Noli me tangere

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XLI. María Clara se casa

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XLIMaría Clara se casa

Capitán Tiago está muy contento. En toda esta terrible temporada nadie se ha ocupado de él: no le han preso, no le han sometido a incomunicaciones, interrogatorios, máquinas eléctricas, pediluvios continuos en habitaciones subterráneas, y otras picardías más, que conocen bien ciertos personajes que se llaman a sí mismos civilizados. Sus amigos, es decir, los que lo fueron —porque el hombre ya renegó de sus amigos filipinos, desde el instante en que fueron sospechosos para el Gobierno—, han vuelto también a sus casas después de algunos días de vacaciones en los edificios del Estado. El Capitán General mismo había ordenado que se les echase de sus posesiones, no juzgándolos bastante dignos para que pudiesen permanecer en ellas, con gran disgusto del manco, que quería celebrar las próximas Pascuas en su abundante y rica compañía.

Capitán Tinong volvió a su casa enfermo, pálido, hinchado —la excursión no le había probado bien— y tan cambiado que no dice una palabra, ni saluda a su familia, que llora, ríe, habla y se vuelve loca de contento. El pobre hombre ya no sale de casa por no correr el peligro de saludar a un filibustero. El mismo primo Primitivo, con toda la sabiduría de los antiguos, no le podía sacar de su mutismo.

Crede, prime —le decía—: si no llego a quemar todos tus papeles, te aprietan el cuello; pero si quemaba toda la casa, no te tocaban ni el pelo, pero, quod eventum, eventum; gracias agamus Domino Deo quia non in Maríanis Insulis es, camotes seminando. [Lo sucedido, sucedido. Demos gracias a Dios que no estás en las Islas Marianas sembrando camotes].

Historias parecidas a las de Capitán Tinong no las ignoraba Capitán Tiago. El hombre rebosaba de gratitud, sin saber a punto fijo a quién deber tan señalados favores. Tía Isabel atribuía el milagro a la Virgen de Antipolo, a la Virgen del Rosario, o por lo menos a la Virgen del Carmen, y cuando menos, cuando menos, es lo menos que ella puede conceder, a Nuestra Señora de la Correa; según ella, el milagro no podía escapar de allí. Capitán Tiago no negaba el milagro, pero añadía:

—Lo creo, Isabel, pero no lo habrá hecho la Virgen de Antipolo sola; mis amigos habrán ayudado, mi futuro yerno, el señor Linares, que, ya sabes, embroma al mismo señor Antonio Cánovas[220], aquel cuyo retrato nos trae la Ilustración, aquel que no se digna enseñar a la gente más que media cara.

Y el buen hombre no podía reprimir una sonrisa de satisfacción cada vez que oía una importante noticia acerca de los acontecimientos. Y no había para menos. Se cuchicheaba por lo bajo que Ibarra sería ahorcado; que si bien faltaban muchas pruebas para condenarle, últimamente había aparecido una que confirmaba la acusación; que los peritos habían declarado que, en efecto, las obras de la escuela podían pasar por un baluarte, una fortificación, si bien algo defectuosa, como no se podía menos de esperar de los indios ignorantes. Estos rumores lo tranquilizaban y le hacían sonreír.

De igual manera que Capitán Tiago y su prima divergían en sus opiniones, los amigos de la familia se dividían también en dos partidos: uno milagrero y otro gubernamental, aunque este último era insignificante. Los milagreros estaban subdivididos: el sacristán mayor de Binondo, la vendedora de velas y el jefe de una cofradía veían la mano de Dios, movida por la virgen del Rosario; el chino cerero, su proveedor cuando va a Antipolo, decía, abanicándose y agitando la pierna:

—¡No siya osti gongong; Miligen li Antipulo esi! Esi pueli más con tolo; no siya osti gongong. [No sea usted tonto, ¡es la Virgen de Antipolo! Esa puede más que todos; no sea usted tonto].

Capitán Tiago tenía en mucha estima al chino, que se hacía pasar por profeta, médico, etcétera. Examinando la palma de la mano de su difunta esposa, en el sexto mes de embarazo, había pronosticado:

—Si esi no hómele y no pactaylo, mujé juetejuete. [Si no es hombre y no se muere, será una buena mujer].

Y María Clara vino al mundo para cumplir la profecía del infiel.

