Nora

Nora


TRES » A: Ciudades heridas

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Cuando se inaugure la exposición de Martín un crítico escribirá

bonita, pero llena de trampas y otro dirá

le falta técnica, le sobra sentimiento. Sensible, sentimental, sentimentaloide, dirán,

bueno, no es que sea mala, es solo que no sabemos qué pregunta trata de contestar, si es que trata de contestar alguna. Será dentro de quince días. De momento, las paredes de la galería están en blanco, ciegas y suaves, como el pensamiento de Martín. Las fotografías que van a dar de merendar a los críticos están fuera de sus cajas pero todavía sin colgar. Las hizo él, pero ya no le parecen suyas. Quince años de trabajo, cuando las sacó creía en ellas pero esta mañana no las entiende, no le dicen nada. Buscaba algo en todas, pero le cuesta recordar qué. Un poco de verdad, cierta belleza. Ahora únicamente son imágenes, momentos muertos. Berlín, Copenhague, Roma, una casa, un retrato, paisajes, esquelas, trampas de luz, ilusiones. Para qué.

—¿Martín?

La responsable de la exposición es una mujer alta de pestañas pesadas. Sonríe siempre de manera impecablemente profesional, da la mano ni fuerte, ni suave, sin frío ni calor. Está ocupada con los últimos preparativos.

—Enviaremos invitaciones. Para los periodistas, los VIPs. Tus amigos y familiares, naturalmente. Si nos das sus direcciones, les mandaremos un par a cada uno.

Martín saca una libreta del bolsillo. Escribe.

Perdona. No tengo voz.

Sonrisa profesional por respuesta. Templada.

—Tranquilo, ya nos arreglaremos. A mí me pasa a menudo. ¿Faringitis?

Martín no ha perdido la voz. Se le ha ido. Y sabe perfectamente a dónde.

(a quién).

Pero asiente, de todos modos. No le cae mal la mujer de largas y profesionales pestañas. Cuando salgan las críticas, será ella quien las recoja y las ordene. Se enorgullecerá de las buenas, sufrirá con las malas, les dará el valor que necesitan para existir, puesto que Martín no leerá ni unas ni otras.

Le han pedido que escriba un prólogo para el catálogo. No le gusta hablar de su trabajo pero, aún sin voz, no sabe decir que no.

Escribe en los autobuses, en los trenes, en el metro. Una vieja costumbre que ha recuperado. Empezó en el tren de Sukarrieta a Bermeo, de crío, aprovechando el viaje para hacer los deberes del instituto. Es donde mejor se concentra, rodeado de desconocidos en movimiento. Coge un billete, saluda con un gesto al conductor, elige una ventanilla y ve pasar Bilbao. En medio del puente de Rontegi una tormenta de verano agita el bocho y lo comprime.

Martín escribe.

“El hueco de la escalera. Es lo primero que fotografié. Tenía unos once años y vi un ratón que se metía bajo un armario, en la casa de mis tíos, en Sukarrieta. Cogí la cámara, ni siquiera era mía. Me quedé esperando hasta que volvió a salir. Me daba pena ponerle una trampa, veneno y un trozo de queso, pero no pude evitar atraparlo bajo el flash. Durante los siguientes años, no me separé de aquella cámara. Dormía con ella. Los fines de semana me acostumbré a coger el tren o el autobús, igual que hago ahora. La excusa eran las fotos, quería conocer las ciudades, darles caza. Hoy es agosto, estamos parados en el atasco, hace bochorno y Bilbao está vacío de gente, parece recién nacida y moribunda. Cuando le he hecho una foto, he sentido que era la primera de mi vida, que la veía por primera vez: Bilbao, una ciudad perdida en el torbellino furioso de su transformación atómica, llena de orgullo. No sé interpretar el mundo si no lo fotografío. En el fondo, soy ese ratón atrapado en el objetivo. Ser fotógrafo se convirtió en mi oficio cuando dejé mi casa con dieciocho años. Me ha permitido ver el mundo.

