Nora

Nora


DOS » B: Éramos una vez, en América

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Algo pasó por los ojos de la bruja y, tal como llegó, desapareció.

—Somos hermanos —aclaró Sara, en inglés. Le pareció que la bruja era extranjera, que no lo había entendido. Dijo

twins, gemelos, un par de veces—.

He’s my twin brother.

Se escuchó un ruido. Fuera, en la carpa. La bruja dijo “

fuegos artificiales”. Era cuatro de julio. Sara salió a mirar un momento, solo fue un momento, pero lo cambió todo. Su hermano se quedó con la bruja, que tenía la mano demasiado suave y llena de manchas.

Se marchó al día siguiente. Sin aviso, para siempre.

Sara y él se despertaron a la misma hora de siempre, como cada mañana. Cogieron la bicicleta para dar un paseo. Sara no podía seguir su ritmo, le pidió que no fuera tan deprisa,

no seas tontorrón, venga. Pero su hermano sudaba, pedaleaba cada vez más deprisa, sin mirar atrás. Sara no entendía por qué, pero su hermano se iba, se estaba yendo, cada vez más pequeño, sin parar para tomar aire, lo estaba perdiendo.

Le gritó.

—¡¡¡¡Tontorrón!!!!

Le gritó dos veces.

—¡¡¡¡Tontorrón!!!!

Tres, cuatro veces. Notó sal en los labios, supo que estaba llorando, le gritó por última vez.

—¡¡¡Elías!!!

Elías se dio la vuelta, no se oía nada. Sara únicamente dijo una cosa, no fue

adiós.

—¡Escríbeme!

Le vio asentir. Y luego se hizo más y más pequeño, hasta que se difuminó del todo con la línea delirante del horizonte. Visitaría sitios que Sara no iba a conocer nunca. Estambul, Sukarrieta, Bagdad. Cuando su hermana volvió a casa, abrió el cajón, pero el anillo de plástico con el ojo pintado no estaba y se le partió el corazón, como no se le había partido aquella vez, en la caja del mago. Descubrió que la magia del amor es impenitente.

Durante mucho tiempo, Elías no escribió nada.

Es curioso. Al principio, cuando la sintonía de la radio se apaga, la redacción se llena de ruido. Nadie sabe lo que ocurre, y cunde el pánico. Luego, los ingenieros les informan de que no habrá emisión durante toda la noche y la gente se calma, se empieza a aburrir. Hay que agotar el turno y no hay nada que hacer. Hay quien mira el periódico, hay quien mira el reloj. Las dos, las tres, las cinco de la mañana, todos esperan que llegue la hora de irse a casa.

Nora sale a las dos, como siempre. En el aparcamiento, lo primero que ve es la luz parpadeante del cigarro, después a Manu, fumando. Antes, le quería, ahora no quiere verle.

—Tarde o temprano tendremos que hablar, Nora. Sigo siendo tu jefe.

—No son horas de oficina.

En el fondo, no le odia. En el fondo, se odia. O peor. Se tiene asco.

—Te escucho cada noche. Con esos locos tuyos.

Podría decir

no están locos, pero no sería verdad.

—Todos estamos locos.

Busca las llaves del coche. El bolso es demasiado grande.

—Ese fotógrafo, sobre todo. Todo el día olisqueando tu rastro y tú le dejas.

Su voz solía producirle escalofríos. Ahora también, pero distintos. Le besaba, esos labios amarillentos de tabaco. Si tiene que mirarle treinta segundos más va a gritar. Si se quitara de la puerta… No quiere mirarle a los ojos, pero tampoco quiere ver su sombra.

—Me voy a casa, Manu.

—Esa gente no te conoce, Nora.

Tú tampoco me conoces. Le aparta con una mano, mete la llave en la cerradura.

—Mejor para ellos.

Cuando llega a casa, Rosa espera en la cocina y le parece que el viento, fuera, imita el aullido de los lobos, como si fuera carnaval y quisiera disfrazarse y jugar un poco. Nora sueña con los gemelos y cuando despierta la casa huele a leche caliente. Hay algo que le está apretando el estómago y se le ha quedado la mano fría, fuera de las mantas. Seguirá fría una semana más tarde, cuando reciba en la emisora la invitación de Martín para ver la exposición. Una invitación con aspecto de postal antigua, con sello de correos incluido. En blanco y negro. La foto que han elegido para ilustrarla se llama

El viejo. Hay algo en la foto, sin duda. Algo que da ganas de indagar en la oscuridad de esa cara y saber algo de sus secretos.

Dos.

Elías solo le guardó dos secretos a Sara durante toda su vida.