Capitán Tiago, pues, hombre prudente y temeroso, no podía decidirse tan fácilmente como el troyano París; no podía dar así así la preferencia a una de las dos Vírgenes por temor de ofender a la otra, lo cual podría acarrear graves consecuencias. «¡Prudencia!» se decía a sí mismo; «no vayamos ahora a echarlo a perder».

En estas dudas se hallaba cuando el partido gubernamental llegó: doña Victorina, don Tiburcio y Linares.

Doña Victorina habló por los tres varones y por ella misma, mencionó las visitas de Linares al Capitán General, e insinuó repetidas veces la conveniencia de un pariente de categoría.

—¡Na! —concluía—, como ezimoz: el que a buena zombra se acobija, buen palo ze le arrima.

—¡A… a… al revés, mujer! —corrigió el doctor.

Desde hace días pretende ella andaluzarse con suprimir la d y poner z por s, y esta idea no había quién se la quitase de la cabeza; primero se dejaba arrancar los rizos postizos.

—¡Zí! —añadía hablando de Ibarra—, eze lo tenía muy merezío; yo ya lo ije cuando le vi la primera vez; ezte ez un filibuztero. ¿Qué te ijo, a ti, primo, el General? ¿Qué le haz icho, qué noticiaz le izte de Ibarra?

Y viendo que el primo tardaba en contestar, prosiguió, dirigiéndose a Capitán Tiago.

—Créame uzté, zi le conenan a muelte, como ez de ezperar, zerá por mi primo.

—¡Señora, señora! —protestó Linares.

Pero ella no le dio tiempo.

—¡Ay, qué iplomático te haz güerto! Zabemos que erez el conzejero del General, que no puee vivir zin ti… ¡Ah! ¡Clarita, que placer e verte!

María Clara aparecía pálida aún, aunque ya bastante repuesta de su enfermedad. La larga cabellera iba recogida por una cinta de seda de un ligero azul. Saludó tímidamente, sonriendo con tristeza, y se acercó a doña Victorina para el beso de ceremonia.

Después de las frases de costumbre, prosiguió la pseudo-andaluza:

—Venimoz a vizitaroz; ¡oz habeiz zalbao graciaz a vuestraz relacionez! —mirando significativamente a Linares.

—¡Dios ha protegido a mi padre! —contestó en voz baja la joven.

—Zí, Clarita, pero el tiempo e loz milagroz ya ha pazao; nozotroz loz ezpañoles ecimoz: ezconfía e la Virgen y échate a corré.

—¡A… a… al revés!

Capitán Tiago, que hasta entonces no había encontrado tiempo para hablar, se atrevió a preguntar poniendo mucha atención a la respuesta:

—¿De modo que usted, doña Victorina, cree que la Virgen…?

—Venimoz precizamente a hablar con uztez e la Virgen —contestó ella misteriosamente, señalando a María Clara—; tenemoz que hablar e negocioz.

La joven comprendió que debía retirarse; buscó un pretexto y se alejó, apoyándose en los muebles.

Lo que en esta conferencia se dijo y se habló es tan bajo y tan mezquino que preferimos no referirlo. Baste decir que cuando se despidieron, estaban todos alegres, y que después Capitán Tiago decía a tía Isabel:

—¡Avisa a la fonda que mañana damos una fiesta! Vete preparando a María, que la casamos dentro de poco.

Tía Isabel le miró espantada.

—¡Ya lo verás! Cuando el señor Linares sea nuestro yerno, subiremos y bajaremos todos los palacios; ¡nos tendrán envidia, se morirán todos de envidia!

Y así fue como a las ocho de la noche del siguiente día estaba llena otra vez la casa de Capitán Tiago, sólo que ahora sus invitados son únicamente españoles y chinos: el bello sexo está representado por españolas peninsulares y filipinas.

Allí están la mayor parte de nuestros conocidos: el padre Sibyla, el padre Salví entre varios franciscanos y dominicos; el viejo teniente de la Guardia Civil, señor Guevara, más sombrío que antes; el alférez, que cuenta por la milésima vez su batalla, mirando por encima de sus hombros a todos, creyéndose un don Juan de Austria; ahora es teniente con grado de comandante; de Espadaña que lo mira con respeto y temor esquiva sus miradas, y doña Victorina despechada. Linares no había llegado aún, pues, como personaje importante, debía llegar más tarde que los otros: hay seres tan cándidos que con una hora de atraso en todo se quedan grandes hombres.

En el grupo de las mujeres era María Clara el objeto de la murmuración: la joven las había saludado y recibido ceremoniosamente, sin perder su aire de tristeza.