Mi primera exposición se llama

Ciudades heridas. Son las fotos que he sacado durante los últimos quince años. Mientras me pagaban para que hiciera postales para turistas, paisajes perfectos sin gente, yo quería sacar únicamente a las personas porque las ciudades son eso: la gente. Cada una (ciudad o gente) con su historia. Algunos (ciudad o gente) son víctimas de las ciudades, todos son arquitectos, algunos héroes. La última se llama

El viejo. Si no hubiera conocido al hombre que aparece en la foto hoy yo no estaría aquí. La cámara con la que fotografié aquel primer ratón era suya. Me acogió hace pocas semanas, en esta ciudad que abandoné sin explicaciones y que me ha recibido sin preguntas. En el autobús de Erandio a Bilbao, viendo pasar las ruinas de pobres fábricas desarrapadas, me he dado cuenta de por qué es el sitio que más me gusta en el mundo. Porque hay ciudades que se mueren y hay ciudades que emergen.

Pero Bilbao me sorprende más que nunca porque, si la miras a través del objetivo, se revela como un misterio: uno que nace y muere al mismo tiempo”.

Cuando lo termina y llega a casa, se lo deja a Elías para que lo lea y hasta que no le corrige la ortografía no se da cuenta de que espera su opinión con ansiedad. Puede que sea por la sombra de la paternidad o por todos esos libros que Elías ha escrito y que llenan las estanterías. Una vida escribiendo y dejó el periodismo de un día para otro. Martín le pasa una nota.

¿Por qué lo dejaste?

Elías responde sin inmutarse.

—Me ofrecieron trabajar de puta. Era mejor.

Guiña un ojo, Martín se queda esperando su veredicto a lo que ha escrito. Cuando se da cuenta de que le gustaría ser la clase de hombre del que el viejo se sintiera orgulloso siente pudor. Le parece que es mayor para sentirse tan pequeño.

No debería, pero termina llamando a la radio. Por vez primera, desde que Nora se lo prohíbe. No quiere ser la clase de hombre que no entiende un

no. Odia a esa clase de hombres y se odia a sí mismo por llamar sin mirar ni siquiera las teclas, tumbado en la cama, a oscuras. Oye un pitido, dos, tres. Oye su corazón, un, dos, tres golpes fuertes contra el pecho. Se pregunta si le estará dejando moratones por dentro. Si le estará tatuando algún mensaje.

—Tenemos una llamada esperando al otro lado de la línea.

Esa maldita voz. Es una caricia tan suave que parece que no podría hacerte daño y, sin embargo, te corta por la mitad, sin esfuerzo.

Gabon. ¿Con quién estoy hablando?

Soy Martín. Te llamaba todas las noches. A veces, te hacía reír. Creo que mi voz únicamente vale para hablar contigo porque, ahora que no me dejas llamarte, ya no la tengo. ¿Te acuerdas tú de mí o yo era solo otra voz?

—Parece que hay problemas con la línea. A ver si tenemos más suerte la próxima vez.

Quiere alargar la llamada, pero es una estupidez y cuelga. Tiene sobre la cama sus once fotos imposibles, once ciudades y una chica. Se encontraron una y otra vez, pero nunca se vieron. Martín no cree mucho en la suerte.

En los médicos tampoco, pero Elías insiste y le obliga a visitar a Andrés, un viejo amigo de ojos diminutos, seco como una grieta en el suelo. Es un poco ratonil; no cree que Martín tenga faringitis. La garganta no está roja, le dice, no ve ningún motivo fisiológico para su silencio.

—Tal vez una fuerte impresión, un disgusto. Las consecuencias psicológicas de un acontecimiento traumático pueden hacernos perder la voz.

En la libreta que lleva a todas partes, Martín escribe

tal vez. Por qué no. No puede llamar a la chica que solo conoce de la radio, pero no puede dejar de pensar en ella. Conoció a un ángel con dieciocho años y ahora tendrá que entregarle su alma. Por qué no va a ser su afonía una forma de estrés post-traumático. Sonríe, un poco triste. No quiere que un amigo de Elías se preocupe por él debido a problemas que nada tienen que ver con la medicina. Pero Andrés está preocupado.

No obstante, la preocupación de Andrés —tan transparente, tan palpable— no tiene nada que ver con él.

—Puede que no sea el mejor momento para contarlo y, si fuera solamente su médico, no me pasaría la confidencialidad por donde me la estoy pasando, pero… primero soy su amigo y sé que él no te lo contará porque es más testarudo que una mina de roca.

