Nora

Nora


TRES » A: Ciudades heridas

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joder, qué calor. Se golpea los dientes con el hielo y le cae Coca Cola por la barbilla hasta que se moja la camiseta. Entonces oye su risa, por primera vez. Tiene dieciocho años y le pudre esa risa, tan tranquila, tan llena de secretos.

—Cuando te ríes de alguien, es de mala educación hacerlo en su cara.

El tipo se está comiendo un pincho de tortilla. A juzgar por sus dedos, también se come las uñas. Sonríe muy despacio.

—Me gustan mucho los Eagles. —Así. Sin más. Como si se conocieran—. No pensaba quedarme mucho rato, pero si oigo una canción de los Eagles tengo que quedarme hasta el final. No sé si no habré perdido el autobús. Se han vuelto a juntar, ¿sabes? Los Eagles. Hace poco.

Un loco. Claro, sí. Las paradas de autobús están llenas de locos. A lo mejor, también las estaciones de servicio. Seguramente les atrae el movimiento, como la luz a las polillas. A lo mejor un loco es eso, alguien que se queda perdido en el movimiento de las cosas. A la deriva.

—Ya —contesta Martín. Tan seco como puede.

Le da ligeramente la espalda, para que quede claro que no tiene ganas de hablar. Pero los locos no entienden de sutilezas sociales y sigue hablando.

—Siempre decían que no volverían a juntarse hasta que no se helara el infierno, los Eagles. Y adivina cómo se llama el nuevo disco. ¡El infierno se ha helado! —es una risa atrevida, santa risa que reverbera—. Sí, en serio,

El infierno se ha helado. Genial. —Habla solo, no hay que hacerle mucho caso, obviamente. En cuanto se termine la Coca Cola, se levanta y se marcha—. Me encantan los Eagles, ya lo creo. ¿Y a ti, Martín?

Necesita tres, cuatro segundos para contestar. Los pasa rebuscando en sus dieciocho años de vida, tratando de encontrar a este hombre que sabe su nombre y que no le suena de nada.

—No sé quién eres, pero…

—Quién no. A dónde. Cuando encuentras a alguien en el camino tienes que preguntarle a dónde va. ¿A dónde vas tú, Martín?

A Bilbao. Va a Bilbao. Va a montar en el coche, pagar el peaje en Laudio y comprobar cómo la temperatura sube de cuarenta grados en la avenida Sabino Arana. Seguramente habrá tráfico y luego, poteo. Debe ser el bochorno, pero le suda el corazón.

—No lo sé —le confiesa y es algo que se está confesando a sí mismo, por primera vez en la vida—. No sé a dónde voy.

El desconocido tiene un ojo verde y el otro, marrón. En la radio ya no suenan los Eagles sino otra canción que dice

la autopista está llena de nómadas, todos conducen sus furgonetas Volkswagen, siguen las luces del puerto y el ángel conduce su cochazo.

—Yo, personalmente, voy a Bilbao. ¿Me llevas, Martín?

Antes de darse cuenta, están juntos en el coche y Martín ha perdido la voluntad a manos del embrujo de los cuentos. Nunca ha creído que existiera nada parecido al alma, pero se la vende sin pensarlo dos veces a un desconocido que asegura sin darle demasiada importancia que sí, claro, naturalmente que es un ángel.

—¿No te lo había dicho?

Le quedan diez días para inaugurar la exposición (diez días para perder su alma) y Martín pasa mucho tiempo con la mujer alta de sonrisa perfectamente profesional. Aunque sigue mudo, aunque es imposible que una faringitis dure tanto, ella nunca le dice nada. Seguramente piensa

estos artistas y sus excentricidades. Martín nunca piensa en sí mismo como en un artista, pero le gusta trabajar con ella, libreta en mano, oliendo su perfume. Le ayuda a no pensar en otros perfumes huidizos, en el humo de una emisión radiofónica.

Visita la galería sala por sala. En lugar de cronológicamente, las fotos están ordenadas por ciudades, de Oeste a Este. En mitad del recorrido, Berlín. En la misma plaza donde los nazis quemaron libros, un mendigo se calienta las manos en el fuego.

—Tus fotos son muy narrativas —dice la mujer. Es la primera vez que no suena estrictamente profesional, que huele tanto a perfume—. Dan ganas de saber cuál es la historia de cada una.

