Nora

Nora


TRES » B: Huérfanos de escalera

Página 14 de 23

B

:

H

U

É

R

F

A

N

O

S

D

E

E

S

C

A

L

E

R

A

He dicho en la radio que estoy enferma. Es la primera vez que lo hago, mentir así en el trabajo. He llamado desde el aparcamiento, medio escondida en el coche, sin entender del todo qué estaba haciendo, medio culpable, más que harta. Creo que ha sido eso, estar tan harta. Este cansancio que se mide por toneladas. Me ha salido tan fácil, mentir.

Después, una hora conduciendo, sin rumbo. No, mentira otra vez: me he dado cuenta en el puente de Deusto, sabía perfectamente a dónde iba. Ya lo sabía cuando he llamado a redacción con mi fiebre imaginaria. Que venía aquí.

Gabon, Nora.

Si viviéramos en un mundo que reconoce la importancia de todo lo que es valioso y hasta sagrado, hubiera dicho la verdad en la oficina. Me habrían cogido el teléfono en personal y habría dicho

llevo diez años trabajando aquí y cuando creía que la coraza era demasiado dura, una voz, una sola voz, ha conseguido atravesarla y necesito saber cómo es en persona.

Tranquilo. Así es como es. Lleva la camisa sin planchar, tiene una sonrisa como de sueño, el pelo muy corto, una mirada que lo ve todo sin prisa y la misma voz que en la radio. Suave y casi perezosa.

—¿Cómo has sabido dónde…?

Si estuviera más nerviosa me tragaría mi propio estómago. No le dejo acabar.

—Llamaste a la radio el otro día. Bueno, llamó alguien. No dijo nada, pero me pareció que eras tú. Le pedí al técnico que apuntara el teléfono. Era un fijo. Creí aquí nadie tenía fijos. Está en la guía.

Nerviosa. Nerviosa, nerviosa, nerviosa. Todavía nos estamos dando la mano. O estábamos, hasta que se ha dado cuenta de que, de tan largo, el apretón estaba empezando a significar demasiado. La retira despacio, tres segundos de espera y luego frío en los dedos. Hace muchísimos años que conocer a alguien no me hace sentir este pánico intenso, esta gana atosigante de huir a un sitio cualquiera, en el otro lado del mundo.

Fue Manu el que escogió Berlín. En Navidad.

Una equivocación, eso es lo que fue. No Berlín, Manu. No porque trabajáramos juntos, sino porque siempre tuve miedo de que no duráramos y cuando me besó por primera vez en la máquina del café, a no sé qué horas de la madrugada, no respondí a su beso para espantar ese miedo. Siempre estuvo ahí. Lo metí en una jaula de cristal, para no mirarle a la cara, pero estar con Manu no me hizo más valiente, no alejó ningún fantasma. Podíamos estar juntos y solos, al mismo tiempo. Le mentí demasiadas veces y nunca supo desvestir esas mentiras y encontrarme debajo. Era la clase de persona que consigue que sus compañeros se rían a menudo. Creo que en aquella época, yo confundía la risa con la felicidad.

Desde entonces, me he liberado de algunas máscaras. Desgraciadamente, Manu también.

En Berlín, ángeles de piedra nos miraban desde los aleros de los edificios. Se vendían trozos del muro. De colores, para los turistas. El cielo era otro trozo de piedra, llegamos en medio del vendaval, la nieve nos llegaba a las rodillas. Berlín, Este y Oeste, acero de la historia, escalofrío, ciudad culpable que me llenó de asco.

Martín no se ha afeitado en un par de días y le asoman a la barba dos o tres canas brillantes, azuladas.

—Podríamos dar una vuelta —dice, y me odio porque estoy calculando el daño que voy a hacerle y no soy capaz de decirle que no, que no puedo, que no voy, que no quiero.

—Me gustaría ver tus fotos. Si se puede.

Por favor. Otro Berlín no, por favor. No sé a quién le suplico.

—Si me lo pides así, Nora, cómo no se va a poder.