Tristeza, rabia, una impotencia extrema, un dolor agudo, repentino. A Martín todo se le viene encima, en la consulta, y cuando llega a casa y se encuentra al viejo da las gracias por no tener voz. Si la tuviera, diría demasiadas cosas de las que se acabaría arrepintiendo. En la libreta, solo escribe “

así que estás enfermo, viejo de mierda”. Le pica la garganta de ganas de llorar, pero se aguanta. El médico ha dicho “

tiene que cuidarse”. Elías cree que es un desgraciado, “

ese matasanos traidor que no sabe tener la boca cerrada”.

—No es para tanto, Martín. Al parecer tengo el corazón débil, pero eso siempre lo he sabido.

Le da un golpe en la espalda y deja la mano quieta. Puro Elías, restando importancia a lo único que importa. Martín solo puede pensar

tuviste un infarto y no me llamaste. Es lo único que puede pensar,

no estuve, no lo supe, no me dijiste nada, qué he hecho mal para que estar enfermo sea algo que no compartas conmigo. No piensa otra cosa, se ahoga un poco, arrastra su cuerpo contra el del viejo, chocan en un abrazo largo.

Y si te murieras piensa,

y si te murieras, viejo cabezota de mierda, sin saber cuánto te quiero. ¿Sin entender que lo que soy, todo lo bueno y lo malo que soy, te lo debo a ti?

Cuando Elías muera, no habrá oficio religioso y Martín, con las cenizas en la mano, recibirá cientos de llamadas. Amigos, conocidos, sorprendidos, dolidos. Elías siempre les pareció tan joven. Elías Eskilarapeko, viajero, periodista, risa estallante, esa melancolía sin aviso a veces, una sensibilidad un poco traviesa, una afición desquiciada por contar historias, la tortilla de patatas y los pimientos verdes, los insultos inventados, los valses sin terminar.

Cuando Elías muera, morirá el amigo, el padre, el hijo de Rosa, el hombre público, el hermano de Sara y otro Elías, que nadie habrá conocido nunca, excepto Martín, en ese primer momento del duelo, en su casa de Deusto, en la caja llena de postales que se encontrará el día de su muerte.

Más de mil postales.

(no las contará, son mil y una)

Todas escritas por Elías.

Todas sin enviar.

Todas para la misma mujer a la que nunca se refiere por su nombre.

Cuando Elías muera, Martín le preguntará a una botella de whisky qué hacer con las postales y las mandará borracho, con las cenizas en la urna y los ojos en carne viva.

Cuando Elías muera, lloverán truenos en Nebraska, sus viejos conocidos beberán en su honor en Sukarrieta y los que le hayan querido llorarán, en un avión a Lisboa, en las calles de Bagdad. Martín les preguntará a las grúas de la Ría a dónde se ha marchado y recibirá la misma respuesta que recibió Sara cuando le vio marcharse en bicicleta. Ese bendito y cruel silencio del mundo.

Cuando se marchó de casa, Sara solamente le llamó por su nombre una vez (“

¡Elíaaaaas!”, alargando las vocales), pero Elías no dejó de escuchar ese grito una y otra y otra vez mientras pedaleaba cada vez más deprisa. Sudaba por todas partes, le apretaban los pulmones, recorrió millas y millas sin parar, necesitaba escapar tan lejos como pudiera aunque reventara en el intento. Iba rumbo Oeste, por ir a algún sitio. Quería esconderse en un tren o en un pueblo perdido. Podía robar dinero del primer supermercado que viera y coger un autobús. Pensó en California, nadie le buscaría en California. Necesitaba un sitio lleno de gente donde no le miraran a la cara. Iba repasando lecciones de geografía mientras pedaleaba cada vez más deprisa. Podía ir a tantos sitios. A Texas, a abrasarse. A Nueva York, a perderse. A México, a desaparecer. A Canadá, a olvidar.

Acabó yendo a Oklahoma.