—¡Psh! —decía una joven—, orgullosita…

—Bonitilla —contestaba otra—, pero él podía haber escogido otra que tuviese menos cara de tonta.

—El oro, chica; el buen mozo se vende.

En otra parte se decía:

—¡Casarse cuando el primer novio está para ser ahorcado!

—A eso llamo ser prudente: tener a mano un reemplazo.

—Pues, cuando enviude…

Estas conversaciones las oía quizás la joven, que estaba sentada en una silla, arreglando una bandeja de flores, porque se le veía la mano temblar, palidecer y morderse varias veces los labios.

En el círculo de los hombres, la conversación era en voz alta, y, naturalmente, versaba sobre los últimos acontecimientos. Todos hablaban, hasta don Tiburcio, menos el padre Sibyla, que guardaba su desdeñoso silencio.

—¿He oído decir que deja vuestra reverencia el pueblo,'padre Salví? —pregunta el nuevo teniente, a quien ha hecho más amable su nueva estrella.

—Nada tentó que hacer ya en él; me he de fijar para siempre en Manila… ¿y usted?

—Dejo también el pueblo —contestó estirándose—, el Gobierno me necesita para que con una columna volante desinfecte las provincias de filibusteros.

Fray Sibyla lo mira rápidamente de pies a cabeza y le vuelve las espaldas por completo.

—¿Se sabe ya de cierto qué va a ser del cabecilla, del filibusterillo? —preguntó un empleado.

—¿Habla usted de Crisóstomo Ibarra? —pregunta otro—. Lo más probable y más justo es que sea ahorcado como los del 72.

—¡Va desterrado! —dice secamente el viejo teniente.

—¡Desterrado! ¡Nada más que desterrado! ¡Pero será un destierro perpetuo! —exclaman varios a la vez.

—Si ese joven —prosiguió el teniente Guevara en voz alta y severa— hubiese sido más precavido; si hubiera confiado menos en ciertas personas con quienes se escribe; si nuestros fiscales no supiesen interpretar demasiado sutilmente lo escrito, ese joven de seguro habría salido absuelto.

Esta declaración del viejo teniente y el tono de su voz produjeron una gran sorpresa en el auditorio, que no supo qué decir. El padre Salví miró a otra parte, quizás para no ver la mirada sombría que le dirigía el anciano. María Clara dejó caer las flores y se quedó inmóvil. El padre Sibyla, que sabía callar, parecía también que era el único que sabía preguntar.

—¿Habla usted de cartas, señor Guevara?

—Hablo de lo que me dijo el defensor, que ha tomado la causa con celo e interés. Fuera de algunas ambiguas líneas que este joven escribió a una mujer antes de partir para Europa, líneas en que el fiscal vio el proyecto y una amenaza contra el Gobierno, y que él reconoció como suyas, no se le podía encontrar por dónde acusarle.

—¿Y la declaración del bandido antes de morir?

—El defensor la anuló, pues, según el bandido mismo, ellos jamás se habían comunicado con el joven, sino sólo con un tal Lucas, que era enemigo suyo según se pudo probar, y que se ha suicidado, acaso por los remordimientos. Se probó que los papeles encontrados en poder del cadáver eran falsificados, pues la letra era igual a la que tenía el señor Ibarra hace siete años, pero no a la de ahora, lo que hace suponer que el modelo sea esta carta acusadora. Aún más, el defensor decía que si el señor Ibarra no hubiera querido reconocer la carta, mucho se habría podido hacer por él; pero a su vista se puso pálido, perdió el ánimo y ratificó cuanto en ella había escrito.

—Decía usted —preguntó un franciscano— que iba dirigida la carta a una mujer. ¿Cómo llegó a manos del fiscal?

El teniente no respondió; miró un momento al padre Salví y se alejó, retorciendo nerviosamente la afilada punta de su barba gris, mientras los otros hacían comentarios.

—¡Allí se ve la mano de Dios! —decía uno—, hasta las mujeres le tienen odio.

—Hizo quemar su casa creyendo salvarse, pero no contaba con la huéspeda, esto es, con la querida con la babai —añadió otro riendo—. ¡Está de Dios! ¡Santiago cierra España!

Entretanto el viejo militar se detuvo en uno de sus paseos y se acercó a María Clara, que escuchaba la conversación inmóvil en su asiento: a sus pies se veían las flores.

—Usted es una joven muy prudente —le dijo el viejo teniente en voz baja—; ha hecho usted bien en entregar la carta… así se aseguran ustedes un tranquilo porvenir.