Pereza, pereza, pereza. Qué sonrisa más

perezosa tiene. Qué fácil resbalar y caer. Rosa me dijo hace tiempo que solo resbaló una vez en la vida, “

en los ojos de un hombre”, dijo, “

un resbalón de muerte”. El resto de las veces que cayó en su vida, estaba resbalando en el mismo sitio. Del hombre nunca dijo nada. Ni de mi madre, ni del hijo que la abandonó. Lo guarda todo en una caja, escondida en una cueva del tesoro. Quién sabe si algún día conseguiré abrirla, —¡ábrete, Sésamo!— y se revelará la fotografía del pasado.

Al perder a su hijo, Rosa vio la línea de la locura. Era blanca, muy fina, la tenía justo delante. Sara solo dijo

se ha ido y Rosa no preguntó a dónde o por cuánto tiempo. No hizo falta. Sara tenía los ojos hinchados, la cara llena de ronchones. A dónde, por cuánto tiempo, lo importante era que Sara sentía que se había ido y eso significaba que Elías había desaparecido, fin. Lo más fácil habría sido dejar que su mente se deslizara hasta la línea blanca, pero ató la tentación de desesperarse como se ata a los caballos que se espantan con las serpientes que les salen al camino. Se mantuvo en el lado doloroso y real de la línea. Quieta.

Existen muchas formas de perder la cabeza. Las mujeres que han perdido un hijo saben que todas están cerca y son la misma. Que hay una locura sencilla, que basta con limitarse a sentir el dolor y ya estás ahí.

Se sintió tentada. Se sintió tan tentada que no podía sentir otra cosa, excepto esa llamada rojo-sangre de la tentación. Notaba una puerta dentro y la locura llamando a gritos, dando puñetazos con fuerza. Dejó de dormir una semana entera. Al séptimo día, Sara se metió en su cama y se salvaron la una a la otra.

—Algún día escribirá, ama. Y mientras tanto, estará bien.

—¿Y si no lo está?

Se salvaron mutuamente porque era más fácil que salvarse a ellas mismas.

—Ama, si Elías muere, lo sabré antes de que lo sepa nadie más. Te lo contaré y nos volveremos locas juntas.

Cuando Rosa perdió también a Sara, la salvó Nora.

Los médicos la dejaron en sus brazos y, una vez más, decidió no deslizarse a la locura. Con el tiempo, se acabaría pareciendo a su madre, pero, en aquel momento, era solo un bebé, no un nuevo miembro de la familia Busturi, sino todos los Busturi habidos y por haber. Tenía la presencia de Rosa, la nariz de Sara. Se parecía a Elías y Rosa dejó pasar, de nuevo, la tentación de rendirse.

Está bien, tú ganas, no voy a volverme loca.

—Al menos tú —le dijo a la niña que no lloraba en sus brazos—. Al menos tú me verás morir a mí y no al revés.

Los médicos le contaron lo de la sangre, pero no le dio importancia. Había perdido dos hijos, no se asustaba con facilidad. Le pareció buena señal, se alegró de que su nieta fuera fuerte, que hubiera nacido con tantas ganas de vivir. Nora se ha sentido torpe y débil a menudo, pero la ha salvado siempre la fe inamovible de Rosa. Es lo que le da fuerza para mentir en el trabajo y caminar a pie desde Deusto hasta Bilbao con un desconocido.

Se tardan diez minutos hasta la galería. Vamos despacio, pero la ciudad no. Hace ruido, pasa la noche en vela, se divierte. Martín está aquí, no al otro lado del teléfono, sino aquí, conmigo.

—¿Siempre quisiste trabajar en la radio?

En realidad, yo de pequeña, quería dibujar. Ser astronauta. Pirata, maquinista de tren. Quería ser panadera y hacer pan. No pasteles, solo pan. No sé si recuerdo cómo llegué a la radio. Alguien que conocía a alguien, como suele pasar. Solía poner discos en las bodas, fue algo como

bonita voz, necesitan gente en este sitio, ¿te interesa? Diez años de programa después, no recuerdo de quién era la boda.

—Empecé de casualidad. Quería trabajar de noche.

Martín me resulta familiar. Me resulta familiar y me horroriza este deseo de contarle la verdad. Le contaría cualquier cosa, se lo contaría

todo. Qué soy, qué podría llegar a hacerle, todo.

Le contaría Berlín. Es lo que más me aterra. Que le contaría Berlín.

