría rondar los sesenta años sentado en la penumbra, mirando al fotógrafo. Entra el sol por el hueco de la persiana y, aunque las fotos no hablan muy alto, esta lo hace a gritos, se escucha perfectamente la conversación sin palabras entre el viejo y el fotógrafo. Juegan a algo con reglas que solo conocen ellos y ahí es donde reside su fuerza, su misterio.

El nombre del fotógrafo está escrito en blanco y negro, junto a la fecha de la exposición:

Martín Delagruta.

En el reverso del sobre, donde debería aparecer la dirección del remitente, el bolígrafo ha sudado algo de tinta azul y alguien ha escrito

perdona. El fotógrafo que llama a media noche tiene una letra preciosa, ges anchas y tes largas que se tumban un poco hacia la derecha, por culpa de la brisa suave que parece soplar desde los márgenes de la izquierda.

“Aunque no vayas a venir. Para que sepas que estás invitada. Martín”.

Hace una semana la radio enmudeció y Nora le dijo al único oyente que de veras le importa que no volviera a llamar. Cuando llegó a casa, no podía aguantar las lágrimas y Rosa le leyó las arrugas de la mano. “

En los pliegues de la piel, cariño, ahí es donde se esconden las historias que nos vamos inventando”.

—Pobre niña —le dijo—, pobrecita niña mía, siempre muerta de miedo.

Una semana antes.

Durante el informativo nocturno, en las noticias sobre Oriente Medio, la radio se calla de pronto, sin aviso, ya. Los locutores siguen un rato, sin saber que están solos al otro lado. No se dan cuenta hasta que empiezan a sonar los teléfonos: les avisan los oyentes, se han quedado sin sintonía. Primero intentan arreglarlo los técnicos, luego los ingenieros, media hora más tarde llegan los directivos. Un problema en la antena principal, no tiene arreglo inmediato, los pasillos se llenan de trabajadores ociosos reunidos en la máquina del café.

Son los búhos del programa nocturno, los que trabajan a deshoras, a destiempo del ritmo del mundo, con las horas del revés. Jesús se encarga de los deportes. María redacta, Alonso es técnico. Como tienen horas libres, cogen

post it amarillos y escriben notas ridículas. Es la borrachera de no tener responsabilidades. Dejan las notas en los cajones de los despachos. Una dice ¡hola! y es poco ofensiva, otra dice “¡vas a morir!” y más abajo, “

algún día, quiero decir, no es una amenaza ni nada”. Todos las encuentran graciosas, excepto María, que se agobia cuando imagina la reacción de sus jefes y se esconde las notas en los bolsillos, cuando cree que nadie la mira. Nora la mira, Nora siempre mira, pero no dice nada.

Alonso, Jesús, María, Joseba, el empleado de seguridad; Maialen, que hace los boletines nocturnos los fines de semana; Carlos, el experto en internacional que se sienta junto a Nora. Trabajó para la tele en Jerusalén, hace tiempo; hablan mucho de viajes, a Nora le gusta su poderosa voz de radio. Esa manera que tiene de hablar del tiempo en Tel Aviv.

—¿Conoces Berlín, Nora?

—Estuve hace unos años.

Fue en invierno, sintió ángeles de piedra mirándola por encima del hombro, en los jardines imperiales de Charlotenburgo. Nieve hasta los tobillos, le pareció que las estatuas querían decirle algo. Cientos de turistas sacaban fotos, todos muertos de frío. Fue el viaje más duro de su vida, pero para Carlos, que vio caer el muro, Berlín no es eso.

—Fue un día increíble, Nora, ¿te lo he contado?

—Cuando cayó el telón de acero, sí. Te vi en la tele.

Oihane, la editora. Nekane, la ayudante de edición. Nora los conoce a todos. Andrés, que entra cada mañana a las seis en directo para dar el tiempo. Alonso suele decirle “¡¡buenos días, hombre!!” y Andrés responde “

buenos, buenísimos” todas las mañanas. Siempre igual. A María le gusta el café con mucho azúcar, a Jesús comentar los partidos de pelota. A Carlos, la televisión francesa. Oihane prefiere la CNN.