El primero, de niños, el día en el que Sara se cayó del árbol y se quedó sin circo. Le dolía mucho, quería chocolate y le preguntó a su hermano “¿

bajas a la cocina y me traes un poquito?”. Elías pensó

claro porque, con esa voz, cómo no iba a traerle lo que quisiera. Sara casi nunca pedía. Quería, cogía, y punto. Pero aquella noche le faltaba un brazo y Elías deseaba ser sus manos. “

Ahora vuelvo” prometió y Sara se puso el anillo mágico.

—Vete tranquilo, ladrón de Bagdad, te veré con el anillo.

Las luces estaban apagadas, los huéspedes dormían. Elías bajó despacio a la cocina, haciendo que gimieran las escaleras. El corazón le latía tan fuerte contra el pecho que se imaginó dentro un tambor en un día de fiesta. Llegó de puntillas al armario, cogió el chocolate y, al mirar por la ventana, se encontró con la luna llena, que le pareció un vaso lleno de luna de leche. Subió las escaleras imaginando lo contenta que se pondría Sara, con los dientes negros de chocolate y el corazón lleno de azúcar.

En el tercer piso vio la sangre y se le olvidó respirar. Gotas espesas y oscuras, un rastro largo hasta la habitación del cazador. Se escuchaba ruido, dentro. Elías se escondió bajo la escalera. Se le volvieron las piernas de piedra, quería escuchar en la oscuridad. Oyó la voz de su madre. “

Fuera, vete”. Desde su agujero en el rellano vio salir al extranjero enorme, cojeando. Tenía una herida en la pierna izquierda. Se le estremecía la cara de dolor con cada paso que daba. Le seguía Rosa, con un fusil en la mano y una mirada que Elías no había visto nunca. “

Ama, ¿por qué pareces otra persona?”.

Si era la primera vez que cogía un rifle, lo disimulaba bien. Lo llevaba encajado en el hombro, tenía el dedo en el gatillo. Era su madre, pero era otra persona. No parecía su madre, la de “

acuéstate temprano” y “

lávate los dientes”. Parecía otra.

—Hasta abajo —le dijo al cazador que cojeaba—. Si te mato no me arrepentiré nunca.

Elías la creyó. Puede que por eso no le dijera nada a Sara. No quería que su madre cambiara a ojos de Sara como acababa de cambiar para él. Volvió al desván sin hacer ruido, tan despacio como pudo, a la velocidad a la que piensan las flores. Cogió aire en la puerta, hasta que dejó de latirle fuerte el corazón.

El segundo secreto que le guardó, nunca fue un secreto, en realidad.

Al final lo confesó. Aunque para entonces estaban los dos muertos y era tarde, lo confesó. Con cientos de postales.

Era un secreto cocinado en los pucheros del tiempo, el secreto de los copos de nieve que provocan avalanchas. Empezó antes de que nacieran, casi seguro, y continúo cuando murieron, de algún modo. Cuando Elías volvió con el chocolate, el secreto ya hervía a fuego lento, pero no se daban cuenta. Sara tenía ojos de sueño, le pidió que se metiera en su cama y ahí estaba, el secreto, escondido entre las mantas.

Elías era todavía un niño y no se daba cuenta. No sabía que se escaparía de casa, que acabaría viviendo en un sitio llamado Sukarrieta en el que conocería a un niño parecido a él. No sabía que sería periodista, que vería el mundo, que buscando un seudónimo para su primer libro escribiría

Eskilarapeko, que, con o sin alma, querría como un hijo a aquel niño. No sabía que su madre tenía razón. Que existía un vínculo invisible que le unía a su hermana, que les uniría siempre, escapara donde escapara. Un vínculo terrible, inviolable, mágico.

—¿Tontorrón?

Se le anegó el corazón con la voz de su hermana. Esa voz de sueño, sus palabras de almíbar.

—¿Sí?

—¿Con qué vamos a soñar hoy?

Jugaban a eso. Cerraban los ojos y uno contaba un cuento y los dos pensaban en él para provocar al dios de los sueños y confundirle hasta que pensara que constituían un solo ser y les concediera un solo sueño. Querían ser una única criatura siamesa, dos corazones, la misma sangre bombeando.

—Soñaremos con la misma ciudad. Tienen un castillo, sobre una montaña y bajo el castillo, muchas casas de colores. Y yo soy el dueño del castillo y te llamo para que vengas a buscarme. Y tú eres la reina de la ciudad y todo lo que ves delante es tuyo y mío porque en mi sueño tú y yo somos los reyes de este mundo.

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