Por suerte, un grupo de críos que patinan bajo el puente pasan cerca y espantan unas cuantas malas ideas. No todas. Querría decirle cosas, lo noto. Como una herida que está infectada, templada, latiendo. Se me nota en el tono de voz.

—He estado pensando en canciones para ti, Martín.

Él también está jugando.

—Preferiría escuchar una canción para ti. —Está jugando sin saber con quién. Como un niño que juega con flores de cristal, sin saber que si la flor se cae, se cortará los dedos—. ¿No hay canciones sobre ti, Nora?

—Alguna.

Neil Young.

Era una cinta vieja. Los servicios de emergencia la encontraron en el coche de Sara y se la entregaron a Rosa metida en una bolsa de plástico, con el resto de cosas que habían pertenecido a su hija. Los zapatos que habían terminado en la carretera con la fuerza del impacto, los pendientes de Sara y la cinta de Neil Young que tanto le gustaba. Era la única que llevaba en el coche. Puede que la pusiera porque no podía seguir escuchando la radio. Puede que se pusiera en marcha con el golpe del coche. No paró hasta que uno de los médicos de urgencias dijo “

que alguien quite esa puta canción del demonio, ¡joder!”.

Al principio, no se dieron cuenta. No vieron que estaba embarazada. Lo único que podían ver era que había perdido la cabeza. Veían cristales, toda aquella sangre y una mujer decapitada. Entonces, uno de los enfermeros se fijó en la curva de su cuerpo, “

ostia, joder”. El médico al cargo era nuevo, nunca había tenido que operar a nadie y trató de pensar en las clases de la facultad. ¿Cuánto tiempo podía vivir un bebé dentro de un cuerpo sin vida? Con el bisturí en la mano no conseguía recordarlo. Pero tenía que estar muerto, igual que la madre. Le tranquilizó pensar que sí, seguramente lo estaba y, aunque él hiciera mal la cesárea, no podría hacerle más daño, ¿no? Respiró una vez y abrió la tripa con un solo corte, como si cortara mantequilla, sin miedo. La niña —era una niña— estaba viva y, por algún motivo, cogerla en las manos le hizo pensar en aquel cuento del lobo. Le abrían la tripa para sacar a los cabritillos y le metían piedras dentro. Era un momento extraño para acordarse de algo así.

El corazón del bebé latía despacio, pero latía. Dejó aquel cuerpo sucio y vivo sobre el cadáver de su madre para cortar el cordón que las unía. Solo fue un segundo, pero en aquel segundo el instinto del bebé le llevó a buscar el pecho de la madre y, en lugar de alimentarse de su leche, bebió de la sangre que la cubría. Sonaba Neil Young en el transistor del coche, el blues del vampiro que dice

soy un murciélago negro junto a tu ventana, vengo buscando combustible, dicen que llegan buenos tiempos, pero llegan muy despacio.

Hay muchas formas de convertirse en vampiro. Beber sangre al nacer. Escuchar demasiado blues. Nora siempre fue pálida, siempre le gustó trasnochar, odiaba la primera hora del día. Le gustaba cocinar con Rosa y se llevaba los dedos a la boca cada vez que se hacía un corte con el cuchillo. De niña, si lloraba, la única forma de consolarla era una cinta vieja de casete, recuperada de un coche destrozado.

El blues del vampiro en bucle.

Neil Young, una y otra vez.

Se tardan diez minutos de casa de Martín a la galería. Pero la ciudad se muere de gente y tardamos media hora. De un cielo azul domingo hemos pasado a uno harto de estrellas. La galería está en el centro, es una calle estrecha rodeada de tiendas con muebles de diseño que parecen discotecas. Desde el exterior, únicamente se distinguen tres fotos.

La primera ya la conozco.

El viejo de Martín. En penumbra.

La segunda es un hombre roto, con un ramo de flores en la mano, al borde de la carretera. Viste bata de hospital y tiene una silla de ruedas al lado. Sonríe agridulce, dolorido.

De la tercera foto solo se distingue un extremo. Parece Venecia, una calle con agua, la ciudad más imposible del mundo.

—¿No entramos?

—No tengo llave.

Pone una sonrisa, medio

lo siento, medio

no lo siento nada.

—O sea, que me has traído hasta aquí para ver dos fotos y media.