Ocurrió así: a mediodía empezó a apretar el calor, era una mañana de bochorno, pero no se había dado cuenta, cinco de julio y la temperatura subiendo. No quería pararse a beber nada, veía lagunas brillantes delante, pero no se preocupó. No oía muy bien, pero tampoco había nada que oír, excepto los gritos de Sara, así que siguió pedaleando. El mundo se difuminaba, pero necesitaba estar más lejos, seguir hacia delante, más rápido, hasta llegar al final de la carretera, donde el mundo era agua y bruma. Después de ocho horas de martirio a pedales, cayó de bruces contra el asfalto.

El primer coche que pasó no era un coche.

—¿Está muerto? —preguntó la mujer barbuda.

—A punto —respondió el domador tatuado.

—No ha muerto —aseguró la bruja que leía las manos—. Quería reventar, pero no ha muerto.

En la caravana del circo, siempre había sitio para otra persona, así que Elías subió rumbo a Oklahoma, en el mismo circo que había visto desde las gradas la noche anterior. No le contó a nadie qué hacía en el suelo, nadie le pidió explicaciones, siempre le pareció que la bruja no las necesitaba. Elías les daba de comer a los animales, y limpiaba la carpa, el mago le enseñó un par de trucos de manos con las cartas. Pasó los primeros seis meses casi en completo silencio, sabiendo que nada en la vida volvería a hacerle tanto daño como el que se acababa de hacer a sí mismo. Los habitantes del circo le llamaban Eli,

Ilai. Cuando pasó medio año, el dueño le preguntó qué rayos pensaba hacer el resto de su vida.

Eli, son, you wanna stay in the show… you gotta show us what you got.

Quería quedarse, respondió, pero no se veía en el trapecio o domando leones. La verdad es que los juegos de manos tampoco eran lo suyo y lo de mantener el equilibrio a caballo sobre una pierna sospechaba que no se le daría bien. No sabía hacer nada, confesó, y entonces aquel tipo que medía metro y medio tuvo un ataque de risa porque, según él, todo el mundo era bueno en algo.

—Bueno, —confesó Elías—, no se me da mal contar historias.

El dueño del circo solo dijo “

hmmmm” como una vaca, pero la bruja que leía las manos puso aquella mirada aviesa,

sé algo que no sabes y que te gustaría que no supiera.

—Claro que no se le da mal, —murmuró—, claro que no.

La bruja se marchó renqueando a su chiringuito, y a Elías le pareció oírla,

si es hijo de un cuento.

A Martín le cuesta dormir y enciende la radio de noche, para castigarse. Pero un miércoles decide que ya no puede más. Llama de Amorebieta una de esas voces masculinas y profundas que sabe lo que hay que decir y hace que Nora se ría. Al principio, cree que lo soportará, después de todo, le gusta oírla reír, pero entonces Nora le pone una canción, esa canción —

no creo en los ángeles pero cuando te miro me pregunto si existen—, y no puede más. Apaga el transistor y enciende un cigarro. Cuando Elías le ve entrar en el salón es evidente que quiere preguntarle algo, pero se limita a sentarse con él y a servirse medio vaso de vino. Ante la mirada de Martín, protesta, “

es bueno para el corazón” y asegura que vivir sin vino no es vivir.

Martín saca la libreta, “

cuéntame una de esas historias tuyas, de cuando eras joven”.

Elías nunca habla de ello, todo lo que hay de autobiográfico en sus libros empieza a partir de los veintitantos. Pero esa noche Martín está roto por las esquinas y Elías no sabe negarle nada.

Crío del demonio se lee en sus ojos,

si supiera negarte algo…

—Trabajé en el circo, hace tiempo. En América. Me pusieron a hacer los recados al principio, pero cuando llegó el momento de ganarme el sueldo, tuve que saltar a la pista. Me pusieron a hacer lo que pensaron que se me daría mejor, presentar el espectáculo en la carpa.

Se quedan callados un rato. Luego Martín coge la libreta y escribe, una sola palabra en mayúsculas.

MENTIROSO.

El primer día que tuvo que presentar, Elías vomitó diez minutos antes de salir al escenario. Cuando le dieron su señal dijo lo que tenía que decir, “¡señoras y señores, el mayor espectáculo del mundo!”, pero se equivocó: no lo dijo en inglés, sino en euskera. Se hizo el silencio más espeso de la historia del circo. Luego, las primeras risas, el murmullo de la gente. Se le llenó la cara de sangre, terminó su actuación como pudo, de cualquier manera. Cuando la carpa se vació, se sentó donde pensó que nadie lo vería y se lamió las heridas. Le apetecía sentir algo de lástima por sí mismo antes de decidir qué iba a hacer con el resto de su vida. Era evidente que tendría que dejar el circo.

