Noli me tangere

Noli me tangere


LX. Patria e intereses

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LXPatria e intereses

El telégrafo transmitió sigilosamente el suceso a Manila, y treinta y seis horas después hablaban de ello con mucho misterio y no pocas amenazas los periódicos, aumentados, corregidos y mutilados por el fiscal. En el entretanto, noticias particulares, emanadas de los conventos, fueron las que primero corrieron de boca en boca, en secreto y con gran terror de los que lo llegaban a saber. El hecho, en mil versiones desfigurado, fue creído con más o menos facilidad, según adulaba o contrariaba las pasiones y el modo de pensar de cada uno.

Sin que la pública tranquilidad apareciese turbada, al menos aparentemente, se revolvía la paz del hogar al igual que en un estanque: mientras la superficie aparece lisa y tersa, en el fondo hormiguean, corren y se persiguen los mudos peces. Cruces, condecoraciones, galones, empleos, prestigio, poder, importancia, dignidades, etcétera, empezaron a revolotear como mariposas en una atmósfera de monedas de oro para los ojos de una parte de la población. Para la otra, oscura nube se levantó en el horizonte, destacándose de su ceniciento fondo, como negras siluetas, rejas, cadenas y aun el fatídico palo de la horca. Creíanse oír en el aire los interrogatorios, las sentencias, los gritos que arrancaban las torturas; Marianas[216] y Bagumbayan se presentaban envueltos en un haraposo y sangriento velo: pescadores y pescados, en turbio. El Destino mostraba el acontecimiento a la imaginación de los manileños como ciertos abanicos de China: una cara pintada de negro; la otra llena de dorado, colores vivos, aves y flores.

En los conventos reinaba la mayor agitación. Enganchábanse coches, los provinciales se visitaban, tenían secretas conferencias. Presentábanse en los palacios para ofrecer su apoyo al «gobierno que corría gravísimo peligro». Se volvió a hablar de cometas, alusiones, alfilerazos, etcétera.

—¡Un Te Deum, un Te Deum! —decía un fraile en un convento—, ¡esta vez que nadie falte en el coro! ¡No es poca bondad de Dios hacer ver ahora, precisamente en tiempos tan perdidos, cuánto valemos nosotros!

—Con esta leccioncita se estará mordiendo los labios el generalillo Mal Agüero[217] —contestaba otro.

—¿Qué habría sido de él sin las Corporaciones?

—Y para mejor celebrar la fiesta, que adviertan al hermano cocinero y al procurador… ¡Gaudeamus por tres días!

—¡Amén! ¡Amén! ¡Viva Salví! ¡Viva!

En otro convento se hablaba de otra manera.

—¿Veis? Ése es un alumno de los jesuitas; ¡del Ateneo salen los filibusteros! —decía un fraile.

—Y los antirreligiosos.

—Yo ya lo dije: los jesuitas pierden al país, corrompen a la juventud; pero se les tolera porque trazan unos cuantos borrones en el papel cuando hay temblor…

—¡Y Dios sabe cómo estarán hechos!

—Sí, ¡vaya usted a contradecirlos! ¡Cuando todo tiembla y se mueve, quién escribe garabatos! Nada, el padre Secchi…[218]

Y sonríen con soberano desprecio.

—Pero ¿y los temporales?, ¿y los báguios[219]? —pregunta otro, con ironía sarcástica—, ¿no es eso divino?

—¡Cualquier pescador los pronostica!

—Cuando el que gobierna es un tonto… ¡dime cómo tienes la cabeza y te diré cómo es tu pata! Pero verán ustedes si los amigos se favorecen unos a otros: los periódicos casi piden una mitra para el padre Salví.

—¡Y la va a tener! ¡Se la chupa!

—¿Lo crees?

—¡Pues no! Hoy por cualquier cosa la dan. Yo sé de uno que con menos se la caló: escribió una chavacana obrita, demostró que los indios no eran capaces de otra cosa más que de ser artesanos… ¡psh!, ¡viejas vulgaridades!