—Si te hubiera dicho la verdad, puede que te hubieras ido a casa. —Mira a cualquier parte menos a mí, parece que le cuesta creer que esté confesándose—. Me das ganas de mentir, lo siento.

Lo último lo dice mirándome. Lo que consigue es que yo baje la mirada. Es un juego de niños un poco idiota, pero no puedo mirarle durante mucho tiempo.

Felicidades, Nora, vuelves a tener catorce años.

—No te puedo perdonar, porque no estás arrepentido. Pero si me invitas a cenar, seguro que se me pasa el enfado.

—Tienes una forma muy agradable de enfadarte, Nora.

—No creas. No pierdo la calma muchas veces, pero ojo cuando me pasa.

Hay un restaurante, aquí cerca. Martín murmura “

tendré cuidado” y toda su compostura dice

no lo tendré. La calle mayor se ha quitado su traje de labor y se ha puesto el disfraz de serpiente de los domingos. En las aceras, hombres y mujeres disfrazados y quietos: estatuas humanas. En el cruce, un violinista maullando; vendedores con mantas ocupando los rincones. Los carteles que han colgado en las farolas anuncian que llega el circo, como todos los años, en agosto.

—¿Te gusta el circo, Nora?

Llevamos un rato callados, ni siquiera se me había hecho raro.

—No mucho. Me pone triste.

Sara siempre esperó al circo. Desde el momento en que Elías se marchó de casa.

No tenía otra cosa que hacer. Solo podía esperar. Había perdido esa esperanza vaga e inconsciente de que mañana será mejor que hoy. Le escribía cartas a Elías, en su mente.

Tontorrón, el circo se marchó el mismo día que te fuiste, por eso creo que te marchaste con ellos y que, tal vez, vuelvas también con ellos. O bien,

Tontorrón, vivo esperando que des señales de vida, esperando que me den el pan en la panadería, esperando que lleguen nuevos clientes, esperando que ama me mande algún recado, esperando. Qué me has hecho, has hecho que mi vida sea esperar. A veces,

te odio, espero que vuelvas algún día para poder matarte con mis propias manos, te juro que me la vas a pagar, Tontorrón. Dos años después de que Elías desapareciera, el circo anunció su llegada al pueblo y Sara corrió a la carpa con la misma vieja furgoneta de siempre.

No le sorprendió saber que Elías había sido presentador. Y no le sorprendió saber que ya no lo era (su corazón se sorprendió, pero su mente lo esperaba). El dueño del circo parecía enfadado. Dejar así un trabajo. Sin avisar.

—There’s just one rule, sweetie. You always show for a show.

Verle furioso desató la furia de Sara. Odiaba el circo por haberse llevado a su hermano y lo odiaba más todavía por no haberlo traído de vuelta, por no haber sabido retenerlo. Odiaba a Elías por dejar un rastro de corazones destrozados a su paso. Más que a nadie, odiaba a la bruja que terminaba de montar su tienda de campaña. La recordaba con nitidez. Elías había pasado dos minutos a solas con ella aquella noche y había salido distinto. Cabizbajo, callado, lo bastante distinto como para huir de casa pocas horas después, en aquella estúpida bicicleta.

—Tú. —La bruja era una anciana, más de cien años en cada mano, arrugas profundas y secas. Sara pensó en matarla, le ardía todo el cuerpo. Estaba lívida, la mandíbula tensa, helada. La bruja dejó lo que estaba haciendo y se volvió para mirarla—. Tú. Te quedaste sola con mi hermano. Le dijiste algo, vieja bruja podrida. Tú.

Puede que durante un segundo la anciana pensara en mentir. Algo como “

no recuerdo a tu hermano, descarada” y punto final. Pero fue un segundo que pasó sin pena ni gloria. Sara era joven, era guapa, la bruja pensó que era una irresponsable, una cabeza loca. Muerta de envidia por no ser como ella, quiso hacerle daño y no se le ocurrió mejor manera que decirle lo que pensaba.

—La verdad —escupió—. Eso es lo que le dije a ese condenado hermano tuyo. La verdad.