A Manu, el director de la emisora, solía gustarle Nora. A Nora también le gustaba Manu. Hace tiempo. Tenía un coche viejísimo que iba a pedales, comía demasiados bocadillos de chorizo, estallaba en risotadas, quería salvar el mundo. Despotricaba con este, contra aquel, contra todos los que mandaban mucho. Le dijo “

te mereces algo mejor” y Nora no tuvo más remedio que enamorarse. Ahora es un pseudo funcionario con traje, la concha de alguien que conoció hace tiempo. Vive en un despacho de cristal, no entra nunca en la redacción. Hoy únicamente ha venido por la avería, a dar órdenes, perdido. Busca la mirada de Nora, para saludarse o lo que sea, por los viejos tiempos, pero Nora la retira enseguida porque sabe lo que hay en esa mirada. Está todo podrido, muerto.

Se esconde en el baño, carcomida por el asco y la culpa.

Saca la cartera que lleva siempre encima, saca la foto que más le gusta en el mundo. Es lo único que la tranquiliza, cuando todo lo demás falla.

Se lava la cara antes de salir. Tiene un espejo delante pero Nora, la locutora vampiro, no ve nada ni a nadie cuando mira su propio reflejo.

La foto que lleva siempre en el bolsillo la hizo su madre y tiene su letra en el reverso.

Tontorrón, escribió y era evidente, por el tono de su letra, la manera un poco gamberra que tenía de querer a su hermano, “

quién crees que eres, ¿el Rey de Bagdad?”. En la foto, el tío de Nora, el que desapareció hace tiempo, lleva sombrero ladeado. La imagen desprende un calor angustioso, tan brillante que parece blanco. Ahí está, la casa que tenían en Nebraska, el hostal de la abuela Rosa, y su hijo delante. Pecho plano y amplio, manos enormes en la cintura, media sonrisa en los labios, la otra media en los ojos. Nora no puede ver a su madre, pero le parece verla en los ojos de su hermano. Huérfana desde que nació, siempre le ha parecido que la respuesta a la pregunta

quién era mi madre está en su tío, en esa mirada que se esconde bajo el ala del sombrero.

Después de todo, si somos algo, también somos la manera de mirarnos en la mirada de los demás.

La mayoría de las fotos que le hablan a Nora de su madre están sacadas con una polaroid comprada en Omaha. Las trajo Rosa de América, unos meses antes de que naciera Nora. En una de las fotos, su madre tiene nueve años y la cara llena de chocolate. En otra saca la lengua, con el enfado descarado de los trece. Hay una en la que está callada, como si guardara un secreto realmente bueno. En algunas es una niña pequeña, o ha crecido, dependiendo del orden en el que Nora vea las fotos.

—Siempre Tontorrón, —le explicó Rosa, hace tiempo. Nora miraba las fotos, tenía la de su tío en la mano. La voz de la abuela Rosa se rompió, de pronto—. Siempre le llamaba Tontorrón, a tu pobre tío. Él nunca la corregía, su Tontorrón querido. Hasta que se escapó de casa, nunca hizo nada para enfadarla y, la única vez que lo hizo, nos rompió el corazón a las dos. Hizo lo peor que podía hacer. Desaparecer.

Rosa habla siempre sobre los gemelos como si hablara de otra era, de otro mundo. Seguramente es normal. Una hija muerta, un hijo desaparecido… si tuviera que pensar en ello se le partiría el corazón. Nora se ha acostumbrado a vivir con el fantasma de su madre, a hacer pocas preguntas. Como un pájaro que se alimenta exclusivamente de migajas. Recoge lo poco que cuenta la abuela y lo guarda en ese bolsillo secreto que está cosido con hilo de plata y se llama

ama. Es un bolsillo invisible, lo tiene bien escondido.

Cuando la radio se queda sin voz, Nora entra en casa como siempre, descalza, para no hacer ruido. Con los zapatos en la mano. La encuentra despierta, casi ciega, bebiendo un poco de agua a oscuras.

—Hoy se os ha quedado la radio callada.

—Ha habido una avería.

La acompaña a la cama y luego se tumba junto a ella, cogiéndola de la mano.

—Tu madre también andaba siempre descalza. Os parecéis tanto.

Fue un accidente de tráfico.