—¡Es verdad! ¡Tantas injusticias dañan a la religión! —exclamaba otro—; si las mitras tuviesen ojos y pudiesen ver sobre qué cráneos…

—Si las mitras fuesen objetos de la Naturaleza —añadía otro con voz nasal—, Natura abhorret vacuum…

—¡Por eso se les agarran; el vacío las atrae! —contestaba otro.

Éstas y otras cosas más se decían en los conventos y hacemos gracia a nuestros lectores de otros comentarios con colores políticos, metafísicos o picantes. Conduzcamos al lector a casa de un particular, y como en Manila tenemos pocos conocidos, vamos a casa de Capitán Tinong, el hombre agasajador, que vimos convidando con insistencia a Ibarra para que le honrase con su visita.

En el rico y espacioso salón de su casa en Tondo, está Capitán Tinong sentado en un ancho sillón, pasándose las manos por la frente y la nuca en ademán de desconsuelo, mientras su señora, la Capitana Tinchang, lloraba y le sermoneaba delante de las dos hijas, que oían desde un rincón mudas, atontadas y conmovidas.

—¡Ay, Virgen de Antipolo! —gritaba la mujer—. ¡Ay, Virgen del Rosario y de la Correa!, ¡ay!, ¡ay! ¡Nuestra Señora de Novaliches!

—¡Nanay! —repuso la más joven de las hijas.

—¡Ya te lo decía yo! —continuó la mujer en tono de recriminación—, ¡ya te lo decía yo!, ¡ay, Virgen del Carmen, ay!

—¡Pero si tú no me has dicho nada! —se atrevió a contestar Capitán Tinong lloroso—; al contrario, me decías que hacía bien en frecuentar la casa y conservar la amistad de Capitán Tiago porque… porque era rico… y me dijiste…

—¿Qué?, ¿qué te dije? Yo no te he dicho eso, ¡no te he dicho nada! ¡Ay, si me hubieses escuchado!

—¡Ahora me echas la culpa a mí! —replicó en tono amargo, dando una palmada sobre el brazo del sillón—, ¿no me decías que había hecho bien en invitarlo a que comiese con nosotros, porque como era rico… Decías que no debíamos tener amistades más que con los ricos? ¡Abá!

—Es verdad que yo te dije eso porque… porque ya no había remedo: tuno hacías más que alabarle; «don Ibarra » aquí, «don Ibarra» allá, «don Ibarra» en todas partes, ¡abaá! Pero yo no te aconsejé que lo vieras ni que hablaras con él en aquella reunión; esto no me lo puedes negar.

—¿Sabía yo que iba él allá, por ventura?

—¡Pues debías haberlo sabido!

—¿Cómo, si ni siquiera lo conocía?

—¡Pues debías haberlo conocido!

—Pero, Tinchang, ¡si era la primera vez que le veía, que oía hablar de él!

—¡Pues debías haberle visto antes, oído hablar de él, para eso eres hombre, llevas pantalones y lees El Diario de Manila! —contestó impertérrita la esposa, lanzándole una terrible mirada.

Capitán Tinong no supo qué replicar.

Capitana Tinchang, no contenta con esta victoria, quiso anonadarle, y acercándose a su esposo con los puños cerrados:

—¿Para eso he estado trabajando años y años, economizando, para que tú con tu torpeza eches a perder el fruto de mis fatigas? —le increpó—. Ahora vendrán a llevarte desterrado, nos despojarán de nuestros bienes, como a la mujer de… ¡Oh, si yo fuese hombre, si yo fuese hombre!

Y viendo que su marido bajaba la cabeza, empezó de nuevo a sollozar, pero siempre repitiendo:

—¡Ay, si yo fuese hombre, si yo fuese hombre!

—Y si fueses tú hombre —preguntó al fin, picado, el marido—, ¿qué harías?

—¿Qué?, pues… pues… ¡pues hoy mismo me presentaría al Capitán General para ofrecerme a pelear contra los alzados, ahora mismo!

—¿Pero no has leído lo que dice El Diario? ¡Lee! «La traición infame y bastarda ha sido reprimida con energía, fuerza y vigor y pronto los rebeldes enemigos de la patria y sus cómplices sentirán todo el peso y la severidad de las leyes…». ¿Ves? Ya no hay alzamiento.