Caminan juntos hasta la foto más vieja de todas. Un hombre dejando un ramo de flores en la cuneta, lleva bata de hospital, tiene una silla de ruedas a un lado y una sonrisa que duele en el otro. La sacó hace quince años, en algún lugar entre Vitoria y Bilbao. Hasta aquel día no creía en las fotos imposibles.

—Esta —dice ella—, es la que más gusta.

A Martín también.

El coche se estropeó en la A-68. Antes de llegar a Bilbao. Pasado el peaje de Laudio.

Martín usó el teléfono de la autopista para avisar de la avería y la grúa les llevó a un taller mecánico en Arrigorriaga. El desconocido que decía ser un ángel fue todo el camino tarareando. Martín se repetía

un ángel y se sentía cada vez más y más ridículo. Solo podía pensar en volver a casa. Volver a casa, ducharse y quitarse de la cabeza tonterías relacionadas con ángeles que no existen. Pensaba en contárselo a Elías, en lo mucho que se iba a reír, en lo que cenarían juntos. Después, salir, sus amigos… quedaban pocos días para las fiestas, en septiembre empezaría un curso nuevo en la facultad y luego encontraría algún trabajo, ahorraría algo de dinero, el suficiente para marcharse de casa del viejo. Podría viajar una o un par de veces al año. Tomaría café por las mañanas, aunque a partir de cierta edad se pasaría al descafeinado, pero, no con galletas, sino con pan (las galletas tienen mucha grasa). Vería la televisión por las noches y leería algún libro y se acostaría más o menos tarde o temprano y puede que con alguien o tal vez solo y a la mañana siguiente tomaría café de nuevo y se le estaba revolviendo el estómago, tenía un puño apretando dentro del pecho, con fuerza.

Necesitaba beber algo, eso era lo que necesitaba.

En el taller le dijeron “

tenemos para media hora”, y el desconocido, que con un par de minutos en el baño, a él le bastaba. Tres cuartos de hora después el motor estaba arreglado, pero el ángel —

presunto ángel— había desaparecido. Martín no se sorprendió demasiado. Todavía tenía sed y ese nudo en el estómago.

No existen los ángeles se repetía,

no creo en los ángeles, pero ese nudo dentro preguntaba

y si no existen y no hay nada que vaya a parecerse a la vida, ¿qué pasa cuando eres pequeño y crees que un cuento es capaz de resucitar a tu madre?

Avanzó unos cuantos metros buscando un bar. Algo para que dejara de dolerle la garganta. Para no vomitar o marearse, algo. Estaba en ello cuando llegó al cruce y vio al hombre de las flores. Se sentaba en una silla de ruedas a la que no prestaba atención, llevaba una bata de hospital finísima y sonreía con tanto, pero

tanto dolor. Le pareció alguien que necesitaba ayuda, pero en lugar de preguntar ¿puedo ayudarle? sacó la cámara sin pensarlo y disparó. Una foto. Luego, se acercó hasta ponerse a su lado.

—Are you lost?

Sin necesidad de hablar con él sabía que acababa de sacar una foto imposible, que el extraño del cruce solo hablaba inglés, que le quedaban quince años de vida y luego, la muerte vacía de los que mueren sin alma.

Lo sabía y en cuanto se dio cuenta de hasta qué punto

lo sabía el nudo del estómago desapareció.

Cuando sale de la galería, empieza a oscurecer. En un rato será al revés, estará haciendo el camino de casa a la galería, pero aún no lo sabe.

Es un anochecer de agosto. Primero, el cielo se quiebra, heridas naranjas que se derriten y sangran. Cuando la luz empieza a desaparecer, le salen moratones al horizonte, sobre las montañas que rodean la ciudad. El sol tarda mucho en ponerse, Martín sabe que estará viendo anochecer durante todo el camino a casa.

—¿Vas andando?

Le dice que sí con un gesto, a la mujer de la galería. No es que no tenga nombre. Se llama Miriam. El apellido no lo sabe.

Miriam Solomirian, Miriam Deperfume, Miriam Piernaslargas. Al parecer, vive más o menos lejos, en su misma dirección, hoy prefiere no coger el metro, demasiada gente, demasiado aire acondicionado, se va a acabar poniendo enferma en agosto. Lo dice todo sonriendo, con naturalidad, sin darle importancia. Como si no fueran excusas para dar un paseo juntos.

