Noli me tangere

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LIX. El maldito

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LIXEl maldito

Pronto se extendió por el pueblo la noticia de que los presos iban a partir; al principio fue oída con terror, después vinieron los llantos y las lamentaciones.

Las familias de los presos corrían como locas: iban del convento al cuartel, del cuartel al tribunal; y no encontrando en ninguna parte consuelo, llenaban los aires de gritos y gemidos. El cura se había encerrado por estar enfermo; el alférez había aumentado sus guardias, que recibían con las culatas a las mujeres suplicantes; el gobernadorcillo, ser inútil, parecía más tonto y más inútil que jamás. Frente a la cárcel, corrían de un extremo a otro las que aún tenían fuerzas; las que no, se sentaban en el suelo, llamando los nombres de las personas queridas.

El sol ardía y ninguna de aquellas infelices pensaba retirarse. Doray, la alegre y feliz esposa de don Filipo, vaga desolada, llevando en brazos a su tierno hijo: ambos lloran.

—Retiraos —le decían—; vuestro hijo va a coger calentura.

—¿A qué vivir si no ha de tener un padre que lo eduque? —contestaba la desconsolada mujer.

—¡Vuestro marido es inocente; tal vez vuelva!

—¡Sí, cuando ya nos muramos!

Capitana Tinay llora y llama a su hijo Antonio; la valerosa Capitana María mira hacia la pequeña reja, detrás de la cual están sus dos gemelos, sus únicos hijos.

Allí estaba la suegra del podador de cocos; ella no llora: se pasea, gesticula con los brazos arremangados y arenga al público.

—¿Habéis visto cosa igual? ¿Prender a mi Andong, pegarle un tiro, meterlo en el cepo y llevarlo a la cabecera, sólo porque…? ¡porque tenía nuevos calzones! ¡Esto pide venganza! ¡Los guardias civiles abusan! ¡Juro que si vuelvo a encontrar a cualquiera de ellos buscando un lugar retirado en mi huerta, como muchas veces ha sucedido, lo mutilo, lo mutilo!, o si no… ¡que me mutilen!

Pero pocas personas hacían coro a la suegra musulmana.

—De todo esto tiene la culpa don Crisóstomo —suspira una mujer.

El maestro de escuela vaga también, confundido entre la multitud; ñor Juan no se frota ya las manos, no lleva su plomada ni su metro: el hombre viste de negro, pues ha oído malas noticias, y fiel a su costumbre de ver el porvenir como cosa sucedida, lleva ya luto por la muerte de Ibarra.

A las dos de la tarde un carro descubierto, tirado por dos bueyes, se paró delante del tribunal.

El carro fue rodeado de la multitud, que quería desengancharlo y destrozarlo.

—No hagáis tal —decía Capitana María—; ¿queréis que vayan a pie?

Esto detuvo a las familias. Veinte soldados salieron y rodearon al vehículo. Bajaron los presos.

El primero fue don Filipo, atado; saludó sonriendo a su esposa; Doray rompió en amargo llanto y costó trabajo a dos guardias impedirle que abrazase a su marido. Antonio, el hijo de Capitana Tinay, apareció llorando como un niño, lo que no hizo más que aumentar los gritos de su familia. El imbécil Andong prorrumpió en llanto al ver a su suegra, causa de su desventura. Albino, el ex seminarista, estaba también maniatado, lo mismo que los dos gemelos de Capitana María. Estos tres jóvenes estaban serios y graves. El último que salió fue Ibarra, suelto, pero conducido entre dos guardias civiles. El joven estaba pálido; buscó una cara amiga.

—¡Ése es el que tiene la culpa! —gritaron muchas voces—; ¡ése tiene la culpa y va suelto!

—¡Mi yerno no ha hecho nada y está con esposas!

Ibarra se volvió a sus guardias:

—¡Atadme, pero atadme bien, codo a codo! —dijo.

—¡No tenemos orden!

—¡Atadme, si no me escapo!

Los soldados obedecieron.

El alférez apareció a caballo, armado hasta los dientes; seguíanlo diez o quince soldados más.

Cada preso tenía a su familia que rogaba allí por él, lloraba por él y le daba los nombres más cariñosos, Ibarra era el único que no tenía a nadie; el mismo ñor Juan y el maestro de escuela habían desaparecido.

—¿Qué os han hecho a vos mi marido y mi hijo? —decíale llorando Doray—; ¡ved a mi pobre hijo! ¡Lo habéis privado de su padre!

El dolor de las familias se cambió en ira para el joven, acusado de haber promovido el motín. El alférez dio la orden de partir.

—¡Tú eres un cobarde! —le gritaba la suegra de Andong—. ¡Mientras los otros se peleaban por ti, tú te escondías, cobarde!

—¡Maldito seas! —le decía un anciano, que lo seguía—, ¡maldito el oro amasado por tu familia para turbar nuestra paz! ¡Maldito! ¡Maldito!

—¡Que te ahorquen a ti, hereje! —le gritaba una pariente de Albino y, sin poderse contener, cogió una piedra y se la arrojó.

El ejemplo fue pronto imitado y sobre el desgraciado joven cayó una lluvia de polvo y piedras.

Ibarra sufrió impasible, sin ira, sin quejarse, la justa venganza de tantos corazones lastimados. Aquélla era la despedida, ¡el adiós!, que le hacía su pueblo, donde él tenía todos sus amores. Bajaba la cabeza; quizás pensaría en un hombre, azotado por las calles de Manila, en una anciana que caía muerta a la vista de la cabeza de su hijo; quizás la historia de Elías pasaba por delante de sus ojos.

El alférez creyó necesario alejar a la multitud, pero las pedradas y los insultos no cesaron. Una madre tan sólo no vengaba en él sus dolores: Capitana María. Inmóvil, los labios contraídos, los ojos llenos de lágrimas silenciosas, veía alejarse a sus dos hijos; contemplando su inmovilidad y su dolor mudo, Niobe deja de ser fabulosa.

El cortejo se alejó.

De las personas asomadas en las raras abiertas ventanas, las que más compasión han demostrado para el joven son los indiferentes o curiosos. Sus amigos todos se habían ocultado, sí, hasta el mismo Capitán Basilio, que prohibió el llanto a su hija Sinang.

Ibarra vio las humeantes ruinas de su casa, de la casa de sus padres, donde él había nacido, donde vivían los más dulces recuerdos de su infancia y adolescencia: las lágrimas, largo tiempo reprimidas, brotaron de sus ojos; dobló la cabeza y lloró, sin tener el consuelo de poder ocultar su llanto, atado como estaba, ni de que su dolor despertara en nadie compasión. ¡Ahora no tenía él ni patria, ni hogar, ni amor, ni amigos, ni porvenir!

Desde una altura, un hombre contemplaba la fúnebre caravana. Era un anciano pálido, demacrado, envuelto en una manta de lana, apoyándose con fatiga en un bastón. Era el viejo filósofo Tasio, que a la noticia del suceso quiso dejar su cama y acudir, pero sus fuerzas no se lo han permitido. El viejo siguió con la vista el carro hasta que desapareció a lo lejos: permaneció algún tiempo pensativo y cabizbajo, después se levantó y, trabajosamente, tomó el camino de su casa, descansando a cada paso.

Al día siguiente, los pastores lo encontraron muerto en el umbral mismo de su solitario retiro.

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