—No importa, debes presentarte como lo han hecho en el 72 y se han salvado.

—¡Sí!, también lo ha hecho el padre Burg…

Pero no pudo concluir la palabra; la mujer, corriendo, le tapó la boca.

—¡Dale, pronuncia ese nombre para que mañana mismo te ahorquen en Bagumbayan! ¿No sabes que basta pronunciarlo para ser sentenciado sin formación de causa? ¡Jale, dilo!

Capitán Tinong, por más que hubiese querido obedecerla, no habría podido: con ambas manos le tapaba la boca su mujer, oprimiendo su cabecita contra el espaldar del sillón; y acaso el pobre se hubiera muerto asfixiado, si un nuevo personaje no hubiese intervenido.

Éste era el primo don Primitivo, que sabía de memoria el Amat, un hombre de sus cuarenta años, pulcramente vestido, panzudo y algo regordete.

¿Quid video? —exclamó al entrar—, ¿qué pasa? ¿Quare? [¿Qué veo? ¿Por qué?].

—¡Ay, primo! —dice la mujer corriendo llorosa hacia él—, te he hecho llamar, pues no sé que va a ser de nosotras… ¿qué nos aconsejas? ¡Habla, tú que has estudiado latín y sabes argumentos…!

—Pero antes, ¿quid quaritis? Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu; nihil quim parecognitum. [¿Qué preguntáis? Nada existe en la inteligencia que no haya pasado antes por los sentidos. No se desea lo que se desconoce].

Y se sentó pausadamente. Cual si las frases latinas hubieran poseído una virtud tranquilizadora, cesaron de llorar ambos cónyuges y se le acercaron esperando de sus labios el consejo, como en un tiempo los griegos ante la frase salvadora del oráculo que los iba a librar de los persas invasores.

—¿Por qué lloráis? ¿Ubinam gentium sumus?[¿Entre qué gentes estamos?].

—Tú sabes ya la noticia del levantamiento…

¿Alzametum Ibarrrae ab alferesio Guardia civilis destructum? ¿Et nunc? ¿Y qué? ¿Os debe don Crisóstomo?

—No, pero sabes tú, Tinong lo ha convidado a comer, lo ha saludado en el puente de España… ¡a la luz del día! ¡Va a decir que es amigo suyo!

—¿Amigo? —exclamó sorprendido el latino levantándose—, ¡amice, amicus Plato sed magis amica veritas! ¡Dime con quién andas y te diré quién eres! ¡Malum est negotium et est timendum rerum istarum horrendissimun resultatum! ¡Hum! [Amigo, Platón es mi amigo, pero lo es más la verdad. El negocio es malo y temo un horrible fin].

Capitán Tinong se puso espantosamente pálido al oír tantas palabras en um; este sonido le presagiaba mal. Su esposa juntó las manos suplicantes y dijo:

—Primo, no nos habléis en latín; ya sabes que no somos filósofos como tú; háblanos en tagalo o castellano, pero danos un consejo.

—¡Lástima que no entendáis latín, prima: las verdades latinas son mentiras tagalas, por ejemplo: contra principia negantem fustibus est argüendum [A palos se le arguye al que niega los principios] en latín es una verdad como el Arca de Noé; lo puse una vez en práctica en tagalo y fui yo el apaleado. Por esto, es una lástima que no sepáis latín; en latín todo se podría arreglar.

—Sabemos también muchos oremus, parcenobis y Agnus Dei Catolis, pero ahora no nos entenderíamos. ¡Dale un argumento a Tinang para que no lo ahorquen!

—¡Has hecho mal, muy mal, primo, en trabar amistad con ese joven! —repuso el latino—. Los justos pagan por los pecadores; casi te aconsejaba que hicieras tu testamento… ¡Vae illis!. ¡Ubi est fumus ibi est ignis! Similis simili gaudet; at qui Ibarra a horcatur, ergo ahorcaberis. [¡Ay de ellos! Donde hay humo hay fuego. Cada cual busca su pareja; es así que le ahorcan a Ibarra, luego serás ahorcado].

Y movía la cabeza de un lado a otro, disgustado.