Sara no quiso hacerle daño o matarla. Sara quiso partirla en dos y destrozarla. Sacarle los ojos. Romperle la nuca con una sola mano. ¿La verdad? ¡La verdad con qué derecho! chilló. Casi sin chillar porque no tenía voz. Estaba ronca de ira. De haber sentido la generosidad o la capacidad para razonar le habría explicado a aquella anciana amargada que la verdad es el material más venenoso del universo y que únicamente puede manipularse con las manos llenas de amor. Pero, en vez de explicaciones, le dio una bofetada. Con toda la mano. Le dejó la cara roja y lágrimas en los ojos.

—¿¡Me pegas!? —La bruja no daba crédito—. Te atreves a pegarme

, bestezuela desgraciada.

Quería volver a pegarle. Dos, tres veces más. Y luego otra, de propina. Se acercó tanto a la cara odiosa de la bruja que prácticamente le escupió al hablar.

—Pegarte no —le dijo—, te comería viva.

Los humores del cuerpo tienen una extraña alquimia. A pesar de haber pegado a aquella bruja, a pesar de haberle chillado, Sara no podía sacarse la ira del cuerpo. Algo dentro de ella se había enfurecido, quería romperse la piel y salir fuera, destrozar algo de carne y beber sangre. No sabía cómo aplacar esas ganas, no quería calmarse y le importaba más bien poco que los trabajadores del circo la condenaran con la mirada, mientras acudían donde la bruja para auxiliarla por sus gritos. Le daba igual el mundo porque le ardían las venas y, cuando el mago gritó ¡Sara! “¡Soy amigo de Elías!”, quiso descuartizarle también, hacerle pagar por todas las horas que había pasado con su hermano, resarcirse. Dejarle sin piel, hacerle añicos el cuerpo, tragárselo a mordiscos. Y eso fue exactamente lo que hizo, porque los humores del cuerpo son imprevisibles y cambiantes y antes de saber lo que hacía se lo había llevado a la furgoneta, y le estaba dejando sin piel, haciéndole añicos el cuerpo, tragándoselo a mordiscos. Solo que el mago, en lugar de enfadarse, se enamoró. Dejó el circo y se quedó en el hostal. Le pidió matrimonio, le dijo “

te quiero” la noche de bodas, sudado y sucio, después de haberla besado por todos los rincones de la casa y de su cuerpo, “

te quería incluso antes de conocerte”.

Sara no le contestó. Qué podía decirle. Le escribió una última carta a Elías.

Me he casado con el mago, Tontorrón, pero la culpa es tuya porque le atrajiste con tu magia negra, con tus cuentos sobre mí. Insomne, desvelada, salió al fresco del porche y se sentó con Rosa, para oír a los lobos.

—Algún día le querré.

Rosa le dejó un hombro para llorar y le regaló una mentira.

—Ya lo sé, cariño.

Los compañeros de circo del mago pasaron por la misma carretera por la que Elías había huido en su bicicleta. Llevaban la ventanilla bajada, tocaron el claxon para felicitar a los recién casados. Tenían la música puesta y Sara reconoció la canción. Era la clase de música que anima el espíritu cuando uno lo necesita. Pero los coches cruzaron demasiado rápido y no pudo escucharla ni sentir sus efectos terapéuticos.

En un restaurante chino, pidas lo que pidas, los camareros dicen

sí. Sí, sí en realidad. ¿Arroz frito pero sin huevo? Sí, sí. Y lo traen con huevo. ¿Los panecillos pero sin menta? ¡Sí, sí! Con menta. Las dos cosas son para Martín, el arroz y los panecillos, pero ninguna de las dos veces pide que se lo cambien. Se limita a dar las gracias y conformarse. El camarero sonríe todo el tiempo, insiste,

sí, sí.

—Podrías pedir otra cosa.

Le quita importancia.

—Trabajé en China una vez, me reuní con un editor para tomar el té. Le di explicaciones durante media hora, pensando que hablaba inglés. Decía “

yes”, lo único que decía. Transmitía calma, la verdad. Al terminar, le dijo algo en chino a su traductor y yo salí con el mío. Le pregunté al intérprete qué le había parecido la reunión y me dijo que el editor no hablaba una palabra de inglés. Solo quería verme. Me decía que sí para mostrar interés, para hacerme ver que se sentía honrado con la visita.