Nora iba a nacer días más tarde. Su madre chocó con fuerza contra el camión que iba delante. El golpe hizo que se desprendiera la carga. Una de las chapas de acero rompió la ventanilla delantera, atravesó el coche y le cortó la cabeza. Los médicos no saben cómo sobrevivió tanto tiempo la niña dentro del cuerpo degollado de su madre.

Nora sí.

Nora lo sabe.

Metida en el baño, lejos de la realidad y del trabajo y del hombre que una vez estuvo segura de que amó, mira la foto que sacó su madre y entre todas las cosas que querría saber, la que más la inquieta es cómo pudo marcharse su tío, cómo, si tanto se querían los gemelos.

Si el tiempo estuviera en sus manos no tendría que esperar tantas semanas para conocer la respuesta. Pero el tiempo es un juego y tiene sus propias reglas. Él decide cuándo.

Y cómo.

Postales.

Centenares.

Llegan a nombre de su madre. Primero una. Después las mil siguientes. Todas para Sara Busturi, escritas desde distintos lugares del mundo, con una letra amplia y doblada, tes y eles curvadas, ges con puntas cortantes, una caligrafía rápida que aclarará las preguntas acumuladas durante tantos años.

“Existen en el mundo lugares inverosímiles. Hoy he visto Venecia bajo la fuerza de los truenos. Había olas en los canales, chocaban enfadadas contra los cristales. Una lluvia exagerada, de otro mundo, parecía que todos los vaporettos iban a hundirse. Casas comidas por la tormenta en mitad del temporal. No podía distinguir cielo y tierra, mi amor, no podía distinguir la abominación de la absolución. Existen mundos así, donde los pecadores podemos tener esperanza. En los cuentos nadie falla, todo es necesario. Incluso el barro humilde de estas manos con las que solo he sabido traicionarte”.

Postales.

En la firma, no hay un nombre. Solo un pseudónimo.

Tontorrón.

Hasta que se separaron por primera vez y para siempre, los gemelos fueron inseparables. Rosa solía decir que eran gemelos siameses, solo que nadie podía distinguir el órgano por el que estaban unidos. “

Estáis unidos, ya lo creo, pero por un lugar invisible”. Eligió un nombre para cada uno, pero Sara siempre llamó Tontorrón a ese hermano más callado que la seguía a todas partes. A Rosa no le parecía grave, no había nada remotamente insultante en su manera de decirlo. Supo lo que sabe cualquier madre, que les pasarían cosas buenas y malas: supo la verdad, que todo lo malo y lo bueno que les pasara se lo iban a hacer mutuamente. Que serían lo mejor y lo peor de sus respectivas vidas.

Tontorrón, ven, mira quién ha venido al hostal. Tontorrón, vamos a la cocina, tengo hambre. ¡Vamos, Tontorrón! Escucha, Tontorrón, si pones la oreja contra esta pared, se escuchan los fantasmas. ¡Tontorrón, dónde vas, vuelve!

Para Sara todo era Tontorrón haz, Tontorrón ven. Para su hermano, todo era Sara esto, Sara lo otro.

Sara, ama se va a enfadar. Sara, cuidado. Sara, no se molesta a los clientes, Sara, no quiero oír fantasmas. No es verdad que existan los fantasmas, di que no es verdad, Sara, dilo.

Con seis años, Sara le explicó la lluvia a su hermano.

—Cuando al cielo le pican las nubes, un señor con un tenedor así de grande, le rasca la barriga y hace que se ponga a llover.

A los ocho años, un niño de su clase hizo llorar a Sara, la llamó

extranjera de mierda, le dijo que ese idioma que hablaban ella y su hermano era un idioma del demonio y, a cambio, volvió a casa con un ojo negro. Los gemelos no confesaron quién de los dos le había pegado. Si uno estaba castigado, entonces los dos estaban castigados,

te pegan, les pego, así era la ley de los gemelos.

Con diez años, solían esconderse en la cocina, como los ratones. Una vez, bajo la mesa, Sara se puso muy seria, le dijo que el euskera era un idioma inventado por su madre, algo que únicamente conocían ellos.

—Solo lo hablamos ama, tú y yo, ¿no te has dado cuenta?