Son muchos años de viajes. Martín ha aprendido a decir

un taxi, por favor en una docena de idiomas, sabe leer los mapas, amoldarse a las costumbres locales en pocos días e identificar cuáles son las mujeres que quieren entrar y salir de su vida solo un momento. Las demás nunca le han interesado. Pero Miriam Solomiriam Deperfume Piernaslargas no va a conformarse con eso, le tiemblan los ojos cuando le mira y, aunque caminar juntos hace que Martín se sienta casi tranquilo, palpitando suavemente, la estaría engañando si le dijera

sí, me apetece cuando ella le propone tomar algo. Porque sí, le apetece tomar algo, pero nada que ella pueda ofrecer y nadie debería engañar a nadie a las puertas de la muerte.

Escribe en la libreta

hoy no puedo y luego,

pero otro día, ¿tal vez? Pago yo la bebida.

Es lo mismo que escribir

no, gracias.

Miriam lo entiende y sonríe. Es buena leyendo entre líneas, es una sonrisa un poco triste. Solo un poco, parece demasiado lista para conformarse con un moribundo.

—La bebida ya la pago yo. —Entra al portal, sola—, tú a cambio cuéntame una de esas historias de tus fotos. Algún día.

Martín se lo promete asintiendo y de camino a casa para un rato en una cafetería no demasiado llena. Saca la libreta y se pone a escribir. Si Miriam quiere su historia algún día tendrá que ser ya porque sus días están contados y lo que no haga ahora no va a poder hacerlo nunca.

Es zurdo. Escribe con renglones amplios que se inclinan un poquito hacia la derecha.

“Eran flores silvestres. Un ramo pequeño. Las había cogido allí mismo, cerca de la carretera. Las llevaba en la mano cuando le saqué la foto. Estaba quieto. Tenía los ojos demasiado limpios de haber llorado. Bata de hospital, silla de ruedas, cuando le pregunté si estaba perdido, sabiendo la respuesta. Hablaba en inglés y muy despacio. No porque no supiera inglés, simplemente lo hacía todo despacio. Era tirando a mayor, no se me ocurría cómo había podido llegar hasta allí. Debía haber un médico con él, una enfermera.

Le pregunté si necesitaba ayuda. Asintió.

—Everyone does, kid.

Dejó las flores en la cuneta. Era como papel de fumar que ha pasado tiempo secándose. Le costaba moverse. Artrosis, probablemente. Le acompañé hasta su silla. Irónico, dijo. Solía ser rápido, vivía de tener las manos más rápidas que la mirada. Le pregunté qué hacía exactamente. Dijo “

magician”, con acento americano. Las ruedas de la silla se encallaron en el barro, pasó un coche, dos, le llevé a la acera. Si no podía moverse solo, ¿cómo había llegado hasta allí? No podía recordar si había un hospital cerca, le pregunté si estaba solo.

Who’s not?

Todo el mundo está solo, dijo. Él también. Durante una época pensó que no, pero era un espejismo, un habilidoso juego de manos. Habló de una mujer, sin nombres. Solo

she. Empujé el carro hasta una acera más amplia, le pregunté si quería que llamara a alguien.

—Maine.

Pensé que había entendido mal, tampoco es que mi inglés fuera el mejor del mundo. Pero tenía unos ojos sin engaños, casi de loco. No era un mentiroso, tal vez un paciente del psiquiátrico. Un paciente con dedos muy largos, que no dejaba de mirar las flores que había dejado atrás.

She was younger. —Más joven, dijo, más guapa, más llena de vida que él. “

She could light up the sky”. Siempre en pasado.

“She was, she did, she used to”. She estaba muerta, supuse. Por eso las flores. Tenía que llamar a la policía, qué otra cosa iba a hacer. ¿Dejarle allí? Repitió

“Maine”—. I guess I could always go back to Maine.

Le llevé al primer bar con teléfono público y le dejé fuera, en la silla, mientras llamaba a la policía. Cuando salí la silla estaba en su sitio, el mago había desaparecido. La policía no me creyó, nadie había informado de ningún desaparecido, nadie en el pueblo había visto a ningún anciano artrítico con bata y no tenían paciencia para escuchar tonterías. Hacía muchísimo calor. La silla tenía una inscripción grabada.

Property of Saint Stephan’s Home for the Elder.