Debería levantarme de la mesa ahora mismo. Huir lejos e inmediatamente. Si me quedo, tendré que admitir lo que significa este dolor de estómago, aceptar que me gana cuando no se da importancia. No quiero. No quiero y quiero. Me pregunto qué fotos sacó en China (

“para una guía turística, bonitas pero inofensivas, como la Bella Durmiente”), cuál fue su siguiente viaje (

“Reikiavik, volcanes y agua caliente, para asustar a los vikingos”) y por qué empezó a sacar fotos (

“no sé, veía al viejo sacar fotos”) y por qué la exposición se titula

Ciudades heridas si únicamente se ven personas (

“las personas se inventan las ciudades para no sentirse solas, pero, al final, si no tienes suerte, las ciudades te abandonan”).

—¿Y tú? ¿Has tenido suerte? Buscando a la chica de tus fotos, quiero decir.

Usa los palillos para coger uno de los panecillos. Bueno, dice, aunque los prefiere sin menta. La menta le recuerda a Beirut y no, no ha encontrado a la chica de las fotos.

—Aún.

No voy a decirle que me alegro porque sería una estupidez estar celosa de una desconocida con la que se ha encontrado una docena de veces sin encontrarse nunca. Sobre todo, teniendo en cuenta que esta es la única vez que vamos a cenar juntos.

—Puede que sea una espía, tu chica. Es espía y te perseguía porque, aunque no lo sepas, llevas en tu cuerpo un chip que podría destruir el mundo. Es su trabajo recuperarlo.

Es mi tercera teoría. Le hace reír.

—Bueno, si para encontrar el chip tiene que buscar por todo mi cuerpo, ni tan mal. Es guapa.

—O muy fotogénica.

Nos traen helado frito. Le toca a Martín dar con otra teoría.

—Puede que no sea una historia de espionaje, sino de terror. La chica está muerta y va alimentándose de otras personas para conseguir la energía que necesita y continuar como fantasma. Lo hace a través de las fotos. Y ahora me persigue a mí.

—¿Y por eso necesitas una canción para morir? ¿Porque temes que te atrape tu mujer fantasma?

Responde que “

tal vez” y algo en su sonrisa se oscurece. Actúa como alguien que realmente se siente condenado y me gustaría ayudarle pero cómo, si lo peor que puede ocurrirle soy yo. Necesitamos otra teoría. La sexta, mi turno.

—Es amnésica. Se despertó en una habitación de hotel sin saber quién era. Con dos maletas. Una estaba llena de dinero. En la otra estaban tus guías de viaje. No sabe si eres peligroso. Así que te persigue de ciudad en ciudad, para ver si te recuerda. Pero no recuerda ni su nombre.

El helado frito está duro por fuera y frío por dentro. Dos sabores en un mordisco. La siguiente teoría —la romántica— le toca a Martín.

—Evidentemente es una historia de amor. Dos desconocidos que se encuentran por todo el mundo en el mismo momento y en el mismo sitio sin conocerse. Nos vemos solo en la última secuencia porque yo también salgo en todas sus fotos. Y ambos exclamamos ¡eres tú! y cuando hagan la película mi personaje lo interpretará George Clooney.

—¿Y la chica?

—No creo que Clooney estuviera bien en el papel de la chica. Aunque está bien en todo, quién sabe.

Se limpia chocolate de la comisura de los labios y noto algo, un pensamiento que tiene que ver con sus labios y los míos. Lo corto antes de llegar a tenerlo. Teoría número ocho, me toca.

—El amnésico eres tú. Ella es tu novia, probablemente, tu mujer. Dormís juntos todas las noches pero la olvidas al despertar, una y otra vez. Ella te persigue con la esperanza de que la recuerdes la mañana siguiente. Creo que deberías apuntar su nombre de noche para no olvidarlo por la mañana.

—De hecho, creo que lo tengo apuntado. Resulta que tengo un tatuaje en la espalda pero no conseguía adivinar por qué ponía

llama a Nekane.

Después del helado, un té que huele a vainilla y canela para mí y uno rojo para él. Una cena de seis platos, la hemos alargado tanto como hemos podido, pero los camareros nos miran para que libremos la mesa. Recibimos un golpe de calor al salir y Martín propone una última teoría, con un tono de voz más serio que los anteriores.

—Puede que no sea yo quien tenga que buscarla, puede que ella me esté buscando porque sabe algo de mí.

Ir a la siguiente página

Report Page