El mago que hacía juegos de cartas baratos y trucos fáciles dio con él y se sentó en un escalón raído. Hablaba muy poco, era húngaro y se valía de un inglés torpe, duro. Intimidaba un poco, con aquel turbante ridículo y aquella piedra brillante de plástico en medio. Elías le recordaba como el ser extraño que sacó a Sara al escenario. Por eso era más fácil no verle mucho, para no verse asaltado por ese recuerdo. Pero aquella noche, fue el mago el que le buscó a él, sin turbante, sin piedra brillante, sin la raya negra en los ojos, sin el acento húngaro, de hecho.

—En realidad, soy de Maine —le explicó y, efectivamente, tenía acento del Este, pero de la costa este—. ¿Pero cuántos grandes magos ha dado Nueva Inglaterra?

Pasaron semanas antes de que Elías se diera cuenta de que eran amigos y meses, antes de que le contara que se había escapado de casa. Era el primer amigo que hacía en la vida, pero de eso solo se dio cuenta muchos años después (para entonces, había dejado el circo, pero pensó en él, una noche de luna llena). Hasta aquel momento, nunca había necesitado amigos, pero en el hueco en el que faltaba Sara, de pronto, cabían montones. Se llamaba John (Barnabás el Magnífico) y fue un gran primer amigo. Le enseñó casi todos los trucos que sabía (Elías nunca aprendió a hacerlos bien), pero, sobre todo, le convirtió en artista de circo, con un único consejo que su joven aprendiz no olvidaría nunca.

—El público viene a que les contemos mentiras, Eli. Si quisieran la verdad escucharían las noticias de la tele. Si la próxima vez te salen palabras en euskera, aprovéchalo.

Hizo algo más que aprovecharlo. Aprendió a embrujar al público. Les contaba que el domador hablaba el lenguaje de las fieras, que los acróbatas, en realidad, eran suicidas, pero no conseguían caer del cable. Les animaba a dejarse leer la mano y les saludaba cada noche diciendo “¡¡¡Gabon!!!”, con una voz cavernosa, mezclando dos idiomas como si inventara un tercero, que era solo suyo y a los espectadores les fascinaba. Salía con chistera, a veces montado sobre zancos para hacer sombras sobre la carpa y asustar a los niños. Era un circo triste, de un par de leones y sillas mal calzadas. Su trabajo —lo descubrió gracias al mago— era disfrazar esas miserias con sus mentiras. Cuando no le dolía demasiado, pensaba que hablando al público hablaba con Sara.

—Se nota —le dijo el mago que nunca había visitado Hungría—. Que hablas para alguien. Se nota.

Le habló de Sara como no le había hablado a nadie. Eran demasiadas cosas para guardárselas todas dentro y cuando empezó no supo parar. Le contó que a ella le encantaba el circo, que no sabía aburrirse, que vivía la vida a dentelladas, que encogía los dedos de los pies dentro de los calcetines cuando mentía, que se enfadaba y desenfadaba como el mercurio, con demasiada facilidad, que no sabía pedir perdón. Que era orgullosa, pero no presumida, traviesa, incansable, exagerada, testaruda.

—A más de una le gustaría que su novio hablara así de ella.

A Elías se le encogió el estómago. Asintió. “

Pero no es mi novia”.

—Somos hermanos.

La echaba de menos, confesó, pero necesitaba marcharse de casa. No dio más detalles, el mago no se los pidió. En el tono de voz de Elías, no se entreveía que le estuviera dando permiso para preguntar y, de todos modos, lo que más le interesaba a John era saberlo todo sobre Sara. Le decía “

cuéntame algo” y Elías no paraba de hablar, agradecía demasiado la oportunidad de desahogarse. Hablaba de sus travesuras infantiles (

Sara, Sara), de aquella vez que la besó un chico de su clase con catorce años y sin que Sara se lo pidiera (le hizo sangrar de la lengua, de un mordisco). Le contó al mago que sabía hacer pan, que le gustaba el olor de los pimientos verdes fritos, que a veces decidían juntos qué querían soñar, y que nunca consiguieron soñar lo mismo.