Me costó un poco dar con el número pero llamé aquella misma noche. Era por la tarde en Nueva Inglaterra. No sé si conoces Maine, merece la pena. El asilo también era bonito, lo visité unos años más tarde, cuando la enfermera que me cogió el teléfono ya no trabajaba allí. Era simpática, dijo

sí, claro, una de esas americanas que hablan con todo el mundo, “

tenemos un mago con artrosis, pero está durmiendo, pasa casi todo el día durmiendo”. Le conté que era fotógrafo, que me interesaba la historia del mago, hacer un reportaje, hablar con él. “

Qué pena” dijo, el mago llevaba años senil, desde que su mujer murió en un accidente de tráfico. Algo terrible, según ella, “

un camión chocó contra ellos” y su esposa perdió la cabeza. Literalmente. Estaba embarazada, realmente terrible.

Seguramente no me crees, pero, si algún día viajas a América, tienes que pasar por Maine. Te gustará la costa, se come buen marisco. Hay una calle con el nombre del mago. Al parecer, era una pequeña leyenda local. Te cuentan su historia en la oficina de información turística, echándole un poco de cuento. Investigué por mi cuenta y la verdad es que ella estaba sola cuando murió. Estuvieron casados, sí, pero parece que él la abandonó cuando se quedó embarazada. Si la enfermera del asilo decía la verdad solía murmurar “

not mine, not mine”, insistiendo en que el niño no era suyo. “

Daba tanta pena, tenía que haber visto cómo lloraba cuando lo decía”.

Termina de escribir de noche. La ciudad se ha llenado de ruido. En lugar de continuar hasta Deusto desanda sus últimos pasos, arranca las hojas del cuaderno y las deja en el buzón de una mujer que no va a creer nada de lo que le ha contado. De vuelta a casa se da cuenta de que es viernes noche. Camisas sin manga, camisetas sin espalda, pantalones por encima de la rodilla, todo el mundo se ha echado a la calle, incluso los bares, que han sacado las terrazas. El puente de Deusto está lleno de gente, esa noche Bilbao es una bestia gigante y todos quieren alimentarla.

Llega a casa con la camisa pegada al cuerpo. Quiere una ducha fresca y algo que le haga recuperarse de sentir nostalgia de algo que nunca ha tenido. Cuando enciende la luz de la escalera, nota que hay alguien esperando.

Le ve la cara antes de oír su voz.

—¿Martín?

Primero eso, “¿

Martín?” y luego “

el ascensor no funciona”, balbuceando. Parece una sola palabra.

“¿Martín?Elascensornofunciona”.

Pasa menos de un segundo, desde que la ve hasta que la escucha. Menos de un segundo, pero es suficiente. Se apilan las piezas. Entiende su vida por primera vez, con los ojos de aquel ratón que le miraba desde el hueco de la escalera. Siempre que ha sacado una foto, alguien le estaba observando.

—No sé por qué he venido —escucha. Y quiere decirle

yo sí, Nora, yo sí sé por qué has venido.

Hace un año, arreciaba el viento en Venecia. La foto que yo necesitaba no aparecía. La editorial me había pedido palomas, en la plaza de San Marcos. La portada para un libro de viajes por Italia, pero las palomas no querían enfrentarse al temporal por unas migas de pan y me pasé media mañana esperando hasta que sonó el teléfono. Era Samuel, un antiguo conocido del viejo, ofreciéndome trabajo. Se conocieron después de la guerra del Golfo, los dos hartos del periodismo. Samuel consiguió un traslado al suplemento de viajes y, de ahí, a su propia revista. Llevaba tiempo buscando gente para un nuevo proyecto, me preguntó si no tenía ganas de volver a casa. Sabía de mis viajes, quería ver algo de material, hacerse con un grupo de gente de confianza. Un negocio nuevo, a su manera. Quedé en mandarle algo de mi trabajo por email, desde el hotel.

Colgué. Tenía las manos entumecidas, había empezado a llover con ganas, de canto. Un grupo de turistas se resguardó de la ventisca, los japoneses iban descalzos. Estalló una tormenta, agitó el canal con un estruendo, olas contra las puertas, saqué la cámara sin preocuparme de que se mojara, a ciegas. Era el fin del mundo, toda la laguna se había oscurecido. Agua a babor y a estribor, de pronto, la ciudad era un mundo submarino. Y los colores, rojo y amarillo veneciano de los edificios, sobresalían como alucinaciones. El canal se agitaba como el mar abierto, llamando puerta por puerta, diciendo ábreme, ábreme o echaré tu puerta abajo.