—No es verdad, Sara.

—Claro que es verdad, ¿se lo has oído a alguien más?

El niño sabía que había otros que lo hablaban, en algún sitio, lejos de su pequeño hotel de madera de Nebraska en el que parecía que empezaba y se acababa el mundo, pero le gustaba la idea del idioma secreto y se creyó las mentiras de Sara durante muchos años. Hasta que un día vio cruzar el umbral de casa a aquel cazador de casi dos metros que parecía más grande que los caballos. A él le daba miedo, a Sara, curiosidad. Le seguían a todas partes, observaban el movimiento de aquellas manos gigantes, se fijaban en su acento, tan distinto del de su madre. Parecía calmado, siempre, pasara lo que pasara, pero de un modo que hacía temer algo terrible, una especie de furia interna a punto de desatarse. Los miraba, a él y a su hermana, con una mirada que a ambos les resultaba extraña.

—Vosotros dos, niños, os sabéis montones de cuentos.

Cenaban en el comedor. Rosa limpiaba las mesas.

—Nos los cuenta mi madre. —Le respondió Sara, con su entereza de niña valiente.

—¿Y vuestro padre?

—No hace falta un padre —intervino Rosa, con un gesto que quería decir

a la cama, sin preguntas, ahora—. No hace falta, si conoces el cuento correcto.

A partir de aquella noche, Rosa les prohibió hablar con el extranjero de la cólera retenida. Sara le hizo caso, por una vez. Su madre sonaba distinta, con espinas en la voz. Les estaba dando una orden, no se podía desobedecer.

—Pero,

ama…

—Se acabó hablar con él, Sara, o se acabó el circo.

No había elección posible. El circo era lo que más le gustaba en el mundo. No podía verlo todos los años, pero, a veces, incluso en el rincón más despoblado del estado, instalaban aquella carpa roja y blanca. El primer año se encaramó al árbol del jardín para ver llegar la caravana. El hombre que tragaba fuego, la mujer barbuda que dormía en una cama helada, el domador que hipnotizaba leones, el mago que podía partirte en dos. Se entusiasmó tanto que se soltó de la rama y cayó al suelo. Rosa le colocó el hombro en su sitio sin miramientos. Dijo “

te va a doler, cariño” y Sara pidió “

espera”, cogió la mano de su hermano y apretó hasta que los dos sintieron exactamente el mismo daño. Él únicamente decía “

aprieta, aprieta”.

Se quedaron sin ver el circo.

A Sara le dolía demasiado y, sin Sara, su hermano no quería ir a ningún sitio.

Con ocho, diez, once, doce años, dormían en el desván y Rosa les leía cada noche un cuento distinto, siempre del mismo libro porque era el libro de todos los cuentos, el que más les gustaba en el mundo.

Antología de los cuentos de las mil y una noches.

Escogían cada uno un cuento, en noches alternas, y luego, a la cama. Cuando aprendieron a leer, esperaban hasta que Rosa saliera y Sara encendía la linterna bajo las mantas, se metía en la cama de su hermano y le ordenaba:

—Lee, Tontorrón.

Tendrían trece años cuando emitieron por televisión

El ladrón de Bagdad. Se sentaron los tres juntos en el comedor, en silencio. Vieron sin palabras aquella fantasía en blanco y negro que les maravilló. La historia de un ladrón embrujado y el Anillo Que Todo Lo Veía. Un anillo mágico con un ojo de verdad al que podías pedirle que te enseñara cualquier parte del mundo, por más lejano que fuera. Durante semanas los gemelos se contaron la película el uno al otro, como si no la hubieran visto, del derecho y del revés, “¿

te acuerdas cómo volaba la alfombra? ¿te acuerdas del caballo con alas?”. Rosa les vio tan entusiasmados que les hizo un regalo. Cogió un anillo de plástico que había ganado en Atlantic City y le pintó con rotulador un ojo enorme para que pareciera el ojo hechizado de la película.

—¿No te da miedo, Sara?

Cuidado” le respondió Sara a su hermano, que trataba de tomarle el pelo y siempre salía trasquilado.

—Ten cuidado si te marchas, Tontorrón, el anillo mágico siempre me dirá dónde estás.