Ella lo vio alejarse con ojos atontados, mordiéndose los labios. Afortunadamente pasó la tía Isabel. María Clara tuvo la fuerza suficiente para cogerla del vestido.

—¡Tía! —murmuró.

—¿Qué tienes? —preguntó ésta, espantada al ver la cara de la joven.

—¡Conducidme a mi cuarto! —suplicó colgándose del brazo de la anciana para levantarse.

—¿Estás enferma, hija mía? Parece que has perdido los huesos. ¿Qué tienes?

—Un mareo… la gente de la sala… tanta luz… necesito descansar. Decid a mi padre que dormiré.

—¡Sudas frío! ¿Quieres té?

María Clara movió la cabeza negativamente, cerró con llave la puerta de su alcoba y sin fuerzas se dejó caer en el suelo, al pie de una imagen, sollozando:

—¡Madre, madre, madre mía!

Por la ventana y la puerta que comunicaba con la azotea entraba la luz de la luna.

La música seguía tocando alegres valses; llegaban hasta la alcoba las risas y el run-run de las conversaciones; varias veces tocaron a la puerta su padre, tía Isabel, doña Victorina y aun Linares, pero María Clara no se movió: un estertor se escapaba de su pecho.

Pasaron horas; las alegrías de la mesa terminaron, se oía bailar, se consumió la bujía y se apagó, pero la joven continuaba aún inmóvil en el suelo, iluminada por los rayos de la luna, al pie de la imagen de la Madre de Jesús.

La casa volvió a quedar poco a poco en silencio, se apagaron las luces, tía Isabel llamó de nuevo a la puerta.

—¡Vamos, se ha dormido! —dijo la tía en voz alta—, como es joven y no tiene ningún cuidado, duerme como un cadáver.

Cuando todo estuvo en silencio, ella se levantó lentamente y paseó la mirada alrededor. Vio la azotea, los pequeños emparrados, bañados por la melancólica luz de la luna.

—¡Un tranquilo porvenir! ¡Dormir como un cadáver! —murmuró en voz baja y se dirigió a la azotea.

La ciudad dormía; sólo se oía de tiempo en tiempo el ruido de un coche que pasaba el puente de madera sobre el río, cuyas solitarias aguas reflejaban tranquilas la luz de la luna.

La joven levantó los ojos al cielo de una limpidez de zafir; quitose lentamente los anillos, pendientes, agujas y peineta, los colocó sobre el antepecho de la azote, y miró hacia el río.

Una banca, cargada de zacate, se detenía al pie del embarcadero que tiene cada casa a orillas del río. Uno de los dos hombres que la tripulaban subió la escalera de piedra, saltó el muro y, segundos después, se oían sus pasos subiendo la escalera de la azotea.

María Clara lo vio detenerse al descubrirla, pero sólo fue un momento, porque el hombre avanzó lentamente y, a tres pasos de la joven, se detuvo. María Clara retrocedió.

—¡Crisóstomo! —murmuró llena de terror.

—¡Sí, soy Crisóstomo! —repuso el joven en voz grave—, un enemigo, un hombre que tenía razones para odiarme, Elías, me ha sacado de la prisión en que me han arrojado mis amigos.

A estas palabras siguió un triste silencio; María Clara inclinó la cabeza y dejó caer ambas manos.

Ibarra continuó:

—¡Junto al cadáver de mi madre juré hacerte feliz, sea cual fuere mi destino! Pudiste faltar a tu juramento, ella no era tu madre; pero yo, yo que soy su hijo, tengo su memoria por sagrada, y a través de mil peligros he venido aquí a cumplir con el mío, y la casualidad permite que te hable a ti misma. María, no nos volveremos a ver; eres joven y acaso algún día tu conciencia te acuse… vengo a decirte, antes de partir, que te perdono. Ahora, ¡sé feliz y adiós!

Ibarra trató de alejarse, pero la joven le detuvo.

—¡Crisóstomo! —dijo—, Dios te ha enviado para salvarme de la desesperación… ¡óyeme y júzgame!

Ibarra quiso deshacerse dulcemente de ella.

—No he venido a pedirte cuenta… he venido para darte la tranquilidad.

—No quiero esa tranquilidad que me regalas; la tranquilidad me la daré yo misma. ¡Tú me desprecias y tu desprecio me hará amarga hasta la muerte!