—¡Saturnino, qué te pasa! —grita Capitana Tinchang, llena de terror—; ¡ay, Dios mío! ¡Se ha muerto! ¡Un médico! ¡Tinong, Tinongoy!

Acuden las dos hijas y empiezan las tres a lamentarse.

—¡No es más que un desmayo, prima, un desmayo! ¡Yo más me hubiera alegrado que… que… pero desgraciadamente no es más que un desmayo. Non timeo morten in catre sed super espaldonem Bagumbayanis. [No temo la muerte en el catre pero sí en el espaldón de Bagumbayan]. ¡Traed agua!

—¡No te mueras! —lloraba la mujer—, ¡no te mueras, que vendrán a prenderte! ¡Ay, si te mueres y vienen los soldados! ¡Ay, ay!

El primo le roció la cara con agua y el infeliz volvió en sí.

—¡Vamos, no llorar! Inveni remedium, encontré el remedio. Transportémosle a su cama; ¡vamos!, ¡valor!, que aquí estoy con vosotros y toda la sabiduría de los antiguos… Que llamen a un doctor; y ahora mismo, prima, vas al Capitán General y le llevas un regalo, una cadena de oro, un anillo… Dadivae quebrantant peñas; dices que es regalo de Pascua. Cerrad las ventanas, las puertas, y a cualquiera que pregunte por mi primo que se le diga que está gravemente enfermo. Entretanto quemo todas las cartas, papeles y libros para que no puedan encontrar nada, como ha hecho don Crisóstomo. ¡Scripti teste sunt! Quod medicmenta non sanant, ferrum sanat; quod ferrum nom sanat, ignis sanat. [Lo escrito testifica. Lo que no curan los medicamentos, lo cura el hierro; lo que no cura el hierro, lo cura el fuego].

—¡Sí, toma, primo; quémalo todo! —dice Capitán Tinchang—, ¡aquí están las llaves, aquí las cartas de Capitán Tiago, quémalas! Que no quede ningún periódico de Europa, que son muy peligrosos. Aquí están estos The Times, que yo conservaba para envolver jabones y sayas. Aquí están los libros.

—Vete al Capitán General, prima —dice don Primitivo—, déjame solo. In extremis extrema. Dame el poder de un director romano y verás como salvo la pat… digo, al primo.

Y empezó a dar órdenes y más órdenes, revolver estantes, rasgar papeles, libros, cartas, etcétera. Pronto ardió una hoguera en la cocina; partieron con hachas viejas escopetas; arrojaron al excusado herrumbrosos revólveres; la criada que quería conservar el cañón de uno para soplador, recibió un réspice.

¿Conservare etiam sperasti, pérfida? ¡Al fuego!

Y continuó su auto de fe.

Vio un viejo tomo en pergamino y leyó el título:

Revoluciones de los globos celestes por Copérnico, ¡pfui! ¡ite, maledicti, in ignem kalanis! —exclamó arrojándolo a la llama—. ¡Revoluciones y Copérnico! ¡Crimen sobre crimen! Si no llego a tiempo… La libertad en Filipinas. ¡Tatatá, qué libros! ¡Al fuego!

Y se quemaron libros inocentes, escritos por autores simples. Ni el mismo Capitán Juan, obrita cándida, consiguió librarse. Primo Primitivo tenía razón: los justos pagan por pecadores.

Cuatro o cinco horas más tarde, en una tertulia de pretensiones en Intramuros se comentaban los acontecimientos del día. Eran muchas viejas y solteronas casaderas, mujeres o hijas de empleados, vestidas de bata, abanicándose y bostezando. Entre los hombres, que, al igual de las mujeres, delataban en sus facciones su instrucción y origen, había un señor de edad, pequeñito y manco, a quien trataban con mucha consideración y que guardaba con respecto a los demás un desdeñoso silencio.

—A la verdad que antes no podía sufrir a los frailes y guardias civiles por lo mal educados que son —decía una señora gruesa—, pero ahora que veo su utilidad y servicios, casi me casaría con cualquiera de ellos. Yo soy patriota.