—¿Sabes qué es lo que más echo de menos?

Compartían un cigarro, rumbo a Texas. El mago daba forma a la imagen de Sara que se creaba en su mente, día tras día. Como todos en el circo, caía en el embrujo de las palabras de Elías, aunque el propio Elías no se diera cuenta.

—¿Qué?

—Me llamaba de una manera. Era la única que me llamaba así. Tontorrón, decía. Lo echo de menos.

(“Tontorrón, she used to say. I miss that”)

El mago repitió

Tontorrón, sin saber lo que significaba. No entendía por qué necesitaba saber tantas cosas de la hermana de Elías, pero lo supo poco después. A los dos años de que Elías se marchara de casa, el circo volvió a Nebraska y la carpa perdió a su presentador, sin aviso. Cuando el mago vio a Sara, supo que él también abandonaba la vida errante, que llevaba meses enamorado.

Se lo dijo la noche de bodas y era cierto.

—Te quería antes de conocerte, Sara.

Cómo no la iba a querer, después de haberla visto con los ojos de su hermano. Se casaron antes de que el circo abandonara Nebraska. Cuando años más tarde volvió la carpa, Sara ya estaba embarazada, y el mago había desaparecido. Todos se ensañaron con él. “

Abandonar así a un hijo. Qué horror”.

Todos menos la bruja que leía las manos.

—A saber si era suyo.

Desde que se ha quedado sin voz, Martín recuerda mejor sus sueños. O los recuerda igual pero, como los anota en la libreta, le parece que sueña más. Esta noche, caminaba por Berlín, en medio de una tormenta de nieve. Perseguía a un monstruo con la cámara de fotos. Era un monstruo humano, quería comer salchichas.

Le enseña las anotaciones a Elías. No se sorprende mucho.

—Salchichas, ¿eh? Con chucrut, espero.

Claro escribe Martín,

era un monstruo, no un desgraciado sin gusto.

—Así me gusta. Hay que probar tres cosas en este mundo. El chucrut alemán, el tiramisú del restaurante Il Felice, en Módena, y el cerdo con almejas que hacen en cualquier cuchitril de Lisboa.

Porco a la alenteixana, acuérdate de lo que te digo.

De noche, cuando no pone la radio, Martín no sueña con Nora y si lo sueña no lo recuerda y si lo recuerda no lo anota y si, a veces, no se duerme hasta que se mete la mano en el calzoncillo, no piensa en nada y si lo piensa no dice su nombre, ni se imagina su piel ni tiene ganas de verla.

A la hora del desayuno deja una nota a Elías en la cocina.

“No sé si te lo he dicho alguna vez. Pero no me fui de casa porque tú hubieras hecho lo mismo. Lo siento, si te rompí el corazón”.

Cuando vuelve de la galería, encuentra una nota parecida. “

Para qué está el corazón, hijo, si no es para que se rompa”.

Cenan juntos todos los días. Martín brinda “

salud” y piensa en Elías. Elías propone un brindis distinto, pensando en Martín.

—Porque todavía somos dueños de nuestras almas.

Vino blanco frío, para sobrellevar el tormento del verano. No hablan sobre ángeles en ningún momento y Martín no piensa en otra cosa.

Martín recuerda un calor parecido, quince años antes.

Estación de servicio de Altube. A cuarenta minutos de Vitoria y a cinco grados de Bilbao (más cinco en verano, menos cinco en invierno). El coche que le han prestado no tiene calefacción ni mucho menos aire acondicionado. Para resguardarse del bochorno, Martín entra en el bar, que está lleno de camioneros, y pide una Coca Cola fría. La cafeína no suele sentarle bien, pero si no se la traen pronto se va a derretir allí mismo, entre camioneros que no sonríen y olor a tabaco sudado.

En la radio, un locutor que habla demasiado, da paso al

Hotel California de los Eagles. Hace calor, es una buena canción para el verano. O eso dice el locutor. A Martín no podría importarle menos la música cuando le da el primer trago a la Coca Cola. Siente el frescor hasta los pulmones, en la sangre. Ida y vuelta a Pamplona en una mañana, con el culo pegado al asiento de plástico,

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