Ibarra vio la desesperación y el dolor de la pobre mujer, y le preguntó qué deseaba:

—¡Que creas que te he amado siempre!

Crisóstomo sonrió con amargura.

—¡Ah!, ¡tú dudas de mí, dudas de la amiga de tu infancia, que jamás te ha ocultado un solo pensamiento! Cuando sepas mi historia, la triste historia que me revelaron durante mi enfermedad, te compadecerás de mí y no tendrás esa sonrisa para mi dolor. ¿Por qué no has dejado que me muriese en manos de mi ignorante médico? ¡Tú y yo habríamos sido más felices!

María Clara descansó un momento y continuó:

—¡Tú lo has querido, tú has dudado de mí, que mi madre me perdone! En una de las dolorosas noches de mis padecimientos, un hombre me reveló el nombre de mi verdadero padre, y me prohibió tu amor… ¡a no ser que mi padre mismo te perdonara el agravio que le has inferido!

Ibarra retrocedió y miró espantado a la joven.

—Sí —continúo ella—, el hombre me dijo que no podía permitir nuestra unión, pues su conciencia se lo prohibiría, y se vería obligado a publicarlo, a riesgo de causar un grande escándalo, porque mi padre es…

Y murmuró al oído del joven un nombre en voz baja que sólo él lo oyó.

—¿Qué iba a hacer yo? ¿Debía yo sacrificar a mi amor la memoria de mi madre, el honor de mi padre falso y el buen nombre del verdadero? ¿Podía hacerlo sin que tú mismo me despreciaras?

—Pero ¡pruebas!, ¿tuviste pruebas? ¡Tú necesitabas pruebas! —exclamó Crisóstomo convulso.

La joven sacó de su seno dos papeles.

—¡Dos cartas de mi madre, dos cartas escritas en medio de sus remordimientos, cuando me llevaba en sus entrañas! Toma, léelas y verás cómo ella me maldice y desea mi muerte… ¡mi muerte que en vano procuró mi padre con medicinas! Estas cartas las ha olvidado él en la casa donde vivió, el hombre las encontró y conservó, y sólo me han sido entregadas a cambio de tu carta… para asegurarse, según decía, de que no me iba a casar contigo sin el consentimiento de mi padre. Desde que las llevo sobre mí, en lugar de tu carta, siento el frío sobre el corazón. Te sacrifiqué, sacrifiqué mi amor… ¿qué no hace una por una madre muerta y dos padres vivos? ¿Sospechaba yo el uso que iban a hacer de tu carta?

Ibarra estaba aterrado. María Clara prosiguió.

—¿Qué me quedaba ya? ¿Podía decirte por ventura quién era mi padre, podía decirte que le pidieras perdón, a él que tanto ha hecho sufrir al tuyo? ¿Podía decirle a mi padre acaso que te perdonara, podía decirle que yo era su hija, a él que tanto ha deseado mi muerte? ¡Sólo me restaba sufrir, guardar conmigo el secreto, y morir sufriendo!… Ahora, amigo mío, ahora que sabes la triste historia de tu pobre María, ¿tendrás aún para ella esa desdeñosa sonrisa?

—¡María, tú eres una santa!

—Soy feliz puesto que tú me crees…

—Sin embargo —añadió el joven, cambiando de tono—, he oído que te casas.

—Sí —sollozó la joven—; mi padre me exige este sacrificio… Él me ha amado y alimentado, y no era su deber; yo le pago esta deuda de gratitud asegurándole la paz por medio de este nuevo parentesco, pero…

—¿Pero?

—No olvidaré los juramentos de fidelidad que te hice.

—¿Qué meditas hacer? —preguntó Ibarra tratando de leer en sus ojos.

—¡El porvenir es oscuro y el destino está entre sombras! No sé lo que he de hacer; pero sabe que yo amo una sola vez, y sin amor jamás seré de nadie. Y de ti, ¿qué va a ser de ti?

—No soy más que un fugitivo… huyo. Dentro de poco se descubrirá mi fuga, María…

María Clara cogió la cabeza del joven entre sus manos, lo besó repetidas veces en los labios, le abrazó, y después, alejándole bruscamente de sí:

—¡Huye, huye! —le dijo—, ¡huye, adiós!

Ibarra la miró con ojos brillantes, pero, a una señal suya, el joven se alejó ebrio, vacilante…

Saltó otra vez el muro y entró en la banca. María Clara, apoyada sobre el antepecho, lo miraba alejarse.

Elías, se descubrió y la saludó profundamente.

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