Con catorce años, Sara dejó un rastro de sangre en las sábanas y Rosa le dio su propia habitación. A su hermano le cambió la mandíbula, la mirada. A Sara el cuerpo, la forma de andar. Con quince años era alta, todo anhelo y fuego, hacía que se giraran las cabezas. Aquel año, cuando se sentó para ver el circo, el mago la llamó al escenario, dijo “

and the boy, too” y subieron los dos juntos. Conocían el truco: Sara tenía que meterse dentro de la caja, su hermano tenía que partirla con la espada, pero le daba miedo. Hasta que vio la sonrisa de su hermana, esa forma de decirle

a qué no lo haces. Y lo hizo.

Volvieron a casa en la furgoneta destartalada de su madre. Sin preocuparse de que ninguno de los dos tuviera carné de conducir. Sara iba cambiando las emisoras constantemente. Tenía los ojos de un verde vivo y llevaba puesto su anillo de plástico. Cerca del Hostal de los Imposibles, escucharon el aullido de un lobo.

—No sé por qué te daba miedo.

—¿Ni siquiera una espada mágica?

—Tú y yo somos más mágicos.

Sara conducía sin fijarse mucho en las señales. Su hermano le pidió que prestara atención, “

mira por dónde vas, venga”. A ella le gustaba que le riñera un poco, tener un hermano listo y que cuidara de ella y se preocupara por el tráfico. Un hermano largo como el viento y con grandes manos aladas. El día que cumplieron diecisiete años, le sacó una foto, con el sombrero puesto, delante del porche de la casa.

—Ponte. Como si el hostal fuera un palacio y tú, el rey de Bagdad.

Esa es la foto que más le gusta a Nora. En el baño, le sirve para coger fuerza y salir al mundo. Le sirve para hablarle a su madre y decirle

a veces tengo miedo, ama, ¿quién soy?, ¿a dónde voy? Siempre ha sentido que le faltaban respuestas que todo el mundo daba por hechas. Puede que por ser huérfana. Puede que por otra cosa.

Sale con la cara lavada. Los técnicos no saben todavía por qué no suena la radio. Son las once y media de la noche. Cualquier otro día estaría en antena, mirando el reloj, esperando la llamada de un fotógrafo que siempre apura para llamar antes de las señales horarias. Hoy no llama nadie pero suena música de uno de los despachos. Leonard Cohen, esa voz cavernosa que siempre le ha gustado y ahora le gustaría no odiar tanto.

Es el día del padre, todos estamos heridos, primero conquistaremos Manhattan y luego tomaremos Berlín.

Fue a Berlín con Manu.

Ojalá no hubieran ido.

Ángeles de piedra, nieve hasta las rodillas, víspera de Navidad. Vino caliente, olor a salchichas, un palacio imperial en Charlotenburgo, jardines helados, lagos de hielo. Grupos de turistas, cámaras de fotos centelleando, un bosque sin hojas en el que entraron juntos. Se rompieron el corazón el uno al otro. Nora quiso decir algo cruel, pero le miraban aquellos ángeles y no pudo.

Se mete en el primer despacho que está libre para no escuchar canciones sobre Berlín. Enciende otra radio, busca otra canción, la que sea.

Cuando llama Martín suena Nick Cave. La historia de su madre le resulta casi insoportable.

Yo tampoco tengo madre querría decirle,

yo también me la he inventado, igual que hiciste tú.

Querría, pero no lo dice.

—No vuelvas a llamar. No voy a coger las llamadas.

La voz de Martín siempre es templada, pero se hiela cuando Nora le cuelga. Si hubiera en la redacción ángeles de piedra sabría exactamente cómo la estarían mirando.

—Abuela.

—Sí, cariño.

Esa noche Nora no es capaz de abandonar la cama de Rosa y meterse en la suya.

—Le he colgado. Ha llamado esta noche y le he colgado.

—A quién, cariño.

Seguramente, ya sabe la respuesta.

—Al fotógrafo condenado que llama a medianoche. No había programa, pero ha llamado, a la misma hora a la que llama siempre. Al principio, quería colgar, pero hemos seguido hablando. Entonces me ha hablado de su madre y ya no quería colgar, pero lo he hecho. Le he dicho que no vuelva a llamar.