—¡Lo mismo digo! —añadió una flaca—; ¡qué lástima que no tengamos al anterior Gobernador: aquél dejaría el país limpio como una patena!

—¡Y se acabaría la ralea de filibusterillos!

—¿No dicen que quedan muchas islas por poblar? ¿Por qué no deportan allá a tantos indios chiflados? A ser yo el Capitán General…

—Señoras —dice el manco—, el Capitán General sabe su deber; según he oído, está muy irritado, pues había colmado de favores a ese Ibarra.

—¡Colmado de favores! —repetía la flaca, abanicándose furiosa—, ¡miren ustedes los ingratos que son estos indios! ¿Se les puede tratar acaso como a personas? ¡Jesús!

—¿Y saben ustedes lo que he oído? —preguntaba un militar.

—¡A ver! ¿Qué es? ¿Qué dicen?

—Personas fidedignas —dice el militar en medio del mayor silencio— aseguran que todo aquel ruido de levantar una escuela era puro cuento.

—¡Jesús! ¿Ustedes han visto? —exclamaron ellas creyendo ya en el cuento.

—La escuela era un pretexto; lo que quería levantar era un fuerte, donde poderse bien defender cuando vayamos a atacarle…

—¡Jesús, qué infamia! Sólo un indio es capaz de tener tan cobardes pensamientos —exclamaba la gorda—. Si fuera yo el Capitán General, ya verían… ya verían…

—¡Lo mismo digo! —exclama la flaca, dirigiéndose al manco—. Prendía a todo abogadillo, cleriguillo, comerciante y, sin formación de causa, ¡desterrados o bajo partida de registro! ¡El mal, arrancarlo de raíz!

—¡Pues se dice que el filibusterillo ése es hijo de españoles! —observó el manco sin mirar a nadie.

—¡Ah, ya! —exclamaba impertérrita la gorda—, ¡siempre iban a ser los criollos! ¡Ningún indio entiende de revolución! ¡Cría cuervos… cría cuervos…!

—¿Saben ustedes lo que he oído decir? —pregunta una criolla que así corta la conversación—. La mujer de Capitán Tinong… ¿se acuerdan ustedes?, aquél en cuya casa bailamos y cenamos en la fiesta de Tondo…

—¿Aquél que tiene dos hijas? ¿Y qué?

—¡Pues la mujer acaba de regalar esta tarde al Capitán General un anillo de mil pesos de valor!

El manco se vuelve.

—¿De veras? ¿Y por qué? —pregunta con ojos brillantes.

—La mujer decía, como regalo de Pascua…

—¡La Pascua no viene dentro de un mes!

—Temerá que le venga el chaparrón encima… —observa la gorda.

—¡Satisfacción no reclamada, culpa confesada!

—En eso pensaba yo; usted ha puesto el dedo en la llaga.

—Es menester ver bien eso —observa pensativo el manco—; me temo que allí hay gato encerrado.

—¡Gato encerrado, eso! Eso iba yo a decir —repite la flaca.

—Y yo —dice otra, arrebatándole la palabra—; la mujer de Capitán Tinong es muy avara… aún no nos ha enviado ningún regalo y eso que hemos estado en su casa. Conque, cuando una agarrada y codiciosa suelta un regalito de mil pesitos…

—¿Pero es cierto eso? —pregunta el manco.

—¡Y tanto!, ¡y tan cierto! Se lo ha dicho a mi prima su novio, el ayudante de Su Excelencia. Y estoy por creer que es el mismo anillo que llevaba puesto la mayor el día de la fiesta. ¡Va siempre llena de brillantes!

—¡Un escaparate andando!

—¡Una manera de hacer reclamo como otra cualquiera! En lugar de comprar un figurín o pagar una tienda.

—El manco abandonó la tertulia dando un pretexto.

Y dos horas después, cuando ya todos dormían, varios vecinos de Tondo recibieron una invitación por medio de soldados… La autoridad no podía consentir que ciertas personas de posición y propiedades durmiesen en casas tan mal guardadas y poco refrescadas: en la Fuerza de Santiago y otros edificios del Gobierno el sueño sería más tranquilo y reparador. Entre estas personas estaba incluido el infeliz Capitán Tinong.

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