Cuando llegué al hotel empezaba a amainar. Pero las contraventanas hacían ruido. Antes de ponerme a buscar fotos para Samuel miré las que había sacado. Algunas eran borrosas, entre ellas, las mejores que había sacado en años. Me fijé en la última. Una fila de casas palaciegas, góndolas en el embarcadero, el vaporetto en el canal, turistas con gabardina, sujetándose los sombreros, peleándose con los paraguas.

Y ella. Sin gabardina, sin gorro, sin paraguas, llorando. Era lo mejor de la foto. Su pena, esa pena miserable que arrastraba parecía, no solo parte del temporal, sino su causa. Era ella la que había agitado las nubes y hacía que se desbordara Venecia y que corriera la gente. En aquel momento, yo no sabía aún que la había fotografiado otras diez veces, en otras diez imágenes, en otras diez ciudades en las que nos habíamos cruzado. Solo sabía que aquella foto podía haberse titulado

la belleza duele. Hacía que Venecia pareciera una ilusión y que su pena pareciera la única verdad del mundo.

Samuel tardó diez minutos en responder a mi email. Sin saludos, ni protocolos, como hubiera hecho el viejo.

“Es demasiado buena para la revista. Mándame otra docena como esta y organizamos una exposición en Bilbao. Tengo conocidos en una galería. Ve preparando material”.

Si Samuel no hubiera llamado, no habría empezado a rebuscar entre mis fotografías, no habría encontrado las otras diez. Si no hubiera empezado a llover, habría fotografiado palomas en la plaza de San Marcos y no a una mujer que lloraba en el vaporetto. No me hubiera sentido perdido, solo, falto del abrazo de un viejo que sí entiende algo, entiende el poder imposible de los cuentos. No habría vuelto a casa, no habría empezado a escuchar la radio y no estaría aquí, delante de Nora, extendiendo la mano para notar el roce de sus dedos.

—No sé por qué he venido —dice.

Pero yo sí.

Has venido porque llovía en Venecia. Porque se me acaban las horas pero, antes del último suspiro y por primera vez, voy a vivir mi vida.

Sin micrófono tiene una voz distinta, le falta la piel, es como si hasta ahora la hubiera oído vestida y ahora la escuchara desnuda. Respira corto, nerviosa. La tensión de su postura dice

no sé si he hecho bien en venir, no sé qué hago aquí, pero, cuando extiendo la mano, la aprieta. Dedos templados, un apretón que duele de lo suave que es y tiene el poder de traerme de vuelta a mí mismo, después de tantos días perdido y sin voz.

—Gabon,

Nora.

Ya lo sabía, claro. Si alguien podía devolverme la voz era ella. La misma que me la robó, con ese embrujo suyo de océano en calma.

En 1940 Rosa cogió un barco rumbo a América. Entre los viajeros únicamente se hablaba de la guerra pero Rosa había perdido a sus padres en una y no tenía interés en otra. Aunque hubiera querido hablar, hacerlo con los pasajeros no habría sido muy inteligente teniendo en cuenta que era, técnicamente, un polizón. Robaba comida de la cocina y el resto de las cosas que necesitaba, de los bolsos de los viajeros. Un pañuelo, algo de jabón, un libro titulado

Las mil y una noches. Tal y como le enseñó su madre, usaba caldo de lentejas para leer lo que escribía y aprender inglés. Cuando se cansaba dormía un poco y, cuando se cansaba de dormir, salía de paseo a escondidas, curioseando por los rincones del barco.

Era de noche cuando escuchó al capitán y a la tripulación y se escondió donde pudo, bajando por las escaleras hacia el sótano. En las habitaciones de la tripulación, escuchó un gramófono. No sabía quién era Glen Miller pero le gustó la melodía y se puso a tararear para espantar el miedo. Entonces sintió que algo se movía, tras la puerta del sótano.

En lugar de escapar, empujó la puerta. No lo sabía, pero estaba a punto de empezar el cuento de su vida. Lo que se acercó hasta ella estaba muerto de hambre.

—Tranquilo —le dijo Rosa a la oscuridad—. Yo también soy un polizón.

Lo que sea que fuera aquello, no se movió y Rosa siguió cantando. Cuando terminó la melodía, la oscuridad se movió de nuevo y pudo ver su figura.

—Soy Rosa —dijo—. ¿Y tú? —preguntó, mientras le veía el amarillo de los ojos—, ¿tú… qué eres?

—Una bestia —le respondió la penumbra.

Tenía la voz más bonita que Rosa había escuchado nunca.

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