Rosa le acaricia la cara interna de las manos, con dedos arrugados.

—¿No te ha gustado el cuento?

“Demasiado, abuela”.

—Dolía, como si quisiera levantarme la piel para hacerse un hueco debajo.

Rosa escribe a ciegas en su mano, sin rumbo. Brujerías de vieja ciega.

—Los cuentos no son inofensivos, cariño. No son cosa de niños. Los cuentos me dejaron embarazada, hicieron que tu tío se marchara de mi lado. Los cuentos siempre quieren despellejarte y quedarse a vivir dentro, Nora. Aquí, en las arrugas de la mano, aquí es donde escondemos los cuentos que nos contamos a nosotros mismos.

Se queda dormida con su voz. Rosa le escribe en las manos la historia de los gemelos y Nora los ve en sueños. Su tío es flaco y joven, de pecho plano. A su madre se le está aclarando el pelo con la luz de los primeros días del verano.

Sara creció sin parar, como un silbido. El chico no, el chico creció a trompicones, siempre dos pasos por detrás. Pero a los dieciséis, Sara se detuvo. Como si dijera

listo, hasta aquí he llegado. Su hermano siguió un rato más, dándole dentelladas al espacio que le separaba del cielo. Cuando cumplió diecisiete, Sara le llegaba hasta los hombros. El día del cumpleaños, se metió en la ducha con el alba. La primera urgencia la vació en el retrete, la segunda en la ducha, sin pensar en nada, sin mirarse la mano. Cuando salió, tenía la cabeza mojada y Sara saltó sobre él, sin avisar.

—Tienes que dejar de crecer, Tontorrón, o, en lugar de abrazarte, tendré que escalarte. Y llamarte Tontosierra. —Le abrazó con menos fuerza, le habían salido pecas en la nariz—. Tengo tu regalo, pero no voy a dártelo hasta ver el tuyo.

Le sacó la lengua, sin asomo de enfado, le hizo sonreír.

—No te he comprado nada, Sara.

Mentira, obviamente. A la hora del desayuno sacó una caja de debajo de la mesa, dijo

toma, pero no te lo mereces. Era una Polaroid comprada en Omaha. No había sido fácil mantenerla escondida durante tres semanas pero mereció la pena. Sara gritó de alegría, le llenó de besos y se iluminó con una sonrisa que le daba vuelta y media a la cara. La primera foto, por supuesto, se la sacó a su hermano.

—Ponte. Como si el hostal fuera un palacio y tú, el rey de Bagdad.

El regalo de Sara fue obligarle a montar en la furgoneta y una hora de viaje, varias millas al Este. La carpa estaba sucia, era el mismo circo triste de siempre. Les pareció que tenía un aire de quiero y no puedo, pero era un regalo y lo agradecieron. Entraron de la mano, con las entradas en los bolsillos. A Sara le volvió a gustar el mago, al mago volvió a gustarle Sara. Llevaba un turbante demasiado grande, con una perla demasiado falsa en la frente, hacía trucos casi perezosos. Cuando pidió que subiera la amable señorita, Sara dio un salto.

El mago dijo “

such a brave, young woman” y, luego, al oído, “

such a beauty, too”. Un cumplido fácil, un truco de manual, un turbante ridículo, pero la gente aplaudió cuando Sara apareció y desapareció del escenario. Cuando volvía a su asiento, el mago le besó la mano, “

wonderful young lady” murmuró, con un acento espeso, y Sara se sonrojó con la magia más vieja del mundo.

—No es magia —dijo su hermano, al terminar la función—, son solo trucos.

—Pudiendo creer en la magia, Tontorrón, ¿por qué voy a creer en los trucos?

Alargaron la noche, el cumpleaños fue la excusa. Tomaron algodón de azúcar y una manzana de caramelo que olía mejor de lo que sabía. Sara no quería volver a casa todavía, obligó a su hermano a entrar en la tienda de la bruja que leía el futuro en las manos.

—Es que no quiero.

—Anda, por favor.

Suficiente. No sabía decirle que no.

—Siéntate, hijo —dijo la bruja—, dale ese capricho a tu novia.

—Es mi hermana.

Ir a la siguiente página

Report Page